Sábado, 12.01
La comisaría se sumió en un silencio deprimente cuando el turno de Sammi empezó sin ella. Las habituales charlas desenfadadas brillaron por su ausencia. Todos sabían ya que ella era oficialmente una persona desaparecida. Eran un grupo muy unido, y el rumor ya había sido confirmado.
Su teléfono estaba apagado. Aunque su batería se hubiera acabado, a esas alturas habría encontrado la manera de llamar. Su coche seguía aparcado a tres horas de distancia. Algo había pasado, y cada minuto que transcurría sin noticias de Sammi lo confirmaba.
Tom dejó a Gavin sentado en el exterior del apartamento pues ya empezaba su turno. Gavin había dejado claro que no se iría a casa hasta que tuviera alguna noticia.
El sargento mayor apareció perfectamente uniformado. Shane Layton, el comisario, normalmente se contentaba con las labores de dirección y administración. Y no solía trabajar los fines de semanas, así que estaba claro que se estaba tomando en serio la desaparición de Sammi.
Shane se encontró a Tom y le preguntó en voz baja:
—¿Gavin sigue bebiendo ahí atrás?
Tom asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—Coge unas esposas por si acaso —dijo Shane.
Tom volvió a asentir con la cabeza y regresó del vestuario al cabo de un minuto.
—Vamos —dijo Shane.
Tom le siguió fuera del barracón donde Gavin estaba sentado. Gavin se levantó a medias para estrecharle la mano a Shane.
—¿Cómo lo llevas, amigo? —le preguntó Shane.
Gavin se encogió de hombros sin dejar de mirar al suelo. La hora que era —la del comienzo del turno de Sammi— no le había pasado desapercibida.
—No sé qué hacer ni qué pensar. Me siento tan inútil… —admitió.
—Amigo, hay algo que podemos hacer. No te lo tomes a mal, pero tenemos que ir a vuestra casa por si podemos averiguar algo.
Gavin lo miró con frialdad.
—¿A qué te refieres? ¿Qué crees que vais a encontrar?
—Dijiste que su bolsa de viaje no estaba. Debemos comprobar qué ropa cogió, si se llevó algo especial —respondió el sargento mayor.
—Piensas que me abandonó. —Fue una afirmación, una acusación.
—No, amigo, no es eso. —Shane negó con la cabeza—. Os conozco a ambos. Pero cuando esos detectives, los de Brisbane, empiecen a hacer preguntas, quiero tener todas las respuestas a lo que pregunten. Quiero poder decirles que cogió una muda y se marchó dejando todas sus cosas favoritas en casa. Si empiezan a sugerir que ha huido de ti, quiero poder cortarlos en seco. Estamos de tu lado. ¿De acuerdo?
Gavin asintió lentamente con la cabeza y se puso de pie.
Cogieron un furgón policial porque tenía una cabina doble y Gavin podría ir en el asiento trasero.
Hicieron el trayecto en silencio. La casa estaba a solo unos minutos.
Cuando se detuvo en el camino de acceso, Shane preguntó:
—¿Estamos todos de acuerdo en esto? Tenemos que demostrar que Sammi estaba decidida a regresar a casa esta mañana y acudir al trabajo a las doce. ¿De acuerdo?
Gavin asintió con la cabeza.
—Gavin, ¿puedes entrar en su cuenta de correo electrónico? —preguntó Shane.
—Creo que sí. Tiene una cuenta de Hotmail. Se accede automáticamente cuando abres Hotmail. Los dos utilizamos el mismo ordenador, aunque yo tengo Yahoo. —Miró a Shane con aire afligido—. Pero no quiero leer sus correos, de verdad. En cosas como estas confiamos el uno en el otro.
—Esta vez lo entenderá —dijo Shane—. Si lo prefieres, lo haré yo, si antes me introduces en la cuenta. Y también en Facebook, si lo utiliza.
Gavin apretó los labios, dibujando en ellos su desaprobación.
—Mira, Gav, si no lo hacemos y esto se prolonga, Información pirateará la cuenta —explicó el sargento mayor.
La idea de que el jefe de Sammi o un extraño revisara los correos electrónicos de ella se le antojó una intromisión aún mayor que si lo hiciera él. Sabía que el sargento no encontraría nada. Sabía lo que había sucedido la tarde anterior, y marcharse no había sido más que un pequeño desahogo por parte de Sammi. Sabía que no había habido ningún plan, que no habría correos electrónicos secretos enviados a alguien planeando una huida. Pero, como Shane había dicho, él tenía que demostrarle eso a los demás.
Sábado, 12.08
Habían transcurrido casi dos horas desde que Sammi consumiera su ventaja. No tenía ni idea de la distancia que había recorrido. De no ser por su reloj, habría supuesto que llevaba moviéndose el doble de tiempo. Su plan de mantenerse en dirección al sol ya se había frustrado, pues los rayos caían a plomo directamente sobre ella. Su única esperanza era que estuviera yendo todavía en la misma dirección y no en círculos. Supuso que su pequeño sabotaje a la motocicleta le había proporcionado algo más de tiempo. Aunque ¿para qué?
«Donde hay vida, hay esperanza», pensó. Quizás hubiera alguien más en el bosque, persiguiendo cerdos salvajes y no siendo perseguido por un asesino. Era una posibilidad remota, y no le dedicó demasiadas energías mentales.
Sabía que solo ella podría sacarse del atolladero. Superman no iba a caer del cielo para rescatarla. Más tiempo significaba más oportunidades para pensar y más tiempo para que alguien la buscara.
Volvió a mirar el reloj: las doce y nueve. Debía haberse presentado a trabajar hacía nueve minutos. Se le antojó algo tan lejano, el trabajo, su uniforme pulcramente planchado, su cinturón multiusos… Seguramente la echarían de menos en la comisaría. Aunque Gavin pensara que seguía enfadada, ella jamás utilizaría eso como excusa para faltar al trabajo o estar en paradero desconocido. No era de la clase de persona que no aparecía y no se molestaba en telefonear. Se preguntó fugazmente por el paradero de su teléfono y si se podría rastrear. Alguien empezaría a buscarla, aunque Gavin no lo hiciera.
Al menos es lo que ella haría por un colega desaparecido. No sería ignorado. Los policías solían ser personas suspicaces, si no por naturaleza, sí porque eran testigos de las peores situaciones con frecuencia. Los casos de personas desaparecidas que terminaban siendo halladas en casa de un amigo durmiendo la mona no eran las historias de las que la policía tenía noticias.
Cuando todo iba mal y los indicios apuntaban a lo peor, entonces era cuando la gente llamaba a la poli. Ella había recibido denuncias de personas desaparecidas, había oído las palabras «no es propio de ella» pronunciadas por padres y parejas angustiadas. Las más de las veces, todo se resolvía de la mejor manera posible. En ocasiones, no se resolvía jamás. La persona seguía desaparecida y sus seres queridos vivían en un estado de obnubilación, llegando a un punto en el que incluso las malas noticias eran bien recibidas, porque eso significaba que la espera había acabado y podían empezar a hacer el duelo.
La familia de Tahlia Corbett, por ejemplo. Sus padres estaban en el purgatorio, acosados por los medios de comunicación. En el exterior de la discoteca de la ciudad habían colocado un maniquí ataviado con un vestido azul como el que la chica llevaba la última vez que se la vio. Los ciudadanos habían proporcionado miles de informaciones inútiles que había que examinar.
Juró que si sobrevivía, conseguiría que se le hiciera justicia a Tahlia. La imagen del cuerpo descuartizado de esta le vino a la cabeza. Esa imagen la perseguiría siempre, igual que la expresión de profundo terror en los ojos de la joven.
Ahora ella conocía ese miedo. Había una foto parecida de ella en la misma cámara.
Tenía que sobrevivir. Por ella, por las otras chicas, por sus familias…
Sábado, 12.16
Gavin entró en su casa delante de Tom y Shane. Por primera vez, reparó en lo oscura que era la vivienda a esa hora del día. Incluso los ladridos de Jess provenientes de la puerta de atrás sonaron sombríos y apagados.
Shane recorrió rápidamente la casa, y Gavin le vio echar un vistazo en todas las habitaciones. El sargento mayor no estaba haciendo más que su trabajo, pero él lo sintió como una violación de su intimidad.
Quería creer lo que Shane le había dicho, que Sammi no se había fugado. Pero si ella no lo había abandonado, la alternativa era demasiado siniestra para siquiera pensarla.
Juntos, revisaron el guardarropa de Sammi. Constataron que faltaba una bolsa de viaje, algunos artículos de tocador, unos zapatos, unos pantalones negros y una camisa blanca con un motivo rockero. Gavin no estaba seguro de nada más. La ropa favorita de Sammi seguía en el perchero. Nada sugería que hubiera hecho otra cosa que un equipaje para pasar la noche fuera.
Con su correo electrónico pasó otro tanto. Aunque Gavin fue el que se sentó al teclado, Shane observaba detrás de él. Era una situación desagradable, y Gavin trató de pasar por ella rápidamente, desplazándose por la bandeja de entrada, la de mensajes enviados y la papelera. Por mucho que todos quisieran respetar la intimidad de Sammi, Shane no paró de señalar y de abrir correos para comprobar sus contenidos. A Gavin se le antojó una especie de cacheo intelectual.
Volvió a mirar su reloj una vez más; cada minuto alejaba a Sammi de él un poco más. Al final, Shane se quedó sin preguntas que hacerle, y él y Tom se dirigieron a la puerta de la calle.
—¿Conoces bien a los padres de Sammi? —preguntó el sargento mayor.
Gavin parpadeó dos veces cuando cayó en la cuenta de que había otras personas a quienes lo ocurrido les resultaría tan duro como a él.
