10
—¡Mirad allí! —gritó el vigía desde la cofa—. ¡Una nave está ardiendo!
La Nao Real se había despertado en medio del caos, Luis intentó apartarse del paso de los hombres armados antes de que éstos lo arrollaran.
—¿La veis, Luis, la veis?
El valenciano se volvió para encontrarse con el rostro expectante de Vauldre. Aún parecía medio dormido, con el bigote del lado derecho aplastado contra su cara. Se había vestido apresuradamente colocándose el jubón y las calzas sobre la camisa de dormir. Luis alzó una mano y señaló hacia lo lejos.
—Allí —dijo—. ¿Veis ese resplandor?
—Sí.
—Es una de nuestras naves que está en llamas. Pero aún no se sabe cuál.
El rey apareció acompañado por el señor de Chièvres y uno de los guardias corrió para informarles de lo sucedido.
Luis estaba lo bastante cerca como para escuchar su conversación:
—¿Es posible que se trate de la nave del almirante? —preguntó Chièvres.
—Señor, no lo sabemos. El almirante debe de navegar un poco por delante de nosotros, pero en estos momentos no está a la vista.
—¡Ay, pobre de mí! —se lamentó el rey. Iba envuelto por su capa de armiño, que mantenía cerrada con una mano alrededor del cuello, por lo que Luis pensó que no había tenido tiempo para vestirse.
—En ella también estaban todas vuestras joyas, majestad —señaló Chièvres, que estaba ataviado con las mismas ropas que había llevado durante la cena. Se diría que el desastre lo había sorprendido mientras trabajaba, antes de desvestirse para ir a dormir.
—¿Y qué importa eso si en esa nave viajaba tanta gente querida? —le respondió Carlos con una voz que era casi un gemido.
El capitán de la Nao Real, un viejo marino llamado Jannet de Taremonde, se acercó a Chièvres y al monarca y les dijo:
—Majestad, el buque en llamas no responde a nuestras señales y no podemos distinguir la nave del almirante.
—Tirad un cañonazo y colocad dos linternas en popa y una en el mástil de mesana, para que se acerque alguno de los barcos ligeros —ordenó Chièvres.
Se efectuó el disparo y se colocaron los candiles, como había sido ordenado.
Pasada la medianoche, dos de las goletas rápidas se situaron a la altura de la Nao Real. Chièvres abordó una de ellas, acompañado por un escogido grupo de guerreros. Vauldre y varios de los caballeros del Toisón subieron en la otra. Desde la toldilla, Luis los vio alejarse en la dirección en la que el barco seguía ardiendo. Las llamas eran tan altas, e iluminaban de tal forma el agua, que parecía que el sol estuviera a punto de volver a salir por aquel lugar. Incluso desde tan lejos se escuchaban los gritos desesperados. El capitán Taremonde ordenó que la Nao Real también se dirigiese hacia el lugar del desastre; aunque, forzosamente, su avance era muy lento.
Ya cerca de la nave en llamas, avistaron a la nao del almirante, a la Ángela, y a otras naves de la flota que del mismo modo habían acudido a socorrer a la siniestrada. Pero ésta parecía estar más allá de cualquier posibilidad de ayuda. Se había convertido en un verdadero infierno, en el cual apenas era posible distinguir difuminadas siluetas humanas abrasándose, gritando de dolor en medio de la humareda. Envueltos por el humo, corrían como espectros que se evaporaran cuando eran alcanzados por las llamas. El viento arremolinaba la humareda en siniestros torbellinos. Las llamaradas alcanzaban una altura asombrosa, alimentadas por el ricino y la brea con los que habían sido engrasadas las tablas del barco. Cuando el fuego alcanzaba alguno de los toneles de pólvora de la santabárbara se producían súbitas explosiones de una violencia estremecedora.
—¡Es el barco de las putas! —gritó alguien al reconocer la nao en llamas.
A pesar de la distancia les llegaron los gritos de los condenados, tan angustiosos que eran casi imposible de entender más que un largo alarido unísono. También vieron la confusión, el terror, los hombres pisoteados por los caballos que corrían enloquecidos por la cubierta en llamas y acababan saltando al mar. Luis no podía apartar los ojos de aquel drama terrible. Se quedó en el castillo de popa, contemplándolo todo como hipnotizado, y lo mismo hicieron el resto de los cortesanos de la Nao Real, apelotonados sobre la borda, con los ojos muy abiertos, incluso cuando el humo negro los alcanzó y su acre olor los hizo toser y lagrimear.
Pero Luis vio algo más: algunos de los gritos provenían de gente que estaba en el agua, sujeta a algún madero para mantenerse desesperadamente a flote. Pero como aún no había salido la luna, aquellos desdichados apenas eran iluminados por las llamas.
—¡Hay hombres en el agua! —gritó mientras señalaba el punto exacto donde los había visto chapotear. Pero nadie le prestó la menor atención.
Corrió hacia el puesto del capitán, pero los guardias le impidieron llegar hasta él. Intentó explicarles que había gente ahogándose en el agua, pero en medio de aquel caos les debió parecer otro de los cortesanos que gritaban histéricos por toda la cubierta, y su misión era impedir que molestaran al capitán. Luis regresó a la borda para comprobar que aquellos desdichados seguían allí. Contempló con horror como la nao del almirante maniobraba sin haber detectado su presencia… y que les iba a pasar justo por encima.
Haciendo bocina con sus manos gritó a pleno pulmón:
—¡No… cuidado… que hay gente en el agua!
Pero ni él mismo se oyó en medio de todo aquel griterío.
