Capítulo Veintiuno
Marcelo estaba harto de mirar rollos, pero su padre había insistido: sólo él podía ayudarle a separar los que quería, pues ya no confiaba en su administrador. Una vez que Quinto tuviese acceso a esta habitación, el hombre podría decirle que se había llevado documentos, aunque no supiera lo que contenían. Una vez que la segunda caja fuerte estuvo llena, Lucio la cerró, le puso su sello y ordenó a Marcelo que la escondiera en la bodega. Entonces hizo que lo llevaran al Senado en una litera, y allí propuso él mismo una moción, secundada por Quinto, para que un miembro senior de la cámara fuese a Sicilia a investigar los disturbios. La votación se desarrolló sin problemas; era cierto, había algunos que tenían tierras allí y temían por sus ingresos, pero la mayoría buscaba un respiro de la mirada de águila de Lucio Falerio, que se aprestaría a enumerar sus errores si debatían contra él.
Lo único que le estropeó el día a Lucio fue que Casio Barbino, con el olfato de una comadreja, adivinó que quien había propuesto la moción quería la tarea para sí. Propuso el nombre del Falerio antes de que el hombre que lo había organizado tuviera la oportunidad de hacerlo, y habló de sus colegas senadores, en especial de Lucio y de Quinto, en términos tan excesivos que todo el mundo en la cámara sabía que estaba mintiendo.
—¿Qué podría ser más apropiado que esto: que nuestro más augusto miembro inspeccione en persona los asuntos de la más importante provincia de la República? Tuve la buena fortuna de comprar algo de tierra en Sicilia a nuestro augusto colega. Si alguno hubiese dudado de que se preocupaba más de Roma que de su propio bienestar, esas granjas me habrían convencido de lo contrario. No era asunto de Lucio Falerio Nerva el cultivo de sus propiedades. No, amigos míos, pues había dejado que sus campos se echaran a perder y se arruinaran mientras él cuidaba de los asuntos de esta cámara. Me siento casi como un criminal. Al fin y al cabo, pagué un precio justo, pero ahora me encuentro con que el rendimiento se ha incrementado tanto, que ya estoy obteniendo beneficios.
Barbino se giró hacia Quinto, y su rotundo volumen se bamboleaba mientras intentaba contener su regocijo.
—Ruego muy humildemente a Quinto Cornelio, que comparte con Lucio Falerio el amor por la República, que aúne la buena agricultura con la política. Permite que Lucio parta a Sicilia para que se asegure de que todo marcha bien, para que vea con sus propios ojos cómo prospera la tierra, y si él está de acuerdo en hacerlo, yo, agradecido por su sacrificio, tanto ahora como en el pasado, consagraré toda la producción anual de sus antiguas granjas al templo de Esculapio como señal de mi alivio porque se haya propuesto para una tarea tan onerosa —movió la mano con un gran gesto teatral que abarcó todas las gradas—. Compañeros senadores, apoyo la moción.
Lucio había sonreído a Barbino en el camino de salida, incorporándose en su litera, decidido a que el hombre no viese que estaba disgustado, pero una vez que estuvo fuera permitió que Marcelo se hiciera una idea de lo resentido que estaba. Sabía, igual que todos los que habían asistido al debate, que Barbino nunca hubiera osado tratarlo así si él hubiera estado en buenas condiciones.
—Tengo que hacer algo para recompensar la elocuencia de ese hombre cuando regrese. Casio Barbino podría encontrarse con que tiene un lugar más destacado en el Senado. ¡O con que no tiene ninguno!
—Avanzaré despacio, Tito Cornelio, con frecuentes paradas para descansar; así debo hacerlo, pues los doctores insisten. Además, tengo que mantenerme al tanto de lo que sucede en la ciudad.
Lucio había organizado un flujo continuo de mensajeros para que se encontraran con él en la Vía Apia: no quería estar demasiado al sur si Quinto demostraba ser del todo incapaz. Así que, no sólo lo retrasaría su salud.
—Necesito autoridad para actuar —dijo Tito.
