Sábado, 10.23

—¡Jake! —llamó Janine desde la otra punta de la oficina—. ¿Qué estás haciendo?

Él estaba en su mesa, pulsando teclas en su ordenador. Tal vez estuviera trabajando, pero siempre era posible que anduviera comprobando si le habían abonado la nómina o consultando los ascensos recientes. Janine acababa de hablar con Pam, de la Unidad de Información.

Pam había sido servicial y complaciente, pero aun así se tardaría al menos una hora, cuando no más, en que Telstra proporcionara los resultados de la triangulación del teléfono de Sammi. Los registros de llamadas del camarero se demorarían todavía más. Las cosas solían ir más lentas los fines de semana porque había menos personal, así que tenían que seguir avanzando con lo que tuvieran mientras esperaban.

—Ven a echar un vistazo —contestó Jake, señalando la pantalla.

Janine se acercó.

—Le estoy echando un vistazo a nuestro camarero, Don Black. Es una buena pieza —dijo Jake.

—¿Qué has averiguado?

—El tío es un degenerado. Hay dos órdenes de protección por violencia doméstica contra él. La primera fue solicitada por la policía a petición de su madre. Los vecinos llamaron a Emergencias después de que oyeran gritos y chillidos, seguidos de un disparo. La policía hizo acto de presencia. El tipo seguía viviendo con su madre en ese momento. Ella quiso echarlo a patadas, y él se volvió loco. Disparó al perro de la mujer cuando estaba tumbado al lado de ella. La madre estaba aterrorizada, aunque cambió la historia para intentar salvarle el pellejo. Le dijo a la policía que el perro estaba enfermo y que su hijo le había hecho un favor al dispararle, ya que así no tendría que llevarlo al veterinario y pagar para que lo sacrificaran. Cuando la madre cambió de opinión y empezó a mentir por él, todas las acusaciones se fueron al garete y solo se consiguió una orden normal de violencia doméstica contra ascendientes. A causa de la orden, él perdió su licencia de armas y las armas de fuego que tenía registradas. Parece que su madre acabó mudándose de casa.

—Joder —soltó Janine—, esto no hace más que empeorar por minutos.

—Aún hay más. Una segunda orden de alejamiento, esta obtenida por una novia. Otra mujer aterrorizada. Acudió a la comisaría con las iniciales de Black grabadas en el muslo. En esa época vivían en el oeste. Se trataba de unos cortes superficiales que no necesitaron sutura, pero ella insistía en que él tenía armas escondidas y que la amenazaba reiteradamente con dispararle.

—Seguramente sería acusado de agresión o lesiones por eso, ¿no es así? —preguntó Janine.

—Sí, pero una vez más las acusaciones se desmoronaron. La novia se abrió. Era una kiwi neozelandesa y regresó a casa. Se negó a mantener otro contacto con la policía. Abandonó el país cuatro días después y no dejó ninguna dirección. Sin su testimonio, todo lo que tenían era una mera declaración. La Científica ni siquiera pudo ponerse en contacto con ella para hacer fotos de las lesiones antes de que se marchara. La orden se dictó por violencia doméstica, pero no hubo denuncia.

—Así que es un chiflado peligroso, aunque sus víctimas estaban demasiado asustadas para seguir hasta el final —resumió Janine.

—Más o menos. Este tipo debería estar entre rejas. Y esos son solo los casos que conocemos. ¿A cuántas mujeres ha maltratado que no dieron el primer paso? ¿O que desaparecieron?

Jake pulsó una tecla para abrir el anterior informe de personas desaparecidas con que Black había estado relacionado. Janine miró mientras se iban abriendo diferentes pantallas: el informe del suceso con el modus operandi, el pantallazo del sospechoso y los detalles de la víctima, y una vieja foto policial de la víctima.

—¿Esa es la prostituta desaparecida? —preguntó Janine.

Algo en la foto atrajo su atención. Tendió la mano por delante de Jake para hacerse con el ratón y pulsó para que la foto policial llenara la pantalla. La mujer parecía bastante normal. Un pelo rubio que enmarcaba una cara pálida y una mirada ligeramente huidiza. Y eso fue exactamente lo que llamó su atención. Podría haber sido una antigua compañera de colegio, o la cajera del supermercado del pueblo, o su hermana.

—Me pregunto cómo acabaría haciendo la calle. Qué lástima —se lamentó Janine.

Jake se encogió de hombros.

—Las mujeres se hacen prostitutas callejeras por algún motivo de peso —observó él.

—Sí, supongo. Pero nadie se merece desaparecer sin dejar rastro.

Jake fue pulsando la tecla para hacer pasar las pantallas del informe.

—Lo interrogó Jim Dyson. Lo conozco. Me llevó con él varias veces durante mi primer año. Es un tío espabilado. Si quieres, puedo llamarlo para ver qué no puso en el informe y qué le dijo su instinto.

