Capítulo Doce

Cabalgaban ahora por una buena carretera, una auténtica y pavimentada vía romana, recta como una flecha. El monte Etna, del que ya se habían alejado bastante, rugía y humeaba en la distancia, aunque no podían ver mucho hacia delante, pues la mayor parte de la ciudad de Mesana quedaba oculta; con el cálido viento del sur, que a veces soplaba hacia el este, era más fácil ver tierra firme por encima del angosto estrecho. El humo se elevaba, espeso y negro, con la franja anaranjada de llamas que se veía justo en su base, y a veces tapaba el sol al extenderse despacio sobre el estrecho azul brillante del mar. Toda la costa había sido sembrada de trigo; ahora estaban quemando el rastrojo después de la cosecha y, detrás de los rápidos fuegos, los campos quedaban ennegrecidos y baldíos, como si alguna gran plaga hubiera azotado la tierra.

—Mira eso, chico —dijo Flaco al tiempo que señalaba con entusiasmo a través del fuego hacia los barcos de grano que cargaban en el muelle de Mesana—. Hay una fortuna ante tus ojos, y buena parte de ella pertenece a nuestro amo y señor —Áquila esperó mientras otra nube negra se alejaba hacia el mar y, por fin, se aclaraba lo suficiente para dejarle ver el puerto. Podía ver los barcos, todos con una única vela cuadrada enrollada en el mástil, con sus largas hileras de huecos para los remos—. Esos son también los barcos de nuestro jefe.

Los ojos de Flaco brillaban, siempre lo hacían cuando contemplaba la perspectiva de la riqueza, suya o de cualquier otro. Los caballos se agitaban por el calor al pasar junto a otra hilera de llamas, que devoraba lentamente los tallos secos. Una vez que hubieron pasado, llegaron a ver claramente toda la ciudad. Rodeada por una muralla blanca, la ciudad griega aún se parecía a la fortaleza que había sido antes de que los romanos se apoderaran de la isla. Tras las almenas, alternaban los edificios bajos con numerosos templos, cada uno de los tejados de tejas rojas con un perfil diferente y diversos ángulos de inclinación. Desnuda contra el cielo azul, una fila de cruces al lado del camino destacaba claramente. Flaco frenó su caballo cuando se aproximaron y alzó la mirada hacia los hombres atados a las cruces de madera, para examinarlos a ver si estaban muertos.

—Frescos de hoy —comentó sin emoción alguna.

—¿Quiénes son? —preguntó Áquila, con la mirada dirigida con firmeza hacia el suelo. No había disfrutado con la idea de la crucifixión en las granjas, y ahora no quería reconocer a aquellos hombres.

—Fugitivos, lo más probable. Hay más problemas con los esclavos aquí que en cualquier otra parte de la isla. Es razonable, en una ciudad pueden ver con más facilidad lo que se pierden —tiró de la cabeza del caballo hacia un lado y se dirigió hacia la puerta baja de la muralla de la ciudad. A medio camino entre los crucificados y la entrada había una serie de estacas clavadas en el suelo, cada una con un hombre amarrado a ella—. Ahí está el grupo de mañana, es decir, si los que ya están colgados se mueren del todo.

—¿Qué harán con ellos cuando estén muertos?

—Es sencillo, chico —Flaco rio y después, cuando una última nube de humo entró en sus pulmones, tosió—. Simplemente los tiran en uno de los campos que van a quemar.

Fue la risa, seguida por la tos, lo que hizo que uno de los hombres atados levantara la cabeza. Llevaba el pelo rapado a la manera de los esclavos, de forma que sólo tenía un mechón gris en su mugrienta cabeza, y su rostro demacrado era una masa de magulladuras por causa de los golpes que había recibido, mientras su blusón desgarrado revelaba los verdugones sanguinolentos que le habían causado repetidos latigazos. Áquila abrió la boca para decir algo, después la cerró de golpe, mientras atizaba tan fuerte a su caballo que hizo avanzar también al de Flaco.

