Capítulo Diecinueve
El asesino intentó acabar con la vida de Lucio Falerio Nerva después del sacrificio de los toros, mientras la fila de senadores avanzaba hacia el foro para la sesión de apertura. Servio Cepio, como cónsul senior, encabezaba la procesión con Livio Rutulio a un paso por detrás. Lucio, reconocido como Princeps Senatus, estaba tan cerca de Rutulio que nadie podría decir quién iba delante de quién. Marcelo marchaba al lado, orgulloso de la posición que su padre tenía ahora, tanto por su edad, como por su prestigio. Notó que un hombre se separaba de la multitud y sólo él vio, por el ángulo de aproximación, que el tipo no buscaba una petición en su toga, sino un arma. El brillo de un mango de acero largo y fino actuó sobre el joven antes de que supiera quién era la víctima prevista.
Salió disparado cuando el hombre empuñó la hoja y el tiempo asumió una dimensión nueva, casi estática; cada movimiento tardaba una era en completarse, destinado cada uno a quedar grabado en la memoria del muchacho. Fue demasiado lento por una fracción de segundo: su mano estirada sólo consiguió desviar ligeramente el filo, si bien con ello salvó la vida de su padre. El cuchillo recorrió su pecho y le produjo una profunda herida de la que manó un chorro de sangre roja, en vez de entrar directo al corazón como se pretendía. Lucio cayó hacia atrás, conmocionado y en silencio, aunque sintió el dolor. Por el rabillo del ojo, Marcelo vio cómo reculaban los otros senadores y vislumbró la mancha roja y brillante en la toga blanca de su padre, pero aún estaba más concentrado en el asesino, que se había girado para enfrentarse a él y blandió el filo en redondo para clavárselo en la tripa. El muchacho le golpeó con la mano derecha con todas las fuerzas que pudo reunir, al tiempo que empujaba con la izquierda para esquivar el cuchillo.
Le abrió un tajo en la parte carnosa del brazo que tenía extendido en el mismo momento en que Marcelo agarraba la muñeca que lo sostenía. Volvió a lanzar su mano derecha, en un puñetazo de auténtico púgil que aplastó la nariz de aquel hombre con salpicaduras de sangre en todas direcciones. Sus rodillas se doblaron y Marcelo volvió a golpearle, esta vez en una oreja, mientras los gritos de pánico empezaban a embotar sus sentidos: los senadores pedían protección a gritos y el gentío daba alaridos y chillidos. El asesino había retrocedido hacia la muchedumbre, que estaba demasiado apretada como para permitirle escapar. Marcelo, que aún lo tenía cogido de la muñeca, lo golpeó otra vez, pero sorprendentemente el hombre se arqueó hacia delante y su boca se abrió para emitir un grito agudo. El joven Falerio levantó el puño para golpear de nuevo, pero sintió que la muñeca que se había estado esforzando por mantener sujeta, quedaba inerte: el cuchillo cayó de la mano de su oponente y quedó clavado en la tierra. Las rodillas del hombre cedieron y cayó sobre el muchacho con los ojos muy abiertos, como si se hubiera desvanecido; al ser demasiado pesado para que Marcelo lo sostuviera, se derrumbó sobre el suelo. Toda la gente pudo ver la espada corta que le habían clavado en la espalda con tal fuerza, que sólo asomaba la empuñadura.
Lucio había sido llevado al podio, la plataforma desde la que tantas veces había hablado, y ahora yacía con los ojos cerrados, mientras los lictores iban de un lado a otro como gansos inquietos y daban órdenes que se contradecían. Quinto Cornelio, que había estado a bastante distancia por detrás, se abrió camino entre los demás senadores y subió de un salto a la plataforma, al tiempo que daba órdenes con voz de mando y enviaba a uno de los lictores a buscar al cirujano. Después organizó una guardia alrededor de Lucio, con su hermano Tito, que había permanecido en los escalones del foro, al mando. Hicieron retroceder a los espectadores curiosos para que el herido pudiese respirar. Marcelo se encontró con que también a él lo apartaban y los pies de muchos hombres pisotearon el cuerpo del asesino muerto antes de que Tito se abriera paso a codazos para montar guardia también sobre aquel.
