Viernes, 16.04

—¡Vete al infierno! —gritó Sammi. Se dio media vuelta y se dirigió al dormitorio.

—¡Ya estoy allí! —le espetó Gavin.

Sammi cerró la puerta de la habitación con fuerza suficiente para que las viejas ventanas vibraran. Oyó un portazo procedente de la puerta trasera que resonó por toda la casa y supo que Gavin se estaba yendo con sus zapatillas de correr y la correa del perro. Esa era su táctica habitual de enfriamiento después de una discusión; se iba a correr el equivalente a un maratón hasta que el enfado desaparecía. Sammi estaba bastante segura de que el perro de ambos ansiaba que se pelearan, solo por el ejercicio que llevaba aparejado.

Llevaban viviendo juntos poco más de tres años, y peleándose poco menos de tres. Ninguno de los dos se lo tomaba a pecho. Había algo provechoso en gritar y desahogarse en lugar de guardarse las cosas. Hasta los vecinos estaban bastante acostumbrados para ya ignorar aquellos arrebatos.

De todas formas, la escandalera rara vez duraba mucho. Cada uno se iba por su lado durante un par de horas, Gavin a correr y Sammi a reunirse con una amiga para explayarse hablando de Gavin. Era una mujer temperamental, aunque tras la indignación inicial consideraba las cosas con objetividad y no miraba atrás.

Esta vez era diferente.

Gavin había ido demasiado lejos al tratar de controlar su vida y socavar su independencia. Su arrogancia la enfureció. Y para lidiar con esto, necesitaba poner más distancia entre ellos que la que había hasta la cafetería local.

Metió algo de ropa en una bolsa, con la neblina roja de la ira cegándola todavía. Ahora necesitaba apaciguarse lejos de Gavin, lejos de la pequeña localidad de Angel’s Crossing. Llevó el equipaje al coche, se puso al volante y reculó por el camino de acceso bajando lentamente por la gravilla. Luego se dirigió al sur con la radio a todo volumen.

Miró la hora: las cuatro y veinte. Incluso mientras estaba preparando la bolsa de viaje, ya sabía adónde quería ir. En cuanto dejó atrás las afueras del pueblo, llamó a Candy. Era viernes por la tarde, y estaba bastante segura de cuál sería la reacción de su amiga cuando le dijera que iba a verla.

—¡Impresionante! ¡Una noche de chicas! —exclamó Candy, con más estridencia de la habitual en ella a causa de la excitación.

Candy era una antigua amiga del colegio, la única con la que seguía en contacto. Sus vidas habían tomado distintos derroteros, pero tenían bastante en común, aparte de lo vivido juntas, para conservar viva la amistad. Candy estaba soltera y seguía llevando la vida que Sammi había dejado atrás después de terminar la universidad. Para Candy todo eran fiestas, bebercio y hombres, por lo general en ese orden y cuanto más, mejor.

—Chica, ¿cuánto hace que no hacíamos esto? —dijo Candy—. Será fantástico. Nos vestiremos como unas guarrillas y beberemos hasta que echemos la pota. Cuando acabe la noche, andarás preguntándote quién es Gavin.

Salir una noche con Candy era como un garbeo por la senda de los recuerdos, un paseo que devolvía a Sammi a los días previos al trabajo, las relaciones, las hipotecas… Años atrás, todo había sido como ese viernes por la noche: dos chicas de marcha por la ciudad, empinando el codo. Luego, a la mañana siguiente, se castigaban saliendo a correr para sudar los pecados de la noche anterior.

Sammi estaba decidida y no se arrepentía de su decisión.

Pero a veces lo único que quería era soltarse la melena, salir de la rutina y fingir que era otra persona durante una noche. Ya no lo hacía mucho, sobre todo si al día siguiente tenía que ir a trabajar.

Lo cual le hizo recordar que su próximo turno empezaba al día siguiente a mediodía. Hizo unos rápidos cálculos mentales considerando las tres horas y pico que se tardaba en llegar a la casa de Candy desde Angel’s Crossing. Así que tendría que salir de casa de Candy como muy tarde a las ocho y media de la mañana siguiente, pasarse por casa para darse una ducha rápida y luego ir al trabajo. Sabiendo cómo solían terminar las noches de Candy, tendría suerte si lograba dormir tres o cuatro horas. En fin, solo tendría que atiborrarse de café y confiar en tener un día tranquilo. Ahora tocaba desinhibirse. A los tíos del curro no les importaría siempre que apareciera; al fin y al cabo, todo el mundo tenía un día con flojera de vez en cuando.