—Tendrás toda la autoridad de mi posición y mi persona —replicó Lucio. Podía ver por el rabillo del ojo a Marcelo, que movía su peso de un pie a otro en una demostración de impaciencia poco común y, a ojos de su padre, muy impropia—. Me temo que debo cargarte con mi hijo, Tito Cornelio. Si le obligo a seguir el paso de mi litera, me llevará a la tumba enseguida.
Marcelo dejó de moverse y permaneció erguido.
—Consideraría un honor permanecer a tu lado, padre.
—Un deber, Marcelo.
—¡No!
Marcelo deseaba ir con Tito más que nada en el mundo, aunque le preocupaba apartarse de su padre, pues lo que Lucio pensaba que era impaciencia, era en realidad indecisión. El anciano sintió que una lágrima le escocía en la comisura del ojo y aquello le sobresaltó, puesto que no era de carácter lacrimoso, pero su propio hijo había perforado la coraza que rodeaba su corazón. Raras veces tocaba a Marcelo o le mostraba ninguna señal de afecto, pero ahora lo hizo: le pidió que se acercara más para darle un doloroso abrazo.
—Ve con Tito Cornelio, hijo mío, y compórtate de forma que me hagas sentir aún más orgulloso.
—Espero que tu partida de Roma no tenga nada que ver conmigo, Cholón.
—Por favor, te aseguro que no es por eso, dama Claudia.
Ella le dedicó una lúgubre sonrisa.
—Sin embargo, pocas veces te veo estos últimos días, incluso a pesar de que he prometido no hacer preguntas embarazosas.
Cholón apenas podía contarle la verdad: que, en nombre de Tito, había asumido un papel político activo y buscaba a aquellos caballeros que, con honestidad, iban en pos de reformas, más que la masa, que por lo general confundía tales cosas con la necesidad de mejorar sus intereses personales. Sus esfuerzos acababan de empezar a dar fruto, pues, de hecho, habían llegado a un punto en el que algún tipo de acción era inminente cuando sucedió el atentado contra Lucio, acontecimiento que había supuesto una parada en todo. Algunos caballeros, como sus superiores senatoriales, habían encontrado razones apremiantes para estar fuera de la ciudad; otros, con menos cobardía, aconsejaban una demora. Acelerar los asuntos de inmediato parecería sospechoso, conectado, de alguna manera, con el golpe del asesino.
Cholón había argumentado lo contrario (que una oportunidad como aquella no se repetiría en años), pero había sido incapaz de reunir apoyo suficiente. Entonces, cuando Quinto informó a Tito de su nuevo encargo, acompañar al Princeps Senatus a Sicilia, la mente ágil del griego había atado cabos. A pesar de sus mejores esfuerzos, sus maquinaciones eran conocidas; peor aún, Quinto y sus colegas eran conscientes de que Tito estaba involucrado. El sentido común le dictaba que también él dejara la ciudad por un tiempo. Ninguno de aquellos pensamientos se reflejaban en su rostro, que mantenía el mismo gesto que antes: inquieto, pero ligeramente divertido.
—¿Qué podría decirte que te convenciera? Lo único que busco es un ambiente más griego. Siento que me ahogo en Roma y, además, con la marcha de Tito… —Cholón se encogió de hombros, pero no dijo más.
—¿A dónde irás?
—Iré bien hacia el sur, a Biaia, mi dama, aunque reconozco que los templos de Sicilia me atraen. En especial, Siracusa, que, como bien sabes, fue colonia ateniense.
—Así que, ¿se acabaron las obras, Cholón, y las comedias que satirizaban nuestros estirados modales romanos?
El tono de burla de su voz hizo que él fuera bastante brusco.
—Puede ser que, una vez que esté lejos de la ciudad, sea capaz de veros a vosotros, romanos, más claramente.
—Puede que incluso veas alguna virtud —Claudia sonrió y le tocó suavemente el dorso de la mano—. Y a mí, ¿quién me queda a mí si Tito y tú os vais?
Cholón pensó que si Claudia tenía algo de sentido común, tendría una hilera de amantes, pero no lo dijo.
—Tienes a tus nietos.
—Cierto —dijo ella con amargura, haciendo que él se diera cuenta de su falta de tacto.