—Marcelo —gritó mientras señalaba su ubicación a los soldados que obedecían sus órdenes—. Traed al hijo del senador.
Desenvainaron sus espadas con un sonido áspero, familiar para cualquiera que hubiera estado cerca de un soldado, y la muchedumbre pareció desvanecerse mientras estos avanzaban hacia donde esperaba Marcelo con lágrimas en los ojos.
—¡Está vivo! —gritó Tito, al tiempo que rezaba para tener razón, pues la respiración del viejo senador le había parecido enormemente forzada. Tomó a Marcelo del brazo y lo condujo hacia el podio, donde le ayudó a subir mientras gritaba a los que rodeaban a Lucio que se apartasen. La sangre había empapado la parte delantera de la toga de su padre, pero sus ojos estaban abiertos y brillaban, severos y enojados.
—Sácame de aquí, Marcelo. ¿O es que en este estado de dolor tengo que quedar a la vista de toda la chusma?
Áquila miraba las estrellas tumbado boca arriba, y sus dedos jugueteaban con las alas del águila colgante, mientras los hombres se movían sin descanso a su alrededor. Ahora las hogueras habían disminuido y sólo eran ascuas que brillaban en la oscuridad, pero él estaba demasiado inquieto para dormir; daba vueltas en su cabeza a los acontecimientos del último par de semanas y los relacionaba con el sueño que acababa de tener, aún inusualmente claro en su mente. Volvió a pensar en aquel día en que se habían reunido todos en la base del monte Etna. El discurso de Hipólitas le había resultado tan estimulante como a los esclavos fugitivos, y había quedado igual de estupefacto por el fuego mágico que aquel había producido con su boca, sentimiento que duró mientras permanecieron al sur del volcán, probablemente porque había estado demasiado preocupado para preguntarse de verdad con qué se había comprometido. No es que las cosas hubieran amainado después de que los hombres del gobernador hubiesen regresado a su vida normal: los esclavos comenzaron a entrenarse para la acción en cuanto regresaron al norte, a colinas y montañas que ahora ya estaban libres de la amenaza romana.
El joven, bien entrenado en la carrera de las armas, se había incorporado a aquello de buen corazón y había ayudado a Gadoric a separar a aquellos que ya habían servido como soldados, para que estos a su vez pudieran ocuparse de enseñar a pequeños grupos, mostrándoles las destrezas más básicas que se necesitaban para ser combatientes disciplinados. Había permanecido apartado de los cabecillas por la noche, pero sabía que mientras se sentaban alrededor del fuego, Gadoric, Tirteo e Hipólitas discutían varios objetivos y así era como tenía que ser: demasiadas voces significan confusión. Pero también había oído la excitada charla de Penteo sobre el justo castigo y sobre no pensar en la sangre que iba a ser derramada, o en la carne mortificada que serviría para arreglar viejas cuentas.
No obstante, y posiblemente fuera la primera vez que ocurría desde que accedió a tomar parte en esta empresa, sus pesadillas le habían recordado que era romano. Se le había aparecido una Fúlmina más joven, con los cabellos negros en vez de grises, y le había hablado de su glorioso destino, así como Clodio, con su uniforme de legionario, le había preguntado si su muerte en batalla contra los enemigos de Roma serviría para que el chico que había encontrado en los bosques pudiera traicionarlo ayudando a unos esclavos griegos a derramar sangre romana. Y lo que era aún peor, había soñado con la bruja de Crisia, que había predicho a Fúlmina la fortuna de su hijo muchos años atrás. En el sueño, ella tenía en su mano el águila de oro y le decía que tuviera cuidado de no enfadar a los dioses; después repetía, una y otra vez, lo que había pronunciado años atrás: «Vete a Roma, vete a Roma». ¿También había muerto Drisia?
