Capítulo Once
Habían ordenado a Tito que volviera a Roma y él no estaba seguro del porqué. Quizá sus constantes críticas sobre la necesidad de organizar una campaña apropiada habían aburrido a sus superiores: durante sus años en Hispania, había servido de legatus para más de un general recién llegado, así que había asistido a más de una conferencia para oír sus objetivos e ideas. Cuando escuchaba sus órdenes, tenía la leve sospecha de que el Senado no quería poner fin a la guerra, pues suponía un método de recompensar o de seducir a sus miembros. Nada estimulaba su vanidad como la perspectiva de un triunfo, y puesto que no andaban escasos de aquel vicio, los hombres ambiciosos hacían cola por la oportunidad de conseguir uno en la única provincia que ofrecía una remota oportunidad. La mano de Lucio siempre estaba presente en aquellos encuentros, pues surgía de su mayoría, que, además, ayudaba a asegurarlo. Si sus candidatos marchaban a la guerra, los obligaba a tantas restricciones que condenaba sus sueños de subir al carro triunfal a que no se cumpliesen.
Justo ahora tenía que conversar durante la cena con las únicas dos personas del mundo para quienes la sola mención de algo relacionado con Hispania y, en especial, con Breno, era tabú. Sin conocer toda la historia que rodeaba aquellos acontecimientos, sabía, sin embargo, que Cholón y Claudia evitaban cualquier alusión a la campaña de su padre; lo que era poco sorprendente: su madrastra no daría la bienvenida a ningún recuerdo de lo que debió de haber sido un doloroso cautiverio, mientras que el griego pondría freno a cualquier cosa que, de alguna manera, amenazara con menoscabar a su difunto amo. El tema en el que él se había involucrado no podía evitarse del todo, pero tendió a centrarse en cómo su servicio podría ampliar sus perspectivas políticas, mientras Claudia insistía en que, hasta el momento, su carrera había sido un éxito.
—Uno moderado, quizá. Todos los encargos dependen de la decisión personal del comandante y yo he tenido mucho más trabajo que la mayoría, algo que sólo puedo atribuir a la suerte.
—Tonterías. Todo es merecido —dijo Claudia.
—Lo que en realidad necesito es una campaña de verdad, con la posibilidad real de dejar mi huella. Nada de lo que he conseguido hasta ahora me hace apto para un cargo.
Tito sonrió con su modestia natural y en aquel momento su madrastra sintió una punzada al ver a su padre, con vida, ante ella. El griego vio también la imagen y echó de menos estar junto a Tito, y el hecho de que fuera inalcanzable sólo aumentaba su deseo. Sus recorridos nocturnos por las calles de Roma resultaban, en ocasiones, en una gratificación sexual, pero no obtenía nada más de los hombres con los que se acostaba, excepto algún que otro moretón, pues estos solían tender a la brutalidad. Y ahora aquí, delante de él, estaba exactamente lo que buscaba en esas incursiones: la imagen de su antiguo amo.
—Tonterías —dijo con voz ronca, al tiempo que intentaba, sin conseguirlo, disimular el nudo de su garganta.
—Está muy bien ser un legatus militar, Cholón, pero necesitaría ser al menos un cuestor, y uno con gran éxito en lo suyo, para conseguir el dinero que necesito para una auténtica carrera en la política.
—Estoy segura de que, con el tiempo, conseguirás lo que necesitas —añadió Claudia.
Tito meneó la cabeza, pero no siguió hablando. Su madrastra sabía tan bien como él que las dos carreras eran complementarias: pocos hombres votarían a favor de conceder el alto mando militar a alguien que nunca había ejercido ningún tipo de magistratura republicana.
—No tengo la cantidad de dinero que necesito para una edilidad. La campaña me arruinaría, sin contar con los juegos que tendría que costear. Prefiero pensar que justo ahora mi hermano está sufriendo por esto mismo. Vosotros debéis recordar que en los tiempos de padre no eran en absoluto como son ahora. Hoy, unos con bestias salvajes y combates a muerte de gladiadores, cuestan una fortuna.
—Entonces, Quinto debería ayudarte —dijo Claudia.
Tito sonrió.
