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27 de septiembre de 1517

Ese domingo, el rey no acudió a celebrar la santa misa con sus cortesanos, tal y como estaba previsto, en la Iglesia Mayor de Llanes. El señor de Chièvres anunció que su majestad se encontraba algo indispuesto, y que por ello recibiría los oficios en sus habitaciones.

Al terminar la ceremonia, Laurent Vital charlaba animadamente con un hombre fornido que iba cubierto por un mandil de cuero y sujetaba una gubia en su mano derecha. Al parecer era el imaginero que estaba trabajando en el nuevo altar de la iglesia (un retablo en el que figuraban las tallas de los cuatro evangelistas, sentados ante sus pupitres y ocupados en escribir los Evangelios), y había interrumpido su labor para que se celebrara la misa.

Luis se acercó a los dos hombres y dijo:

—Laurent, necesito hablar contigo.

—Ah, hola amigo mío —le saludó el camarero real con entusiasmo—. Ven, quiero presentarte a este buen artesano. Su nombre es León Piccard, tiene su mujer y su hogar en Burgos, y ha sido enviado a esta villa para ejercer su oficio de tallista, pero fíjate que es natural de Saint-Omer, y me estaba preguntando por las nuevas de Flandes.

—Laurent, es muy importante que hablemos ahora.

—¿No puedes esperar un momento? —le preguntó Laurent, dirigiendo una mirada de disculpa al imaginero por la descortesía de su amigo—. León y yo estábamos hablando de…

—No, no puedo esperar.

Luis jadeaba levemente, y a la luz de las velas se le veía el rostro congestionado y brillante de sudor. Sus ojos iban nerviosos de un lado a otro, como si temiese que algo inimaginable estuviera al acecho dispuesto a saltar sobre él. Laurent nunca había visto a su amigo en ese estado, ni siquiera durante los peores días de la tormenta en alta mar, y se asustó. Se despidió de León Piccard, diciéndole que hablarían más tarde, y acompañó obedientemente a Luis hasta el exterior de la Iglesia.

—De acuerdo —dijo—. Dime qué es lo que sucede.

—¿Qué tal dormiste anoche?

El camarero real miró a su amigo como si no pudiese creer lo que había oído.

—¿Qué?

—Anoche, ¿qué tal dormiste?

—Para… ¿para preguntarme eso interrumpes la conversación que estaba manteniendo con el imaginero?

—Por favor, Laurent, respóndeme.

—Dormí estupendamente. A pierna suelta, como se suele decir. ¿Y tú?

—¿Has visto al rey esta mañana?

—No, no lo he visto. Me avisaron de que se encontraba indispuesto y no necesitaba de mis servicios. Luis, me estás preocupando con todas estas preguntas. ¿Qué te pasa?

El valenciano parpadeó y le miró como si acabase de despertar de una pesadilla.

—Yo… —murmuró.

—¿Sí? ¿Qué sucede? Se diría que has visto un fantasma.

—No —dijo Luis intentando controlar el temblor de su voz—. Un fantasma no… Perdóname, lamento haberme comportado antes de un modo tan brusco…

—No tiene importancia, Luis, pero me tienes que decir qué es lo que sucede…

El valenciano se dio media vuelta y empezó a caminar en dirección al puerto, con los hombros caídos y alzando una mano para despedirse de Laurent.

—No pasa nada —dijo—. Te pido de nuevo perdón. Hablaremos más tarde.

El puerto de la villa tenía que ser muy peligroso para los barcos que se viesen obligados a atracar en él. Las olas batían incesantemente contra las rocas, metiéndose por sus intersticios, espumando y mugiendo de un modo impresionante, y los arrecifes que salpicaban la ensenada parecían imposibles de detectar si no era en bajamar.

Quizá por eso el edificio que lucía un llamativo cartel que rezaba: «Casa de la Ballena», se encontraba ahora desvencijado y abandonado.

Luis recordó que durante la fiesta del día anterior alguien le había contado que durante siglos los marineros llaniscos salieron a la caza de la ballena, en algunas ocasiones asociados con arponeros de Fuenterrabía; sin embargo, la retirada de las ballenas de estas costas y el mal estado del puerto habían llevado a estas actividades marineras a la decadencia. Aquel edificio tenía que haber sido el lugar donde se despiezaban y subastaba la carne y el aceite de aquellas enormes bestias. Al rodearlo, Luis se encontró con un esqueleto de ballena casi completo, enclavado al borde mismo del acantilado.

Se sujetó con una mano al hueso blanqueado de una costilla y se asomó para mirar. Bajo él, surtidores de agua a presión saltaban a gran altura, y las olas redoblaban contra las piedras provocando un estruendo semejante a cañonazos. Hacía viento y lloviznaba, y él se sintió como si se hallase al borde mismo del Infierno, presenciando un espectáculo estremecedor de ver y oír.

