9

Al amanecer del octavo día de viaje, los vigías de la flota avistaron a lo lejos un navío de gran tamaño y dieron la señal de alarma a la vez que señalaban su situación.

Algunos de los pasajeros más madrugadores de la Nao Real se congregaron en la banda de estribor para observar cómo dos de los barcos ligeros de la flota se dirigían hacia la nave desconocida para comprobar su procedencia e intenciones. Luis estaba entre ellos, y se volvió cuando escuchó la voz de Cèleste susurrar a su espalda:

—Gracias por tu ayuda.

El valenciano miró a la muchacha intentando adivinar a qué se refería.

—De nada… Pero estamos hablando de…

—De la cuerda que me tendiste para que pudiera salir de mi apuro…

—¿La… cuerda? ¿Qué apuro?

—¿Entonces no fuiste tú? Que extraño…

Ensimismada, Cèleste se iba a dar la vuelta, pero Luis la sujetó por el brazo.

—Por favor —dijo—, explícame a qué te refieres.

Mientras la bruja hacía un relato de su aventura, la expresión de horror en el rostro de Luis se fue intensificando con cada palabra.

—Que tú… ¿Te descolgaste desde mi cámara hasta la del Rey?

—Sí. Pero tenía verdaderas dificultades para regresar, hasta que alguien me lanzó una cuerda. Pensé que habías sido tú, pero si no es así… bueno, ¿quién fue?

—Por el amor de Dios… ¿Por qué hiciste eso? —Luis se dio cuenta que tenía que emplear toda su voluntad para mantener la voz baja y no gritar.

—Tenía una sospecha, y sólo la podía confirmar registrando la cámara real. Y estaba en lo cierto. Encontré allí lo que buscaba…

—¿Puedes imaginar lo que hubiera sucedido si alguien te llega a ver en…? Eh, ¿qué es lo que encontraste?

—Un vulto.

—Un… ¿qué?

—Un vulto. Una sencilla figura de cera preparada mágicamente para que se convierta en el simulacro de una persona y funcione como un imán para su espíritu.

—¿Cómo?

—Es un procedimiento sencillo, pero hay que ser muy cuidadoso en su preparación. La cera debe ser virgen, de abejas que la han hecho por primera vez y que nunca haya sido empleada para ningún otro propósito, recogida con tus propias manos y reducida a pasta sin tocarla con ningún instrumento, para que no sea profanada por él. De este modo, la cera atrae al hamr y lo atrapa para que funcione como fermento de un maleficio. Al ser dañado, el vulto transmite sus heridas al cuerpo del que es imagen.

—Entiendo. Y encontraste uno de esos… vultos en la cámara del rey.

—Sí, su retrato modelado en cera. Y un gusano se le estaba comiendo el cerebro.

—En nombre de Dios, ¿por qué? ¿Qué significa todo esto?

—No te lo puedo asegurar aún, pero…

—¿La destruiste?

—¿Qué?

—Esa figura mágica de cera… ¿La destruiste?

—Por supuesto que no. Eso no haría más que fijar el maleficio en el cuerpo del rey. No es así como se hacen las cosas en brujería; es bastante más complicado.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé. Tengo que pensarlo…

Sonaron unos vítores a su alrededor, y esto interrumpió su conversación.

Luis miró hacia la nave desconocida y vio que había arriado una vela de la cofa. Esto era una señal de saludo y respeto hacia el Rey Carlos, lo que había tranquilizado de inmediato a todos y había provocado aquella espontánea exclamación de júbilo.

Poco después, llegó hasta la Nao Real un bote de remos con una delegación procedente de la nave desconocida. Eran comerciantes vizcaínos y, por lo tanto, fieles súbditos de Carlos. Transportaban en su barco frutas tempranas, que habían cargado en Andalucía para llevarlas a Flandes, y traían como presente varios capazos repletos de uvas, granadas, alcaparras, aceitunas, naranjas e higos. Los tres que subieron a bordo parecían entusiasmados por haberse encontrado con la flota del rey, y no dejaban de repetir que así tenían algo valioso que contar cuando llegasen a Flandes. Eran hombres recios, todos de una buena altura, aunque uno de ellos era casi un gigante. Por indicación del señor de Chièvres, Jean Cornille se acercó a ellos y les explicó el problema en el que andaba la flota:

—El viento nos ha arrastrado fuera de nuestra ruta, y ahora esta calma nos impide recuperar el buen rumbo que llevábamos.

Uno de los comerciantes dio un paso al frente e hizo una profunda reverencia ante Chièvres. Era de estatura media, rasgos angulosos, ojos pequeños, azules, vivaces, y una salvaje mata de pelo color arena.

—Señor —dijo—, estos dos hombres y yo nos ofrecemos para quedarnos a bordo de esta nao y conducir a vuestra flota hasta el puerto de Vizcaya…

—Nuestro destino es Santander —le interrumpió Chièvres.

El vizcaíno asintió respetuosamente y dijo:

—Yo conozco la ruta hasta Vizcaya como la palma de mi mano, mi señor; y os aseguro que esta ciudad no dista más de cien leguas de nosotros. Y es un buen puerto que acogerá a su majestad como merece.

Chièvres meditó un momento y dijo que tenía que consultarlo con el rey. Pero Luis sabía que si la opción era regresar a Flandes o buscar ayuda en un puerto inglés, la cosa estaba bastante clara. Además, una vez en Vizcaya no sería difícil costear hasta Santander.

Al cabo de un rato, el privado regresó a cubierta y se dirigió hacia los vizcaínos para decirles que aceptaba su oferta. De este modo, los tres se trasladaron inmediatamente a la nao, mientras que su mercante seguía viaje hacia Flandes.

—No me gusta esto —le dijo Cèleste a Luis poco después.

—¿A qué te refieres?

—Ese hombre…, el jefe de los vizcaínos…

—Parece ser que nuestros pilotos andaban bastante desorientados, y ellos nos han ofrecido su ayuda. Debemos estarles agradecidos.

—No me gusta porque ese hombre es un brujo. Y no conozco sus intenciones.

—¿Un… brujo? ¿Cómo lo sabes?

—Créeme, lo sé.