—Yo no quiero pedírselo, y está por ver que él se ofrezca.
Cholón interrumpió.
—Entonces es que ignora sus responsabilidades y, debo decir, los deseos de tu padre.
Tito tan sólo se encogió de hombros: como cabeza de familia, Quinto había heredado una gran suma de dinero y mucho más en recursos. Llegado el tiempo de subsanar las depredaciones causadas por la última voluntad de Aulo, él volvía a estar entre los hombres más ricos de la ciudad. Lo que le había quedado a Tito, si bien era suficiente para vivir, ni se acercaba a proporcionarle los medios necesarios para embarcarse en una carrera pública. Si no podía encontrar una fuente de ingresos alternativa, quedaría excluido del cursus honorum. Centrado en su progreso personal, Quinto no veía como parte de sus obligaciones emplear parte del enorme patrimonio en el progreso de la carrera política de su hermano menor.
—Yo tengo los fondos que necesitas —dijo Claudia.
—No es sólo dinero —replicó Tito—. Quinto también ha heredado a todos los clientes de nuestro padre. Están comprometidos con él, con su candidatura al cargo de pretor. Además, están sus tratos con Lucio Falerio, que prácticamente controla la casa. A menos que solicite la ayuda de aquellos en mi nombre, ninguna cantidad de dinero me asegurará el cargo. Mi única posibilidad podría ser un éxito rotundo en el campo de batalla, y justo ahora Roma no tiene enemigos tan amenazantes como para que debamos combatirlos.
Un esclavo permanecía en la puerta, esperando en silencio a que hubiera una pausa en la conversación. Fue Cholón quien se dio cuenta y se lo indicó a Tito, que le indicó que se acercara.
—Hay un mensajero en la puerta, honorable, que pide hablar contigo.
—¿A estas horas? —dijo Claudia.
—Es de la casa del muy noble Lucio Falerio Nerva.
Tito frunció el ceño.
—¿De veras?
—Él no lo ha dicho, amo, pero lo he reconocido.
Tito no necesitaba el permiso de Claudia, pues aquella casa era tan suya como de ella, pero lo solicitó de todas formas.
—¿Puedo decirle que entre, dama Claudia?
—El mensajero ha pedido hablar contigo a solas, amo.
—Habla con él en la puerta, Tito —dijo Claudia—. Tengo un miedo cerval a que cualquier Falerio entre en esta casa.
Lo dijo en son de broma, pero era una de aquellas chanzas que contenían un tanto de incómoda verdad. Tito se levantó y se calzó sus zapatillas, salió del triclinio y cruzó el atrio hasta la puerta trasera. El esclavo de los Falerio esperaba en pie justo en la puerta, con dos de los esclavos de Quinto que no le quitaban ojo.
—Dejadnos solos, por favor —dijo Tito en voz baja.
—Traigo una petición del muy noble Lucio Falerio Nerva —el mensajero dudó al ver el efecto que había producido aquel nombre, claramente disgustado porque no hubiera producido ninguno: el hombre que tenía delante ni siquiera había movido una de aquellas pobladas y oscuras cejas.
—¿Cuál es la petición? —preguntó Tito sin alterar la voz.
—Te pide que te presentes ante él esta noche.
—Esta noche estoy ocupado, estoy cenando con mi madrastra.
El esclavo frunció el ceño. La idea de que alguien antepusiera una cena con su madrastra a la convocatoria del hombre que dirigía Roma era absurda.
—Mi amo me ha otorgado el poder de decir que la petición es de naturaleza urgente.
—Debe de serlo, pero eso no cambia nada.
—Mi amo también solicita que invoque el nombre de tu padre, el muy noble Aulo Cornelio Macedónico. En su memoria él solicita que acudas a su presencia —Tito reprimió su enfado y la tentación de echar a aquel esclavo a la calle: no redundaría en nada bueno desviar su ira hacia el esclavo. Además, estaba intrigado; Lucio apenas debía de ser consciente de los sentimientos de Tito hacia él. El esclavo continuó y su voz asumió de alguna manera los tonos sedosos de su dueño—. Mi amo siente que ha fallado a su viejo amigo, y es algo que desearía remediar.