Áquila despertó de repente con la mano en torno al colgante, lo que le proporcionó alivio inmediato, y ya descansado, sintió menos inquietud, al tiempo que resurgía su sano escepticismo hacia los dioses y sus intervenciones, pues había visto cuán a menudo engañaban a sus adoradores. Ni las canciones de Clodio ni las súplicas de Fúlmina les habían ahorrado un final doloroso y en penuria, pero los sueños eran diferentes, pues sucedían cuando las almas de los muertos, que podían ver mucho más allá que los vivos, hablaban con aquellos a los que habían dejado atrás con la intención de guiarlos. Áquila así lo creía, Gadoric, el celta, juraba que eran la clave de toda vida e incluso Hipólitas había usado el poder de sus sueños para dominar a la multitud de esclavos huidos. Áquila levantó el águila y la frotó contra sus labios; después se puso en pie y marchó al encuentro de Gadoric. Se lo explicaría primero a él y, entonces, podrían ir a hablar con Hipólitas.
—Recordad, no matéis al capataz, no a su familia —dijo Hipólitas tranquilamente.
No era la primera vez que lo había dicho, pero de nada había servido para suavizar las miradas furibundas en los rostros de los hombres que lo rodeaban, algunos de los cuales habían escapado de aquella misma granja y alcanzaban a entender el porqué. Penteo, por supuesto, era quien más había vociferado en sus objeciones, mientras seguía citando la sarta de crímenes que él había sufrido en persona, mientras su color cetrino empalidecía con el apasionamiento. Prevalecería Hipólitas: pese a lo enjuto de su constitución, era capaz de dominar a aquellos fornidos luchadores. No fueron los sueños de Áquila los que persuadieron al griego de mostrar cautela, sino su origen: mientras el joven enumeraba sus razones, él había agarrado el colgante que colgaba del cuello del muchacho y titilaba a la luz de la hoguera. Hipólitas cerró los ojos durante un segundo, antes de abrirlos de pronto para fijar en Áquila una mirada hipnótica.
—¿Te despertaste con esto en la mano? —preguntó.
Áquila asintió lentamente, pero no pudo mover sus ojos, que parecían sujetos por alguna fuerza externa. Hipólitas hablaba y su mano libre se movía despacio justo fuera del ángulo de visión de Áquila, pero las palabras tenían poco sentido, pues lo único que él percibía era el tono vibrante y soporífero de su voz. Sintió que Hipólitas tiraba ligeramente del colgante y aquello disipó cualquier hechizo que estuviera tejiendo. Áquila meneó la cabeza y después alargó la mano para retirar el águila de la mano del griego. Era imposible decir lo que vio en los ojos del otro hombre, pero parecía sorprendentemente decepcionado.
Sus ojos resultaban igual de hipnóticos y sus manos se movían igual que lo habían hecho junto a la hoguera, cuando explicó sus razones a los soldados que se habían reunido, y parecía un espíritu maligno mientras el sol iluminaba su rostro entusiasmado. No hubo mención a los sueños ni a los poderes místicos de un talismán de oro: por una vez, Hipólitas confió en el sentido común, si bien parecía emanar de una fuente sobrenatural.
—Nada serviría tanto para condenarnos a los ojos del Senado romano como el hecho de que cualquiera de sus ciudadanos resultara herido. Lo considerarían un acto de guerra y responderían con la misma moneda. Recordad nuestro objetivo, que es la libertad —miró de reojo a Áquila, como para asegurarse de que el joven permanecería en silencio—. No lo vi al principio, pero ahora sí. Si perdonamos la vida a su gente, podemos apelar a la justicia.
—¡Justicia! —soltó Penteo—. ¿De un romano?
Fue Áquila quien replicó.
—Si buscáis justicia, será lo que obtendréis; si buscáis la guerra, Roma os destruirá.
—Destruirnos a nosotros —dijo con aire despectivo y enfatizando la última palabra—. ¿No será, Áquila, que la serpiente ha vuelto a cambiar de piel?
La mano de Gadoric frenó la respuesta de Áquila, pero habló a Penteo con la misma voz airada que el muchacho habría empleado.