El único ojo de Gadoric lo siguió, sus labios resecos abiertos en un gesto de sorpresa, y la gran cicatriz que le cruzaba el rostro, un blanco desnudo contra la piel quemada por el sol de su rostro. Los pensamientos del chico eran un torbellino cuando cabalgaban bajo el arco de la puerta, mientras el eco de los cascos de los caballos resonaba ruidosamente en el reducido espacio. Resistió la tentación de mirar atrás, a pesar de que casi podía sentir aquel ojo de basilisco fijo en él; su voz sonó un poco temblorosa cuando se dirigió a Flaco.

—¿Esos hombres de las estacas serán crucificados?

El viejo centurión percibió el tono y, al responder, su voz hizo eco en los edificios de la estrecha callejuela.

—No serás un blandengue, ¿no, chico? No te apenes por un esclavo muerto, amigo. Hace que los otros trabajen duro.

La ciudad era más bulliciosa que cualquier sitio que Áquila hubiera visto nunca. Mientras se aproximaban al centro, un espacio abierto dominado por un enorme templo de carrizos y adobe, el gentío aumentó tanto que moverse para avanzar se convirtió en una lucha y Flaco arremetía, con poco éxito, contra quienes le cortaban el paso: no podían salir de su camino a causa de toda la aglomeración. Áquila podía ver los atestados escalones del templo, llenos de gente que comerciaba. En un rincón sombreado, un profesor se dirigía a un grupo de jóvenes, moviendo los brazos al tiempo que declamaba; en otro, los prestamistas llevaban a cabo sus negocios, con un gran barullo de gritos y palmadas en la frente. Los espacios entre las altas columnas estaban llenos de tenderetes, cada uno con su vociferante vendedor. Con el exceso de colorido, poco de lo que vio le quedó grabado: no podía apartar de su mente la mirada de odio que llenaba aquel único ojo, la mirada de un hombre que se sentía traicionado.

Flaco se alejó del templo y siguió bajando hacia el puerto, aún con esfuerzos para abrirse camino hacia delante. Una vez fuera de la plaza, cesó la aglomeración, aunque todavía era difícil que un hombre montado avanzara con velocidad, hasta que llegaron a los muelles, llenos de carros cargados de cereal, cada uno con una hilera de hombres exhaustos que llenaban sus cestas en la parte de atrás. Flaco preguntó por la dirección a uno de los abastecedores; el hombre se fijó en el corte recién curado del flanco del caballo antes de señalar hacia un enorme almacén.

La parte delantera estaba despejada de carros y, en su lugar, los esclavos entraban y salían con dificultad por las puertas abiertas del almacén. Unos hombres armados bordeaban su recorrido, con chasquidos ocasionales de látigo o de sarmientos al golpear una espalda desnuda, que acompañaban los gritos de exhortación para que se movieran más deprisa. Justo en el borde de un muelle, un grupo de carpinteros trabajaban con largos pedazos de madera, que habían levantado para formar un triángulo que ataban ahora con cuerdas. Desmontaron ambos y ataron sus caballos a un poste; Flaco permaneció un momento observando el constante desfile del trabajo: todos hombres, todos con la mirada apagada y todos con aspecto de estar mal alimentados. Movió la cabeza como con aprobación antes de entrar en el sombrío interior del almacén.

Un tipo rechoncho, con un delantal de cuero por encima de su blusón y una tableta de cera en la mano, estaba de pie junto a un gran juego de básculas. Después de llenar cada cesto en el almacén de grano, este se ponía en una báscula. Después el hombre anotaba su peso antes de indicar que se lo llevaran. Mientras asentía a Flaco, y sin interrumpir su trabajo, señaló hacia el fondo del edificio con estilo de madera. El aire estaba lleno de un fino polvo dorado que cubría todo y a todos, lo que daba a los esclavos, con sus salientes costillares, la apariencia de esqueletos más que de seres humanos. Áquila subió detrás de Flaco por unas estrechas escaleras, a través de unos biombos humedecidos para contener el polvo. En el piso de arriba del almacén estaba el cargamento que los barcos habían traído de Ostia: fardos de ropa, grandes vasijas de vino, armas y una pila completa de troncos de madera dura, cultivados especialmente para que una rama de cada extremo formara la cama de un arado. Al frente, con vistas al muelle, se había preparado una mesa para que se sentaran, de forma que los capataces de las distintas propiedades pudieran ponerse cómodos y comer algo, al mismo tiempo que veían cómo se cargaban en los barcos los frutos de sus granjas. Uno de ellos, hombre gordo con la cabeza calva y blanca, hablaba en voz alta y Áquila tuvo una vaga sensación de reconocerlo, sin ser capaz de ubicarlo. Mejor vestido que sus acompañantes, tenía los ademanes propios de un hombre que fuese dueño del lugar, y estaba ocupado explicando a los demás sus planes para el futuro.