La nao del almirante cruzó sobre aquellos infelices hundiéndolos, aplastándolos, silenciándolos para siempre. Luis no pudo hacer otra cosa que santiguarse y rezar para pedirle a Dios que concediera su perdón a las almas de todos aquellos desdichados.
Entonces distinguió uno de los cuerpos que había logrado escapar por poco del paso de la nao. Vio que estaba sujeto a duras penas a un trozo de madera no muy grande y que tenía dificultad para seguir manteniéndose a flote. Su cabeza se hundía en las aguas y volvía a aparecer al cabo de un instante. Entonces la reconoció. ¡Era Cèleste!
Sin pensarlo dos veces, Luis se despojó de su jubón negro, de los zapatos, y se lanzó al agua. Se estrelló con fuerza contra su superficie y de inmediato empezó a bracear en dirección a la superviviente. Era un buen nadador, en Valencia solía recorrer a nado la distancia entre la playa de la Malvarrosa y el puerto sólo para ejercitarse, pero pronto comprendió cuál era el padecimiento de aquella gente que se había arrojado a las olas para salvarse de las llamas. El agua estaba helada; entumecía sus músculos a cada brazada y sentía como la vida y las fuerzas se le disolvían rápidamente en aquel frío líquido. Desde luego, aquello no era como nadar en el Mediterráneo.
Llegó hasta su objetivo. El rostro de la mujer, estaba pálido como una máscara de cera. Sus labios azules temblaban incontrolablemente. Una de sus manos estaba clavada como una garra en la tabla de madera que se había convertido en su salvavidas.
Luis nadó el último tramo hasta ella e intentó soltar la talega de muchos colores que la muchacha llevaba atada a la espalda, para así poder sujetarla mejor y arrastrarla con él. Pero Cèleste la asió aún con más fuerza con la mano derecha.
—¡Suéltala! —le gritó sin que ella le hiciera el menor caso.
Él intentó quitarle los dedos de la talega, uno a uno, pero ella la agarró con la mano izquierda y, con el puño cerrado de la derecha le dio un golpe en el pómulo. Luis, que no esperaba eso, se hundió y tomó un buen trago de fría agua salada. Agitando furiosamente sus piernas logró sacar de nuevo su cabeza por encima de la superficie.
—¿No ves que intento ayudarte? —le gritó a la mujer.
Nadó de nuevo hacia ella, pero esta vez se mantuvo fuera del alcance de sus puños, la rodeó e intentó pasar sus brazos alrededor de su cintura. Pero tropezó con la talega repleta de cachivaches, lo que le impidió asirla convenientemente por allí.
«¿Es que esta mujer va cargada con todo su ajuar?», se preguntó entre furioso y asombrado. «¿Cómo es posible que haya logrado mantenerse a flote hasta ahora?».
Al final, la agarró firmemente por el cuello, de tal modo que ella no podía hacer nada para alcanzarle por más que se debatiera y agitase los brazos. Teniéndola así bien sujeta, empezó a arrastrarla hacia la Nao Real. Pero al llegar junto al barco comprendió con horror la inutilidad de todo lo que había hecho. La quilla de éste se levantaba como una pared enorme y abombada frente a él. Un muro imposible de escalar y, además, no había forma de que los que estaban arriba pudieran escuchar sus voces pidiéndoles un cabo al que sujetarse. Como mucho serían arrollados, como había sucedido con la nao del almirante.
La mujer seguía debatiéndose entre sus brazos y Luis sintió que aumentaba su ira contra ella. Le dieron ganas de soltarla para que se ahogara e intentar salvarse él solo, pero no lo hizo. En cambio la arrastró con él, chapoteando con las piernas para alejarse de la nao. Quizá desde una mayor distancia sería más probable que los vieran u oyeran, o… En cualquier caso, estando tan cerca sólo conseguirían morir aplastados.
Pero las fuerzas empezaron a abandonarle casi al instante. El helor del agua ya le había penetrado en los huesos. Sentía sus miembros rígidos e insensibles, como si pertenecieran a un muerto y acabaran de cosérselos al cuerpo.
«¿Es así como voy a morir?», pensó desesperado.
—¡Maldita seas…! —intentó gritar y se le llenó la boca de agua salada. Escupió y volvió a intentarlo—: ¡Maldita seas, mujer, suelta eso de una vez, o te suelto yo a ti!
Una gran sombra se interpuso en su camino y Luis alzó su mirada con horror, convencido de que era una de las goletas que iba a arrollarles. En efecto, era uno de los barcos ligeros, pero en lugar de pasar sobre ellos se situó a su lado. Desde su cubierta, un hombre sujeto por una cuerda saltó al agua.
—¡Aguantad un poco más, mi joven amigo, que ya llego! —gritó aquella persona mientras iba por el aire.
Luis reconoció la voz de Vauldre. Un chapoteo, y lo oyó bracear vigorosamente hacia ellos. A pesar de sus años, demostró ser un excelente nadador, pues tal como había prometido estuvo a su lado en un instante. Los sujetó con la cuerda que arrastraba con él, pasándola por debajo de las axilas de Cèleste y del valenciano, y luego alzó un brazo como señal a los que estaban en la goleta de que podían empezar a jalar.
No mucho después estaban los tres sobre la cubierta de la goleta, envueltos en gruesas mantas y quitándose las ropas mojadas.
—No esperaba tal demostración de valor por vuestra parte, Luis —dijo Vauldre con una sonrisa—. Pensé que lo vuestro eran las oscuras aulas de una clase.
—No imaginé que el agua estuviera tan helada… —Sonrió tristemente.
—Sois un hombre valiente —insistió el caballero del Toisón—, no intentéis quitaros ahora el mérito, amigo mío.