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Cada jueves por la tarde Luis Vives solía acudir a las reuniones que su amigo Frans van Cranevelt organizaba en su casa de la calle Diest. En ellas nunca faltaba una abundante merienda con pan, mantequilla salada y ciruelas pasas; regada siempre con la roja cerveza de la región, tan floja que se corría el peligro de beber demasiado antes de darse cuenta de que ésta también acababa por subirse a la cabeza.
Pero lo más interesante de las reuniones solían ser los invitados de Cranevelt.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Luis a su amigo.
—Se llama Nicolás Copérnico. Es un canónigo polaco que está de paso por la ciudad. Tiene unas ideas de lo más ingeniosas sobre el movimiento de los astros en el cielo. Fíjate que dice que es el Sol y no la Tierra el astro que ocupa el centro.
—Bueno, eso no es nuevo, ¿no? Ya lo propusieron Pitágoras y Aristarco de Samos varios siglos antes del nacimiento de Nuestro Señor…
—Amigo mío, es que no hay nada nuevo bajo el Sol… O alrededor de él.
Copérnico pasaría de los cuarenta años; era delgado, seco de rostro y miembros. Hablaba con fluidez en latín, explicando sus ideas al grupo que se había congregado a su alrededor. Éstos eran profesores de la Universidad de Lovaina, como Gaspar van der Heyden, o alumnos destacados como Jacob van Deventer. De vez en cuando, Copérnico sacaba de una carpeta de cuero unos dibujos que él mismo había trazado y en los que se describían complejas órbitas y extravagantes figuras geométricas. Sus gestos y su disertación eran cualquier cosa menos apasionados. El polaco se expresaba en perfecto latín con un tono monocorde que pronto hizo bostezar a más de uno.
Al cabo de un rato, muchos de sus oyentes habían desertado para dirigirse a la mesa de las hogazas de pan, la cerveza, la mantequilla y las cerezas. Pero uno de ellos (alto, de piel morena, lampiño y ojos de color castaño), a quien Luis no había visto nunca, permanecía junto al polaco, pendiente de cada una de sus palabras.
En ese momento, uno de los criados de Frans trajo una bandeja con más pan caliente para untar en él la mantequilla. Pan tostado, humeante…
Su olor le provocó a Luis un inexplicable estremecimiento de terror.
—¿Quién es ése de ahí? —preguntó, intentando que no se notara su turbación.
—¿Quién? —su amigo bajó la jarra de la que había estado bebiendo. Tenía los mostachos salpicados de espuma—. ¿Te pasa algo? Te has puesto pálido de repente.
—No es nada importante… Me refiero al que está junto al polaco.
—Si no eres más preciso…
—El del ropón azul marino.
—No lo conozco. Pensé que había venido contigo.
—Pues no. —Luis estaba desconcertado por la intensa emoción que sentía.
—En ese caso no lo sé. Será el padre de alguno de los alumnos. Parece muy interesado en lo que dice el polaco, ¿verdad?
—Sí. —La sensación aún no había desaparecido, pero empezaba a dominarla—. Dime: ¿no ha publicado ese tal Copérnico sus teorías? No recuerdo haber leído nada sobre él.
—No. Y no lo ha hecho porque no es un insensato y no quiere poner en peligro su cargo de canónigo vitalicio de la catedral de Frauenburg.
—¿Por qué iba a ponerlo en peligro?
Frans dio un largo trago de cerveza antes de responder.
—No creo que a la Iglesia le agrade la idea de que la Tierra no es el centro del Universo. La mayoría de sus seguidores sirven a una corte de reyes, príncipes y emperadores y parece apropiado que ese mismo orden sea reproducido en el cielo por los astros… —Se encogió de hombros—. En realidad no lo sé con certeza, pero lo cierto es que él lo considera peligroso y lleva el tema con mucho sigilo. No quiere publicar y se limita a enviar cartas a personas de confianza. Y a dar charlas como ésta a grupos reducidos.
Luis volvió a mirar al desconocido que seguía la charla del polaco con interés y comprendió que la sensación de inquietud estaba relacionada con él y con el pan caliente.
—¿Quieres más cerveza? —le preguntó Frans.
—¿Qué? —la atención del valenciano se apartó del grupo que rodeaba a Copérnico y la concentró de nuevo en su amigo.
—Tu jarra lleva un buen rato vacía. ¿Quieres más cerveza? —repitió.
—Sí, por favor.
—Y hablando de reyes… —dijo Frans mientras llenaba la jarra de Luis y la suya—. He oído que vas a trabajar en la Corte… ¿Es eso cierto?