—Pues le espera una larga noche, muchacho —soltó Tito.
—¿Puedo llevarle una respuesta afirmativa, señor?
Hubo varios segundos de silencio antes de que Tito asintiera de golpe. El mensajero se dio la vuelta y partió enseguida, dejando que él cerrara la puerta.
Lucio salió en persona y lo condujo a su estudio, donde le rogó que se sentara antes de volver a su silla detrás del escritorio. Se miraron el uno al otro sin hablar durante unos instantes antes de que el anfitrión abriese la charla.
—Algo me dice, Tito Cornelio, que no me tienes en muy alta consideración.
—Si alguien es consciente de los porqués de eso, deberías ser tú —replicó Tito sin rencor. De camino, había decidido que nada de lo que hiciera Lucio le haría perder los estribos.
—No intentaré justificarme.
—No puedes.
El hombre mayor sonrió con frialdad.
—No me has entendido. Quiero decir que no veo la necesidad. Duermo tranquilo por las noches.
De nuevo se quedaron sentados en silencio, mientras sopesaban las palabras que habían sido pronunciadas, hasta que Tito habló, traicionando una pizca de impaciencia.
—Es tarde, me han obligado a dejar a mi madrastra en medio de la cena. ¿Serías tan amable de decirme por qué me has hecho llamar?
—Te estoy agradecido, Tito. No todo el mundo abandonaría a su madrastra para venir a verme.
El sarcasmo fue demasiado y Tito soltó su réplica bruscamente.
—También puedo abandonarte a ti para estar con alguien por quien sienta respeto.
El insulto no hizo ni una muesca en la confianza en sí mismo de Lucio; su voz permanecía inalterable.
—Me alegra ver que no eres de piedra —cogió un rollo de encima de su escritorio y lo desenrolló—. Me recuerdas a tu padre, Tito, y según tus distintos comandantes, como soldado eres igual que él. Son todo elogios en cuanto a tus destrezas militares.
—¿Has estado espiándome?
Lucio se recostó con una mueca de fingido asombro en el rostro.
—¿Espiándote? Esa es una fea palabra. Si fuese a espiar a alguien, sería alguien con poder como para perjudicarme. Tú no entras en esa categoría.
—Y aún así buscas información sobre mí.
—Tu padre y yo fuimos buenos amigos. Una vez, cuando éramos jóvenes, hicimos un juramento de sangre para sernos leales el uno al otro. ¿Acaso no es adecuado, dado ese juramento, que yo busque noticias sobre su hijo?
—¡No!
Lucio aún miraba el rollo.
—Tienes razón, por supuesto. Tengo asuntos mucho más importantes que atender; las hazañas de legados militares poco conocidos, aunque bravos, tienen escasa trascendencia —Tito se puso en pie de un salto, pero Lucio levantó la vista hacia él, aún con una sonrisa—. Siéntate, Tito. No estoy dispuesto a ser insultado por tu supuesta honradez más de lo que tú lo estás a serlo por mi aparente hipocresía. Te he llamado para poder ayudarte. Si quieres irte, hazlo. Si quieres una carrera política que se ajuste a tu carrera militar, siéntate.
Tito se detuvo, después se sentó.
—¿Detecto cierto interés? —dijo Lucio con las cejas levantadas.
—Curiosidad, más bien —replicó Tito—. Me has dicho que te recuerdo a mi padre. Si es así, entonces, igual que a él, a mí no se me puede comprar.
Lucio suspiró.
—Podemos pasar toda la noche aquí sentados discutiendo los méritos relativos de los sistemas políticos y la necesidad de la conveniencia, pero me temo que lo que a mí me fascina, sin duda a ti te aburriría.
—Por favor, ve al grano.
—Muy bien. Creo que tu hermano se está comportando mal. Creo que te ha dejado de lado, a ti y a la memoria de tu padre —Tito se esforzó para mantener un rostro inexpresivo; estaban discutiendo ese mismo tema cuando apareció el mensajero de Lucio. Era extraño, casi parecía brujería—. ¿No estás de acuerdo?
—Tengo por norma no discutir asuntos privados de mi familia fuera de casa.