—Cada vez que envías grano, pierdes un poco. Un poco termina en el suelo cuando cargas las carretas, un poco más se pierde al recorrer las difíciles carreteras del interior. Ahora, es nuestro dinero el que se pierde grano a grano. Recordad que nos pagan el peso que llega a Ostia, no el peso de lo que cosechamos.

Se volvió para recibir a Flaco y el chico pudo ver que pese a lo bien alimentado que estaba, pese al cuidadoso afeitado, la dureza de su cara redonda y sus ojos, más calculadores que amistosos. Les saludó efusivamente y recorrió de arriba abajo con su mirada a Áquila, antes de invitar a Flaco a que comiera y se pusiera cómodo. El ex centurión le devolvió el saludo y presentó sus respetos a los que estaban allí; después, llenó un plato para el chico, le dio una copa llena de vino y lo envió a sentarse sobre un fardo bien alejado de la mesa, antes de prestar atención a sus propias necesidades. Áquila aceptó con una cortesía apesadumbrada, pues en su mente aún permanecía lo que había visto fuera de las puertas, lo que le valió una mirada inquisitiva por parte de Flaco. Distinta fue la mirada que le dedicó aquel tipo grande y gordo: tenía más que ver con su cuerpo ágil y joven que con su estado de ánimo. Áquila lo ignoró y él volvió a la mesa, ansioso por exponer sus teorías. Flaco, sorprendido entre dos pensamientos, no tuvo tiempo de preguntarle al chico qué le pasaba.

—Y todos os quejáis a mí por el peso que apunto, porque nunca coincide con el vuestro —las cabezas asintieron ante aquello y, a pesar del tono amistoso de la reunión, hubo más de una mirada negra a dirigida a él—. También yo pierdo, amigos. Sólo tenéis que echar un vistazo a ese rastro de cereal entre la puerta del almacén y el barco. Ese es mío, cada grano. Hay un rastro igualito que ese al descargar, y la mitad de la gente de Ostia baja sus pollos a los muelles para alimentarlos de balde, y todo eso asciende a un buen denario al final del día.

Se detuvo para llenar hasta arriba las copas de los que estaban más cerca de él, y al hacerlo, se giró para volver a mirar a Áquila. El chico, recostado en el fardo, no se dio cuenta, estaba mirando al sol, que entraba por las puertas abiertas y volvía el chorro del vino que caía en un rojo brillante, lo que le hizo pensar en Clodio. Había observado aquel mismo efecto un día caluroso, cuando su padre adoptivo sostenía la calabaza con vino por encima de su cabeza para verter como un experto el contenido en su boca abierta, y la visión también le hizo regresar a un mundo que creía perdido para siempre.

—¿Has pensado en algo para resolverlo, Casio Barbino?

Aquello borró de su mente cualquier recuerdo de Clodio y su pasado, mientras un fogonazo de odio recorría su cuerpo, porque, de repente, supo dónde había visto a aquel hombre gordo. Fue aquel día en que unos leopardos, supuestamente domados, habían atacado las ovejas de Gadoric. Habían llevado aquellos animales como regalo para unos importantes invitados, uno de ellos, un pipiolo perfumado de su edad, tan responsable como Casio Barbino del hecho de que los leopardos quedaran sueltos a una distancia a la que podían oler el rebaño de presas que él pastoreaba. El resultado fue del todo predecible, aunque, cuando Áquila contó a Gadoric lo que había sucedido, este apuntó que las ovejas pertenecían a Barbino. Si quería dárselas para comer a un par de grandes felinos, tenía todo el derecho.