—¿Cuándo llegas? Salgo del trabajo dentro de una hora más o menos —añadió Candy.

—Acabo de ponerme en camino. Estaré allí a las siete y media.

—Vale, tendré los margaritas en la coctelera y a Aretha en el equipo de música. ¡Uau!

Candy seguía dando gritos cuando ella colgó. Sammi esbozó una leve sonrisa y se retrepó en el asiento. Era justo lo que necesitaba.

Viernes, 18.20

Con una toalla mojada alrededor de la cintura y el pelo sobresaliéndole en todas direcciones, Gavin apoyó los pies en la mesilla de café y abrió una cerveza. Sammi seguramente se enfadaría si le viera dejando una mancha de humedad en el sofá, pero seguía cabreado por la forma en que se había puesto hecha una furia con él.

¡Por Dios!, se había vuelto loca. Cuando él solo intentaba ser práctico. Había veces en que ella lo entendía todo al revés. Solo le había sugerido que unieran sus cuentas bancarias, pero Sammi había reaccionado como si estuviera tratando de estafarle su dinero. No era más que una cuestión de sentido común, que facilitaría el pago del alquiler y las facturas.

Tres años juntos, ¿y seguía sin confiar en él? ¿Veía ella que tuvieran un futuro en común? Congeniaban a la perfección. A Gavin le encantaba el espíritu aventurero de ella, su predisposición a probar toda clase de cosas. Incluso compartían el mismo carácter, presto al estallido pero sin que luego dejara resentimiento.

Gavin había estado corriendo por los alrededores del pueblo durante casi dos horas para dejarle espacio a Sammi. Cuando regresó, se quedó un poco sorprendido al ver que el coche de ella no estaba. Ni siquiera había dejado una nota.

Esperó un poco. Esta vez, decididamente dejaría que Sammi diera el primer paso para arreglar las cosas; era ella la que se había extralimitado. Le dio otro sorbo a la cerveza y soltó un sonoro eructo; no había nadie para echarle la bronca.

Viernes, 19.30

Una noche de marcha con Candy exigía un pintalabios rojo rubí, mucha resistencia y un hígado a prueba de bombas.

A Candy le gustaban los hombres —todos los hombres— y no parecía preocupada por buscar a esa persona especial. Ellas se habían distanciado, emocional además de geográficamente, cuando Sammi sentó la cabeza con Gavin. Aunque hablaban por teléfono o se enviaban SMS, apenas se veían en persona, y Sammi rara vez accedía a los planes de Candy para correrse una juerga como esa noche. Pero sería fácil retomarlo donde lo habían dejado.

Candy estaba orgullosa de su aspecto. A las dos de la madrugada podía estar lo bastante borracha para no recordar dónde vivía, pese a lo cual se retocaría el maquillaje a la perfección. Así que a Sammi no la sorprendió que cuando le abrió la puerta pareciera recién salida de un salón de belleza. Después de más de tres horas en el coche, Sammi se sintió desaliñada.

—Hola, chica —dijo su amiga, y le dio un fuerte abrazo—. Tienes pinta de necesitar una copa. Por suerte para ti, tengo una preparada aquí mismo.

Sammi sonrió.

—¡Ahh!, tú sí sabes cómo hacer que olvide mis problemas.

—Bueno, ¿qué es lo que ha pasado?

Sammi suspiró.

—Lo de siempre. Que Gavin se ha portado como un gilipollas. Y necesito desahogarme un poco.

—¿Así que se acabó? —preguntó Candy, dejando entrever una pizca de entusiasmo.

Sammi estaba segura de que su amiga recibiría de nuevo con los brazos abiertos a «Sammi la soltera». La miró con fingida sorpresa.

—Por supuesto que no. Solo ha sido una pelea tonta. Nada, en realidad. Es que quería estar en otro sitio esta noche. Soltarme la melena.

—Perfecto, pues —declaró Candy—. Me gusta Gavin, pero eras más divertida antes de conocerlo.

Sammi sonrió.

—Aclaremos las cosas. Sigo con Gavin y no voy a ligarme a ningún tío esta noche. No hemos roto, solo me he fugado. Por una noche.

