8
Íñigo abría la marcha. Se adentraba en el túnel con paso firme, sujetando su espada en una mano y un candil de aceite en la otra. Caminaban por un larguísimo y estrecho túnel que descendía constantemente hacia las entrañas de la tierra. El suelo era irregular y estaba resbaladizo por el agua que rezumaba de las paredes. El aire olía intensamente a humedad y a corrupción.
Mientras avanzaban, Luis pasó la mano por la pared y descubrió que se desmenuzaba fácilmente en tierra, como si aquel túnel acabara de abrirse. Mientras palpaba, tocó algo que le hizo dar un respingo y retiró rápidamente la mano.
—¿Qué sucede, Luis? —le preguntó Cèleste.
—No lo sé —dijo el valenciano—. Íñigo, ilumina aquí…
Acercó la llama del candil y Luis tuvo que contener un grito ante lo que su luz les mostró. En un nicho vertical, horadado en la pared del túnel, descansaba una momia humana. Su rostro era una calavera recubierta por una delgada membrana de piel apergaminada, de un color amarillento grisáceo. Su boca colgaba desarticulada, y los pelos de la barba y el bigote parecían tan finos y enmarañados como guedejas de telarañas. Llevaba un casco de hierro adornado con astas de ciervo, y sobre el pecho lucía un broche con forma de águila que sujetaba los restos raídos de su capa.
—No puede ser —musitó Íñigo—. Es uno de los astures que están ahí fuera…
Se retiró un poco para iluminar la pared de la caverna. Toda ella estaba formada por un nicho tras otro, perfectamente alienados hasta perderse en el fondo oscuro. Dentro de cada uno de aquellos huecos había un cuerpo momificado. Ataviados con los restos de unas ropas y con unas armas oxidadas en sus cadavéricas manos que eran muy parecidas, o iguales, a la de los guerreros astures que se disponían a pelear por ellos.
—Esto es un cementerio —dijo el Luis con aprensión.
El Nuberu habló desde detrás. La luz del candil no lo tocaba, aunque se adivinaba su silueta contra el fondo apenas iluminado del túnel.
—Cada forma tiene su arquetipo en este mundo desplazado —dijo—; si la forma muriera no importaría, pues su original es eterno. Las imágenes que has visto, las palabras que has oído, no te desanimes si perecen; pues no es así. Son como cuerdas tañendo y tocando una canción, como Agote con su cítara. Si pudierais mirar en lo más profundo de esta realidad, tan sólo veríais cuerdas diminutas vibrando e interpretando diferentes melodías. Así lo afirmaban los Antiguos… Ni átomos ni elementos, tan sólo música que puedes interpretarse una y otra vez.
—Entonces —dijo Íñigo mientras alzaba aún más su luz para intentar iluminar al Nuberu—, los astures que están ahí fuera, defendiendo la entrada de este túnel, ¿son los mismos guerreros que pelearon contra los moros? Pero sus cuerpos están aquí…
Luis consideró que también era posible que un grupo de hombres fieles al Nuberu fuera ataviado con ropas y armas inspiradas en las que llevaban aquellos cadáveres, pero no hizo ningún comentario porque ya no se sentía seguro de nada.
—Son la misma música interpretada con distinto instrumento —le explicó el Nuberu—. Son los mismos hombres que han muerto luchando en este lugar sagrado una y otra vez, desde la noche de los tiempos. Su sangre ha empapado estas piedras en tantas ocasiones que sus almas han quedado unidas para siempre a este lugar.
—¿Y tú también has regresado a la vida? —le preguntó Íñigo—. Me dijiste en una ocasión que vienes de un mundo muy anterior al nuestro…
El anciano negó con un gesto.
—De una época muy anterior, cuando nuestro mundo era joven… Pero yo he dormido en éxtasis durante la mayor parte del tiempo que nos separa de ese mundo olvidado. He despertando sólo unos pocos meses cada muchos siglos, para lograr llegar a este momento en el que he de enfrentarme al Mesías-Imperador.
Íñigo alzó de nuevo la luz para iluminar las momias de los guerreros.
—Hombres o espectros —dijo—, lo cierto es que ahora van a luchar con los guerreros más temibles de Europa.
Agote se asomó con cuidado por uno de los orificios recién abierto en el panel de madera por un arcabuzazo. Al parecer los lansquenetes se habían cansado al fin de arrojar dardos incendiarios y habían comprendido que la pared que cerraba la cueva no iba a arder. Quizá pensaron que la protegía un hechizo antifuego del Nuberu, pero lo cierto era que las tablas rezumaban humedad a causa de las últimas lluvias. Lo que ya debían de haber descubierto es que nada los protegía de las balas. La lluvia de proyectiles había dejado la tablazón como una manta de lana devorada por las polillas.
El incesante fuego de arcabuz había creado una densa nube de humo que ocultaba perfectamente los movimientos de las tropas. El estruendo de los disparos se mezclaba con los gritos de los doppelsöldner impartiendo órdenes, pero era imposible adivinar lo que iban a hacer a continuación. Agote no podía creer que se contentasen con rociarlos con plomo hasta que todos estuvieran muertos. Un proyectil impactó junto a él, abriendo un nuevo boquete en la maltrecha pared de madera, lanzando una lluvia de afiladas astillas, algunas de las cuales se clavaron en su mejilla derecha.
Agote lazó una maldición y se apartó a un lado, pero tuvo tiempo para ver el garfio que surgía de la nube de humo y se enredaba en las vigas que sujetaban la estructura de madera que alargaba el suelo de la cueva. Se arriesgó a asomarse de nuevo y vio otro garfio. Y otro. Entonces empezó a crujir la madera y el suelo tembló.
—¡Atrás! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Atrás, apartaos del entarimado!