—Tenemos que comprobar si han tenido noticias de Sammi. Aunque eso supondrá dar algunas explicaciones —aclaró Shane.
Gavin asintió con la cabeza lentamente.
—¿Prefieres que los llame yo? ¿O sería mejor que lo sepan por ti? —preguntó el policía.
—Lo haré yo —dijo Gavin—. Son buenas personas, y me llevo bien con ellos. Dame un minuto para que discurra la mejor manera de explicárselo.
—De acuerdo, lo dejamos en tus manos. Llámanos si hubiera alguna noticia. Y si nos enteramos de algo, te lo haremos saber.
Gavin asintió. A esas alturas, ya no tenía nada que decir.
Sábado, 12.32
Llevaba oyendo la moto durante los últimos veinte minutos. Al principio había sido un zumbido tan lejano que lo había ignorado, imaginando que sería un insecto. Pero el ruido se fue acercando lenta e inexorablemente, hasta convertirse en un rugido mecánico constante. El camarero no tenía prisa; sin acelerones, se iba aproximando a ella lento pero seguro. El momento de correr se había acabado; era hora de luchar.
Sammi tenía decidido su plan. Se escondería entre la maleza, con el palo afilado en una mano y la piedra en la otra.
Con el ruido de la moto acercándose, buscó un escondite apropiado. Escogió un gran tronco caído. Estaba podrido y parcialmente hueco, así que podía acurrucarse detrás de él, incluso meterse un poco dentro, y no ser vista. La madera también tenía unas cuantas grietas a través de las cuales mirar, así que además podría vigilar. Era un escondite bastante bueno. Había buscado un lugar donde no tuviera que tumbarse; era importante que pudiera permanecer apoyada en sus pies.
Esperar a que la moto la alcanzara resultó insoportable. No dejaba de rezar para que cambiara de sentido y el ruido se desvaneciera en la distancia. Sentía los latidos del corazón en los oídos y respiró hondo varias veces, intentando mantener la cabeza despejada. La atrocidad de su situación empezó a borbotear en su interior, estremeciéndola. Había hecho todo lo posible por concentrarse en cada instante, enfrentándose así a la pesadilla en pequeños fragmentos manejables. Intentar considerarlo en su totalidad significaría sumirse en el terror, el aislamiento y la impotencia.
Las lágrimas solo habían sido un momento de debilidad, superado desde que él la había sacado de la camioneta. Un gritito de terror escapó de su garganta, asustándola con su incontrolable desesperación. El miedo se apresuró a sofocar la desesperación y detuvo las lágrimas antes de que afloraran a los ojos.
¿Hasta dónde había llegado ese grito? ¿Lo habría oído el camarero por encima del rugido de la moto? Tomó una bocanada de aire y supo que verdaderamente quería vivir. Se llevó el nudillo del dedo índice a la boca y se lo mordió; el dolor la devolvió a la realidad. Fue entonces cuando la moto se detuvo.
Sammi lo vio por sus improvisadas mirillas. El camarero desmontó de la moto y sacó la pata de cabra de una patada. Estaba a unos veinte metros de distancia. Llevaba el rifle colgado del hombro. El perro saltó de la pequeña bandeja colocada en la parte posterior de la moto y se puso a olfatear por los alrededores, hasta que su amo lo hizo regresar con una orden inaudible. Sammi alcanzó a distinguir la perversa sonrisa en la cara del sujeto.
—Saaaa… maan… tha —canturreó—, venga, sal, sal de donde estés. Ya es hora de morir.
Dio dos pasos en dirección a ella.
—Ha sido divertido, has hecho un buen trabajo. Incluido lo de soltar el cable de la moto. Eso solo me entretuvo un minuto o dos, pero fue muy ingenioso. Has subido el listón para la siguiente chica. Puede que la próxima vez tenga que coger a dos, solo para mantener el interés. Has sido mucho mejor que la última. Bueno, ya ha llegado la hora de que te unas a ella.
Le dio una patada a una piedra que salió disparada hacia el escondite de Sammi.
—¿No estás asustada? Ah, ya te veo. Estás temblando tanto que el tronco entero se tambalea.
Se volvió hacia el perro, se agachó y sacó algo del bolsillo. Sammi reconoció sus bragas. Don le habló al perro en voz baja, sosteniendo las bragas contra su hocico.
De pronto, se levantó de un salto y balanceó el rifle para empuñarlo. Apuntó al tronco podrido; Sammi se aplastó instintivamente contra el suelo. El camarero hizo un único disparo al aire un metro por encima de la cabeza de ella. Estaba tan aterrorizada que se orinó encima, aunque apenas notó el líquido caliente que le empapó las bermudas. Ya no era capaz de pensar racionalmente y actuaba solo guiada por su instinto. La garganta se le contrajo como si unas manos diabólicas se la apretaran con fuerza, provocando que casi no pudiera respirar. Él estaba gritando algo en ese momento, y lo repitió tres veces antes de que ella pudiera concentrarse en las palabras en sí.
—¡Me estoy divirtiendo mucho! —gritaba, riendo entre frase y frase—. ¡Así que te has ganado otro cuarto de hora!
Volvió a apuntar al tronco.
—¡Vamos! ¡Echa a correr! —ordenó—. Hasta dentro de quince minutos.
El mensaje bajó del cerebro de Sammi a sus piernas. Intentando mantenerse agachada, salió corriendo. No sabía en qué dirección; solo se alejó corriendo. Oyó la risotada de su torturador mientras se alejaba en zigzag y se adentraba en la maleza. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que se le ocurrió mirar su reloj.
Sábado, 12.40
El magistrado había sido requerido en fin de semana por una solicitud de orden de registro. Le correspondía a él decidir si conceder a la policía la potestad de invadir el hogar y la intimidad de alguien. Janine había dudado antes de ponerse en contacto con él. Lo último que deseaba era que el juez se cabreara por su inoportuna visita, pero no había otra manera. Confiaba en que estuviera de acuerdo con ella. Janine le dedicó su mejor sonrisa de disculpa cuando le entregó la petición, aunque preparándose para defender su punto de vista si llegara el caso.
Bill la acompañaba, para prestarle apoyo moral pero también para proporcionarle apoyo en su condición de sargento mayor. Jake estaba encantado de haberse quedado en la sala de la Operación Eco y dejarle esa labor engorrosa a Janine.
El magistrado se tomó su tiempo para leer los fundamentos de la petición. Luego, miró a Janine por encima de sus medias gafas.
—Por lo que veo, no tiene nada consistente que vincule a esta oficial de policía con el dueño de la casa que quiere registrar —dijo.
—He relacionado varios indicios sólidos que apuntan a que está con él, y albergamos serios temores acerca de la seguridad de la oficial, señoría.
—Bien, pero ¿hay algún fundamento razonable para sospechar que se ha cometido un delito? Supongamos que sí, que esta mujer esté con su sospechoso. ¿Cómo sabemos que no se ha ido con él por su propia voluntad?
Janine estaba preparada para esa pregunta y respondió con convicción.
—No hay nada que apoye el supuesto de que la oficial Willis conociera al señor Black. Más bien lo contrario. Todo indica que coincidieron brevemente y por casualidad. Tenemos las imágenes en que aparece él presentándose a ella en el bar, donde solo hablaron brevemente. Tenemos una testigo que vio a una mujer que coincide con la descripción de la desaparecida subiéndose al vehículo del señor Black. Además, podemos demostrar que el teléfono móvil de la oficial fue desconectado cerca de la casa del sospechoso. Lo que más nos preocupa es que ella no acudió a trabajar. Comoquiera que desapareció en algún punto entre el bar y la casa de su amiga, y que tenemos la sospecha razonable de que acabó en casa del señor Black, es imprescindible que empecemos la investigación allí cuanto antes —dijo Janine, todavía con voz tranquila y apacible.
—¿Y está esperando un trato especial por el hecho de que esta persona desaparecida sea oficial de policía? —preguntó el juez, quitándose las gafas como para calibrar mejor la reacción de Janine.
—Por supuesto que no, señoría. A cualquier otro caso le prestaría la misma atención y rapidez. Aunque hay muchos, muchísimos policías dispuestos a poner la mano en el fuego por la formalidad y seriedad de la oficial Willis.
El juez volvió a posarse la gafas encima de la nariz. Leyó los fundamentos de la orden una vez más, rozando el principio de cada renglón con la pluma.
—¿Guarda esto relación con esa otra chica desaparecida? —preguntó.
—Sí, creemos que pueden estar relacionadas.
—Un triste caso ese. Tengo una hija de más o menos la misma edad. Te rompe el corazón. Toda esa espera, sin saber… —Su voz se fue apagando cuando empezó a firmar y sellar la orden.
Bill sonrió a Janine cuando salieron de la casa del juez. La descarga de adrenalina que tuvo Janine le provocó un hormigueo en los dedos.
Sábado, 12.41
Sammi siguió moviéndose, aunque ya no con la misma motivación de antes. El encuentro con el psicópata la había alterado, y una aplastante sensación de desamparo la embargó de repente. Estaba jugando con ella, torturándola psicológicamente antes de atraparla y causarle el inenarrable mal que ella había visto en sus fotos. ¿Qué posibilidades tenía contra un hombre provisto de un sabueso de presa y un rifle?
Cuando los pensamientos sombríos aumentaron disminuyó el paso. No era tanto la muerte lo que la alteraba, sino lo que sería capaz de resistir antes. La tortura haría que la muerte pareciera una dulce bendición.