—Pues eres el único que lo hace, porque es un rumor popular en el mercado —levantó la mano para detener la interrupción de Tito—. ¿Sabes que he prestado mi apoyo a Quinto en su intento de alcanzar la pretoría?
Tito elevó sus pobladas cejas.
—Sé que tiene una confianza excesiva.
Lucio inclinó la cabeza para agradecerle el cumplido.
—También pretendo secundarle para el consulado y, si desea el cargo, con el tiempo, para la censura.
—¿Por qué?
—No es algo que esté dispuesto a debatir. Digamos que cae dentro de la misma categoría que tus asuntos familiares. Pero te diré esto: Roma necesita buenos soldados tanto como buenos magistrados. Nada sería peor para nuestra ciudad que entregar a hombres inexpertos el mando de los ejércitos durante una guerra seria.
Sintió una terrible tentación de sacar a colación el tema de Hispania, y el de algunos de los idiotas que habían sido enviados allí, pero Tito se mantuvo en silencio. Lucio sabía más sobre aquello que él mismo, aunque el viejo saco de huesos nunca saliese de Roma. Puede que otros enemigos amenazaran la República.
Le resultó difícil contener el temblor de excitación de su voz mientras preguntaba.
—¿Esperas que haya una guerra seria?
—Nosotros, los romanos, tenemos mucho, así que otros están obligados a intentar arrebatárnoslo. Doy por sentado que, como tu hermano, tú quieres combinar una carrera en el ejército con una en política. Sin duda, también querrías ser cónsul algún día, ¿no es así?
—Dudo que tenga la capacidad —dijo Tito.
—Tu padre dijo lo mismo —contestó Lucio de golpe—, y sonaba tan estúpido en su boca como en la tuya.
Ya era hora, decidió Tito, de dar a conocer al viejo que él sabía a dónde conducía aquella conversación.
—¿Me estás ofreciendo tu apoyo?
Lucio esperó un momento antes de hablar, al tiempo que medía sus palabras.
—Parece que estuvieras dispuesto a rechazarlo.
Tito se inclinó hacia delante, y el gesto sombrío de su rostro enfatizó sus palabras.
—¡No estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para obtenerlo, si es eso a lo que te refieres!
Lucio se recostó en su asiento, pero el movimiento no tuvo nada que ver con la agresiva afirmación de Tito.
—Solicito que se me permita hablar un rato sin interrupciones —su invitado asintió y adoptó una postura más relajada—. Tengo dos preocupaciones. Una es Roma, y la otra es el buen nombre y la reputación de los Falerio. Hay ocasiones en que ambas pueden estar enfrentadas. Siempre he puesto el imperium del Estado romano en primer lugar y por esa misma razón me impliqué en interés de tu hermano. Yo le he hecho ciertos favores a él, y en respuesta, él me ha prometido que, en caso de que yo sea incapaz de hacerlo, por muerte o enfermedad, él continuará mi trabajo.
—¿No confías en él?
—Te he pedido que no interrumpas —replicó Lucio con rudeza—. Tu hermano tiene material para ser un gran servidor público. No tengo ninguna duda, tras haber hablado con él, de que somos uno solo en los asuntos realmente importantes referidos a la futura dirección de Roma, pero su descuido en hacer que progreses me molesta. Está mal y habría que hacerle consciente de esto.
Tito volvió a interrumpir.
—¿Por qué?
—No hay ningún conflicto. Tú mereces progresar. Roma necesita magistrados como tú. Sólo puede tratarse de aversión personal o envidia o alguna inútil emoción semejante, lo que hace que no cumpla con su obligación como cabeza de familia.
—Podrías decírselo.
El autocontrol de Lucio patinó en ese momento.
—¡Idiota!
—Ten cuidado, Lucio —gritó Tito, a punto de saltar desde su asiento.
El viejo levantó ambas manos en un acto de sumisión.
—Tienes razón, no debería dirigirme a ti así, Tito, pero eres demasiado directo, eres demasiado parecido a tu padre. ¿Qué pasaría si yo le dijera esas palabras a tu hermano, en privado, y él me dijera, con el debido respeto, que me ocupase de mis asuntos?