—Cuidado, griego. Si vuelves a insultar a este romano, puede que él te mate.
—¿Vamos a dejar que vivan los romanos mientras nos matamos entre nosotros? —las palabras de enfado de Hipólitas los devolvieron al asunto que estaban tratando: su primer ataque, que tenía que ser un éxito. Si fracasaban aquí, ni visiones ni sueños mantendrían con vida las esperanzas de la multitud.
Salieron de las montañas en oscuridad, avanzaron medio camino por la llanura de la costa antes del amanecer para agazaparse junto a la carretera que iba directa a su destino, a varias leguas de distancia. En calidad de comandante militar, Gadoric había escogido una pequeña granja en la costa norte cercana a Tyndaris. Adujo varias razones para ello: primero, estaba bastante alejada de su base y no tenía vigilancia. Sería una sencilla forma de familiarizar a sus tropas y serviría también para anunciar, una vez que se extendieran las noticias del ataque, que ninguna granja estaba segura, ni siquiera una relativamente cercana a una gran ciudad y alejada de las montañas, y con apoyo de hombres armados fácilmente disponible. En último lugar, tras el ataque quedaría claro a todo el que conociera el país que los esclavos fugitivos habían pasado de largo ante muchas oportunidades más tentadoras, y esto, a su vez, provocaría una sensación de nerviosismo en los capataces romanos.
Fue incluso más fácil que lo que Gadoric había previsto. Toda la provincia de Sicilia, que llevaba cien años bajo gobierno romano, se había vuelto complaciente. Hacía mucho que los habitantes locales habían dejado de causar problemas, contentándose con servir a sus amos romanos igual que antes de ellos habían servido a los cartagineses. Los pocos que se percataron de la partida de hombres armados en la carretera y a plena luz del día, apenas se molestaron en echarles un vistazo de cerca, y a mediodía habían tomado el control de la granja sin haber dado ni un golpe, pues el capataz romano y sus guardas estaban en los campos, supervisando a los esclavos. Su gorda esposa se desvaneció totalmente al pensar en su destino a manos de aquellos rufianes, pero la hicieron volver en sí y le dijeron, delante de los demás miembros de la familia, que preparara una comida decente, primero para sus captores y después, para los esclavos que regresaban.
El hijo del capataz, que se había escondido al principio detrás de su madre, demostró tener más agallas al intentar huir para avisar a su padre. Áquila lo descubrió y dio la voz de alarma, mientras salía a perseguirlo justo cuando oyó las carcajadas de Penteo. Era la primera vez que advertía el sonido que hacía aquel hombre, un ruido extraño, chillón, como de cacareo, del tipo del que emitiría un idiota desquiciado. Vio también que enarbolaba su lanza e, ignorando los gritos de advertencia que dirigían hacia él, se preparó para arrojarla contra el muchacho que corría. Áquila cambió su trayectoria y cargó contra él. Su mano ya había arrojado la lanza cuando Penteo fue derribado, y Áquila acompañó la caída con un puñetazo. La nariz de Penteo reventó al mismo tiempo que la lanza se clavó en el suelo, justo delante del hijo del capataz. El chico se quedó helado, temblando como una hoja, con la nariz a poca distancia del mango bamboleante.
Penteo maldecía desde detrás de sus manos, cubiertas con la sangre que manaba de su nariz, y exclamaba que había apuntado para errar el tiro, pero Áquila había visto sus ojos cuando arrojaba la lanza. Sabía, si es que los otros no, que sólo la falta de experiencia había salvado al chico. Llamaron a Hipólitas para que emitiese un juicio, y fue imparcial: maldijo a ambos mientras los hombres que estaban alrededor de la granja, tras discutir entre ellos, parecían dividirse en grupos separados. Estaban los que, de acuerdo con Áquila, se contentaban con obedecer órdenes, pero había otros que, como Penteo, sentían claramente que perdonar vidas romanas era un error.