El sistema de contactos entre policías era un recurso eficacísimo y con frecuencia infrautilizado.

—Buena idea —dijo Janine.

Cogió el teléfono de Jake y se lo entregó, para que no le cupiera ninguna duda de que quería que lo hiciera inmediatamente.

De vuelta en su mesa, Janine abrió su libreta y trató de organizar sus ideas y trazar un plan.

Jake no tardó en aparecer.

—Jim recordaba el interrogatorio a este camarero. Lo ha descrito como astuto y engreído. Según me ha dicho, el tío pareció sorprendido y asustado cuando aparecieron en su casa para interrogarlo. No se había dado cuenta de que la chica había enviado un SMS con su matrícula. Al principio lo negó todo y luego se negó a seguir hablando, alegando que necesitaba asesoramiento legal. Cuando llegó a la comisaría para someterse a un interrogatorio formal, tenía preparada su historia a la perfección. Jim dice que le pilló en un par de pequeñas mentiras, aunque eso no fue suficiente para acusarlo de algo. Rastrearon el teléfono y registraron su casa, pero no apareció nada. Black había admitido que ella estuvo en su coche, y efectivamente encontraron huellas de la chica en el vehículo, pero él se aferró a su historia de que la había dejado donde la encontró.

Janine asintió con la cabeza.

—¿Y qué le dijo su instinto a Jim?

—Que él la había asesinado. Pero nunca llegaron a reunir pruebas para demostrarlo. Era una prostituta, y nadie se preocupó demasiado de mantener la investigación en marcha. Jamás encontraron el cuerpo, y el rastro se acabó enfriando. Sigue figurando solo como desaparecida.

Con una sensación de desasosiego cada vez mayor, Janine marcó el número de la Operación Eco. Había trabajado en importantes salas de operaciones, donde con frecuencia el trabajo era tedioso y donde a veces había que lidiar con cientos de pistas e informaciones inútiles, a menudo aportadas por los ciudadanos.

Janine se presentó al oficial que atendió la llamada.

—Solo quería ponerme en contacto con vosotros, chicos. Tenemos a una mujer joven desaparecida después de una noche de marcha por la ciudad. Es una oficial de policía. No hace mucho que ha desaparecido, pero todo apunta a que realmente está en apuros y no a que se haya entretenido en alguna parte.

Le dio a su interlocutor un breve informe sobre el camarero, dónde trabajaba, qué aspecto tenía y qué coche conducía, así como sus antecedentes. Nada más terminar, el otro policía le dijo que esperase.

—Hola. Janine, ¿verdad? Soy Bill Johns. —Otro hombre estaba al teléfono—. Me acaban de dar un informe sobre tu persona desaparecida. Tenemos cientos de pistas sobre Tahlia. Una de ellas es que se la vio subiendo a una camioneta blanca con una gran defensa y una desmesurada cubierta en la parte trasera. Bueno, ¿puedes venir aquí y hacerle un resumen a mi equipo? Veremos si podemos encontrar alguna coincidencia más y somos capaces de avanzar juntos en esto.

Con una llamada telefónica, había cuatro detectives más trabajando en el caso.

Sábado, 10.34

Se estaban manteniendo muchas conversaciones a puerta cerrada en la comisaría, y a Gavin no le gustaba nada. Le estaban ocultando información. Las conversaciones importantes tenían lugar en el despacho del sargento, mientras Gavin hablaba con Bob en la sala de estar. El sargento le estaba haciendo pasar una interminable lista de preguntas inútiles para completar la denuncia de personas desaparecidas.

—¿Cuál es su proveedor de telefonía móvil? —preguntó Bob.

—Hummm… Telstra —respondió Gavin.

—¿Y su dentista?

—Johannes, en Mill Street.

—¿Ha ido a verlo recientemente?

—No. ¿Por qué?

—Por si necesitáramos conseguir sus fichas dentales —aclaró Bob sin apartar la mirada del formulario de preguntas—. Dame los datos de su cuenta bancaria.

—Sammi trabaja con el Commonwealth Bank. ¿Es que vais a comprobar los reintegros o algo parecido? —preguntó Gavin, sintiéndose más decepcionado por momentos.

—Es solo un procedimiento rutinario.

—Puedo enseñarte el extracto ahora mismo. Sammi no se ha fugado —repuso Gavin con aspereza.

—Nadie está diciendo eso. Si llevara encima la tarjeta de crédito y se la hubieran robado, podría tenerla cualquiera.

Gavin resopló.

—¿Qué han averiguado? ¿Por qué me estás tomando declaración de repente? Fuiste tú quien me dijo que esperase y aseguró que ella terminaría por aparecer.