Buscó con la mirada un cuerpo perdido entre aquellas rocas afiladas y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Cèleste!

Gritó hasta que le dolió la garganta, pero con el fragor del mar casi no se oía ni él. Entonces percibió una presencia a su espalda y se dio la vuelta. El padre Bernardo se encontraba a dos pasos de distancia, con su sonrisa cínica en los labios, el pelo empapado sobre el rostro y rodeado de huesos de ballena, como si se tratase de una criatura inconcebible recién surgida de las profundidades del abismo.

—También os despertasteis anoche —afirmó.

—Cèleste ha desaparecido —dijo Luis—. ¿Sabéis dónde está?

—Imagino que se marchó con ellos —dijo mientras hacía un gesto breve y cortante en el aire con el canto de la mano—… Con los otros brujos.

—Esto es una locura —se volvió para señalar hacia la villa—. Anoche un lansquenete intentó asesinarme y vi como el Rey era raptado por unos lobos que se comportaban como si fueran seres racionales… Y esta mañana el señor de Chièvres asegura que Carlos se encuentra en sus habitaciones, indispuesto… Y Cèleste ha desaparecido…

—Lobis-home.

—¿Qué?

Lobis-home, l'home llobu, o gizosto; así se los conoce aquí, en el norte de España. Fue eso lo que visteis anoche. También se los llama Llobos Meigos, lo que quizá sea más exacto, pues algunos brujos tienen ese poder de transformarse en bestias… Esperad, ¿adónde vais?

—Necesito… —Luis se pasó la mano por el pelo empapado por la llovizna. Tenía las ideas tan revueltas como el mar que rompía bajo ellos—. Necesito averiguar dónde está Cèleste…

—Si habláis de esto con alguien y llega a oídos de Chièvres, os cortarán el cuello de inmediato. Habéis dicho que anoche fuisteis atacado por un lansquenete, ¿no es así?

—Sí, pero…

Luis estaba tan confundido que, ignorándolo, iba a empezar a caminar de regreso a Llanes, pero el dominico lo sujetó por el brazo y lo obligó a volverse hacia él.

—Es evidente que no quieren que se sepa que alguien ha sido capaz de raptar al rey. Anoche todos cayeron en un sueño profundo y sólo unos pocos permanecimos despiertos, por eso creen que pueden mantener esta pantomima hasta que logren rescatar a Carlos. Pero si aparecéis diciendo que sabéis la verdad… os aseguro que os matarán…

—Debo…

—Yo sé dónde está la bruja ahora… —Bernardo gritó para que Luis oyera sus palabras por encima del ruido de las olas. Las gotas de lluvia resbalaban por su rostro—. Haced el favor de acompañarme a un lugar resguardado y os lo contaré…

Fueron hasta la Casa de la Ballena y se ocultaron debajo del alero saliente de la puerta.

—Sí, aquí se está mejor —dijo el dominico con alivio.

—¿Sabéis dónde está Cèleste?

—Anoche os despertasteis, igual que yo… —Bernardo lo miraba con los ojos inexpresivos y aburridos, como si le desagradase el tener que contarle todo aquello—. Eso significa que habéis estado al Otro Lado… No, no intentéis negarlo. Habéis tomado la sopa del sábado, quizá os la dio a probar vuestra hermosa bruja… ¿no es así? Por curiosidad, ¿cómo os la aplicasteis?… No queréis contestar, pero vuestros ojos os delatan. No os preocupéis, yo también la he probado en alguna que otra ocasión. Por eso un sencillo hechizo del sueño como el que anoche cayó sobre la villa no tuvo efecto en nosotros… Hemos estado al Otro Lado y eso nos da cierta inmunidad. Pero, a diferencia de vos, no soy un ignorante en estos asuntos y me guardé mucho de asomar la nariz fuera de mis aposentos durante esa fatídica noche. Os aseguro que estáis vivo de milagro.

—¿Dónde está Cèleste? —repitió Luis con gesto cansado.

—No muy lejos… A sólo unas horas de camino de aquí. Pero debemos ponernos en marcha de inmediato, porque nuestros enemigos también saben dónde está, y, lo que es más importante, dónde se encuentra el rey, y lo que piensan hacer con él los que lo han raptado. Nuestra única ventaja es que ellos tienen que mover un ejército de obtusos lansquenetes y nosotros sólo somos dos. Pero debemos emprender el camino ya.

—¿Nuestros enemigos? ¿Os referís a los partidarios de Fernando, el hermano menor del rey?

—Venid conmigo y lo averiguaréis. Vamos. No podemos perder más tiempo.