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Armand de Meyrueis se dirigió con paso lento hasta el lugar donde estaba atado el macho cabrío. Christian lo esperaba allí, con las pócimas y los utensilios para el sacrificio cuidadosamente ordenados sobre un pequeño altar cubierto con un paño consagrado de seda roja, perfumada con incienso y rociada con especias dulces. Colocó un barreño de cobre sobre la hierba y le tendió el cuchillo ritual a su maestro, que se arrodilló frente a la bestia para pronunciar con fervor y recogimiento las siguientes palabras:
—¡Recibid la sangre de esta víctima que sacrifico en vuestro honor! Dignaos en aceptar con agrado esta ofrenda para vosotros. Amén.
Con un rápido movimiento, Armand degolló a la bestia. La sujetó firmemente por los cuernos, cuidando que la sangre cayese en el barreño. Sin perder un momento, y mientras Christian le iba pasando los frascos, mezcló con la sangre algunos polvos de malvarrosa, lirio de Florencia y azogue. Luego se hizo un pequeño corte en el dedo corazón de la mano izquierda y añadió unas gotas de su propia sangre.
—Los dones planetarios —siguió invocando— se combinan sobre esta sangre que contiene metal, aromas y espíritus, para colmarla de las virtudes que os son atractivas…
Con el cuchillo que le había servido para el sacrificio, trazó sobre la superficie de la sangre varios rayos formando una estrella.
Y la luz de las hogueras empezó a menguar de intensidad. A pesar de que el cielo estaba despejado y la atmósfera era sutil, el humo no se elevaba de un modo normal, sino que se mantenía pesado, a poca altura, arremolinándose y sofocando las llamas.
Cèleste dejó de bailar. La tétrica imagen del humo sobre la choza del batelier regresó a su mente y un estremecimiento recorrió su espalda desnuda. Rápidamente se adentró en uno de los círculos protectores. El aire se había cargado de un inquietante hedor y ella se obligó a respirar lentamente para calmarse. Los pocos que aún seguían bailando alrededor de las hogueras se apartaron y tosieron. La luz de las llamas parpadeaba eclipsada por la humareda. Buscó con la vista a Meg y no la vio.
Uno de los danzarines se detuvo y salió del círculo, seguido de otros que hacían gestos de asombro e indicaban algo, con las manos señalando hacia el bosque.
Cèleste se volvió la masa de árboles pero la oscuridad no le permitió distinguir gran cosa. El viento arrastraba hacia allí el humo de las hogueras. El bosque exudaba vapores espesos, como los huesos de un dragón en descomposición, mientras el humo se desgarraba contra los tejos. Al poco se oyó un chasquido, semejante al producido por un pie que se introduce en el agua, y luego el sonido de algo que se estuviera desgarrando.
Varias formas pálidas aparecieron en el límite del arbolado, como una procesión de espectros envueltos en sudarios de humo. La niebla los cubría y avanzaba con ellos; debajo, apenas se intuían unos miembros blancos, extraños, retorcidos, que se agitaban mientras las criaturas se desplazaban sobre la hierba con movimientos ondulantes.
Ya nadie danzaba ni reía. Todos habían enmudecido y mantenían los ojos clavados en aquellos fantasmagóricos recién llegados, que seguían surgiendo, uno tras otro, de entre los árboles. Cèleste calculó que ya superarían la veintena.
—¡Manteneos en el interior de los círculos! —advirtió Armand de Meyrueis a sus acólitos—. Apartaos del paso de la Mala Hueste, porque si los tocáis os convertiréis en uno de ellos al instante. Os exhorto por los Santos Nombres Divinos a que ninguno de vosotros se mueva o cruce de sus lugares asignados.
Su voz les llegaba con un tono apagado, como si el mago se encontrase a una distancia enorme y el viento trajera los ecos de su grito de advertencia. Pero todos se apresuraron a obedecer.
Cèleste se apartó un poco más hacia el interior del círculo cuando uno de los espíritus pasó cerca. Lo observó detenidamente, con una fascinación morbosa. Su «carne» parecía entretejida con delgados filamentos blancos, como un entramado lechoso asomando entre la bruma que parecía emanar de sus cuerpos y los envolvía como un sudario. Llevaba algo en la mano, largo y brillante como un cirio, con lo que iluminaba su camino como si se hallara en la más absoluta oscuridad.