—Comprendo que te resulte difícl, pero tenemos que ir paso a paso. Necesito que me des todos los detalles que te vengan a la cabeza. No sabemos qué información podría acabar siendo de utilidad —explicó Bob.

—Me saca de quicio que no me digas… —Se interrumpió bruscamente ante la mera idea—. ¿Soy sospechoso? —preguntó, mirándolo fijamente.

Bob le sostuvo la mirada.

—No, no eres sospechoso. Estuviste en casa toda la noche. Todos lo sabemos.

Lo dijo en voz baja y sin alterarse. Gavin era un barril de pólvora a punto de explotar.

—Estoy intentando ayudarte —siguió Bob—. Sé que esto es desesperante. Tú quieres salir de aquí y hacer algo. Bueno, esto es lo más importante que puedes hacer por el momento: aportarnos todos los datos.

Gavin clavó la mirada en el suelo.

—¿Qué han averiguado? —Había un dejo de súplica en su voz.

—No gran cosa —respondió el policía—, pero antes de ordenar que se rastree su teléfono, necesitan esta declaración.

Gavin parpadeó varias veces.

—Vale. ¿Cuál era la última pregunta?

Sábado, 10.50

Janine y Jake entraron con paso firme en el centro de investigaciones con una meta clara. Cuatro cabezas se volvieron hacia ellos. El personal del turno de día de la Operación Eco se congregó a su alrededor y se hicieron las presentaciones. El inspector Bill Johns era el oficial al mando.

Janine tomó la iniciativa e hizo un rápido repaso de los hechos. Sammi era policía; no había ido a trabajar; su coche seguía en casa de su amiga en Brisbane; no se la podía localizar en su teléfono; y había abandonado el bar sola. El camarero se había marchado pronto del trabajo, más o menos al mismo tiempo que ella, tenía antecedentes por violencia doméstica y había sido interrogado en relación a otra persona desaparecida. La camarera había visto a una mujer rubia subir a la camioneta del camarero.

Acto seguido pasó a detallar las averiguaciones que había hecho hasta el momento. Hizo circular las fotos que le habían hecho al camarero cuando estuvo en comisaría. Tenía un aspecto bastante normal, pelo moreno corto y barba muy recortada. En la foto policial miraba más allá del objetivo con un asomo de sonrisa.

Bill intervino en ese momento.

—Vanessa —dijo, entregando la foto policial a una joven oficial que tenía a su izquierda—, empieza repasando los expedientes de Prevención del Crimen. Mira si hay alguna descripción que coincida con este sujeto. Busca también el expediente de la testigo que vio a Tahlia subir a una camioneta. Vuelve a ponerte en contacto con todos y hazles más preguntas sobre cualquier cosa que se les haya ocurrido desde que llamaron por primera vez.

Jake le echó un vistazo a Vanessa y, cuando él le acercó una silla libre a la chica, Janine vio la sonrisa llena de hoyuelos de su compañero. A este le encantaba estar con gente nueva. Pero el mero hecho de que disfrutara de su trabajo no implicaba que estuviera siendo útil. En lo tocante a los miembros del sexo opuesto, se distraía con demasiada facilidad.

Bill se volvió hacia Janine.

—¿Habéis hecho algo con este camarero? ¿Le habéis llamado o pasado por su casa?

Ella negó con la cabeza.

—Antes de ir allí, quería reunir todo lo que pudiera sobre él.

—Llámalo —le indicó Bill—. Hazlo para que veamos si alguien responde. Si lo coge, finge que intentas venderle algo. Funcionará mejor con una voz de mujer. Prueba con el número de casa, y luego con el móvil. Hazlo desde mi despacho, donde no tendrás ningún ruido de fondo.

Ambos sabían que el número de teléfono quedaría reflejado si el camarero tenía una pantalla con identificador de llamadas. Era mejor fingirse una televendedora que limitarse a colgar. Si estaba nervioso o paranoico, eso podría ponerle en alerta.

Janine asintió con la cabeza mientras empezaba a elaborar lo que podría decir en caso de que el camarero atendiera la llamada.

Bill sacudió la cabeza.

—No te devanes la sesera. Apuesto a que no responde nadie.

—Ya, pero no me gusta que me cojan por sorpresa —respondió Janine.

Fue hasta el despacho de Bill y se sentó en su silla, pensando todavía. Si decía que estaba haciendo una colecta con fines benéficos, él probablemente colgaría de inmediato. Pero eso era todo lo que querían, únicamente saber si respondía al teléfono.

Cuando marcó el número, y el teléfono empezó a dar la señal, el corazón se le aceleró y la nuca se le erizó. Después de seis tonos, saltó el buzón de voz y Janine confirmó que tenía bien el número, tras lo cual colgó. El móvil de Black también sonó y siguió dando la señal. Después de siete tonos, Janine colgó y salió de nuevo a la sala principal.