El hombre que había amaestrado aquellos leopardos desde cachorros estaba furioso; también lo estaba Áquila, y tenía razones para estarlo. Se enderezó sobre el fardo y miró con dureza a Barbino, pero el objeto de su atención había vuelto su rostro hacia quien le había preguntado. ¿De verdad era ese el rico senador cuyos bosques había recorrido para cazar, el dueño de la granja donde había visto a Gadoric por última vez, antes de encontrárselo hoy, atado a una estaca? De acuerdo con su capataz, Nicos, él había violado brutalmente a aquella esclava, Sosia, y había arrancado de su garganta un grito tan lastimoso que Áquila lo había tomado por el lamento de un zorro herido; después, la había enviado fuera de allí, añadiendo aquello a los males de un día inolvidable. La idea de que algo de lo que había hecho aquellos últimos meses pudiese haber beneficiado a Casio Barbino casi le hizo arrojar el plato que tenía en la mano a la cabeza de aquel hombre. Barbino, desconocedor del efecto que su nombre tenía en el chico, recorrió con la vista a sus delegados allí reunidos y dio su respuesta.

—Así es, tengo la solución, amigos míos. Si miráis ahí fuera, veréis que estoy construyendo una grúa. Una vez que esté terminada, a cada uno de vosotros se os darán unos planos para que construyáis una vuestra.

—¿Con qué? —preguntó Flaco; al ser el miembro más nuevo de aquel selecto grupo, era el más preocupado por los costos.

Barbino sonrió.

—No te preocupes, Flaco, yo os facilitaré la madera. Os daré también la lona, especialmente cortada y con ojetes en los bordes para que la podáis atar a la grúa.

Miró a su alrededor para ver si alguno había relacionado las cosas, pero sólo se encontró con miradas inexpresivas. Al final, su mirada recayó en Áquila, pues el senador confundió el brillo de los ojos del chico con interés. Barbino caminó hacia él con la jarra de vino todavía en la mano, mientras Áquila bajaba la vista al suelo, confundido por sus pensamientos aún revueltos y por la inseguridad. El joven estaba sucio de la cabalgada, pero su altura, su piel bronceada y el cabello de oro rojizo eran bastante para atraer a un hombre como Barbino. Entonces, los ojos del senador se fijaron en el águila dorada que pendía de su cuello, que hizo que sus cejas se alzaran por la sorpresa.

Casio Barbino se consideraba un conocedor de arte griego y celta. ¿Qué hacía un chico como aquel llevando un objeto tan valioso? Áquila, inconsciente de su interés, tomó el colgante en su mano y después alzó la mirada; sus ojos, como dos zafiros, se clavaron en Barbino. El senador no sabía que el chico quería matarlo, pero se dio cuenta de que Áquila no se sentía acobardado por su posición, hecho que sólo sirvió para aumentar su atracción. Sirvió un poco de vino en la copa de Áquila sin que sus ojos se apartaran ni un momento del rostro del chico.

—¿Lo adivinas tú, chico?

La respuesta parecía tan obvia que Áquila cedió de inmediato, pero su voz tenía una calidad distante, como si se hablara a sí mismo.

—Metes el grano en los fardos y subes los fardos a los carros. Después se cargan los fardos, directamente y por fuera, en el barco.

Barbino se dio la vuelta y sonrió a los demás, al tiempo que hacía un movimiento amplio con la mano.

—Sin perder ni un grano. No habrá más pérdidas y, lo que es más importante, no habrá más discusiones porque os hayan engañado —siguió a aquello un murmullo general de aceptación con mucho movimiento de cabeza. Barbino dio media vuelta y echó otro vistazo de pies a cabeza a Áquila. Acostumbrado a que la gente se encogiera ante su mirada, estaba claro que la tranquilidad lo desconcertaba—. ¿Quién es este chico, Flaco?