—¿Así que Gavin… —repuso Candy, dibujando un corazón en el vaho de su vaso— es el único?

Sammi se apresuró a asentir con la cabeza.

—Sí. No podría imaginarme estar con otro. Así me siento cómoda —respondió.

—Lo dices como si fuera algo bueno.

—Y lo es —afirmó Sammi, sorprendiéndose a sí misma—. Estoy cómoda porque nos compenetramos. Nos apoyamos mutuamente y confiamos uno en el otro. No quiero incomodidades ni nervios ni misterios raros. Estar con Gavin es como estar en casa con tus zapatillas favoritas.

—Como me digas alguna cursilada como que es tu mejor amigo, te suelto un tortazo —amenazó Candy.

Sammi rio.

—Supongo que el amor es un poco cursi… a menos que participes en él —dijo para provocar un poco a Candy. Su amiga gimió y puso los ojos en blanco—. Vale, ya sé que no es para ti —continuó Sammi—, pero es exactamente lo que busco. En realidad, debería decírselo a él. —Se sorprendió al oír el dejo de lamento en su voz.

—¡No te atrevas a convencerte de no tener una gran noche de marcha! —advirtió Candy—. Ahora estás aquí conmigo. ¿Recuerdas lo que dijiste de soltarte la melena una noche?

Sammi sonrió.

—Todo listo para esta noche. Me tomaré unas copas, bailaré un poco y haré comentarios obscenos sobre los tíos que intenten ligarte. Y mañana tengo que estar en el curro a mediodía —concluyó.

Candy rio, una risa tonta que le salió a borbotones y amenazó con contagiar a Sammi.

—Menos da una piedra. Me conformaré con lo que haya. ¿Iremos a sudar la resaca por la mañana?

—¿Quieres levantarte a las seis? —repuso Sammi.

—Ni hablar. Míranos, si estamos estupendas.

Eran casi las ocho menos cuarto cuando se produjo la primera llamada de Gavin. Aunque el enfado había ido diminuyendo durante el largo trayecto, Sammi no estaba preparada todavía para responder cuando vio el nombre irrumpir en la pantalla del móvil. En ese momento estaba mentalizada para su gran salida nocturna, y cualquier llamada de Gavin arruinaría las ganas de fiesta.

Candy la miró expectante cuando cogió su teléfono. Sammi cambió de idea y lo volvió a dejar.

—Bah, si quiere puede dejar un mensaje en el buzón de voz —dijo.

Candy extendió el brazo y entrechocó su copa con la de Sammi.

—¡Te felicito, chica! —exclamó.

Después de que la llamada se hubiera repetido cuatro veces mientras se estaban preparando, Sammi supo que no podía seguir ignorando a Gavin.

Se dispuso a cogerlo, pero Candy fue más rápida y lo cogió primero.

—Solo le diré que estoy bien y que no vuelvo a casa esta noche. No quiero que se preocupe —explicó Sammi, tendiendo la mano para recuperar el teléfono.

—No voy a dejar que te convenza para que vuelvas directamente a casa —dijo Candy—. Déjamelo a mí. —Pulsó la techa de contestar.

—Gavin, cariño, me quedo con Sammi esta noche. Mañana la tendrás de vuelta —dijo, riendo tontamente—. No pasa nada. Vamos a salir esta noche y no irá a casa hasta mañana, y no puedes cambiar eso porque ahora no vas a hablar con ella. Estamos demasiado ocupadas divirtiéndonos, así que puedes dejar de llamar. Mañana estará en casa… no te preocupes… Adiós, cariño.

Sammi sonrió.

Candy dejó el teléfono sobre la mesa.

—Todo solucionado. Tienes prohibido pensar en Gavin durante el resto de la noche. Esta noche es para ti y para mí y para los tíos buenos de Brisbane.

Entrechocaron las copas una vez más.

Viernes, 19.46

Gavin torció el gesto mientras colgaba el teléfono. Había reconocido la voz chillona de Candy. No solo no le gustaba nada, sino que era un peligro.

Así pues, Sammi estaba de marcha en Brisbane. Sabía la clase de cosas que Candy hacía; Sammi le había contado historias que conocía de oídas sobre las hazañas de su amiga, y algunas le habían hecho enrojecer. Aunque Sammi no era así y él confiaba en ella, aquello lo inquietó.