—¿No lo coge? —preguntó Bill, y ella negó con la cabeza—. Echa un vistazo a esto. —El inspector le señaló la pantalla de un ordenador que él estaba mirando por encima del hombro de Vanessa.

Janine vio la foto de la casa en Google Earth con el número de teléfono que acababa de marcar.

—Tiene un perro —dijo Bill, señalando una caseta en el desordenado patio trasero. Un alto cercado separaba la casa de las de alrededor—. Mira a ver si sabemos algo de los vecinos —le indicó Bill a Vanessa, que pulsó unas teclas.

La vista aérea de la casa desapareció detrás de otra pantalla.

—¿Tienes suficiente para una orden de registro? —preguntó Bill.

Janine negó con la cabeza.

—Creo que no. De momento solo tenemos una mujer que llega tarde al trabajo y que no coge su móvil. Estoy esperando los resultados de la triangulación del teléfono. Eso puede ayudar. Las videocámaras del bar también podrían confirmar a qué hora exacta se marchó. Y permitirnos ver si salió sola. No sé hasta dónde llegan las imágenes de la fachada del bar. Si tenemos suerte, podría llegar hasta la calle.

—Vale, conseguid la grabación —dispuso Bill—. A ver si alguien puede visionarla hoy, aunque no puedan hacernos una copia.

Janine miró a Jake, que se estaba inclinando hacia el ordenador en lo que parecía una estratagema para acercarse a Vanessa.

—Tengo un trabajo para ti, Jake —dijo.

Sábado, 10.53

Sammi tenía puesto el piloto automático de las piernas, el cual les marcaba el ritmo de un trote regular, aunque su cabeza tenía metida la quinta. Esa no sería la forma en que terminaría todo para ella: sola en el bosque y a manos de un camarero pueblerino de tez pálida. Tenía que ser más lista que él; tenía que haber una manera de salir de aquello.

¿Podría decirle algo que le hiciera perdonarle la vida? Era obvio que suplicar clemencia sería malgastar saliva.

¿Qué era lo que lo motivaba? ¿El poder? ¿El odio? ¿Qué podía ofrecerle que satisficiera esas necesidades y anulara su ansia de matarla?

Le dio vueltas a estas ideas, sin ningún convencimiento de que hubiera una respuesta. En cierta ocasión había oído la historia de dos hombres que habían secuestrado a dos adolescentes. Cuando estaban matando al primer chico, el segundo fingió ponerse de parte de los asesinos y en contra de su amigo. Los asesinos le perdonaron la vida, creyéndose su instantánea conversión de víctima en cómplice del crimen.

¿Cómo podría ponerse ella de su parte y convencerlo de que también era malvada? ¿Debía ofrecerle sexo y decirle que aquel juego le resultaba excitante y estimulante? ¿Fingir que ella deseaba hacerlo otra vez, que quería ser su novia para poder jugar muchas veces con él a aquellos juegos sádicos? ¿Se creería tal cosa, que había una mujer a la que le resultaba erótico que la dominara y humillara?

Sammi no creía que el sexo fuera la principal motivación de aquel psicópata. Se trataba más bien del poder y el control. ¿Tal vez ofrecerle ayuda para atrapar a alguien más prestigioso o interesante que ella? ¿Podría decirle que conocía a alguna famosa y que le entregaría a esa mujer a cambio de su vida? ¿Podría rebajarse tanto como para intentar negociar con un chalado perverso?

Seguramente no. Cuando el camarero estuviera lo bastante cerca, se sentiría tan aterrorizada que las facultades del habla y el raciocinio la abandonarían.

Sabía por su entrenamiento cómo reaccionaban la mente y el cuerpo en situaciones extremas, y ella había experimentado en carne propia algunos de los síntomas más leves. La primera vez que se había enfrentado a un hombre armado con un cuchillo, le había conminado a tirar el arma chillando tan nerviosamente que el sujeto le había respondido que no entendía lo que le decía. En cierta ocasión, después de una detención violenta, las manos le habían temblado tanto que la diminuta llave de las esposas se le caía al suelo una y otra vez.

Así que era probable que sufriera una súbita pérdida de motricidad, tras lo cual podría producirse una pérdida auditiva, a causa de la cual no registraría lo que se le dijera. Podría padecer lapsus, confusión y un distanciamiento o retirada de la situación. Por otro lado, también podría desarrollar una fuerza sobrehumana o vivirlo todo a cámara lenta, con el cerebro trabajando el doble para procesar todas las alternativas. Sammi tenía que considerar todas las posibilidades.

Pero una cosa era cierta: su vida dependía de que actuara de la forma correcta.

Sábado, 11.08

El teléfono de Janine sonó. Era Pam, de la Unidad de Información.