Cholón sintió un sobresalto al darse cuenta de que estaba en la misma ciudad que Lucio Falerio Nerva. Sólo el gran volumen de tráfico había hecho que se encontraran la primera vez, pues el ajetreo de Neápolis era, si acaso, mayor que el de Roma. Sus literas, atrapadas en el atasco, acabaron una junto a la otra. Lucio, que observaba a través de un hueco en sus cortinajes, lo reconoció de inmediato.
—¡Cholón Pyliades! —gritó. El griego reconoció el saludo pero decidió no responder, y el rostro del senador asumió un gesto de mofa—. Oh, vaya, Cholón aún alberga un odio mezquino por el malo y viejo Lucio Falerio.
Cholón no conocía demasiado bien al anciano, pero había estado más al tanto que cualquiera de los pensamientos de Aulo Macedónico. Para Cholón, Lucio representaba la otra cara de la moneda romana: mientras Aulo había sido amable y generoso, este era cruel y miserable. Sabía que, de niños, habían sido buenos amigos, y no era algo inusual, pero habían permanecido comprometidos el uno con el otro, lo que a él le había desconcertado, puesto que no parecían tener en común nada en absoluto. Mientras podía ver con facilidad lo que Lucio ganaba con un amigo tan honesto como lo había sido su difunto amo, no tenía ni idea de qué beneficio reportaba a Aulo tal relación, y si había alguien en la familia que quisiera hacer justicia por lo que había sucedido en Thralaxas, ese era él.
Había observado a Lucio lo suficiente, mientras este se ocupaba de sus negocios en Roma y apartaba al gentío a su paso, acompañado por los lictores o, cuando estaba fuera de servicio, por su esclavo personal. Aquel hombre siempre le había dedicado un gesto muy amargo y un único propósito. Ahora le sonreía de oreja a oreja, algo que Cholón nunca había visto. Era como si el calor del sur hubiese derretido su, por lo común, congelado exterior y Lucio, delgado como era, mostrase la evidencia de cierta fuerza y el grado justo de encanto, por la manera en que insistió en que cenaran juntos.
—Tito Cornelio me contó que te dedicabas a escribir obras —dijo Lucio, con un gesto y un tono de voz que hicieron que sonara como si tal ocupación fuese similar a torturar gatos. Luego estaba la sospecha de que su anfitrión estaba siendo poco ingenioso a propósito, para no mencionar sus actividades políticas.
—Ya sabes cómo somos los griegos, Lucio Falerio, siempre dejamos pasar las horas por holgazanería. Como raza, carecemos de propósito.
Cholón había pretendido cierto grado de ironía, pero le pasó del todo desapercibida a su anfitrión, que tomó sus palabras al pie de la letra.
—Las obras ya son bastante malas, pero deberías evitar a toda costa la filosofía.
—No veo el daño que puede provenir de un estudio de filosofía. Estoy seguro de que el único objeto del asunto es la mejora de esa criatura defectuosa, ¡el hombre!
—El único asunto no es más que un descontento alimentado. Los estoicos están tan ligados a la virtud que ningún hombre puede escapar a sus estrictas normas, mientras que los epicúreos son devotos del placer, que debe de estar consolidado en la flagrante corrupción.
—Lucio Falerio, ese es el peor resumen de la filosofía que he oído nunca. Mira, estoy de acuerdo contigo en la insufrible mojigatería de los estoicos…
Lucio le interrumpió con un gesto malintencionado en su descarnado rostro.
—Entonces, ¿no consideras que la continua persecución del placer debilita la moralidad?
Cholón se dio cuenta de que el anciano sólo pretendía resultar provocativo, una diversión humorística para crear conversación, pues había etiquetado correctamente a Cholón como seguidor de Epicuro, pero según hablaban, y a pesar de que afirmaba despreciar todo el asunto, Lucio mostró sus verdaderos colores. Era de esperar cierta adhesión a los principios de los filósofos en un hombre dedicado a la vida pública, y estaba claro que Lucio Falerio era, en cualquier caso, un cínico. Discutieron sobre la virtud y la persecución del conocimiento, los hilos comunes del discurso socrático, y Lucio actuaba siempre como abogado en contra de cualquier punto de vista que Cholón expusiera. Fue un gran placer y extremadamente complejo, pues el anciano, con toda su experiencia litigante en las cortes romanas, era un astuto adversario. Uno tras otro llegaban los platos y los comieron todos; ya habían vomitado una vez, pero con aquella cantidad de deliciosa comida, Cholón se preguntaba si necesitaría vomitar una segunda vez.
