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La bruja se detuvo para preguntar en la taberna que ocupaba el bajo de la casa de habitaciones donde se alojaba. Pero la mujer con la que había quedado no estaba allí.
El establecimiento se encontraba casi vacío, pues todo el mundo en Bruselas parecía seguir en los alrededores de Santa Gúdula. El tabernero le llenó un pote con estofado de carne con nabos y coles, y subió con él a su habitación. Cerró la puerta tras ella, y se sentó en la cama. En una mesita tenía una jarra llena de agua, tapada con un paño para que no le entrase ningún bicho. Bebió un trago antes de empezar con el estofado.
No estaba nada mal, tenía que reconocerlo. Llevaba más de un mes ocupando aquella habitación y le gustaban bastante el alojamiento y la comida. La única molestia era que cada tres días tenía que recoger sus cosas, bajarlas a la taberna durante unas horas, y simular que se marchaba para luego regresar. Así se evitaba incumplir la norma que prohibían a una taberna acoger huéspedes y alimentarlos durante más de tres días seguidos, suplantando así la labor de los mesones.
Mientras comía distraídamente, pensaba en el joven que había visto en Santa Gúdula. Había reconocido al criado del señor de Chièvres que lo había interpelado, de modo que no era demasiado aventurado suponer que aquel muchacho de ojos grandes y tristes, con la manga del jubón rota, era el erudito que había sido contratado por Chièvres para ocuparse de la educación de su sobrino favorito.
Durante el último mes, Cèleste se había dedicado a aprender todo lo posible sobre el privado, y había contado para ello con la ayuda de unas mujeres que siempre estaban al tanto de todo, pues eran requeridas tanto en las cabañas como en los palacios.
En ese momento sonaron unos golpes en la puerta. Dejó a un lado el pote de estofado y desenfundó la daga que últimamente llevaba siempre consigo.
Fue a abrir con el arma disimulada entre los pliegues de su gonela.
Apoyada en el quicio vio a una mujer bajita y regordeta, con unos pechos enormes que se derramaban por encima de un viejo y deshilachado corpiño rojo. Sus cabellos formaban una aureola estropajosa de color granate alrededor de su rostro mofletudo e iban adornados con una guirnalda de flores, como era preceptivo para las putas.
—¿Tú eres Cèleste la Bruja? —le preguntó con una voz juvenil que contrastaba con su aspecto un tanto ajado.
—Sí. Y tú eres…
—A mí me llaman Annia la Tetas, y la que me manda es Petra la Griega, a quien tú ya conoces… —dijo mirándola con atención—. No te había visto nunca y creo que conozco a la mayoría de las brujas de por aquí. ¿De dónde has salido tú?
—De muy lejos —dijo Cèleste mientras devolvía la daga a su funda.
Annia alzó una ceja al ver el cuchillo, pero no hizo ningún comentario. Dio un paso hacia adelante, se metió en la habitación, y dijo:
—Petra me habló bien de ti, dice que ha hecho buenos negocios contigo.
—Tu amiga me aseguró que podrías ayudarme en mi propósito…
—Oh, sí… Oye, este sitio no está mal —dijo Annia mientras examinaba rápidamente la estancia—. ¿Es cierto que cada tres días tienes que simular que te marchas?
Cèleste pensó que el tabernero también era muy estricto con las normas en lo tocante a evitar que se confundiese su casa con una mancebía, de modo que si encontraba allí a Annia lo más probable es que la hiciera abandonar definitivamente la habitación. Ya corrían demasiados rumores sobre ella. Rumores fundados, por otro lado. La bruja abrió la talega y le entregó a la puta una bolsita de tela cerrada con un cordel.
—Aquí lo tienes, filtros de amor y esponjitas con sangre de conejo para simular virgos. Los filtros han sido preparados en las horas apropiadas, con la Luna en creciente en el signo de los Gemelos. La sangre lleva una sustancia de propiedades especiales que la mantendrá líquida hasta final de mes…
—Más que suficiente —dijo Annia cogiéndola y guardándosela en su generoso escote—. ¿Y qué quieres a cambio? ¿Información? Petra me dijo que siempre andabas ansiosa por los cotilleos de la Corte. Por mí encantada de pagarte de ese modo…
—No. Esta vez quiero otra cosa.
—Tú dirás.
—Me he enterado por Petra de que en el puerto de Arnemuiden se está preparando una flota para llevar al rey a España por mar. Y que en una de las naos de esa flota va a viajar un nutrido grupo de putas, entre las que tú te encuentras.
—Sí, eso es cierto. ¿Y qué es lo que quieres?
—He hecho un largo camino para poder embarcar en esa nao.
Annia sonrió ampliamente, mostrando varios huecos en su dentadura.
—¿Buscando nuevos horizontes? —cloqueó—. Dicen que la gente de Castilla no gusta mucho de juergas, pero al final los más estirados resultan ser los mejores clientes.
—En España apenas se persigue a las brujas y yo ya estoy harta de ir de un lado a otro ocultándome. Quiero establecerme en alguna pequeña población y echar raíces.
—Entonces, ¿por qué en vez de dirigirte hacia aquí no cruzaste directamente los Pirineos? Si es verdad que vienes de tan lejos…
—Eso es cosa mía. Tú sólo tienes que conseguirme un sitio en esa nao.
—Bueno, pero eso te va a costar algo más que unos pocos filtros y esponjitas sangrantes para un mes…
—De hoy hasta el día en que partamos, te daré todos los filtros que necesites, así como hechizos para espantar las liendres y los escozores. Y cuantas esponjitas puedas usar hasta entonces. Ya sé que los virgos se pagan diez veces más que un servicio normal, así que no intentes engañarme.
La puta rió, luego se escupió en la mano y se la pasó por la entrepierna antes de estrechársela a Cèleste.
—¡Trato hecho —exclamó—, y que sea en buena hora!
Lo que Cèleste no podía imaginar era qué clase de persona creería que Annia seguía siendo virgen. Pero había hombres muy tontos y eso no era asunto suyo.
—Hay una cosa más —dijo—. Hoy he conocido a un joven erudito del que ya me habló Petra. También quiero que me consigas información sobre él. No te preocupes, que sabré recompensar debidamente cualquier cosa interesante que puedas decirme…
—Tú sabrás lo que haces, que para eso eres bruja.