Viernes, 21.10

Cuando estuvieron preparadas para iniciar su aventura nocturna era la hora en que Sammi solía irse a dormir. Los margaritas la habían reconfortado y estaba lista para divertirse.

Al salir, Candy le enseñó dónde estaba la copia de la llave para que pudiera entrar a cualquier hora. Y para que no tuviera que esperar por ella. Había habido muchas noches en las que Sammi había vuelto sola porque Candy había ligado. Eso no la molestaba; no era de las que dependía de nadie.

Las dos ya estaban bastante achispadas cuando subieron al taxi. Sammi sabía que tendría que echar el freno o no aguantaría toda la noche. Fue fácil; en cuanto llegaron a la primera discoteca fueron directas a la pista de baile. Sammi se dejó arrastrar por el entusiasmo, disfrutando de la música y la multitud, bebiendo cócteles de baja graduación escandalosamente caros y observando a Candy lucir el palmito y a los hombres pululando a su alrededor. Por primera vez en todo el día, Sammi se relajó. Ella y Candy tenían un sentido del humor parecido, y se rieron de lo lindo. Fueron de una discoteca a otra a criterio de Candy, cuyas decisiones se fundamentaban en el rumbo que tomaban los tíos más buenos.

A las dos de la madrugada Sammi había frenado del todo y ya llevaba dos rondas a base de agua. Se sentó en un taburete en la barra y vio a Candy acercarse dando brincos. Su amiga le habló al oído, levantando la voz para que la oyera por encima de la música ensordecedora.

—¿Ves a ese tío de allí, el de la camisa roja? Se llama Matt o Nat. Y tiene un amigo que también está bastante bueno. Pues es promotor inmobiliario y conduce un Porsche y quiere que vayamos con él a otro bar.

Candy bajó la voz y Sammi aguzó el oído para oírla.

—Es un lugar un poco venido a menos, pero está cerca de mi casa, así que estaremos como en casa. ¡Es hora de darnos un garbeo en Porsche!

Sin esperar respuesta, agarró a Sammi por la mano y la arrastró hacia su nuevo amigo. Los cuatro zigzagueron entre la gente y salieron afuera.

Efectivamente, Matt tenía un Porsche, aunque era un cuatro por cuatro urbano, no un deportivo. El amigo de Matt, Wayne, acabó conduciendo para que Matt pudiera intimar con Candy en el asiento trasero. Eso dejó el asiento del acompañante para Sammi.

—¿Estás borracho? —le preguntó ella a Wayne sin preámbulos cuando este ocupó el asiento del conductor.

—¡Relájate, tía! —se oyó gritar desde atrás.

—Estoy sobrio, he venido solo para llevaros —le aseguró Wayne cuando puso en marcha el motor.

Sammi trató de ignorar los sonidos lascivos procedentes del asiento trasero y empezó a hablar con Wayne, a quien parecía divertirle la situación. Sammi se aseguró de mencionar a su novio; no quería que Wayne se hiciera una idea equivocada. Además, estaba cansada y casi a punto de poner fin a la noche. Echando un vistazo al asiento trasero, supuso que se iría sola a casa.

Se detuvieron en el aparcamiento de lo que parecía una taberna. Sammi no conocía Brisbane muy bien y no tenía ni idea de cuán lejos estaban de casa de Candy. No obstante, sabía su dirección y, tras un trayecto en taxi, no tardaría en estar buscando la llave oculta en casa de Candy.

Cuando Matt y Candy se desenredaron y se apearon, Sammi miró alrededor. No era la clase de lugar que habría escogido un promotor inmobiliario de altos vuelos. Un neón imitación de un pub inglés proclamaba que se llamaba La Cabeza del León.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Matt dijo:

—No es gran cosa, pero sí adecuado para estas horas de la noche. Es tranquilo, así que podremos deshacernos de la gente y llegar a conocernos mejor.

Y con este comentario, le pellizcó el culo a Candy, que soltó una risita tonta.

—Además, Candy me dijo que vivís en Forest Lake, así que estáis cerca de casa.

Que pensara que vivían juntas, por lo que a Sammi concernía, eso estaba bien. Seguramente aquel tío esperaba que su siguiente parada fuera el dormitorio de Candy.