Allí donde la Mala Hueste pisaba, la hierba se ennegrecía y moría al instante. Los espíritus trazaron un sendero oscuro sobre el prado mientras se dirigían en línea recta hacia el círculo en cuyo interior estaban Armand y Christian.
El Principal parecía tranquilo mientras empujaba el barreño rebosante de sangre fuera del anillo protector. Se cubrió la cabeza y el cuerpo con el paño de seda consagrada, y se postró tocar la tierra con el rostro. Recitó la siguiente invocación:
—Vagale, Hamicata, Umsa, Terata, Yeh, Dah, Ma, Baxasoga, Un, Horah, Himesere; mandadme la inspiración de vuestra luz, hacedme descubrir las cosas secretas, cualesquiera que éstas sean, permitidme que las investigue por la ayuda de vuestros ministros, Raziel, Tzaphniel, Matmoniel. Escuchad, vosotros que habéis deseado la verdad en los jóvenes y en las cosas ocultas, mostradme ahora vuestra sabiduría. Recabustira, Cabustira, Bustira, Tira, Ra, A, Karkahita, Kahita, Ta.
Las criaturas se abalanzaron ávidas sobre el barreño, como bestias famélicas disputándose una presa, profiriendo estremecedores gruñidos y bufidos. Se alimentaron todas a la vez, a la luz de los velones ardientes, mientras sus cuerpos se fusionaban en una confusa masa de palpitantes tentáculos y guedejas de humo blanco.
Cuando se apartaron, hasta la última gota de sangre había desaparecido.
Entonces, Cèleste vio algo que la hizo gritar de terror.
Se vio a sí misma de pie, en medio del prado. Su rostro estaba iluminado por una amplia sonrisa, su piel parecía brillar con más fuerza que las hogueras…
¡Uno de aquellos espíritus había copiado su aspecto y la estaba mirando!
La criatura dio unos pasos hacia ella y, durante un instante aterrador, la miró directamente a los ojos. Movía los labios como si pronunciase palabras, pero ningún sonido salía de ellos. Sin embargo, Cèleste sintió en los huesos de su cráneo, en la mandíbula y en los senos nasales, una vibración que coincidía con los movimientos de aquella boca. Cerró los ojos y abrió su mente para escuchar la voz sin sonido, pero no vio más que negrura y una sola palabra flotando en la oscuridad como un trazo de luz palpitante.
—¿Bosque? —titubeó. Se pasó la mano por los cabellos y se apretó las sienes con tanta fuerza que se le marcaron profundamente los dedos.
Mantuvo los ojos cerrados y en la oscuridad se formaron unas imágenes que fueron apareciendo y desapareciendo a una velocidad vertiginosa, y aquella voz sin sonido se transformó en una grito que retumbó en su cabeza como un trueno:
«¡BOSQUE!».
Cèleste cayó de rodillas. Las imágenes y la reverberación en los tímpanos se extinguieron a la vez. Abrió los ojos, la criatura espectral estaba perdiendo consistencia, su rostro reflejado en ella empezaba a derretirse como la cera caliente y el color de su piel se tornó rojo intenso, mientras fluía como si la carne se estuviera transformando en sangre. Sus miembros se deshicieron en temblorosos regueros de líquido rojo.
Durante un instante de puro horror aún pudo reconocer sus propios rasgos, diluyéndose en una marea de sangre. Luego, la niebla volvió a envolverla y la criatura desapareció de su vista.
Los oficiantes guardaron silencio mientras los espectros regresaban al bosque de tejos con el mismo paso lento con el que habían salido de él, y se dispersaban entre los árboles. Las hogueras ardieron de nuevo con fuerza. La luz aumentó mientras el humo se dispersaba y la atmósfera recuperaba su transparencia.
Todo giraba enloquecedoramente alrededor de Cèleste. El suelo firme parecía deslizarse y rodar bajo sus pies como si fuera una placa de hielo en medio del mar. Extendió los brazos para guardar el equilibrio, pero no lo consiguió.
«Es una noche maravillosa», le recordó una irónica vocecilla de su interior.
Su rostro se estrelló contra la hierba y sintió que perdía la conciencia.