—Tengo los resultados del teléfono de Sammi —anunció—. La última llamada saliente se hizo a las cuatro y veintidós de la tarde del viernes. Comprobé el número. Es un número registrado a nombre de Candy Curtis, de Brisbane. Entrantes hay tres desde el teléfono de Gavin Porter entre las ocho menos cuarto y las ocho menos cinco de ayer noche, todas las cuales acabaron en el buzón de voz. Una cuarta, realizada a las ocho menos dos minutos, fue atendida. Además, hay un SMS enviado desde el teléfono de Porter a las diez y catorce de la noche. Pone lo siguiente: «Siento que discutiéramos. Te echo de menos. Que te diviertas esta noche. Hasta mañana por la mañana. Te quiero».

»El teléfono estuvo conectado hasta las cuatro y veintiuno de esta madrugada. Luego fue apagado o se quedó sin batería. No podemos triangularlo porque no se hicieron ni recibieron llamadas. Pero, puesto que el teléfono estaba encendido, sabemos a qué antenas de telefonía estuvo conectado. La primera llamada a Candy procedía de la zona de Angel’s Crossing, y desde allí se le puede seguir el rastro hasta Forest Lake. Luego entró en la ciudad, y volvió a salir en Inala. Pero la última antena a la que se conectó fue en Bald Hills. Muy lejos de La Cabeza del León, pero muy cerca de la casa de tu sospechoso.

—Joder —soltó Janine.

—También he seguido el número del sospechoso, el que te dieron en su trabajo. Estuvo conectado a la antena de Inala mientras permaneció en su trabajo. Luego, a las cuatro y veinte de la madrugada, él estaba en Bald Hills, y el teléfono sigue conectado a la misma antena en este momento. Así pues, tiene el teléfono con él mientras está en el bar y luego se lo lleva a casa. Sigue allí, conectado, aunque nadie lo coge. Ni llamadas entrantes ni salientes. Es probable que tenga dos teléfonos. Uno es el legal, el otro sería de prepago y probablemente esté registrado con un nombre falso si tiene algo que ocultar. Encontrar su número es muy difícil. Aunque estoy en ello —explicó Pam.

—Gracias. Nos es de mucha utilidad —repuso Janine.

—He oído que se trata de una oficial de policía. ¿Es así? —preguntó Pam.

—Sí. Pero por el momento estamos tratando de mantenerlo en secreto. Todavía estamos reuniendo las piezas.

—Si hay algo más en lo que podamos ayudar, decídnoslo. Habrá alguien en esta oficina hasta las diez de la noche.

Janine se lo agradeció antes de colgar y fue a informar a Bill.

Este sacudió la cabeza con tristeza.

—Joder, confío en que esto no sea lo que parece.

—Incluso si Sammi aparece, tenemos que tener bien vigilado a este sujeto —comentó Janine.

Él asintió.

—Vale, así que parece que ella fue a la casa del camarero. ¿Por voluntad propia?

—De todas formas, puede que sea el momento de conseguir una orden de registro para la casa. ¿Por qué apagaría ella su teléfono al llegar allí? —planteó Janine.

—Me preocupa un poco que gran parte de las razones para pedir la orden vayan a ser meras especulaciones. Aparentemente, esto puede haber ocurrido, pero también es posible que sea algo diferente. Como que ella decidiera dejar a su novio a causa de la pelea y ya conociera a este camarero y se haya ido con él a su casa. Ella sabía que iba a armarse follón, así que apagó el teléfono y permanece oculta. No es probable, pero sí posible.

—No estoy de acuerdo. Ella no escogió el bar al que fueron y lo que tuvo con el camarero fue una conversación casual. No hay nada que sugiera que ya lo conocía. Y aunque tuviera intención de irse con él, habría esperado a que terminara su turno en lugar de hacer que él se marchara intempestivamente del trabajo. El tipo se largó corriendo porque sabía que ella estaba sola y quería interceptarla antes de que parara un taxi —señaló Janine.

Bill asintió con la cabeza.

—Eso parece más lógico, pero estoy haciendo de abogado del diablo. Quiero que consideres todas las posibilidades.

—Mira, si en realidad él se la llevó, entonces no podemos perder ni un segundo. Creo que tenemos suficiente base para obtener una orden —replicó ella—. ¿Crees que necesitamos entregárselo al EERE?

El Equipo Especial de Respuesta de Emergencias eran los hombres de negro. Iban con pasamontañas y armamento pesado cuando había demasiado peligro para el personal común.

Bill se encogió de hombros.

—No sé si esto es realmente un trabajo para los EERE. Todavía es muy pronto para considerar desaparecida a esa persona.

—Disiento. Si esto es lo que ha pasado realmente, tenemos que actuar con rapidez e ir a por todas. Este sujeto es un hijoputa. Aunque al final no tenga nada que ver con Sammi, da igual. Se merece que le derriben la puerta a patadas todos los días de la semana.