—No lo sé. Le ofrecieron a Erasmo el puesto de tutor del sobrino del señor de Chièvres, el joven obispo de Cambray, y él me lo ofreció a mí. Pero después de eso ya no he vuelto a saber nada más del tema. Me dicen que Guillermo de Croÿ está ahora en Roma, y que no regresará hasta el próximo Capítulo de la Orden del Toisón de Oro, pero temo que al conocer que no era Erasmo quien iba a ocuparse del asunto, sino un joven y desconocido español, se hayan echado atrás.
—No seas tan pesimista, amigo mío. Seguro que ese puesto es tuyo. Ten paciencia y espera hasta octubre. Porque es entonces cuando se celebrará el capítulo, ¿no?
—Así está previsto.
—Entonces, por los buenos trabajos y los jóvenes obispos —brindó.
Frans alzó su jarra y Luis hizo chocar la suya con la de su amigo.
—Y ahora —siguió diciendo Frans después de tomar un largo trago—, ¿qué te parece si vamos a escuchar un rato al polaco? Aunque sólo sea por cortesía.
Se acercaron al grupo que seguía atento a las palabras de Copérnico que, para su sorpresa, Luis encontró inmediatamente interesantes.
—Por otra parte —estaba diciendo con su perfecto latín—, esta teoría tiene la ventaja de poder explicar los cambios diarios y anuales del Sol, y responde a inquietantes cuestiones que Tolomeo dejó sin resolver. Porque, si el Sol gira alrededor a la Tierra en la órbita fija de un círculo perfecto, ¿cómo explicar el cambio de las estaciones? ¿Cómo el que algunas estrellas y planetas varíen de posición de un año a otro? ¿Cómo el aparente movimiento retrógrado de Marte, Júpiter y Saturno? ¿Cuál es la razón por la que Venus y Mercurio jamás se alejan más allá de una distancia determinada del Sol?…
Siguió dando una larga lista de interrogantes resueltos y de razones por la que la teoría que él defendía era superior a las ideas de Tolomeo, hasta que el desconocido que había llamado la atención de Luis alzó la mano y le preguntó:
—Y, maestro Copérnico, ¿recordáis por casualidad el momento preciso en el que comprendisteis que la teoría heliocéntrica era la correcta?
—Sí, claro que lo recuerdo —dijo Nicolás con una sonrisa evocadora.
Guardó un breve silencio. Cuando siguió hablando al cabo de un instante, sus palabras tenían la emoción que hasta entonces les había faltado:
—Era el año mil quinientos dos. Por aquel entonces yo era profesor de astronomía en la Universidad de Roma. Un día, como tantas otras veces, enseñaba que la Tierra era el centro del Universo; y que el Sol, y la Luna, y los cinco planetas eran satélites que giraban en torno a nuestra mundo, trazando círculos perfectos, tal y como afirmó el gran Claudio Tolomeo hace más de mil quinientos años; y como confirmaban los sentidos…
»Recuerdo que ese día uno de mis alumnos me preguntó: “Distinguido profesor, ¿no rebatió esto un filósofo de Samos llamado Aristarco, diciendo que era el Sol y no la Tierra el que se encontraba en el centro del Universo?”.
»Yo estaba a punto de responderle, como tantas otras veces, que el gran Aristóteles había refutado categóricamente esta idea porque, siendo el hombre la obra maestra de Dios, la Tierra que habitaba tenía que ocupar el centro del Universo. Sin embargo, en esa ocasión, dudé y di por terminada la clase. Había ido acumulando dudas sobre la exactitud de la teoría tolemaica y, justo en ese momento, tuve la certeza en mi interior de que era errónea.
—Tuvisteis la certeza… —repitió el desconocido con lentitud—. Entonces fue una revelación…
—Así es —admitió Copérnico—. Por ello, después de tres años de dedicarme a la enseñanza, resolví renunciar. No deseaba seguir enseñando lo que yo mismo dudaba. Por ello decidí regresar a mi casa en Frauenburg para poder dedicarme a determinar con precisión, y para mi propia satisfacción, si Tolomeo tenía razón o estaba equivocado.
—Fascinante —dijo el desconocido con un tono casi de conspiración.
Luis ya no prestaba atención a Copérnico ni a lo que estaba contando, pues ésta se había concentrado de un modo terrible y morboso en aquel hombre alto, moreno, al que estaba seguro de no haber visto nunca, y que, sin embargo, no era un completo desconocido para él. Sus gestos, su tono de voz, sus pausas al hablar, todo le recordaba a alguien. Parecía una locura, pero estaba seguro, tanto como lo estaba Copérnico de su teoría heliocéntrica, de que aquel desconocido, a pesar de no llevar hábitos ni tonsura, era en realidad un monje predicador.
Un dominico.