Entraron, y Sammi tardó un momento en acostumbrarse a la tenue iluminación. Había unas cuantas personas en la barra, y un pequeño grupo en la pista de baile. Era la hora en que la gente se enrolla o se va a casa. Candy y Matt fueron derechitos a la pista, se rodearon mutuamente con los brazos y empezaron a balancearse mientras se besaban.

Wayne se acercó a ella y empezó a hablarle de la música, y de buenas a primeras su mano estaba apoyada en la parte inferior de la espalda de Sammi, justo por encima de las nalgas. Ella se la apartó y se volvió, de manera que el individuo se quedara mirándole el hombro. Una parte de Sammi sintió ganas de que Gavin estuviera allí con sus brazos fuertes, en vez del tal Wayne y sus manos escurridizas y su peste a sudor.

Sin inmutarse, él se dirigió a la pista de baile en dirección a la pareja. Agarró a Candy por detrás y la apretó, emparedándola entre Matt y él. Candy soltó una risotada, echó la cabeza sobre el hombro de Wayne y le besó la mejilla cuando él la besó en el cuello.

A Sammi le quedó claro que allí sobraba. La noche había terminado para ella. Fue hasta la barra y pidió una Coca-Cola. Quería despejarse un poco más antes de regresar a casa de Candy.

Se apoyó en la barra y observó la pista de baile. ¿Se los llevaría Candy a casa? La idea la horrorizó. Seguro que armarían jaleo. La noche de juerga con Candy había sido genial, pero en ese momento desearía estar a salvo en casa y en su propia cama, con Gavin roncando suavemente a su lado. Observó a su amiga perreando con aquellos dos extraños y la compadeció por no haber encontrado a alguien como Gav.

Su enfado con Gavin se había desvanecido, y todas las razones por las cuales lo amaba recuperaron su vigencia. Sí, sí, tal vez ella había sacado las cosas de quicio. La había pillado por sorpresa cuando le sugirió que juntaran sus cuentas bancarias. Sammi jamás había pensado en tal cosa. Siempre había ganado su dinero y lo había gastado como lo consideraba conveniente. Luego había insistido en que ella se cambiara a su banco porque tenía mejores condiciones. Todo era lógico, pero a ella le había parecido una táctica para controlarla, algo que no tenía nada que ver con el dinero.

Con un sobresalto, recordó que había pasado algo parecido la primera vez que Gavin le había sugerido que se fueran a vivir juntos. También habían tenido una pelotera tremenda. ¿Es que no confiaba en él? ¿O le estaba pidiendo más de lo que ella estaba dispuesta a dar? Sammi no lo sabía. Sola y medio bolinga en un antro como aquel, tampoco era el momento de ponerse a reflexionar esas cuestiones.

—Me parece que se han deshecho de ti —dijo una voz a su lado.

Miró y vio que era el camarero. No había mucha gente en el barra, y ella no se había movido desde que le sirviera el refresco.

Le dedicó una sonrisa forzada por educación.

—Eso parece, ¿no? —respondió.

—¿Sabe ella lo que está haciendo? —preguntó el camamero, señalando con la cabeza a Candy.

—Sí, ya es mayorcita y sabe cuidar de sí misma.

—¿Y qué pasa contigo?

Sammi negó con la cabeza.

—No he venido aquí a ligar —respondió, haciendo un gesto hacia los contorsionistas de la pista de baile.

—No; me refiero a que si estás bien. Va a ser una noche larga si la vas a esperar.

—Estoy bien. Me marcharé pronto a casa —le aclaró Sammi.

Calculó que el camarero era un poco mayor que ella, de unos treinta y cinco años. ¿Le estaba tirando la caña? Tenía el pelo negro y corto y lucía una perilla pulcramente recortada. El amarillo de sus dientes era el de un fumador empedernido. No estaba gordo, aunque parecía un poco fofo alrededor de la cintura. Nada en él la atrajo.

—Bueno, me llamo Don —dijo él, inclinándose sobre la barra para darle la mano.

Ella se la estrechó con indecisión, mirándolo con aire burlón.

Don se rio.

—No trato de tirarte los tejos —dijo—. Lo que ocurre es que a estas horas todo el mundo suele estar demasiado beodo para mantener una conversación. Y tú pareces lo bastante sobria para charlar.

—Sí, creo que toqué techo demasiado pronto. No hago esto muy a menudo. Mi amiga lleva esta vida, pero yo ya lo tengo bastante superado. Fue divertido durante un rato, pero mi hora de acostarme pasó hace muuuucho.