Si no podía alejarse de él, decidió que al menos le privaría del placer que obtendría de matarla. Ella misma lo haría. Buscó un árbol alto al que trepar. Podría tirarse de cabeza, arrojarse contra el suelo haciendo el salto del ángel. O esconderse en el árbol, y si la encontraba, entonces sí arrojarse al vacío. Seguramente caería encima de él y de paso lo mataría. Ese era el mejor panorama que podía imaginar. El peor, que sobreviviera a su intento de suicidio y quedara malherida y a expensas de su misericordia. Porque él no tenía de eso.
Fue entonces cuando creyó oír algo, un lejano y tranquilizante gorgoteo. Se detuvo un instante y escuchó.
Sí. Era agua. Por allí cerca discurría un arroyo o un río. Su pensamiento adoptó entonces una nueva dirección. Podría ahogarse a sí misma. Se le antojó una alternativa casi agradable. «Te zambulles en el agua fría, bebes hasta saciarte y luego aspiras profundamente y te llenas los pulmones. Te has sujetado piedras en la camiseta y permaneces boca abajo». Se entregaría al agua antes que entregarse a él. Siempre le había dado miedo morir ahogada, pero no ahora, enfrentada a una alternativa inconcebible. De vuelta al útero donde había flotado en líquido.
Deseaba vivir. Pero si tenía que morir, lo haría según su propia decisión.
Sábado, 12.43
Gavin se quedó mirando el teléfono durante lo que le pareció una eternidad. No podía decidirse a descolgarlo. El silencio que envolvía la habitación, la casa, le oprimía como una presencia física. Fue hasta la puerta posterior y llamó a Jess. La perra entró brincando, llena de entusiasmo. Gavin envidió su ignorancia. La perra se sentó y lo miró expectante, sin dejar de menear la cola. Gavin lo demoró un poco más saliendo al patio trasero, cambiándole el agua a Jess y arrojándole la pelota. Pero no podía postergarlo más.
Quizá los padres de Sammi hubieran tenido noticias de ella. Si hubiera decidido abandonarlo, ellos serían los primeros en saberlo. Gavin había llegado al punto en que no le importaba tanto que lo hubiera abandonado; solo quería saber si estaba a salvo.
Volvió a entrar acompañado de Jess. Notaba el teléfono en la mano como si fuera un peso muerto.
Era de la clase de hombre que no dudaba en afrontar de inmediato sus obligaciones, que se arrancaba las tiritas de un tirón. Aquella indecisión no era propia de él. El número de los padres de Sammi estaba programado en el botón de marcación rápida del teléfono. Gavin respiró hondo cuando el aparato empezó a dar la señal de llamada.
Juleen y Patrick, los padres de Sammi, siempre habían sido amables con él. Esperaba que fuera Patrick quien contestara. Los dos tenían más cosas en común y se llevaban mejor.
Pero no hubo tanta suerte.
—Hola —dijo Juleen en tono jovial.
Gavin lamentó tener que estropear ese buen talante.
—Hola, Juleen, soy Gavin.
Su tono lo delató. No hubo palique, y la alegría abandonó la voz de la mujer.
—Ah, hola, Gavin. ¿Va todo bien?
—Solo quería saber si hoy habéis sabido algo de Sammi. O ayer —añadió.
—No… ¿Qué sucede? ¿Os habéis peleado?
—Esto… sí —reconoció Gavin—. El caso es que no estoy seguro de si Sammi me está castigando con el silencio o si… —No se atrevió a terminar la frase.
—No hemos sabido nada de ella. —La mujer lo dijo en un tono apagado, mientras asimilaba la inesperada noticia.
—No ha ido a trabajar —dijo Gavin.
—Eso no le pega nada. Intentaré llamarla.
—Tiene el teléfono apagado —respondió él. Se hizo un silencio mientras la mujer pensaba en ello—. Puede que se haya quedado sin batería —agregó, sin que él mismo se lo creyera mientras lo decía. Más silencio. No se atrevió a mencionar que la policía ya había tomado cartas en el asunto—. Confío en que…
—¿Cómo de grave fue la pelea? —lo interrumpió Juleen con una nota de dureza en la voz.
—No, no fue para tanto, Juleen. Solo tuvimos… —Pero no consiguió terminar.
—Sabes que habla conmigo. Y me cuenta sobre vuestras peleas —dijo Juleen, y aquello sonó al rugido de una madre tigre protegiendo a su cría—. ¿De verdad crees que esa es manera de tratar a una mujer? Ella se merece algo mejor que eso, Gavin.
—No hubo nada… —Lo intentó él una vez más, y de nuevo fue interrumpido.
—Tengo que localizar a Sammi. —Juleen colgó.
Gavin se quedó escuchando el tono de llamada un instante y luego colgó. A veces tenía la impresión de que Juleen no creía que él fuera lo bastante bueno para su hija, que esta podía conseguir algo mejor que un mecánico de pueblo. Su reacción era previsible. Pero eso no contribuyó a aliviarle del peso muerto que sentía en el pecho.
Sábado, 12.47
El arroyo era muy pintoresco, una corriente que serpenteaba entre la espesura con las riberas flanqueadas de suaves peñas. Lo primero que Sammi hizo fue arrodillarse junto a la corriente y meter la cara en el agua. Bebió con avidez, saboreando el inmaculado líquido. En su boca reseca el agua tenía un gusto dulce, y sintió un hormigueo cuando el agua fría llegó a su estómago. Se volvió a arrodillar. Donde había vida, había esperanza. Podría vivir un poco más.
El suicidio por ahogamiento era su plan B. Ni siquiera había oído que la moto arrancara. Todo era posible todavía. Contempló el arroyo un momento, el agua fluyendo sin pausa. Si huía por el arroyo, ¿lograría localizarla? Le pareció una buena alternativa. Impulsivamente, decidió quitarse las zapatillas. No solo las mantendría secas, sino que sería más fácil avanzar descalza que correr con un calzado empapado.
Se quitó una y la dejó caer al suelo. La mancha de sangre atrajo su atención. Se detuvo un instante y luego agarró con ambas manos la otra zapatilla, que seguía en su pie. Desde hacía un instante resonaba en su cabeza un irritante presentimiento, la idea de que había algo que no encajaba.
Él le había dado esas zapatillas. Alguien había muerto con ellas puestas y dejado una mancha de sangre. Lo más probable es que hubiera sido Tahlia. El camarero le había quitado la ropa interior, supuestamente para que el perro le siguiera el rastro. Aunque aquel no era un sabueso, sino un perro guardián. Sammi había estado oyendo de forma incesante el zumbido de la moto durante veinte minutos, sin ninguna pausa. Don no se había detenido para comprobar su rastro; había sabido dónde estaba ella.
Sammi se había escondido bien, y sin embargo él había sabido dónde detenerse exactamente y hacia dónde disparar sin haberla visto. Con una claridad no por repentina menos absoluta, supo que él no la estaba siguiendo por su rastro.
Las fichas empezaban a encajar lentamente. Deshizo los cordones de la zapatilla. Sacó el pie y miró la plantilla de caucho, introdujo el dedo índice por debajo y hurgó para soltarla. Un pequeña presión, y la sacó de un tirón.
Allí estaba. Dentro de una bolsita hermética colocada en el arco de la zapatilla, donde menos se notaría, había un pequeño objeto cuadrado, negro y casi plano. En el acto supo que se trataba de un dispositivo de localización. Con respiración jadeante y sintiendo los dedos como salchichas gordas, extrajo la bolsa.
El camarero se valía de aquello para seguir todos sus movimientos. Así era como podía seguirla en una moto y saber dónde estaba, independientemente de los trucos que ella pudiera intentar o lo bien que se escondiera. Ella —y las otras mujeres— estaban condenadas al fracaso.
Pero ahora Sammi tenía una tabla de salvación. La solución estaba en sus manos.
Respiró hondo, cerró los ojos y trató de apaciguar los latidos de su corazón. Entrelazó las temblorosas manos, cerrándolas sobre el dispositivo. Hizo otra profunda inspiración y se concentró únicamente en el flujo de aire que pasaba por sus labios.
Reinaba una gran tranquilidad. El zumbido de la moto todavía no había aplastado el sosiego. Solo se oía el murmullo de una ligera brisa soplando entre las hojas, el canto ocasional y lejano de un pájaro y el borboteo del agua sobre las piedras del río.
Abrió los ojos con un parpadeo y supo lo que tenía que hacer.
Lo primero que necesitaba era un recipiente. Se levantó trastabillando, ignorando los dolores y el malestar, y empezó a buscar entre la maleza circundante. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba: un trozo de corteza rígida, curvada ligeramente en los extremos, ligera y con una flotabilidad perfecta. Después de colocar el dispositivo en el centro, lo cubrió con un poco de tierra, sobre la que salpicó agua suficiente para convertirla en barro e impedir así que el artilugio se saliera de la corteza. Encontró otro trozo más pequeño del mismo árbol. Era algo más delgado y un poco más largo, y se podía encajar en el trozo más grande para formar una especie de pequeño tejado. La preciosa carga del improvisado barco ya no se podía ver. Parecía un trozo de corteza combada, nada más. O al menos eso esperaba ella.
Fue hasta la orilla del arroyo y se metió descalza. El agua le llegaba hasta poco más arriba de las rodillas. Vadeó la corriente hasta la mitad y colocó cuidadosamente la «embarcación» sobre la superficie. Flotaba. Aunque nada religiosa, Sammi murmuró una breve oración cuando la soltó. Se la quedó contemplando un momento mientras se alejaba.
Pero esa era solo la mitad del plan. Ahora tenía que ponerse en movimiento, pero ¿hacia dónde?
A lo lejos, el ruido de la moto revivió.