Con un grito enfurecido que hizo callar incluso a Hipólitas, devolvió la atención de todos al presente. El sol empezaba a bajar en el cielo y era hora de ocultarse, porque el capataz y sus esclavos iban a regresar de los campos y todo debía parecer normal. Hipólitas, molesto por el cuestionamiento de su autoridad, parecía resuelto a discutir y, por un momento, los dos cabecillas se miraron mutuamente con dureza, pero el único ojo del celta triunfó en la lucha de voluntades. Tras acceder a la petición de Gadoric, Hipólitas se situó detrás del silo de grano, y el resto fue donde él les ordenó.
Oyeron chasquidos de látigos desde sus escondites, un sonido que tenía una mortal familiaridad, y podían imaginar sin esfuerzo al grupo de esclavos encadenados, que se tambaleaban y arrastraban los pies entre filas de guardias. Enseguida estuvieron a la vista, cansados, tan cubiertos por el polvo de los campos que era imposible distinguir a los hombres de las mujeres. Cada vez que alguno tropezaba, los guardias le propinaban un generoso golpe con una vara de sarmiento; a un chico que cayó de rodillas, le soltaron una patada tan fuerte que levantó del suelo al pobre renacuajo. Habría quedado allí tendido de no ser porque otros dos, que apenas parecían tener fuerzas para levantar sus propias cabezas, se agacharon para ayudarle a ponerse en pie. El sonido de sus sollozos cruzaba también el suelo llano, a lo que ayudaba el aire, cada vez más fresco, del breve crepúsculo. Esperaron a que los esclavos hubiesen sido encerrados en su redil para pasar la noche, y cuando se cerró la puerta, los hombres de Gadoric aparecieron de la nada, corriendo en pequeños grupos para capturar a sus presas; los superaban en número: había diez hombres por cada guardia. El capataz romano fue el único que intentó resistirse y desenvainó la espada que llevaba al costado, pero Gadoric y Áquila lo redujeron con facilidad.
Los guardias fueron desarmados enseguida y los ataron contra las cercas de madera del redil. Llamaron a Hipólitas y este salió de detrás del silo con un martillo que blandió ante las narices del aterrorizado capataz antes de abrir la puerta del redil y entrar, tras indicar que nadie debía seguirle. En esta ocasión no tenía el volcán como telón de fondo para ayudarle, pero no lo necesitó. Quienes estaban fuera solo lo oían cuando levantaba la voz, aunque todos conocían las palabras que usó, pues, comparada con la de los fugitivos, la elección de aquella gente era aún más cruda. En el caso de que rehusaran seguirle, era probable que los romanos pasaran por la espada a quienes se quedaran para dar ejemplo a otros esclavos con la tentación de rebelarse. Empleó de nuevo la magia oratoria que ya había funcionado en las laderas del Etna, y que aquí levantó gruñidos y gritos de aclamación, mantenidos hasta que su promesa final, audible para quienes estaban fuera del redil, de que los dioses estaban de su lado, fue ahogada por un rugido de aprobación.
El griego empleó el martillo para golpear el metal de las cadenas, pues estaba ansioso de que lo consideraran salvador de todos y cada uno en su paso de la esclavitud a la libertad, hasta que, por fin, se abrieron las puertas e Hipólitas salió, seguido por tres hombres de aspecto demacrado. Primero les mostró al capataz, atado a la rueda de un carro. La actitud del hombre evidenciaba la potencia de Roma como enemigo: estaba convencido de que iba a morir, pero no suplicaría ni rogaría a unos esclavos. En vez de eso, los miraba desafiante y Áquila no podía hacer más que admirarlo. Sin la humillación que había esperado, Hipólitas condujo rápidamente a sus polvorientos compañeros a inspeccionar a sus guardias, que ahora, desarmados, se encogían contra los muros.
—¿Y algunos de estos hombres son ex esclavos? —preguntó. Unos dedos apuntaron ansiosos a tres de los guardias y uno de los esclavos acumuló suficiente saliva como para escupirles. Hipólitas aplaudió aquello con una adusta sonrisa—. Nada hay peor que un esclavo que se vuelve contra los suyos. Volved a vuestro redil. Os entregaremos a estas sabandijas de una en una.