—Llevo toda la noche escuchando a los borrachos que intentan pedir copas por encima del ruido de la música. —Y se inclinó sobre la barra con aire cómplice para hablarle—. A veces, si no consigo entender lo que quieren y estoy harto de preguntar «¿qué?», les doy cualquier cosa y veo si vuelven a quejarse. Nunca lo hacen.

Sammi soltó una carcajada.

—No te gusta este trabajo, ¿eh?

—Está bien. Me gusta la música que ponen y es interesante observar a la gente. A veces hasta hay un poco de espectáculo. —Hizo un gesto hacia Candy y sus dos acompañantes en la pista—. No obstante, hay que andarse con ojo.

—A Candy no le pasará nada, o al menos eso me dice siempre. Sucede que le gustan los hombres, nada más —señaló ella.

Don sonrió.

—Entonces parece que todos salen ganando.

Sammi le dio un trago a su bebida.

—Sí. Pero la noche se acabó para mí. Un placer hablar contigo, Don.

—Hasta luego —musitó él cuando ella se dirigió a la pista de baile.

Sammi apartó la mano de Candy del culo de Matt y se la apretó para llamar su atención. El hombre le lanzó una mirada asesina cuando tuvo que soltar a Candy.

—¿Estás bien? —le preguntó al oído a su amiga.

—Claro, esto es el no va más. Estos chicos cuidarán de mí. —Lo dijo arrastrando ligeramente las palabras.

—Me voy a casa. ¿Quieres venir? —Sammi ya sabía la respuesta, pero quería oírla de su amiga.

—No, ve pasando y no me esperes despierta —respondió Candy, y le dio un beso en la mejilla.

Sammi dijo adiós con la mano a los chicos, que ya estaban tirando de Candy para volver a sobarla, y se marchó.

Pasó junto al gorila de la puerta. Este le estaba negando la entrada a un muchacho que apenas parecía lo bastante mayor para salir solo de noche. El adolescente se balanceaba sobre los pies y llevaba la bragueta abierta. Empezó a discutir con el gorila, pero no hubo ninguna duda de quién sería el perdedor cuando empezaron los empujones y zarandeos. Sammi se escabulló por su lado y se alejó del estrépito de la música.

Por lo que sabía, debía de estar a unos minutos y unos dólares en taxi de casa de Candy. Le habría gustado caminar; una caminata a paso ligero le despejaría la cabeza y la ayudaría a dormir. Pero no estaba segura de qué dirección seguir, y no quería correr el riesgo de perderse. Localizó en su móvil el número de la compañía de taxis local que Candy le había dado durante sus preparativos para la salida nocturna.

Mientras se alejaba del ruido del bar se percató de un lento movimiento a su derecha. Una vieja camioneta blanca se detuvo a su lado. Era un vehículo de apariencia extraña, con la caja trasera cerrada por una cubierta hecha de paneles de chapa estriada. La ventanilla del acompañante estaba bajada, y el conductor se inclinó hacia ese lado para hablarle.

—Eh, Sammi, ¿necesitas que te lleven?

Ella reconoció al camarero de la taberna. ¿Cómo se llamaba? ¿Dan? ¿Don? Sí, Don. Se paró y se dio la vuelta.

—Hola, Don. No; estoy a punto de llamar a un taxi, pero gracias de todos modos.

—A estas horas de la madrugada esperarás un buen rato. Seguro que no sería un buen final de fiesta —bromeó él.

—La verdad, sabiendo cómo funciona mi amiga, ya me lo esperaba —repuso ella y sonrió.

—Me sentiría más tranquilo si pudiera llevarte —insistió él—. Esperar un taxi te llevará una hora, y a estas horas de la noche circula un personal poco fiable.

Como si hubiera estado esperando una señal, apareció un turismo rojo. Un adolescente sin camisa y con medio cuerpo fuera de la ventanilla del acompañante gritó «¡Enséñanos las tetitas!» cuando el coche pasó por su lado.

Don ladeó la cabeza y arqueó las cejas.

—Venga, te llevo a casa.

Sammi dudó. No quería quedarse allí a esperar un taxi. Pero aquel hombre era un extraño, aunque estaba segura de que podría cuidar de sí misma si intentaba algo. Además, sabía dónde trabajaba.

—Vale, si insistes —cedió finalmente.