¿Qué distancia había recorrido ella? ¿Cuánto había tardado en llegar allí? Sintió brotar el pánico en su interior. Dio dos saltos corriente arriba, cambió entonces de idea, y dio tres bajando por la corriente. Se paró y respiró hondo.
«Piénsalo bien». El dispositivo de seguimiento mostraría ahora al camarero que ella se movía río abajo. Supondría que quizás estaba nadando o bien que permanecía en el agua para que el perro no pudiera oler su rastro. Pero ¿cuánto tardaría el barquito en engancharse en una rama o en las rocas, o en volcar? ¿Cuánto tardaría él en descubrirlo y darse cuenta de que ella había desaparecido? ¿Y qué haría entonces? ¿Por dónde empezaría a buscarla?
Sammi se planteó ir hasta la camioneta del camarero y encontrar el camino para salir del bosque. No; era altamente improbable que pudiera encontrar el vehículo. Había estado corriendo dos horas y recorrido diez o quince kilómetros. Y si no era capaz de encontrar el camino de salida, estaría perdida en el bosque, y seguramente el agotamiento y la deshidratación acabarían con ella.
¿Sería eso lo que él esperaría? Sin duda, regresaría a su camioneta en algún momento, muy posiblemente tan pronto se diera cuenta de que le había perdido el rastro. Pero ¿tendría verdaderas dotes de rastreador? Si podía seguir su rastro valiéndose de las señales que encontrara en la maleza, seguramente volvería al lugar donde la había perdido e intentaría recuperar su rastro. Volvería directo a ese lugar para empezar a buscarla.
Echó a correr aguas arriba, en sentido contrario al cual le estaba dirigiendo su señuelo. Sammi siguió adelante, caminando por el agua cuando se le acabaron las fuerzas. Al cabo de unos cien metros y un ligero meandro, ya no pudo ver el lugar desde el que había emprendido su marcha. Salió a la orilla, por la misma por la que se había metido río abajo, sin preocuparse por disimular sus huellas e incluso dejando media pisada sobre la tierra reblandecida del borde del arroyo.
La motó sonó más cerca. Se movía con lentitud, con el motor a pocas revoluciones. Sammi se dio cuenta de que aquello formaba parte del juego para aterrorizarla, para hacer que fuera presa del pánico al oír su lento acercamiento.
Sin el menor titubeo, echó a correr entre la maleza, retrocediendo por donde había venido, regresando hacia el sonido de la moto y supuestamente al camino. Seguía llevando las zapatillas en la mano. Quería ponérselas, pero para ella ya estaban envenenadas. No podía librarse de la inquietante sensación de que él podría seguir usándolas de alguna manera para encontrarla.
En el árbol caído había una especie de madriguera. Metió a presión las zapatillas por el oscuro agujero lo más profundamente que pudo. Luego, introdujo hojas secas y arena en el agujero, tratando de que pareciera que había resbalado cuando saltaba por encima del árbol. Libre de las zapatillas, confió en que no hubiera ninguna sorpresa desagradable con las bermudas o los calcetines. Pensó en quitárselo todo, pero el sentido común se impuso.
Con suma precaución volvió hasta el arroyo sin preocuparse de las ramas rotas ni de la vegetación, aunque con cuidado de no dejar huellas que retrocedieran hasta el agua. Quiso caminar de espaldas para que su rastro falso no la delatara, pero el sonido de la moto se estaba acercando. Si él tenía alguna dote de rastreador, encontraría aquel rastro que salía del río y se adentraba en el bosque y pensaría que ella se estaba dirigiendo de nuevo hacia el camino. No era un rastro falso demasiado largo, aunque podría ser suficiente para confundirlo. Para empezar, si realmente fuera un rastreador tan hábil —y quisiera un verdadero reto—, no habría necesitado el GPS.
Consiguió volver al arroyo, y una vez allí saltó desde la orilla hasta el centro de la corriente. Empezó a caminar de nuevo por el agua a contracorriente, hasta que encontró una roca en la otra orilla. Se subió a ella. El sol bañaba el peñasco y sintió el calor que irradiaba en sus pies descalzos. Acto seguido, se adentró lentamente en la espesura, tratando de no alborotar las ramas ni los matorrales.
Había decidido que se quedaría junto al arroyo mientras pudiera. Apenas tenía esperanzas de encontrar el camino, pero el agua conduciría a alguna parte. Además, podría beber cuando lo necesitara. Había estado ignorando los pinchazos en el estómago y las palpitaciones de una jaqueca; quizás hidratarse de nuevo la ayudara.
Para que su plan funcionara, tenía que seguir el arroyo aguas abajo. Ir a contracorriente la obligaría a subir a las colinas y adentrarse más en el bosque. Descender por la corriente la terminaría llevando a alguna parte. Los arroyos desembocan en los ríos y estos acaban en la costa, en el mar.
La gente y el rescate estaban aguas abajo. Y en ese momento, también el camarero. Es decir, solo hasta que encontrara el barquito de corteza. Entonces, seguramente ascendería por la corriente para buscarla o para regresar a su vehículo. Con eso contaba Sammi.
Era una jugada audaz que provocó que el estómago le diera un vuelco, pero ahora le tocaba a ella acechar a su torturador camarero. Permanecería en la otra orilla del arroyo y se convertiría en su sombra, apostándolo todo a que cuando él encontrara el dispositivo no empezara a buscarla allí mismo. Y si él tenía otro plan, una manera distinta de encontrarla, Sammi quería saberlo. El agotamiento le había pasado factura.
Era arriesgado, pero el instinto le decía que mantenerse pegada al camarero era el mejor lugar donde podía estar. Quería que la cacería terminara de una u otra manera.
Sábado, 13.28
Habían decidido no avisar al EERE para que llevaran a cabo la orden de registro. En su lugar, contaban con ocho oficiales además del elemento sorpresa.
—No supondrá que su puerta vaya a ser derribada tan pronto —le dijo Bill a Janine, y ella estuvo de acuerdo—. ¿Cuántas denuncias de personas desaparecidas se toman tan en serio cuando la persona solo lleva desaparecida nueve horas? Está contando con que creamos que Sammi se ha ido a casa de alguien o que se ha quedado dormida. Seguramente no ha pensado en que ella podía trabajar hoy, y puede que ni siquiera sepa que es policía.
Janine asintió.
—Todo eso juega a nuestro favor. Pero si estamos en lo cierto respecto a Black, es un tipo peligroso.
Así que para el cumplimiento de la orden de registro, Janine y Jake irían acompañados por Bill y otros miembros de la Operación Eco, además de dos agentes uniformados, un agente de la Científica y Bernard Johnson. Bernard, un exfuncionario de prisiones, era su oficial judicial más fiable y colaborador. Estaba jubilado, pero le seguía encantando formar parte de la acción siempre que le era posible. Los acompañaba porque parecía que había muchas posibilidades de que no hubiera nadie en casa. La labor del oficial judicial consistía en proteger los derechos del residente ausente. Con Bernard a su lado para garantizar que la orden fuera ejecutada de acuerdo con la ley, podrían utilizar una fuerza razonable para entrar y efectuar el registro sin que el ocupante de la casa estuviera presente.
Seguía sin haber noticias de Sammi. Su coche permanecía en casa de su amiga, y ella ya llevaba más de dos horas de retraso en su turno. Janine se sentía aliviada por haberse tomado en serio la primera llamada que les habían hecho desde Angel’s Crossing. Ahora estaban muy adelantados, en el momento más crítico de una investigación, cuando las pistas están todavía frescas. La investigación por la desaparición de Thalia había tardado en ponerse en marcha, y durante su desarrollo no había hecho más que chocar con un osbtáculo tras otro. Janine solo esperaba haber actuado con la suficiente rapidez por el bien de Sammi.
Había dirigido la reunión informativa antes de que se marcharan de la oficina. Ella y Bill llamarían a la puerta delantera. Al mismo tiempo, los dos agentes uniformados saltarían la cerca y cada uno avanzaría por uno de los laterales de la casa. Jake y el otro detective intentarían entrar en el garaje o al menos fisgar su interior. Bernard estaría esperando en la calle; solo se le llamaría una vez que la casa fuera considerada un lugar seguro.
Llegaron desde ambos extremos de la calle, aparcaron todos a un par de casas de distancia y se fueron acercando hasta que llegaron a la vez. Los agentes de uniforme saltaron la cerca al mismo tiempo que Janine daba tres golpes en la puerta delantera. Aunque su instinto le decía que no habría nadie, el corazón le palpitaba, y apretó los puños para mantener la compostura. Miró a Bill, que ya estaba en la ventana delantera con las manos ahuecadas alrededor de los ojos, tratando de distinguir movimientos o formas a través de una rendija entre las cortinas corridas.
Había una puerta mosquitera, y detrás la puerta principal. Sería difícil romper el cerrojo. Janine giró suavemente el pomo de la puerta mosquitera; estaba cerrada. Volvió a llamar con más fuerza, y Bill empezó a dar golpes en la ventana. Ella miró por encima del hombro y vio a una figura que miraba desde una ventana de la casa de enfrente. No se puede pretender tener cuatro coches patrulla aparcados en una calle y no atraer la atención.
La cara de un compañero apareció por encima de la valla.
—El perro no está aquí. No hay nadie en la casa —informó un uniformado.
—¿Hay alguna manera de entrar? —le preguntó Bill.
—¡Esperad! —Y la cara volvió a desaparecer.
Jake fue hasta la puerta delantera.
—He visto el garaje por la ventana. La camioneta no está allí. Ni coche ni perro. No hay nadie en la casa.
—Ve a hablar con la vecina que nos está observando desde la otra acera. Averigua si lo vio marcharse o lo que sea —le dijo Janine.