—Pues entonces actúa según tu instinto. Es tu investigación —dijo Bill—. Empieza a redactar esa orden. Cuando la termines, probablemente tendremos más cosas para seguir adelante.

Sábado, 11.12

Sammi avanzaba obstinadamente al trote. Sumida en sus pensamientos para elaborar un plan, no reparó en la raíz de un árbol que sobresalía. Tropezó y se cayó. Una vez más. Había perdido la cuenta de las veces que se había caído. Eso no tenía importancia. Cuando se puso de pie, algo llamó su atención. Delante de ella había una piedra en el suelo. Era casi redonda y lisa y tenía el tamaño de una pelota de tenis. La cogió. Le cabía perfectamente en la palma, casi podía rodearla con los dedos. No pesaba demasiado, aunque sería dañina si se la lanzaba con fuerza. No se tenía por una lanzadora precisa, pero a poca distancia y aunque su puntería fuera pésima, la piedra podría distraer o confundir. También le dio una idea.

Siguió corriendo, escudriñando el terreno hasta que dio con un palo largo y bastante recto. Lo apoyó contra su rodilla y partió un trozo de la longitud aproximada de un bastón. Comprobó su resistencia apoyándose en él; no se partiría fácilmente. Uno de los extremos estaba astillado. Sammi se agachó y frotó el extremo irregular contra la piedra hasta que consiguió afilarlo y convertirlo en un pincho rudimentario. Ahora estaba armada. Algo era mejor que nada.

Sábado, 11.22

Ir en busca de la cinta de la cámara de vigilancia del bar le supuso a Jake un viaje de media hora por la ciudad, hasta el domicilio social. Un sujeto malhumorado de mediana edad lo recibió en la puerta y lo hizo pasar dentro. Llevaba puesta una manchada camiseta que proclamaba que el individuo no solía trabajar los sábados por la mañana. Eso arrancó una ligera sonrisa a Jake, que empezó a considerar quebrantar la fachada irritable del hombre.

—No le habrán sacado de la cama por esto, ¿verdad? —preguntó.

El otro soltó un gruñido.

—Bueno —dijo Jake—, ¿sabe por qué las mujeres se restriegan los ojos cuando se despiertan por la mañana?

El sujeto pareció desconcertado.

—¿Eh? —soltó.

—Porque no tienen un par de pelotas que rascarse —respondió Jake, rematando el chiste.

El hombre se lo quedó mirando de hito en hito, ceñudo y asombrado. Entonces soltó una risotada.

—Vale, ¿puede decirme por qué las mujeres hacen el amor con los ojos cerrados? —replicó, sustituyendo el ceño por una sonrisa de oreja a oreja.

Jake ya conocía el chiste, pero le siguió la corriente.

—Ni idea.

—¡Porque no soportan ver que un tío se lo pase bien!

El hombre volvió a reírse. Jake confió en que ahora se mostrara más dispuesto a buscar la grabación.

—Pase, amigo —dijo, conduciendo a Jake a una pequeña sala—. Soy el único que sabe manejar este puñetero sistema. Siempre procuramos ayudar a la poli. La cosa es recíproca, ¿eh? —aclaró.

Jake asintió con la cabeza.

—Se lo agradecemos de veras. Esto es importante.

—De acuerdo, ¿y qué hora estamos buscando?

—De las tres a las cuatro de esta madrugada. Una chica rubia, con pantalones negros y camisa blanca, que salió sola de La Cabeza del León.

El sujeto pulsó unas teclas y un monitor mostró un plano general de la entrada principal del bar. Giró un dial y avanzó rápidamente las imágenes, haciendo que las figuras de la pantalla entraran y salieran rápidamente del local. La grabación tenía mucho grano, aunque no lo suficiente para impedir distinguir los principales rasgos faciales. Los minutos pasaban en el contador, y cuando se estaban acercando a las cuatro de la madrugada, a Jake le empezó a preocupar que hubieran pasado por alto a Sammi. De pronto se vio un destello blanco en la pantalla.

—Ahí —dijo Jake, señalando.

El hombre detuvo las imágenes y rebobinó fotograma a fotograma. Los porteros tenían una trifulca con un joven. Una mujer se escabulló por su lado, y Jake reconoció a Sammi por la foto que le habían mostrado. En efecto, estaba sola. La hora impresa en la imagen indicaba las cuatro menos seis minutos.

—¿La hora es correcta? —preguntó Jake.

—Sí. ¿Quiere que la siga hacia atrás?

—¿A qué se refiere?

—Bueno, sabemos a qué hora se marchó —explicó el hombre—. También podemos localizarla con las cámaras del interior y ver qué estuvo haciendo mientras estaba dentro.