Sus hombres y los astures se hicieron hacia atrás a la vez que las tablas del suelo estallaban en mil pedazos. Un crujido largo y agónico, como el bramido de un animal moribundo, resonó en la cueva seguido por el estruendo de la madera al hacerse añicos.
El suelo se inclinó y él estaba en medio de todo aquello. Flexionó las piernas y saltó con tanto ímpetu como le fue posible, intentando desesperadamente alcanzar el suelo de piedra. Cayó justo al borde, mientras a su alrededor los gruesos tablones de roble se transformaban en virutas entre violentas explosiones. Varias manos se estiraron, lo agarraron por los hombros y por la tela de la espalda de su sobrevesta, y tiraron de él para izarlo. Casi en el mismo instante en el que Agote se incorporó, pudo ver el extremo superior de una escala apoyándose en la arista de piedra de la cueva. Las partículas de polvo y las astillas de madera que flotaban en el aire aún no se habían posado y los lansquenetes ya habían iniciado el asalto, bajo el bramido de las culebrinas y las salvas de los arcabuces que les daban protección.
—Tienen escaleras muy largas —dijo Bañat a su derecha—. Se ve que sabían perfectamente a lo que venían aquí…
—Preparados —advirtió Agote alzando una mano.
Toda la parte de madera de la cueva había desaparecido y ésta se abría al vacío de un modo que parecía casi impúdico. El aire helado de la montaña penetraba en aquel estrecho cuévano y dispersaba las últimas briznas de madera y polvo. Agote vio brillar las estrellas y las siluetas oscuras de las montañas. El corazón le latía acelerado ante el combate inminente. En el filo de la cueva apareció el casco de un lansquenete.
—¡Preparados! —repitió a voz en grito, manteniendo su mano en lo alto.
El mercenario alemán alzó sus brazos por encima del borde de la cueva y descerrajó un arcabuzazo sin ni siquiera mirar que no alcanzó a nadie. Luego saltó como un felino al interior del sidhe. Era un hombre enorme, de aspecto fiero y ataviado con prendas multicolores, que cargó seguido por varias docenas de lansquenetes como él.
—¡Ahora! —gritó Agote bajando la mano.
Y se lanzaron contra los invasores, aullando como demonios.
Se produjo el contacto. El primer mandoble de Agote decapitó a aquel valeroso alemán que había sido el primero en invadir la cueva. Su cabeza rebotó en el suelo y fue de un lado a otro en medio de los gritos, el chirrido del acero contra metal, alaridos, discordantes estampidos de arcabuces que, en aquel espacio estrecho, sólo sirvieron para aumentar la confusión. Dos líneas de hombres armados con afilado y cruel acero se embistieron y se mezclaron en medio de un fragor inconcebible.
A golpes de mandoble, los tres vizcaínos se fueron abriendo hueco entre sus enemigos. Nada podía contener el poder de aquellas espadas mágicas. Cada golpe que asestaban cortaba el acero de las armas de los lansquenetes, sus petos de cota de mallas y sus huesos, de un único y fenomenal tajo.
Aquella fuerza era embriagadora y, aturdido por su poder, Bañat lanzaba un golpe tras otro sin preocuparse apenas de proteger sus flancos. Agote desvió varas estocadas que algún germano lanzó contra sus costados, y le gritó advirtiéndole que levantara su guardia, pero Bañat no le oyó, o no le quiso oír. Se separó del grupo y cargó solo contra los lansquenetes que seguían trepando por las escalas. Decapitó al siguiente que asomó por el borde, y luego empujó la escala con la punta de su arma. Rió a carcajadas mientras los germanos caían desde lo alto y aplastaban a los que venían detrás de ellos.
Sin embargo, por encima de todo el fragor, y de su propia borrachera de sangre, oyó con claridad el grito de advertencia de su señor:
—¡Bañat, cuidado, detrás de ti!
Al girarse, un enorme doppelsöldner de larga barba roja empapada de sangre, lo atravesó de parte a parte con una espada bastarda. Bañat se derrumbó muerto y el lansquenete se apresuró a recoger la espada mágica. No la pudo sujetar durante mucho tiempo, pues de inmediato el acero se fundió sobre su mano y le abrasó la carne hasta los huesos. Intentó arrojarla lejos, pero el metal fundido se había pegado a él y se escurría por su muñeca hacia el codo. Cayó de rodillas con los dientes apretados por el dolor. Intentó cortarse aquel brazo con su propia espada, pero Ereño ya estaba junto a él y acabó con su agonía con un salvaje mandoble que partió su cráneo en dos.
Luego, entre él y Agote empujaron el resto de las escalas, tal y como Bañat había hecho, y les llegó también el satisfactorio alarido de los germanos al caer.
Detrás de ellos, los lansquenetes vacilaron, presa del pánico de verse encerrados allí con aquellos hombres. El instinto de supervivencia los hizo retroceder, pero no había adonde ir. Aislados y con su voluntad completamente quebrada, los invasores fueron abatidos con rapidez y despiadada eficacia.
Agote contempló la carnicería. Los cuerpos de los germanos y los astures yacían juntos, enredados los unos con los otros y cubiertos de sangre. Al parecer, el hecho de ser muertos resucitados no libraba a los últimos de volver a morir. El vizcaíno calculó que había perdido al menos la mitad de sus tropas. Unos veinticinco hombres, incluido Bañat que yacía a sus pies, y pensó que era una pena que la poderosa magia del Nuberu no les permitiera resucitarlos de nuevo. Pero habían caído el doble de lansquenetes.
—Empujad a los muertos hacia el borde para que sus cuerpos sirvan de parapeto —ordenó—. Atrincheraos en esta zona y estad preparados para la segunda oleada.