La mayoría de los vecindarios tenían un par de recalcitrantes representantes de la vigilancia vecinal, personas que estaban mucho en casa por estar jubiladas o en paro y que sabían exactamente lo que sucedía en las calles. Con un poco de suerte, la mujer de enfrente habría observado la marcha del camarero, de la misma manera que ahora los observaba a ellos.
Uno de los de uniforme volvió a saltar la cerca y le dijo a Bill:
—La mayoría de las cortinas de atrás están descorridas. No hay señales de vida dentro de la casa. En la parte de atrás hay un par de ventanas abiertas, solo es necesario extraer una mosquitera para entrar. Parece que al tipo no le preocupa demasiado la seguridad de esa parte con un perro en el patio trasero la mayor parte del tiempo. ¿Queréis que entremos y os abramos?
—Todavía no. ¿Puedes ir primero hasta la calle y traer a Bernard? —dijo Bill.
Jake regresó de la acera de enfrente.
—Sí, esa mujer es la portera del barrio. Según dice, el camarero vive solo, con un perro grande y fiero. Solo trabaja de tarde y de noche, y no tiene relación con ningún vecino. La mujer le oyó entrar poco antes de las cinco y luego marcharse alrededor de las seis de esta mañana. «Trasto ruidoso» fue como llamó a la camioneta, y se quejó de que tiene el sueño ligero y el vehículo no para de despertarla. Supongo que vale la pena que hable con alguien más.
—Así que trajo a Sammi a casa y se marchó una hora después con el perro. ¿Se la llevó con él? ¿Está ella aquí? Ese es el meollo de la cuestión —elucubró Bill.
Observó a Bernard dirigirse hacia la casa en compañía del agente.
—Estamos a punto de averiguarlo.
Bill le hizo un gesto con la cabeza al uniformado.
—Presta atención. Entrad vosotros dos, pero primero poneos los guantes. Comprobad que no haya ninguna trampa explosiva en la puerta delantera. Las cortinas están corridas y no he podido ver qué hay detrás de la puerta.
El uniformado asintió con la cabeza. Esta clase de cometidos siempre eran más interesantes que encerrar a borrachos o perseguir rufianes de tres al cuarto. Volvió a desaparecer por encima de la cerca.
—Yo también iré —dijo Jake, y se abalanzó hacia la cerca y la saltó.
La puerta delantera se abrió al cabo de un minuto. Poco después, Jake parecía un poco acalorado cuando salió y se apoyó en la jamba con la mano enguantada.
—Hay cuchillos por todas partes. Vainas pegadas a las paredes con cinta adhesiva, uno sobre la mesa de la cocina —informó—. Otro, aquí mismo —dijo, dando un golpecito en la cara interior de la jamba a la altura del pecho.
Los otros tres oficiales entraron, y Bill le indicó a Bernard que esperase en la puerta. Tenían que estar seguros de que no hubiera sorpresas desagradables antes de hacer entrar a un civil. Se dividieron en dos e hicieron un registro lento y meticuloso, inspeccionando todas las habitaciones, todos los posibles escondites e incluso el cielo raso.
El agente de la Científica, un tipo bajo y enjuto que respondía al nombre de Geoff, entró tras los pasos de sus colegas. Aquello le planteaba un ligero conflicto de intereses: tener a siete oficiales deambulando por la casa dificultaría mucho la investigación forense si el lugar resultaba ser el escenario de un crimen.
La casa tenía pocos muebles y estaba bastante ordenada. Olía a rancio, una peste donde se mezclaban el sudor, la fritanga y el tabaco. Una vez que estuvieron seguros de que no había nadie dentro, Bill les dio las gracias y despidió a los uniformados. Los cuatro oficiales llevaron a cabo el resto del registro, centrándose en encontrar algo que pudiera resultar valioso para la investigación. Si tenían suerte, quizá cosas decisivas, como el bolso de Sammi o alguna de sus prendas de vestir.
O algún indicio de a qué lugar la había llevado el camarero. Buscaban direcciones, mapas, alguna guía de calles con indicaciones… cualquier pista, por pequeña que fuera. Escondites secretos, cualquier objeto que perteneciera a una mujer, álbumes de fotos, cámaras y agendas eran lo esencial que necesitaban encontrar.
Bernard estaba en el salón cuando empezaron a registrarlo. Los oficiales ya habían encendido sus videocámaras digitales para documentar su actuación. En otras circunstancias, Janine habría intentado ponerse en contacto con el ocupante de la casa para que estuviera presente durante el registro. Pero ese día era diferente. En cuanto el camarero se diera cuenta de que sospechaban de él, podría caer presa del pánico. En ese momento, algún vecino amigo del camarero podría estar hablándole por teléfono, contándole lo que estaba ocurriendo en su casa. No había nada que pudieran hacer a ese respecto; era crucial revisar la casa palmo a palmo.
Janine y los otros tres oficiales registraron el salón metódicamente. Ella estaba impaciente por entrar en el dormitorio principal; tenía el pálpito de que podía contener pistas importantes. Le indicó a Bernard que la siguiera. Bill debía de tener la misma idea y no tardó en unírsele. Los otros dos oficiales pasaron al cuarto de invitados.
En lo primero que reparó Janine fue en una pipa con forma de calavera encima de la mesilla de noche. Había algunos restos en la parte cónica y un pequeño tazón con unos cogollos de marihuana a su lado. Nada sorprendente. Casi siempre encontraban alguna pipa en las casas que registraban, aunque esa no era la razón que los había llevado allí.
Abrió el cajón de la mesilla mientras Bill hacía lo propio con el ropero.
—Aquí dentro hay mucha ropa de camuflaje y de color caqui —observó Bill—. ¿Sabemos si es un exmilitar o un reservista?
—Podría ser. La Unidad de Información solo me dio una versión abreviada de su perfil —respondió ella. Sacó una caja de munición del cajón de la mesilla—. Mala señal —añadió.
—Podría ser buena, si la dejó aquí en lugar de llevársela —ironizó Bill.
Ella sacó el cajón que acababa de registrar e inspeccionó el fondo y el interior del mueble. Bill estaba registrando los bolsillos de las chaquetas colgadas en el ropero. En todas las casas había muchos escondites excelentes. Lo que dificultaba su labor era no saber con certeza qué estaban buscando exactamente.
Miró bajo la cama, debajo del colchón, las mantas y la almohada, con los guantes puestos. La higiene no ocupaba un lugar destacado en la lista de prioridades del camarero. Luego se dirigió a la cómoda. En el fondo del cajón inferior encontró dos bragas de mujer metidas debajo de más pantalones de camuflaje. Sin duda algo interesante.
Llamó a Geoff. Este primero fotografió in situ las bragas. Luego les asignó un código de barras y tomó muestras de cada una con una torunda antes de meterlas en sendas bolsas de pruebas, que enviaría al laboratorio para el preceptivo examen de ADN. Era improbable que pertenecieran a Sammi, aunque podrían constituir valiosas pruebas para otros delitos cometidos contra mujeres, siempre que sus dueñas pudieran ser identificadas.
Geoff se dedicó a inspeccionar la cama en busca de manchas, sangre u otros vestigios. Janine estaba bastante segura de que el de la Científica no encontraría nada; ya sabía que Sammi no había estado en la casa. Aquel no era el escenario de un delito. El camarero había regresado a la casa para recoger algo, posiblemente al perro, antes de marcharse de nuevo. Habría dejado a Sammi en la camioneta mientras lo hacía. Puede que hubiera sido drogada y atada para mantenerla callada e inmóvil mientras él terminaba de hacer sus cosas. Allí no encontrarían ningún rastro de Sammi.
Bill sacó una caja de zapatos del ropero y le quitó la tapa.
—Aquí hay fotos —dijo.
Dejó la caja encima de la cómoda, y los dos empezaron a examinarlas. Las fotos solían constituir un gran hallazgo en los registros. Hoy día los canallas sacan fotos a modo de trofeos, aunque rara vez las imprimen, así que los polis tienen que encontrar teléfonos inteligentes y cámaras digitales, tarjetas SIM y memorias USB. Tras revisar las primeras, Janine se dio cuenta de que habían sido sacadas hacía años con cámaras de carrete. Había montones de fotos de cacerías. En una aparecían seis canguros muertos alineados sobre el suelo; en otra, un joven con el pie encima de un jabalí muerto. No había nada que indicara dónde habían sido hechas ni su antigüedad.
—Nada que nos sirva en este momento —señaló Janine—. Pero le encanta matar, ¿no te parece?
Bill estuvo de acuerdo y volvió a meter las fotos en la caja. Terminaron el registro, incluso mirando dentro de los raíles de las cortinas y buscando esquinas sueltas en la moqueta.
El cuarto de invitados no aportó nada. En la cocina había otra pipa. Y eso fue todo.
—Tenemos que encontrar su camioneta —comentó Janine.
Jake propuso ir hasta el garaje doble, que conectaba con la casa a través de una puerta interior. Había herramientas y cachivaches amontonados por doquier, sin espacio libre para un coche.
—Aquí dentro hay un montón de porquería, pero la mayoría está cubierta de polvo y no parece que se haya movido en siglos. El banco de trabajo parece haber sido utilizado bastante. He encontrado aceite para armas y un par de cartuchos del veintidós. Hay más cuchillos y algunas herramientas afiladas. Al parecer, también tiene una moto todoterreno. Hay un casco y un neumático viejos —informó Jake.
—Tiene una cubierta de fabricación casera para la caja de la camioneta. Puede que meta la moto debajo. ¿Cabría en la caja de una camioneta? —preguntó Janine, pensando en voz alta más que preguntando, pero lo que decía tenía lógica.
Jake estaba de acuerdo.