Jake sonrió cuando el hombre pulsó una tecla y en la pantalla apareció una vista de la pista de baile del local. Rebobinó más, y entonces Sammi apareció caminando hacia atrás y besando a una chica que estaba emparedada entre dos hombres en la pista. Jake supo que aquella era Candy e instintivamente tomó nota de lo buena que estaba. Siguiendo con el rebobinado, Sammi retrocedió de espaldas hacia la barra.

Entonces Jake por fin vio al sospechoso principal. Tenía una perilla morena y recortada y llevaba un polo negro con el logotipo del local. Sammi estaba hablando con él. Jake lo estaba viendo todo al revés. Cuando Sammi se alejó de la barra caminando hacia atrás y desapareció de la imagen, le pidió al hombre que reprodujera la grabación en tiempo real.

Jake observó atentamente, prestando atención al camarero. Era él quien se inclinaba sobre la barra; él quien le ofrecía la mano a Sammi por encima de la barra. Ella estaba de pie apoyada en la barra, al principio de espaldas al camarero, luego se volvía lo suficiente por educación y hablaba con él por encima del hombro. No mostraba ningún interés; le estaba respondiendo solo por no parecer grosera. Puede que Black lo estuviera intentando, pero sin resultados. Jake sabía muy bien lo que pasaba cuando se tenía éxito ligando. Y lo que estaba viendo era rechazo.

Entonces el encargado rebobinó un poco más, escogió otro ángulo y allí estaba Sammi hablando con otro hombre.

—¿Y ahora quién es ese? —se preguntó Jake en voz alta.

—Ni idea —respondió el hombre, y los hizo retroceder hasta la puerta, hasta el instante en que los cuatro entraban en el local.

Jake vio al tipo tocar a Sammi, que se apartaba, tras lo cual el tipo se unía a Candy y su hombre en la pista. Fotograma a fotograma, averiguaron el tiempo que Sammi había pasado en el local.

—¿Podría copiarnos todo este disco? —preguntó Jake.

—Sí. Ahora que sé lo que necesitáis, será fácil.

—¿Tardará mucho?

—Diez minutos —respondió el hombre.

—Perfecto. Tengo un chiste más para usted. ¿En qué se diferencia una puta de una traficante de drogas?

El hombre negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—En que una puta puede lavarse la raja[1] y volver a venderla. Vuelvo en diez minutos —dijo Jake. Y salió mientras el otro seguía riendo.

Janine respondió a su llamada.

Jake empezó a describirle sin más lo que había visto en la grabación.

—Ella entró con su amiga y dos tíos. Su amiga se emparejó con uno, pero Sammi ignoró al otro. Este se fue e hizo un trío con la amiga y el otro. Sammi se fue a la barra a beber algo. Parece una Coca-Cola en un vaso grande, nada alcohólico. El camarero empezó a hablarle, pero ella no mostró ningún interés. Prácticamente le está dando la espalda todo el rato. Solo le respondía por educación, aunque él se inclinó hacia ella por encima de la barra, tratando de pegar la hebra. Luego, ella se fue sola a las cuatro menos seis. No hay imágenes de más allá de la puerta.

—De acuerdo, se marcha sola y parece dirigirse a casa. El camarero se marcha de repente, según su compañera. Lo siguiente que sabemos es que el teléfono de Sammi es apagado cerca de la casa del camarero —resumió Janine.

—Por cierto, se ve al camarero sirviéndole la bebida. ¿Y si le echó algo?

—Es posible. Vuelve aquí, Jake, tenemos que obtener la orden de registro.

Sábado, 11.39

Con su ventaja de una hora ya transcurrida, Sammi no paraba de mirar el reloj. ¿Cuánto se habría alejado? ¿Todavía podría oír la moto cuando él la arrancara? ¿Arrancaría siquiera? ¿Habría conseguido averiarla, ganando así un poco más de tiempo? ¿O el camarero habría descubierto su tosco intento de sabotaje y la habría arreglado ya? Estas y otras preguntas se amontonaban en su cabeza, y ella seguía trotando con decisión. Se estaba cansando, pero aguantaba, ignorando el dolor en las piernas y la sensación de ardor en los pulmones.

Acalló la parte de su cerebro que quería llorar y gritar histéricamente «¿Por qué yo?» y «¡No es justo!», la misma que solo deseaba acurrucarse en el regazo de su madre… Esa parte fue obligada a retroceder lo más atrás posible. Se le daba bastante bien hacer eso. Era una habilidad que la mayoría de los policías aprendía por necesidad. Había una parte de ti que tenías que desconectar para poder llamar a la puerta de alguien y decirle que su hija había muerto y luego afrontar la reacción. O para quedarte con alguien atrapado en un coche con los huesos asomándole, hasta que los bomberos llegaran para liberarlo.