El centurión, que conocía a Barbino hacía tiempo, frunció el ceño. Aquel hombre era un sátiro a quien no se podía dejar sólo con un trozo de carne, y menos aún con una chica o un chico.

—Áquila Terencio. Es de una colonia cerca de Aprilium. Su padre fue uno de los hombres de mi centuria que cayeron en Thralaxas. Lo recogí de camino al sur. Se podría decir que lo he adoptado. ¡Es como un hijo para mí!

—Es un muchacho brillante —Barbino no había malinterpretado el tono de Flaco ni la fuerza de su última afirmación: el viejo centurión le decía que mantuviera sus manos lejos de él—. Tengo unas tierras por Aprilium.

Los ojos del senador volvieron a posarse en él y se mantuvieron por un momento en el colgante del cuello de Áquila, como si estuviera a punto de preguntar por su significado, pero se contuvo y volvió a levantar la vista.

—Quédate con Flaco, chico, él no querrá quedarse aquí en Sicilia toda su vida. Sería una ventaja contar con alguien joven y ambicioso, que conozca las granjas —no se giró al dirigirse a Flaco, sino que mantuvo sus ojos clavados con firmeza en los de Áquila—. ¿Le has educado?

Hubo una nota de ira distinguible en la réplica de Flaco: la manera en que Barbino hizo su pregunta sonaba a reproche.

—No lo creí necesario.

—Te aconsejaría que fueses menos corto de miras. Si este chico tiene cerebro, sácale provecho. Enséñale los números y si sabe escribir, tanto griego, como latín, podría tener un futuro.

—Justo ahora está aprendiendo a luchar —replicó Flaco.

Barbino aún no se había dado la vuelta.

—Admirable, pero limitado. Nuestro mundo está lleno de gente que sabe luchar. Pero no hay muchos que también sepan pensar.

—Puede que tengas razón.

Ahora Barbino miraba la cota de malla de Áquila y la espada que colgaba suelta a su costado.

—¡Hazlo, Flaco! —giró en redondo para encararse a su ahora ruborizado delegado, que le dirigió a Áquila una mirada enfurecida, como si lo que había sucedido fuese culpa suya. Barbino regresó a la cabecera de la mesa, dio una palmadita en el hombro a su nuevo capataz y cambió de tema—. Pero, viejo amigo, tenemos cosas más importantes que discutir.

Los miró a todos uno a uno mientras deambulaba por el lugar, obligándolos a incorporarse y a prestar atención: pese a sus maneras joviales, Barbino exigía respeto.

—Me he reunido con los otros dueños y están de acuerdo en que debemos coordinar nuestras acciones contra la amenaza creciente del bandidaje.

—Nos atacaron de camino hacia aquí —dijo Flaco.

—¿Dónde?

Flaco explicó lo que había sucedido como el soldado que era, sin hacer intentos de parecer heroico, para concluir con la opinión de que quienesquiera que hubiesen intentado tenderles una emboscada, no parecían ser ni capaces ni numerosos.

—No son numerosos ahora, Flaco, pero podrían serlo si bastantes esclavos escapan para unirse a ellos.

—Ninguno de los míos escapará —replicó Flaco con una mueca de desprecio—. No tienen energía.

Unas toses respetuosas respondieron a lo que había sonado un poco a fanfarronada, especialmente en compañía de hombres que conocían su negocio mejor que él, hombres cuya ayuda había buscado nada más llegar a Sicilia. Flaco se dio cuenta de lo que había hecho y murmuró unas palabras para indicar que aún tenía mucho que aprender y que le gustaría recibir consejos, pero Barbino le interrumpió, lo que produjo otra mirada enfurecida.

—Eso es lo que ha causado el problema que conocemos. La gente complaciente que piensa que siempre serán los esclavos de otro los que causarán problemas. Pues, bien, no es así, y si dudas de mí, no tienes más que salir por la puerta del sur y lo verás con tus propios ojos.

—¿Son tuyos esos hombres? —preguntó Flaco. Hizo un repentino gesto de advertencia con la cabeza a Áquila, que había empezado a aproximarse.

Barbino frunció el ceño.