—Es posible. Tal vez los vecinos puedan ayudarnos en eso. Si se mueve en moto por ahí o la enciende aquí dentro, la cacatúa de la acera de enfrente seguro que lo sabrá.
—¿Algo más de interés? —preguntó Janine.
—Sí. Lo otro que encontré fueron mapas. Un montón, algunos impresiones de Google Maps. Parecen de las reservas naturales y los parques nacionales de toda la esquina sudeste. Hay de diferentes lugares. Tendremos que examinarlos con detenimiento para ver las coincidencias y conexiones. Y también si hay círculos o cruces en lugares concretos.
—Muy bien —dijo Janine—. Haz que Geoff los fotografíe. Nos llevamos todos los mapas y los examinaremos en comisaría.
Janine y Bill, con Bernard a remolque, regresaron a través de la casa hablando con sus colegas y comprobando que no se hubiera encontrado algo más en alguna habitación o en el patio trasero.
—Si hay algo más, está bien escondido —dijo Bill—. No creo que metiera a Sammi en la casa.
—Estoy de acuerdo —refrendó Janine—. Tenemos que buscar una segunda localización. La respuesta puede estar en esos mapas.
Sábado, 13.29
Sin vacilar, Candy había conducido hasta Angel’s Crossing movida por la impotencia y el sentimiento de culpa. Pero en ese momento, sentada en el coche delante de la casa de Sammi y Gavin, no sabía por qué había ido ni qué quería decir. Había estado pensando en lo que Sammi le había contado sobre Gavin, acerca de lo bien que se compenetraban y la confianza que había entre ellos. En el supuesto de que los sentimientos de Gavin fueran recíprocos, él debía de sentirse perdido y desconsolado por ignorar el paradero de su compañera y la causa de su desaparición. Candy había pensado que quizá le agradeciera que hubiera ido hasta allí. Sabría que también ella se preocupaba por Sammi y podrían consolarse mutuamente. Ahora que estaba allí, ya no le parecía una idea tan buena.
Apagó el motor. Sin el aire acondicionado, el interior se calentó rápidamente al sol vespertino, mientras hacía acopio de valor para abandonar el refugio del vehículo. El sudor empezó a picarle bajo los brazos, y le llegó el penetrante tufo a alcohol cuando la juerga de la noche anterior empezó a abrirse paso a través de los poros de su piel. Había sido un error; no debería haber venido; probablemente seguía borracha. No sería de ninguna ayuda. Y aún peor que no ser de ninguna ayuda, era parcialmente responsable de lo ocurrido. Debería haberse marchado con Sammi. Nada habría sucedido si hubiera regresado a casa con su amiga.
Candy no se dio cuenta cuando la puerta de la casa se abrió. Solo captó un movimiento con el rabillo del ojo cuando Gavin se acercó a la ventanilla de su coche. Estaba tan cerca que no podía abrir la puerta sin golpearlo y tampoco podía bajar la ventanilla eléctrica sin el motor en marcha. Temerosa, alzó la mirada para mirarlo a través del cristal.
Gavin abrió la puerta de un tirón.
—¡Tú! —gritó, salpicando gotitas de saliva.
Candy bajó la vista, incapaz de sostenerle la abrasadora mirada.
—¡Menuda cara tienes para aparecer aquí! —explotó él.
—Lo lamento —balbuceó ella. Realmente lo lamentaba, pero su parca disculpa sonó hueca y sin sentido.
—Los putos lamentos no van a encontrar a Sammi, ¿entiendes? —espetó Gavin.
Candy se mordió el labio. No quería llorar, pero en su interior surgió el primer sollozo. Él debió de fijarse en la agitación de su pecho cuando ella se esforzó en contener las lágrimas, pues retrocedió y se hizo a un lado. Respiró hondo y, cuando volvió a hablar, la ira estaba controlada. Aun así, la irritación y la antipatía seguían patentes.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sacudiendo levemente la cabeza.
—Solo quería decir que lo lamentaba. Y que estoy preocupada y asustada y que jamás pensé que podría suceder nada. Sammi iba a coger un taxi para volver directamente a casa. No sé qué pudo salir mal. —Bajó la cabeza—. Lo siento de veras. Ya sé que no sirve de nada, pero quería decirlo. Decírtelo a ti.
Gavin se encogió de hombros.
—Vale, pues ya lo has dicho. Ahora puedes irte. —Su tono solo se había suavizado ligeramente.
Candy empezó a repetir «lo siento», pero se detuvo. No se le ocurrió nada más. Encendió el coche, cerró la puerta y se alejó lentamente. Miró por el retrovisor: Gavin ya estaba en la puerta, entrando en su casa.
Ella se alejó lo suficiente para que ya no pudiera ver el coche. Entonces se detuvo junto al bordillo y rompió a llorar desconsoladamente.
Sábado, 13.32
Sammi se había ocultado detrás de un gran árbol entre la espesura. Podía observar el arroyo a través de las ramas. El camarero todavía no se habría percatado de que ella había seguido un camino distinto al del localizador. A pesar de eso, siguió sintiéndose nerviosa mientras se obligaba a permanecer allí y observar, en lugar de huir sin más. Estaba lo bastante lejos del arroyo para disponer de una ventaja si en un momento dado pareciera que el camarero la descubría. El ruido de la moto, destinado a atormentarla, había terminado por resultarle útil. Aguzó el oído para oírlo aproximarse.
Mientras esperaba agachada, tuvo una idea. Seguía oyendo la moto a cierta distancia. El resoplido sordo y burlón del motor se haría más ruidoso antes de que el camarero estuviera lo bastante cerca para verla. Sammi se lanzó de nuevo hacia el arroyo y se inclinó para llenarse la boca de agua. Volvió a su escondite detrás del árbol y despejó de hojarasca un trozo de suelo. Escupió el agua en la arena y las mezcló con los dedos, tras lo cual se restregó la cara y los brazos con el barro. No podía saber qué aspecto tenía su cara, aunque parecía haber dado resultado sobre los brazos, donde oscureció la palidez de la piel. Trató de hacer lo mismo con las bermudas rojas, limpiándose los dedos embarrados en la parte delantera. La camiseta ya estaba manchada de sudor y tierra, pero añadió algunos manchones marrones. Algo era mejor que nada.
El camarero no se dirigía hacia la orilla del arroyo. Sammi no podía verlo —la vegetación lo ocultaba a la vista—, aunque oyó que la moto se alejaba aguas abajo. Si no podía verlo, él no podría verla. La aterrorizaba la idea de que de una u otra manera pudiera localizarla. Atisbó entre la vegetación y cuando no hubo señal de que la moto aminorara la marcha o se detuviera, echó a andar con cautela tras los pasos de su torturador. Pensó en su barquito de corteza y confió en que siguiera a flote. Cuanto más se alejara, más segura estaría ella.
Los dos siguieron avanzando unos diez minutos, ahora el perseguidor en el papel del perseguido, ignorante de que su presa se deslizaba tras él. Entonces la moto se detuvo. Sammi se dejó caer al suelo inmediatamente y se arrastró hasta detrás de un arbusto. Se contoneó por el suelo hasta que logró ver aguas abajo con bastante claridad. ¿Su barquito se había enganchado en algo o se había hundido? Todavía no podía ver al camarero.
—¡Saaaa… maan… tha!
El corazón le dio un vuelco al oír su nombre en boca del aquel psicópata. ¿La habría visto? No; se estaba burlando de ella, como la última vez que la había alcanzado.
—¿Está fría el agua? —gritó él.
Bien, pensaba que ella estaba en el arroyo. Sammi aguzó el oído.
—¿Te has divertido? Yo sí. Pero ya se está haciendo tarde. El juego se acabó.
Y tras esas palabras, el camararo apareció ante su vista, dirigiéndose hacia la orilla del arroyo. Sammi sintió un escalofrío al verle el cuchillo en la mano. El perro iba a su lado, siguiendo a su amo.
Don se paró y echó un vistazo. Sammi se aplastó contra el suelo. Oyó que volvía a hablar, esta vez en voz más baja. Supuso que le estaría dando alguna orden al perro. Levantó la cabeza lentamente, lo suficiente para espiar entre las hojas. Él tenía algo en las manos… ¿un teléfono, quizá? Lo estaba estudiando con atención. El perro se movía a su alrededor, olisqueando aquí y allá. Entonces el camarero fue derecho a la orilla del arroyo, volviendo la cabeza de un lado a otro, buscando.
Tardó un momento, pero de pronto tenía el barquito de Sammi en la mano. Extrajo el dispositivo y soltó una imprecación en voz alta, lo suficiente para que ella la oyera. Destrozó la corteza contra el suelo y desperdigó los trozos a patadas. Soltó un prolongado silbido cuando se subió a la moto. El perro llegó corriendo con el tiempo justo para saltar a la bandeja trasera. El camarero no se entretuvo en buscar más por allí. Aceleró ruidosamente y se alejó.
Él tenía razón: el juego había terminado. Pero la ganadora era Sammi.
Esta se percató de que estaba conteniendo la respiración. Soltó el aire, casi sin atreverse a creer que su plan hubiera salido bien. En efecto, el sonido de la moto se estaba alejando, y además rápidamente. Se levantó y echó a correr. De nuevo la adrenalina recorrió su cuerpo, haciendo que sintiera un hormigueo que le bajaba hasta los pies. El corazón le latía con fuerza, pero el alivio que sentía y la sensación de haber sido indultada empezaron a penetrar en el miedo.
Había sido un éxito: el camarero se dirigía aguas arriba, alejándose de ella. El plan A le había fallado y no tenía plan B; nunca había contemplado la posibilidad de que ella encontrara aquel artilugio. No era un cazador, solo se había limitado a seguir las señales luminosas en una pantalla para averiguar su posición. Si él tenía que hacer trampas para darle caza, ¿no significaba eso que seguramente no confiaba en sus dotes de rastreador?