Esa parte podría hundirla. La emotividad no podía influir en lo que sucediera allí, en el bosque. Razonamiento, agudeza, disposición… esas eran las únicas cosas que podrían darle una oportunidad de luchar. En cuanto empezara a llorar, sería el final.

«No quiso levantarse, lo único que hizo fue llorar. Le rebané el cuello donde estaba…».

Las palabras del camarero la atormentaban. Eran una advertencia: no habría clemencia, suplicar sería inútil. El valor y la fuerza al menos podrían descolocar a aquel sujeto. Ella no podía permitirse menos que eso.

Poco a poco empezaba a trazar un plan, algún plan, cualquiera. «Haz algo. No te paralices. Reacciona, muévete, defiéndete, ataca».

Decidió que lo mordería. En la mano o en la cara si podía. Si conseguía que el mordisco le marcara alguna parte del cuerpo, un oficial de policía perspicaz podría verlo y encontrar un motivo para hablar con Don. Sammi tenía los dientes de arriba ligeramente torcidos, y se había hecho una placa dental el año anterior. Un dentista forense no tendría problema en relacionarla con el camarero si ella era capaz de dejarle una marca visible. La huella de una mordedura siempre despertaba sospechas.

Con la emotividad excluida de la ecuación, trató de imaginar qué sucedería cuando él la atrapara. No le dispararía desde lejos, de eso estaba bastante segura. Aquello iba de poder y de miedo, y él quería controlar ambas cosas. Y eso no podría hacerlo a distancia.

Seguramente le echaría encima el perro, para que la derribara y retuviera. Era evidente que el animal estaba bien adiestrado. ¿Y qué podía hacer ella ante el ataque de un perro feroz? En una ocasión alguien le había dicho que las patas delanteras de un perro solo se mueven atrás y adelante, que no pueden ir hacia los lados, y que si les obligas a separar las piernas, eso les hunde el pecho y los mata. ¿Sería cierto? ¿Daría resultado?

Pero aquel chucho era una mala bestia. Era improbable que ella pudiera hacer otra cosa que no fuera hacerse un ovillo y cubrirse la garganta para que el perro no le arrancara la yugular. Quizá pudiera clavarle el palo afilado en un ojo o en la boca.

Pero ¿cómo reaccionaría el psicópata? Incapacitar al perro no la salvaría de aquel chalado armado con un rifle y un cuchillo. Necesitaría que él se acercara lo suficiente para tener un enfrentamiento cara a cara, porque eso era todo lo que ella tenía. Cualquier cosa que no fuera tenerlo a la distancia de una patada no le serviría de nada. Sin duda él la estaría apuntando con el rifle hasta que sacara el cuchillo.

En la Academia de Policía había aprendido algunas habilidades, al igual que en la formación operativa permanente. En circunstancias normales, podría enfrentarse a personas normales, pero aquello era otra cosa.

No estaba dispuesta a paralizarse. Lucha o muere: cuando lo veías de esa manera, no había alternativa. Tendría que confiar en el elemento sorpresa. Y en la adrenalina que corría por sus venas. Seguramente él no esperaría que se resistiera; no podía saber que ella era oficial de policía.

¿Y si dejaba que el perro la atacara e intentara hacerse la muerta? ¿Sería capaz de hacerse la muerta frente al ataque de un perro? En circunstancias normales no, pero es increíble lo que un cuerpo humano es capaz de hacer cuando no le queda opción. El camarero no dejaría que el perro hiciera algo más que derribarla. Lo había dejado muy claro. En ese momento sus palabras pasaron por la cabeza a Sammi, provocándole un escalofrío.

En cuanto él le gritara al perro que se retirara, habría muchas posibilidades de que se acercara a ella, y esa sería la única oportunidad de Sammi. Se representó mentalmente todas las posibilidades. Se imaginó a sí misma levantándose de un salto, clavándole el palo en el vientre y soltándole una patada en las ingles. «Coge el arma, dispara al perro e incapacita al psicópata».

Pensó en el rifle. Tendría un seguro. Imaginó cómo quitarlo y cuántos cartuchos habría en el cargador.

Se imaginó al perro. Algunas de esas razas tenían cráneos muy fuertes. ¿Sería mejor dispararle en el pecho? Repasó mentalmente diversas situaciones. Su trabajo le había enseñado a hacerlo así; si estabas preparada para una situación y habías estudiado todos sus aspectos, cuando llegara el momento decisivo tendrías más probabilidades de reaccionar debidamente. «Y por si algo no funciona, ten preparado un plan B.».

A lo largo de los años había cometido equivocaciones y errores de valoración. Había manejado mal algunas misiones. Después de cada una, las repasaba, analizaba sus acciones y deducía lo que debía haber hecho. Así, en cada ocasión aprendía y mejoraba.

Pensar y planear. Pensar y planear. A cada paso que daba, pensaba y planeaba.