—Es evidente que tienes razones para no hacerlo, pero no puedo entenderlas.
—Ni yo me molestaré en explicarlas, pero quisiera decirle a tu hermano, en términos nada dudosos, que está equivocado y de manera que haga buen uso del mensaje. Mi hijo Marcelo recibe su toga de adulto mañana. Te pido formalmente que asistas a la ceremonia.
—¿Y?
—Lo descubrirás mañana si decides asistir. Lo único que te pido es esto: que en público me trates como a un amigo. También te pediría que fueses generoso con Marcelo. No creo que vaya a ser una tarea difícil. Después de todo, mi hijo te admira mucho.
—Tu hijo apenas me conoce.
Lucio levantó varios rollos.
—No es así. Ha leído esto una docena de veces. De hecho, es probable que te aburra con detalles de tus propias hazañas heroicas.
En una familia patricia, alcanzar la madurez era una ceremonia tan pública como privada, lo que, por cierto, fue suficiente para provocar un alto grado de nerviosismo en Marcelo. El más leve contratiempo del que se le pudiera culpar avergonzaría a su padre y a todos los antepasados de los Falerio. Lucio había repetido hasta la saciedad a Marcelo que nada tenía el valor del genio familiar, el linaje y la fama, gracias a los cuales ellos habían conseguido y mantenían su distinción; así que sintió un ligero escalofrío con las primeras luces del día en que, por última vez, vestiría su túnica infantil, con los bordes púrpura y corta. Los esclavos le colocaban guirnaldas en los hombros mientras aumentaba el ruido, que provenía de la multitud reunida delante de la casa para presenciar el acontecimiento. Amigos y clientes de su padre, recibidos uno a uno por el anfitrión, llegaban a la casa y llenaban el atrio con el ruido de su conversación, mientras se preparaban para la procesión al templo.
Tito cortó la conversación al llegar tarde, pues no era un secreto que se mantenía a distancia de aquella casa y todo lo que representaba. Lucio se abrió camino hacia la puerta para darle la bienvenida y lo tomó de la mano con fuerza. Tito, sin estar seguro de la razón, le correspondió en amabilidad, y Lucio se dio la vuelta y miró a Quinto, que había sido uno de los primeros invitados en llegar. Su rostro estaba inmóvil como una máscara, pero se recuperó enseguida y se dirigió hacia la puerta, para quitarle a Lucio la carga de su hermano.
—Cuídalo bien, Quinto —dijo Lucio con voz un poco más alta de lo normal—. Tito bien puede ser nuestra conciencia.
Quinto estaba furioso, pero no se atrevía a mostrarlo; tan sólo la tirantez de sus labios indicaba su humor.
—Confieso que he descuidado vergonzosamente a mi hermano, Lucio. Como tú, tengo demasiadas responsabilidades y él mismo es un poco remiso. Lleva en casa una semana y aún tenemos que hablar de su futuro.
—Que será uno brillante, estoy seguro —añadió Lucio con suavidad. Llegó otro invitado, un senador canoso, nervioso por haber llegado tarde. Lucio se apartó de ellos y fue a recibirlo, mientras restaba importancia a sus manifestaciones de disculpa.
—¿Fue idea tuya, hermano, o lo orquestó Lucio Falerio?
Tito miró a Quinto con gesto de perplejidad.
—¿De qué me estás hablando?
Lucio fue a recoger a su hijo en persona y lo miró de arriba abajo para asegurarse de que estaba correctamente vestido.
—Es hora de salir, Marcelo. Y recuerda que eres un Falerio.
—Sí, padre.
—He invitado a alguien especial sólo para ti —Marcelo parecía confuso—. Tienes que prometerme que no aburrirás a Tito Cornelio con demasiadas preguntas después de la ceremonia.
—¿Tito Cornelio está aquí?
—Debe de ser algo grande ser un héroe, incluso a ojos de un niño tonto. Sin embargo, su destino es llegar a ser un gran general, así que supongo que es lo adecuado.