¿Cuál sería el próximo movimiento de aquel chalado? Sammi dudaba que se limitara a regresar a su casa. Se jugaba demasiado para que hiciera eso. Si ella sobrevivía y encontraba ayuda, Don pasaría el resto de su vida entre rejas. Ella sabía quién era y los crímenes que había cometido. En ese momento era su vida contra la de él.
Su triunfo circunstancial le dio alas a sus pies. Dejó de avanzar por el bosque a trompicones y tambaleándose. En ese momento su objetivo era claro: poner tanta distancia como fuera posible entre ella y el asesino. Cada paso que daba alejándose del zumbido del motor era un paso hacia la seguridad. Saltaba por encima de los troncos caídos y salvaba los matorrales rastreros. La fatiga y el dolor quedaron momentáneamente en segundo plano. Quizá pudiera sobrevivir a aquella pesadilla.
Sábado, 16.15
Gavin se sentía un inútil. No había nada que pudiera hacer, pero no podía estar sin hacer algo. Quería ir a la comisaría y escuchar a hurtadillas todas las conversaciones telefónicas, averiguar qué sabían, porque no le estaban diciendo nada. Supuso que trataban de protegerlo, informándole solo de los hechos y no de las especulaciones sin confirmar. Estaba desesperado por conseguir cualquier información, por nimia que fuera, que pudiera sopesar y evaluar por sí mismo.
Sabía que en parte era víctima y en parte, sospechoso.
Y no estaba seguro de si en ese momento sería bien recibido en la comisaría. En su imaginación, la dinámica había cambiado. Los compañeros de Sammi, unas personas a las que había considerado sus amigos, podrían pensar mal de él.
Maldita fuera la pelea que habían tenido con Sammi. Había sido estúpida e intrascendente, pero ahora teñía todo lo demás con la ira y las acusaciones que había contenido. Y por encima de eso, lo que lo aterrorizaba era que aquellas palabras crueles gritadas con rabia pudieran ser las últimas que le hubiera dicho a la mujer que amaba.
Una llamada lo cambió todo. Cogió el móvil al segundo timbrazo. Era Tom.
—Eh, tío, barbacoa y cervezas en la comisaría. ¿Paso a recogerte?
Gavin titubeó.
—¿De verdad estoy invitado? —preguntó.
—Gavin, tío, eres uno más del grupo.
—Vale. Gracias. Encontraré el camino —respondió, feliz por ser incluido.
Se duchó rápidamente y se puso unos vaqueros y una camiseta. Camino de la puerta cogió una cazadora; se suponía que esa noche iba a hacer frío.
Era un paseo de dos minutos en coche, pero hizo todo el trayecto sumido en la inquietud. Ya no sabía qué parte de la angustia que sentía se debía a la desaparición de Sammi, y cuánta a la situación a la que se había visto arrastrado. En cuanto se acercó a la parte posterior del apartamento policial, media docena de agentes se acercaron a darle la bienvenida y unas palmadas en la espalda, lo que hizo que su tensión se disipara un tanto. Shane había estado en lo cierto: ellos estaban de su parte.
Era un asunto sombrío y discreto, comparado con lo que solía ocurrir. La barbacoa de la parte trasera del apartamento, con la nevera de bebidas a mano, había albergado muchas reuniones de ese tipo. A veces se planeaban con antelación, las servía la esposa de uno de los sargentos y eran pagadas por el club social de la comisaría. En otras ocasiones, como la de ese día, eran reuniones improvisadas, en las que el personal simplemente tenía necesidad de juntarse. Si se había producido un incidente grave, como un accidente fatal o el incendio de una casa, lo llamaban «reunión informativa» y hablaban mientras echaban un trago.
No era solo Gavin el que echaba de menos a Sammi. La idea de que algo malo pudiera haberle ocurrido los unía. ¿Cómo podía suceder algo malo si todavía podían echar un trago y comer una salchicha como cualquier otra noche?
Esas eran las personas que conocían la respuesta a «¿qué pasa si…?», las personas que habían visto a los malos, los locos y los malvados. Donde cualquier otra persona podría decir «eso no sucederá jamás», a menudo la policía podía decir: «Yo lo he visto».
El personal fue llegando poco a poco, como polillas atraídas por la luz. Era un asunto familiar; siempre lo era. Esposas, maridos, parejas e hijos, todos llegaron. Todos conocían a Sammi. Los del turno de noche se daban alguna que otra vuelta por allí, las radios policiales encendidas y enganchadas en los cinturones.
Cuando las cervezas corrieron y los niños empezaron a reír y jugar, los pensamientos sombríos fueron arrumbados un poco y el estado de ánimo mejoró. Alguien había llevado un balón de fútbol, y un par de adultos empezaron a pelotear con los niños. Alguien más puso música a través de una de las ventanas del apartamento, y el aroma de las salchichas al cocinarse se esparció por el aire. Todos evitaron hablar sobre Sammi, o al menos tuvieron la delicadeza de comentarlo cuando Gavin no pudiera oírlo. Todos se mostraron amables y comprensivos, y Gavin se sintió agradecido a Tom por haberle invitado y proporcionado una tan necesaria distracción.
Cuando la noche ya estaba avanzada y la comida grasienta y la cerveza fría habían empezado a hacer efecto, Gavin se sintió insoportablemente cansado. Las tensiones del día y la falta de sueño de la noche anterior, aliadas con el alcohol, hicieron que apenas pudiera mantener los ojos abiertos. Tom lo vio y lo condujo a una habitación del apartamento.
—Echa un sueñecito en mi cama —le dijo—. Te despertaré si nos enteramos de algo.
Gavin hizo un gesto de agradecimiento. A pesar de que la fiesta continuaba al otro lado de la ventana, no tardó en sumirse en un profundo sueño.
Sábado, 17.57
Las sombras se alargaron y se hicieron más oscuras cuando la tarde dio paso al atardecer. Un nuevo peligro surgía para Sammi. Sin el calor del sol, la temperatura estaba cayendo bajo el claro cielo nocturno. La ropa que llevaba era escasa para combatir el frío creciente. Había tenido que cambiarse sus vaqueros por aquellas bermudas de cintura elástica. Ni siquiera llevaba bragas. Tenía puesto un sujetador y una camiseta ceñida. Las bermudas se habían secado desde que se metiera en el arroyo, pero eso era lo único que tenía a su favor. Entre su agotamiento y el descenso de la temperatura, aquella se iba a convertir en una nueva lucha por la supervivencia cuando cayera la noche.
Se abrió paso hasta la orilla del arroyo y se arrodilló para beber deprisa unos tragos de agua. Estaba segura de que el camarero seguía en alguna parte del bosque, buscándola. Se volvió a meter entre la maleza, lo bastante cerca para seguir orientándose por el curso de agua, aunque suficientemente lejos para no quedar expuesta a la vista de cualquiera que siguiera la ribera del arroyo. Le estaba costando concentrarse. El objetivo en ese momento consistía en seguir avanzando y prestar atención a los ruidos o a cualquier movimiento sospechoso; pero incluso eso le resultaba difícil. La cabeza se le iba constantemente hacia ensoñaciones de comidas calientes y duchas aún más calientes.
El recuerdo de su primer viaje a la nieve brotó desde lo más recóndito de su mente. Alguien —¿un monitor de esquí?— le había dicho que uno pierde la mayor parte del calor corporal por la cabeza. Aquello había dado pie a sugerentes bromas sobre ir a esquiar desnudo y con un pasamontañas, y las imágenes mentales se le habían quedado grabadas. Se levantó la camiseta por encima de la cabeza, alineando el agujero del cuello de manera que pudiera meter la cara por él. Hizo un rebujo con la camiseta, tratando de cubrirse las orejas y el cuello. Ahora tenía el estómago al aire, pero si la teoría sobre la pérdida del calor corporal era correcta, esa tendría que ser la mejor elección. Se subió las bermudas lo más arriba que pudo. Dio gracias por los calcetines. Confió en que si seguía bombeando sangre, su propio calor corporal la conservaría viva.
«No pienses en la noche que se avecina —se dijo—. Sigue adelante. Un paso cada vez. Un paso más».
Sábado, 19.55
Había sido una jornada larga desde el comienzo de su turno, pero seguía habiendo muchas cosas que hacer. Janine estaba comiendo una hamburguesa en su mesa, mientras seguía pulsando teclas en su ordenador. Había tenido que etiquetar y guardar las pertenencias incautadas en el registro; había terminado el papeleo relacionado con la orden de registro; además, había un montón de información que revisar: informes y perfiles de la Unidad de Información, posibles conexiones con el caso Corbett.
En ese momento reinaba la paz en la sala de la Operación Eco, solo rota por un murmullo de conversaciones telefónicas y chasquidos de teclados. Dos nuevos agentes se habían incorporado en el turno de tarde. Bill se los había presentado antes de marcharse, pero sus nombres habían desaparecido entre la cantidad de información que se agitaba en su cabeza.
Janine también tenía en marcha una conversación a través del correo electrónico con el jefe de la Unidad de Enlace con la Prensa. Lo había hablado con Bill. Había llegado el momento de emitir un comunicado de prensa. Encontrar al camarero era ya una prioridad absoluta, y si eso significaba hacer pública alguna información, entonces así debía ser. Era una decisión importante, por si algún ciudadano aportaba alguna pista crucial sobre el paradero de Sammi. Solo por eso valía la pena pasar por la molestia de tratar con los medios de comunicación.
Se acabó el ir con tiento por si se trataba de una falsa alarma; a esas alturas no había duda de que Sammi estaba en un apuro.