—Es triste decirlo, pero lo son, y no sólo estaban intentando escapar, sino que fueron mucho más ambiciosos. Querían levantarse en armas y tomar la ciudad, cosa que a nosotros nos ha venido bien, pues los planes asustaron tanto a los otros esclavos que los traicionaron. Puede que esos bandidos de las montañas no sean muchos, pero funcionan como un faro para todos los que están descontentos. Por eso tenemos que cortarlo de raíz. Es menos probable que los esclavos huyan si no tienen ningún sitio adonde ir.

—¿Tenemos un plan de acción? —preguntó uno de los otros.

Barbino asintió.

—Lo tenemos. Ya he convencido al gobernador para que haga venir a sus auxiliares. La base principal de esos ladrones, al menos la de los que nos preocupan, parece estar aquí al norte. No van mucho por el sur del Etna, así que lo emplearemos como un pivote desde el que trabajar. Tienen mujeres y niños con ellos, así que no pueden moverse con rapidez. La mayoría de nuestras fuerzas se reunirá al oeste y se extenderán por las montañas bordeando el volcán. Los demás formarán una barrera entre el Etna y el camino sur que recorre la costa. Si podemos hacer que salgan a la llanura, podremos acabar con ellos con facilidad.

Barbino apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia delante para enfatizar lo que iba a decir.

—Quiero ver a cada uno de ellos o bien muerto, o bien estirado en una cruz al lado de la carretera.

—¿Cuándo? —preguntó Flaco.

—Tiene que ser pronto. El tiempo frío se nos echa encima y los esclavos tienen menos que hacer, así que no necesitan tanta supervisión.

—Puede que eso sea así para algunos —respondió Flaco—, pero yo aún estoy trabajando en las zanjas de riego.

Barbino clavó su mirada en él.

—Una de las cosas en las que esos bandidos son muy buenos es en destruir sistemas de irrigación. Parece una buena idea poner fin a eso, y no he olvidado que hace muy poco eras un soldado, Flaco. Como el gobernador no puede reunir las tropas necesarias para organizar una verdadera campaña, tendremos que ayudarle.

Áquila se había retirado a la sombra, y sólo oía a medias a Barbino. En su mente, podía imaginar sin esfuerzo a Gadoric mientras intentaba persuadir a otros de que la revuelta merecía la pena y, después, traicionado por sus desvelos. Pensó en los hombres con los que compartía la cabaña: se involucrarían en esto y les deleitaría la perspectiva. Ante una orden clara de matar, lo harían con placer, sin molestarse en saber si aquellos a quienes asesinaban eran hombres culpables o mujeres y niños inocentes. Le preocupaba que, una vez que había llegado a la madurez y a un buen nivel de destreza marcial, tendría que seguir adelante, obligado a participar; de hecho, se esperaría que disfrutara de la violación y del asesinato que serían inevitables, todo ello de parte de un hombre llamado Barbino.

—¿Y no podríamos solicitar tropas de Roma?

Barbino echó la cabeza hacia atrás y rio.

—¿Para qué? ¿Para sofocar a unos esclavos? Creo que te ha dado demasiado el sol, Didio Flaco. ¿Desde cuándo ha necesitado Roma soldados para someter a esclavos? —se dio una golpecito en la parte de arriba de la cabeza, de un blanco desnudo en comparación con la piel olivácea de su rostro—. Haz como hago yo, amigo. Lleva siempre un sombrero, en especial aquí en Sicilia.

Le había dicho lo mismo a Silvano, el gobernador, en la reunión de aquella misma mañana, sin darse cuenta de que este, político más astuto que Barbino, ya había enviado una petición a Roma. No es que estuviera en desacuerdo con el terrateniente sobre la necesidad de tropas para sofocar a unos pocos esclavos, pero el gobernador sabía que, en el febril mundo de la política republicana, era buena idea cubrir todos los frentes. Sicilia era un destino lucrativo en extremo, uno de los mejores que el Senado podía conceder. Por lo tanto, resultaba axiomático que los demás, incluso aquellos a quienes podía llamar amigos, buscasen continuamente que lo reemplazaran.