Soltó un sonoro eructo en medio de una frase.
—A riesgo de repetirme.
—Privilegio que ya has ejercido más de una vez.
—Sería de buena educación dejarme terminar —Lucio, que aún sonreía, asintió para que el griego continuara—. Lo único que digo es que si todos los conceptos filosóficos pudieran resumirse en uno solo; si un hombre pudiera amar el placer y la virtud en igual proporción, tener un saludable respeto por los dioses y, aun así, vivir en armonía con la naturaleza; aceptar que el universo es mayor que él y que lo que está predestinado no se puede cambiar, sino que se debe sufrir, disfrutar, de hecho…
Lucio meneó la cabeza con gesto burlón de sorpresa.
—Menudo hombre sería ese, con todas esas cualidades. El mismísimo Júpiter tendría envidia de semejante portento.
—Ese hombre debería, por méritos propios, alzar su cabeza y sus hombros por encima del rebaño —replicó Cholón, en un tono ligeramente malicioso.
—Cierto, y te contaré la diferencia entre Grecia y Roma, Cholón. Vosotros, los griegos, lo encumbraríais, incluso hasta el punto de sufrir su tiranía. Nosotros, los romanos, lo expulsaríamos de la ciudad, eso si antes no lo hubiéramos arrojado desde la roca Tarpeya.
—Entonces, es que sois bárbaros —dijo Cholón, fríamente.
—Unos con bastante éxito, ¿no te parece? —replicó Lucio con malicia.
—¿Es ese el secreto de la hegemonía romana? ¿La barbarie?
—¡No! —Lucio continuó con un tono más serio—. Nuestro éxito se basa en tres cosas. Tesón, mano de obra y flexibilidad —Cholón levantó una ceja, invitándole a que continuara—. En épocas pasadas, ni siquiera la mejor clase de ciudadanos romanos era muy buena en actividades puramente intelectuales. Somos granjeros que tienen que arar con dureza los surcos. Las actitudes que obligan a la tierra a rendir, se transfirieron al campo de batalla. Recuerda que nunca dejamos luchar a un hombre que no tiene nada que defender. Cada soldado de la legión lucha por su propio hogar, por lo que no necesitan arengas altisonantes ni generales que deban fingir que son dioses. Pero, la verdadera dificultad para nuestro enemigo es esta: que puede derrotar a un ejército, pero no al estado, porque, sin reyes, Roma es flexible. El siguiente cónsul formará otro ejército. Si lo derrotan, o incluso lo matan, elegiremos a algún otro para que se encargue de la batalla. La República es implacable.
—Así que, ¿habéis desgastado el mundo como hace la arena con los dientes? —preguntó Cholón.
Lucio asintió sonriente, aceptando como un halago lo que el griego había pretendido que fuera un leve insulto.
—¿Puedo sugerir un paseo al aire de la noche? Ya ha refrescado un poco.
El aire era templado sin llegar a ser caliente, y ahora caminaban a un paso lento que marcaba Lucio. Había tantos grillos que resultaba difícil oír y el embriagador aroma de las flores colmaba su olfato.
—Aún queda mucho por hacer, Cholón. Antes de que ese hombre intentara matarme, estaba preparando una moción para presentar ante la cámara que habría asegurado para siempre los derechos de la clase patricia. Es un triste reflejo de lo disminuidos que estamos, que muchos hayan abandonado la ciudad. Tuve que dejar a un lado mi idea de introducir la Lex Faleria.
Cholón tuvo que lidiar con varios pensamientos: si Lucio había sido tan abierto con él, quizá sus anteriores miedos no estaban justificados, pero aquel delgado anciano era un maestro de las intrigas, así que podía ser una simple estratagema para atraparlo. Sin embargo, había un pensamiento que destacaba: dio las gracias en silencio al asesino que, sin él saberlo, había prestado un gran servicio a Roma.