La procesión se abrió camino por las calles, con Marcelo a la cabeza. La multitud lo recibió con un clamor, como si su recompensa dependiera de ello. Aún no estaban hastiados de las ceremonias, que se sucederían a lo largo del mes de marzo. En el mercado, la gente se agolpaba para ver, pues a los romanos les encantaban las exhibiciones. Siguieron su trayecto hasta el Capitolio, donde Marcelo sacrificó el toro de manera impecable, y de inmediato se puso su toga blanca de adulto. De vuelta en casa, se invitó a los concurrentes a felicitar al chico en persona. Cuando le llegó su turno, Tito quedó impresionado por la altura y la constitución del joven, muy diferentes de las del padre. Tenía el cabello negro un poco rizado, lo que establecía un fuerte contraste con su toga, blanca como la tiza; sus ojos eran castaños oscuros y firmes, su sonrisa, cálida y sin doblez. Se vio forzado a preguntarse cómo Lucio, un tipo escurrido y fino como una caña, podía haber engendrado a un muchacho tan apuesto y sociable.
La impresión quedó reforzada cuando el chico lo agarró para preguntarle sobre las guerras de Hispania. Había leído los informes con avidez, así como las cartas privadas de los comandantes de Tito a su padre, así que ya conocía la mayoría de los detalles, pero mostraba un vivo interés y una afilada inteligencia. El nombre de Breno le encandiló, y lo interrogó ávidamente sobre los guerreros celtas en general, y sobre los fuertes de las colinas en particular, con muchas preguntas sobre cómo podían ser dominados. Tito contestó a todo con honestidad y enumeró los problemas, aunque con cuidado de no dejar caer ninguna acusación sobre nadie por la falta de éxito total.
Tras haber hecho más preguntas de las que eran estrictamente corteses, de repente el chico enmudeció, mientras se mordía los labios como si se preparara para algo.
—Tito Cornelio, quisiera pedirte un favor.
—Pues hazlo. Si en mis manos está otorgártelo, así lo haré.
—Dentro de tres años, tendré edad para emprender mi servicio militar. Nada me agradaría más que hacerlo bajo tus órdenes.
Tito sonrió.
—Harías mejor en vincularte con alguien que vaya a ser un general de éxito.
—Pero tú estás destinado a serlo —dijo Marcelo, auténticamente sorprendido.
—Dime, jovencito, ¿cómo sabes tú eso?
Marcelo se estiró en toda su altura, quedando, aun así, una cabeza más bajo que su héroe.
—Mi padre me dijo que así sería.
Ahora era el hombre más adulto quien estaba sorprendido.
—¿Cuándo te dijo eso?
—Esta mañana, pero yo sabía que era así hace años.
—¿Por qué?
Tito casi fue el último en marcharse y Lucio lo miró muy de cerca antes de contestar.
—¿No crees merecer mis buenos servicios?
—Eso sólo tú lo sabrías, Lucio Falerio, pero considero que eres un hombre que no hace nada sin tener un propósito. Hasta la ceremonia de hoy tenía una utilidad.
—¿Puedo alegar sentimentalismo?
Lucio estaba jugando con él, pero Tito decidió no recurrir a una respuesta airada.
—Por favor, no menciones más juramentos infantiles.
—Puede que si conocieras las circunstancias que llevaron a aquel juramento entre tu padre y yo, fueras menos cínico.
Tito sonrió sin estar seguro del porqué.
—Viniendo de ti, hay cierto grado de insolencia en eso —el hombre mayor inclinó ligeramente la cabeza para reconocer la verdad de sus palabras, mientras el más joven dejaba de sonreír—. Tengo una preocupación, Lucio Falerio.
—¿Cuál es?
—Hoy me has prestado un servicio. Querrás algo a cambio. Me preocupa no cumplirlo, sea por aversión a hacerlo, o quizá porque no tengo ni idea de lo que se espera de mí.
El anciano puso una delgada mano en el hombro de Tito y le dio un apretón de ánimo.
—Confío en que eres hijo de tu padre. Cuando llegue el momento, sabrás con precisión qué hacer.
—¿No hay explicaciones ahora?
Lucio negó con la cabeza.
—Nunca temas, Tito Cornelio. Cuando se te solicite que cumplas, será una tarea cuyo cumplimiento te hará feliz. No sentirás en absoluto que me estás prestando un servicio.