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Un tercio de la tripulación estaba de guardia por la noche; el resto dormía en la cubierta, echados por todos lados, componiendo un coro de ronquidos. Cèleste y Luis fueron hasta al castillo de proa, donde podían gozar de un poco de paz, y disfrutar de la brisa nocturna. Un grupo de delfines saltaba y se cruzaban frente a la quilla.

—Ayer por la tarde —dijo la mujer señalándolos—, antes del incendio, los marinos de mi barco capturaron a dos de esos peces. Resultó que eran macho y hembra. Al abrirlos, limpiarlos y trocearlos, descubrimos algo muy extraño. Por fuera parecían peces, pero por dentro están hechos como tú o como yo. El macho tenía un miembro así de grande… y testículos exactamente iguales a los de un hombre. La hembra tenía matriz y una cría a medio desarrollar en su interior…

—En el mar hay muchas cosas asombrosas, y sólo Dios tiene conocimiento de todas —dijo Luis, que algo había oído sobre aquellos peces con miembros semejantes a los humanos. Pero por un instante le pasó por la mente la horrenda imagen del pene y los testículos de un niño dentro de una caja de madera.

—Hay cosas extrañas en todas partes —dijo Cèleste con los ojos cerrados, deleitándose con el frescor del aire en el rostro—. A veces quisiera llegar a entenderlo todo, conocerlo todo, tener respuesta para cada una de las preguntas que nos plantea el mundo. ¿Crees que eso es posible o soy una ilusa?

La bruja volvió su mirada hacia el océano. Sus ojos brillantes y lúcidos parecían reflejar los cambios de luz que se estaban produciendo en el horizonte, se movían de un lado a otro, miraba a lo lejos y lo miraba de nuevo a él. Daba la impresión de ser intensamente consciente de cada uno de los detalles que los rodeaba. De repente, Luis se sintió más cercano a ella de lo que jamás se había sentido de ninguna otra persona.

—No sé si es posible —dijo—. Sólo sé que también he deseado eso mismo muchas veces.

Ella asintió, inclinándose hacia adelante, y dijo en voz baja:

—Dime, ¿qué es lo que quieres de mí?

Luis carraspeó mientras intentaba ordenar sus ideas.

—Llevo años escribiendo ese Tratado del Alma que viste en mi habitación —dijo—. Pero en los últimos meses me resultaba casi imposible trabajar en él. Buscaba cualquier excusa para no hacerlo… Me emborrachaba, mi mente se dispersaba, rompía una pluma tras otra… Y ahora comprendo por qué.

—¿Por qué?

—Mi alma no quería que mi mente recordase algo sobre mi pasado… Algo tan terrible que permanecía oculto dentro de mí por unos mecanismos que mi investigación para ese tratado estaba a punto de desentrañar. Por eso me impedía seguir trabajando…

—¿Qué?

—¿Cómo dices?

—¿Qué era lo que te impedía trabajar?

—Mi propia alma.

—¿Crees que tu alma quiere ocultarte algo?

—A eso voy. Ayer, mientras desayunábamos en cubierta, una asociación con un olor determinado, el del pan recién tostado, y los colores blanco y negro combinados en una tela, lo sacó por fin a la luz…

—¿Cómo?

—Es difícil de explicar en pocas palabras, pero… verás… Hace tiempo que descubrí que el espíritu va a causa ad affectum, ad hoc ad instrumentum, a parte ad totum… Perdón… Quiero decir que va del pensamiento al lugar; del lugar a la persona; de ella a sus antecedentes, en proceso indefinido… ¿Me entiendes? Son como partes de una impresión total en la que cada una debe tirar de la otra. Como una larga cadena de ideas asociadas, con sus eslabones más lejanos unidos por un mismo recuerdo…

—Y ese recuerdo es tan terrible que tu propia alma lo ha mantenido oculto…

—Sí.

—¿Y qué es?

Luis dudó un momento en responder, y luego enrojeció violentamente.

—Es algo que… No estoy aún preparado para contarlo… Pero necesito seguir investigándolo. Asimilarlo en todos sus detalles…

—¿Qué quieres de mí entonces?

Él se golpeó la frente con la palma de la mano e intentó tranquilizarse.

—En Middelburgo me ofreciste probar la sopa del sábado —dijo—. Pues… sí, quiero hacerlo. Si consigo penetrar en el interior de mi alma y esclarecer algo de su misterio, quizá pueda contestar algunas de esas preguntas que nos acosan.

—¿Qué esperas encontrar? —le preguntó Cèleste.

—Antes, mientras leía sobre Federico II, el emperador durmiente, hallé esta frase: «Su cuerpo está frío, rígido y tiene toda la apariencia de un cadáver». Así se describe también el éxtasis que algunos hombres santos son capaces de alcanzar mediante la oración… Y el que las brujas lográis con vuestro ungüento… Entonces comprendí que todas esas experiencias deben de tener algo en común.

Cèleste asintió.

—Y así es. Cuando el alma se separa del cuerpo, y penetra libremente en el Annwn, el cuerpo se queda extático, incorruptible, durmiente.

—Doña Juana no admite que su esposo está muerto —dijo Luis—. Ésa es su locura. Asegura que tan sólo duerme, y por ello se niega a que sea enterrado…

—Y te estás preguntando si no estará loca, después de todo… —La bruja sonrió—. De acuerdo, tú me has ayudado y ahora te ayudaré yo a ti. Te acompañaré en tu viaje hacia el Annwn. Seré tu guía.

—Verás… Creo que será mejor que haga ese camino yo solo.

—No sabes lo que dices. Si tomas la sopa del sábado solo, jamás regresarás. La mayoría de los hombres perderían la razón si tan sólo percibiera durante un instante lo que realmente nos rodea. Y ese ungüento es una lente para ver lo que los sentidos nos filtran continuamente para evitar que enloquezcamos…

La brisa nocturna parecía estar aumentando en intensidad y agitaba los salvajes cabellos de la bruja. Luis insistió:

—Te aseguro que nada puede ser peor que esas pesadillas que me acosan. Y creo que debo enfrentarme solo a ellas. No puedes acompañarme…

—Pues no hay nada más que hablar —dijo ella terminante.

Luis meditó en todo aquello. Comprendió que estaba realizando dos viajes en aquel momento. Uno a través del mar, a bordo de aquella nave; y otro mucho más difícil y peligroso, hacia las más oscuras profundidades de su alma.

Era estremecedor, pero emocionante a la vez.

—De acuerdo —dijo al cabo de un momento—. Lo haremos juntos.