—Me sorprende que, en tales circunstancias, hayas decidido marcharte.
—Al principio, no podía dormir —dijo Lucio, mientras tomaba el brazo de Cholón para apoyarse—. Me inquietaba cómo marchaban los asuntos en Roma, pero cuanto más me alejo de la ciudad, más cuenta me doy de que las cosas no dependen de mí. Quinto tiene ahora la responsabilidad y como no hay nada que pueda hacer hasta que regrese a Roma, no tiene sentido hacer conjeturas. Además, esto me da la oportunidad de ver cómo se las arregla. Después de todo, es posible que no sobreviva para ver esos asuntos arreglados. Bien puede ser que mi moción acabe como la Lex Cornelia.
—Esa es una respuesta muy estoica —dijo Cholón con profunda ironía.
—No empecemos otra vez con eso. No creo que tenga fuerzas para más filosofía.
El viejo senador estaba cansado; siempre había sido delgado, pero ahora parecía un cadáver, y la luz de las lámparas de aceite repartidas por el jardín arrojaban sobre sus enjutos rasgos un relieve afilado y esquelético; incluso sus ojos, a esta hora tardía, habían perdido su brillo.
—Aún así parece un paso extraño para que lo tú lo des. Sicilia está algo por debajo de tu dignidad.
—Puede parecerlo de primeras, pero según los últimos informes, las cosas están empeorando sin cesar —el anciano suspiró, mientras se frotaba los ojos con las manos—. Puede ser que Silvano tuviera razón. Si hubiésemos enviado las tropas en primer lugar, habríamos aplastado todo esto muchísimo antes.
—Estás fatigado, Lucio Falerio.
—Sí que lo estoy, Cholón. La herida aún me molesta, pero aquí estoy, frente a un delicado problema. Me levanté en el Senado e hice que la asamblea votase contra la propuesta de enviar tropas, igual que hizo Quinto. Ahora resultaría extraña una petición de soldados proveniente de mí.
—Si son necesarios…
Lucio lo dejó pasar, demasiado cansado como para explicar todas las complejidades: poco bien le haría a Quinto que su primera propuesta seria a la cámara fuese una contra la que, en origen, Lucio y él habían argumentado con vehemencia.
—Me queda un consuelo. Puede que en esta etapa tardía de mi vida llegue a comandar un ejército.
—¿Me aceptarías un consejo sobre el nivel de vida al que deberías aspirar ahora?
—No —replicó Lucio con dureza, a sabiendas de que Cholón sólo lo utilizaría para ensalzar a su fallecido amo—. Pero me pregunto si serías tan amable de visitarme mañana. Puede que busque otra clase de consejo.
—Eres griego. Ellos también son griegos.
—Eso es una simplificación excesiva, Lucio Falerio —respondió Cholón—. Yo soy ateniense. Los esclavos de Sicilia son macedonios o palurdos de Asia Menor.
Lucio, que tenía buen aspecto después de haber dormido toda la noche, rechazó aquella objeción con un manotazo.
—Deseo intentarlo antes de pedir una legión a Roma. Si tengo éxito podré alegar haberle ahorrado dinero y vidas a la República y, si te sirve de algo, fue algo que dijiste anoche lo que me dio la idea.
Una vez más, Cholón tuvo la sensación de que Lucio estaba siendo falso, que no estaba dispuesto a explicar del todo sus motivos, pero lo agradeció. Los caballeros ya eran bastante malos, pero los enredos de la política del Senado le resultaban demasiado desconcertantes, y tampoco lograba recordar haber dicho nada que pudiese provocar semejante idea en el senador la noche anterior. La oferta era tentadora, a pesar del peligro, pues actuaría en nombre de Roma, con el tipo de autoridad para hacer la paz o la guerra que en su día había disfrutado Aulo Cornelio Macedónico. Y, como le había dicho a Claudia, tenía medio en mente ir a Sicilia y visitar los templos de todas formas.