Llevaba desaparecida unas quince horas; y a saber adónde se la habrían llevado. La orden de búsqueda, para que los policías establecieran y mantuvieran la vigilancia encaminada a encontrarla, ya había sido enviada por correo electrónico a todos los de Queensland y a algunos centros interestatales. En ella se incluían detalles del camarero, el vehículo y las circunstancias concurrentes.
Los del turno de noche la verían al iniciar su trabajo, pero Janine albergaba pocas esperanzas de que se produjera alguna novedad durante la noche. Los del turno de día la recibirían más o menos al mismo tiempo que los detalles fueran divulgados por los informativos matinales. Ya habían asignado personal adicional a la Oficina para la Prevención del Crimen para que se encargaran de la multitud de nuevas pistas que iban a entrar y que habría que seguir, tal como solía suceder en casos similares.
Los mapas que habían encontrado durante el registro también habían despertado el interés de Janine. Uno era un mapa desplegable de sudeste de Queensland en el que se había rodeado con un círculo grandes extensiones de reserva natural, de las que también se habían impreso fotos aéreas de Google Maps. Una reserva natural en la que el camarero parecía haberse concentrado especialmente era Captain’s Creek, unos 150 km al norte de Tara, un enorme territorio de vegetación virgen, el sitio perfecto al que ir si uno no quería ser molestado.
Janine sabía que unos mapas marcados con círculos no eran suficiente para iniciar una búsqueda. Pero tenía una corazonada al respecto.
Aunque jamás había visto a Sammi, le parecía conocerla. Podía haber sido uno de los colegas con los que tomaba un trago después del trabajo, o alguno de los policías de uniforme con los que charlaba en la oficina. Para Janine era una cuestión personal. Lucharía por ella.
Habían sucedido tantas cosas y quedaba todavía tanto por hacer y tantos testigos potenciales con los que hablar… Y estaba segura de que el camarero no tardaría en aparecer, en su casa o donde fuera. Y ella quería estar allí cuando lo hiciera. Quería ver qué aspecto tenía, saber lo que decía, si parpadeaba o tragaba saliva o carraspeaba cuando se le preguntara por Sammi.
Aunque el caso tenía poco que ver con su división, Janine era demasiado decisiva para apartarse. Tanto ella como Jake habían sido asignados al turno de las ocho de la mañana del día siguiente. Ella ya había decidido establecer su campamento en la sala de la Operación Eco. Jake iba a empezar a las ocho en Inala y después se uniría a ella.
Él se había marchado una hora antes, no sin antes instar a Janine a que también diera por terminada la jornada. Después de todo, era sábado por la noche, y a juzgar por el frenético intercambio de SMS de su compañero, Janine estaba bastante segura de que Jake ya había dado plantón a alguna pobre chica. Era indicativo de su estilo de vida que se fuera de ligoteo a la ciudad después de una jornada ardua. Al día siguiente empezarían pronto, y sin duda sería otra jornada larga, independientemente de los derroteros que tomara la investigación.
El teléfono de su mesa sonó. Era Bill.
—Vete a casa —le dijo él sin preámbulos—. Necesitas dormir bien esta noche para lo que te espera mañana.
—Si me voy, tengo la sensación de abandonar a Sammi —replicó ella.
—No, no la abandonas. Hay más policías en este caso. Que te vayas a dormir no significa que no sigamos buscándola. Prométeme que te irás a casa ya.
Janine suspiró.
—Vale —dijo—. Buenas noches.
Levantó la vista y vio a un hombre delante de su mesa, un agente de aspecto juvenil.
—Tengo un mensaje para ti —dijo él.
—¿Un mensaje?
—Llamó alguien de tu comisaría. No querían hablar contigo, solo que te pasara un mensaje. —El joven echó un vistazo al papel que llevaba en la mano—. Llamó Michelle Lewis. Don Black no ha acudido a su trabajo. Empezaba a las siete.
Janine se quedó mirando al mensajero sin comprender. De pronto el nombre adquirió significado. Parecía que hubieran pasado días desde que habían estado en la sórdida cocina de aquella mujer, cuando solo había sido esa mañana.
—¿Tiene sentido? —preguntó el policía—. Es todo lo que dijo. Parece como si también estuviera pasando un mensaje.
—Sí. Gracias.
Janine pensó que aquello era importante. En ese momento el camarero también estaba desaparecido.
Sábado, 20.59
Su reloj tenía una esfera luminosa, de manera que incluso cuando la bóveda arbórea impedía el paso de la luz de la luna, Sammi podía ver qué hora era. Se aferraba al tiempo como una manera de afianzarse. Se fijó una meta: caminar cuatro minutos y descansar uno. Si hacía eso doce veces, estaría una hora más cerca de la seguridad. Las cifras se mezclaban en su cabeza, pero siguió andando con mayor determinación, mientras echaba una ojeada al lento pero seguro avance del minutero. Fue efectivo. Eso le proporcionó algo en lo que concentrarse y un motivo para dar el paso siguiente. Trataba de no descansar más de un minuto; en cuanto dejaba de caminar, empezaba a tiritar.
Estaba a mitad de un descanso cuando lo olió: humo de cigarrillo. El acre olor penetró en sus fosas nasales y luego en su conciencia. Se arrojó al suelo de inmediato, agachándose todo lo que pudo, tocando la tierra con la yema de los dedos, como un velocista en el taco de salida. Movió la cabeza de un lado a otro oteando, buscando y escuchando, tratando de localizar la procedencia del olor. Ni siquiera le cruzó por la cabeza que pudiera tratarse de alguien que no fuera el camarero. No se hacía ninguna ilusión de ser rescatada.
Se había acostumbrado a los sonidos nocturnos del bosque, pero en ese momento prestó atención a los crujidos y los roces. Estaba cerca del arroyo. Demasiado. Sin levantarse, avanzó lo más lenta y silenciosamente que pudo para ocultarse tras un arbusto. Algo inútil si él la había visto ya. Sammi se agachó y se aplastó contra el suelo. El olor terroso de la hojarasca se impuso al del humo. Se quedó inmóvil, con los nervios a flor de piel, aguzados todos los sentidos. No captó nada fuera de lo ordinario. ¿Acaso se lo había imaginado?
El chasquido de unas ramas hizo que se aplastara todavía más contra el suelo. Apretó la mejilla en la tierra con la cabeza vuelta para mirar la otra orilla del arroyo.
Distinguió la silueta oscura de un animal que se movía entre los árboles al otro lado del agua. Al instante se le cortó la respiración: un puntito rojo suspendido en medio del aire. El ascua de un cigarrillo. Don se mantenía tan inmóvil como ella, los dos observando, los dos escuchando. El juego seguía activo. ¿Cómo podría no estarlo? La apuesta era muy alta. Su vida contra la de ella.
¿Sabía el camarero lo cerca que estaba? ¿Tendría gafas de visión nocturna? ¿La habría visto moverse? ¿Oiría el retumbar de su corazón? ¿Olfatearía su miedo?
Sammi adquirió conciencia de su atroz situación una vez más. Un movimiento en falso podría liquidarla. El corazón le latía con tanta fuerza que amenazaba con salírsele del pecho.
«Sigue caminando, cabronazo», lo urgió mentalmente. El perro no paraba de moverse. Pero Sammi vio cómo el cigarrillo volvía a enrojecerse, todavía en el mismo sitio. ¿La estaba mirando? ¿Qué haría si la había descubierto? Ella conservaba su palo afilado; eso y nada era lo mismo. Pero la consistencia de la madera, el acto de empuñarlo con fuerza, le infundió valor. Era un pequeño símbolo de bravura en su mano. Había resistido hasta ese momento. Aquel no sería el fin.
Entonces oyó una pisada seguida de un crujido de hojas. Él había arrojado el cigarrillo al suelo y lo estaba aplastando con la suela. Un momento de quietud. Silencio. Luego el camarero echó a andar. Sus pisadas se movían lentamente aguas arriba, alejándose de Sammi.
Ella había estado conteniendo la respiración, así que tomó aire con tanta fuerza que aspiró un trozo de hoja podrida. Se atragantó y reprimió el impulso de toser. Esperó cinco minutos allí tumbada. Cubrió el insignificante resplandor de su reloj con la otra mano. Mientras concentraba la vista en el movimiento del segundero, aguzó el oído prestando atención a cualquier sonido fuera de lo común. El olor del humo se había desvanecido, aunque había que tener en cuenta que le había oído aplastar el cigarrillo con la suela, así que ya no era un indicador fiable. Por ende, esperó temblando cinco minutos más antes de levantarse silenciosamente. Avanzó lentamente siguiendo el curso del arroyo, cada vez más deprisa, hasta que se lanzó a toda velocidad a través de la maleza. Fue una breve liberación de energía nerviosa, pero no podía mantener ese ritmo frenético. Redujo la velocidad hasta acabar andando y al final se detuvo por completo.
Desaparecida ya la adrenalina, el agotamiento la abrumó. Se apoyó en el tronco de un árbol, jadeando. Se deslizó hacia abajo por la áspera corteza sin casi darse cuenta de que se estaba rasguñando la espalda desnuda, hasta que acabó sentada en el suelo. Echó la cabeza atrás para apoyarla en el tronco. Todo su cuerpo era de plomo, y sentía tan pesadas las piernas como sacos de arena. No reunió la energía para levantarse de nuevo. Si solo descansara tres minutos recuperaría algo de fuerzas. Volvió a mirar su reloj. Era tanta la paz en ese momento… no se oía ningún sonido salvo el canto de las cigarras y el ocasional batir de alas de un murciélago.
Cerraría los ojos solo un minuto.