Subió al vehículo y se puso el cinturón de seguridad. La cabina de la camioneta olía a tabaco rancio y a perro mojado. Sammi se alegró de no tener que ir lejos. Miró a Don y se obligó a sonreír. Él cogió una botella de Coca-Cola, una de las dos colocadas en los sujetavasos.

—Las cogí al salir del bar. ¿No era lo que estabas bebiendo? Elimina el humo y el sudor —dijo él mientras desenroscaba el tapón y le entregaba la botella.

Sammi sonrió.

—Gracias de nuevo.

—¿Adónde? —preguntó Don.

—Me va bien que me dejes en el centro comercial.

Él asintió con la cabeza y giró en redondo.

La casa de Candy estaba a la vuelta de la esquina del centro comercial. Sammi sabía que podría encontrar el camino desde allí; solo sería un paseo de un par de minutos. No había ninguna necesidad de darle a Don la dirección de la casa.

Circularon durante unos minutos, charlando sobre el bar y lo que había ocurrido. Para Sammi era cada vez más difícil concentrarse en la inocente charla. Sentía la boca seca y tenía una sed de mil demonios. Se acabó la Coca-Cola de un trago; la cabeza le dio vueltas cuando la echó atrás para vaciar las últimas gotas. Sintió náuseas y, aunque percibió que Don seguía hablándole, ya no le encontró sentido a sus palabras.

Lo miró y le pareció que se le estaba derritiendo la cara; las gotas le resbalaban y le caían en el regazo. A Sammi se le empezaron a cerrar los párpados, sordos a su voluntad. La frente se le perló de sudor y sentía las piernas plúmbeas, como si la sangre hubiera sido reemplazada por cemento a medio fraguar.

Algo marchaba muy mal. Aquella sensación no era la de estar bebida. Se volvió para mirar por la ventanilla y el mundo se tambaleó violentamente. Los semáforos parecían soles que estallaban, lo que le hizo cerrar los ojos con fuerza para evitar que la deslumbraran. Se iba a desmayar y no podría evitarlo. Se obligó a abrir los ojos una vez más, y miró a Don en busca de ayuda. Percibió entonces una mueca burlona en su rostro, pero era demasiado tarde para hacer algo.

Cuando se sumió en la inconsciencia, lo último que vio fue la expresión sardónica de Don.

Sábado, 04.18

Don dio otra una vuelta a la manzana. Había conducido más despacio los últimos minutos mientras esperaba a que el Zolpidem hiciera efecto. Ahora estaba a pocos kilómetros de su casa. Aquella estúpida zorra ni siquiera se había percatado de que él se había dirigido en dirección opuesta al centro comercial. Había conducido en círculos cada vez más pequeños alrededor de su casa. Cuanto más sucumbía ella a los efectos del medicamento, menores los círculos. Quería estar seguro de que estuviera insensible antes de detenerse. Tardó más de una hora en asegurarse de que la chica estaba más que grogui. Tenía tiempo de sobra para llegar a casa y empezar con los preparativos.

Encendió un cigarrillo y echó un vistazo a la figura inconsciente. Ahora que podía estudiar su cara, le pareció mayor de lo que había pensado en principio, puede que alrededor de veinticinco años. Estiró el brazo, le pasó la mano por la rodilla y le apretó el muslo. Estaba en forma; percibió la firmeza de los músculos de su pierna. Supuso que sería un poco peleona, lo cual pondría las cosas más interesantes. La simple idea le provocó un leve estremecimiento.

Tendió la mano y le cogió el bolso, que ella llevaba en el regazo. A esas horas de la noche las calles estaban tranquilas; daba lo mismo si zigzagueaba un poco. Si por casualidad lo paraban los polis, les diría que su pobre novia había bebido demasiado y se había quedado roque, y él daría cero en la prueba de alcoholemia.

Entró en el camino de acceso a su casa y abrió la puerta del garaje. En cuanto apagó el motor, abrió el bolso de la chica y sacó su móvil. Miró la pantalla y comprobó si había mensajes o llamadas perdidas. Lo apagó y revisó el bolso. Encontró el carnet de conducir, con el nombre completo y la fecha de nacimiento de Sammi.

—Samantha Leigh Willis —susurró, saboreando las palabras como si fueran un vino de reserva—. Veintiséis años.

Sí, sería perfecta.