El rumor de conversación agitada que emergió del cercado cuando ellos entraron otra vez, fue la prueba de que no estaban solos en sus ansias de venganza. No había escasez de manos voluntariosas y se reunieron alrededor de los guardias, que ahora, arrodillados, pedían clemencia en vano. Penteo se reía de ellos con aquel mismo cacareo chillón que le hacía parecer trastornado; entonces, con la entusiasta ayuda de los que compartían su sed de sangre, les arrancó cascos, petos y, finalmente, túnicas, hasta que, desnudos y vulnerables, se pusieron en pie apretados y aterrorizados. Agarraron al primero y lo levantaron en volandas para contener su forcejeo, mientras otros abrían las puertas del redil. Dentro, los esclavos, hombres, mujeres y niños, permanecían callados, con los ojos vidriosos, pero fijos en el guardia, que se revolvía al tiempo que Penteo y sus ayudantes lo arrojaban a sus pies. Al principio, apenas se movieron; remoloneaban a su alrededor y lo apartaban de la vista de quienes estaban fuera del círculo, en cuyo centro el guardia aún suplicaba piedad, con una voz que se convirtió en un chillido implorante.
Hipólitas ordenó cerrar las puertas cuando los gritos pasaron del miedo al dolor, y Áquila cerró los ojos. Sabía que, tras la puerta, estaban literalmente desgarrando a aquel tipo con las manos desnudas. Una de las otras víctimas potenciales, aprovechando que quienes lo rodeaban estaban paralizados por los sonidos que salían del redil, agarró una espada y se dejó caer sobre ella. Dio un alarido mientras la hoja se clavaba en su tripa, e Hipólitas, en una inusual muestra de emoción, corrió hacia él y lo golpeó varias veces; después ordenó que lo arrojaran por encima de la valla para que los que estaban dentro pudieran hacerse con él antes de que expirara. La última víctima no forcejeó: se quedó como un harapo lacio y desnudo mientras lo llevaban hacia la puerta. La abrieron y el círculo de esclavos se separó para dejar a la vista los cadáveres destrozados que había en el suelo. Sus restos polvorientos, al igual que sus rostros, estaban llenos de sangre, parte de la cual goteaba por sus barbillas. Hasta Hipólitas palideció ante aquello, pero la última víctima tenía que morir. Seguía en trance cuando lo empujaron hacia los esclavos y las puertas volvieron a cerrarse. Esta vez no hubo gritos ni alaridos, tan sólo el golpe firme de un cuerpo humano que estaba siendo reducido a pulpa sanguinolenta.
—Gadoric, el yugo —dijo Hipólitas mientras caminaba hacia el capataz. Echó un rápido vistazo a Áquila, que permanecía junto al carro, y después habló en voz baja—. Tú mereces el mismo final, cerdo —el romano no reaccionó, a pesar de que también había podido ver a través de aquellas puertas—. Puede que debamos arrojar a tu esposa ahí dentro.
Seguía sin mostrar más que una mirada desafiante.
—O quizá a tu hijo.
Por primera vez su rostro mostró un rastro de temor, y entonces sus hombros se hundieron y su voz sonó ronca cuando habló.
—Tomadme a mí, perdonad al chico.
—¿Y tu mujer? —preguntó Hipólitas con una ligera sonrisa.
El capataz volvió a cuadrar los hombros.
—Ella es la madre del chico y es una romana. Si le preguntas a ella, te dirá lo mismo.
Hipólitas pegó su rostro al del capataz.
—Así que si quiero hacerte daño de verdad, hacerte sufrir como han sufrido los demás, sólo necesito torturar a tu hijo ante tus ojos.
Áquila se movió para intervenir, para decirle a Hipólitas que desistiera. El griego levantó la mano, pero las palabras que dijo a continuación iban dirigidas al prisionero.
—No temas, cerdo. No hacemos la guerra a los niños. Ni tu esposa ni tú sufriréis más que la pérdida de vuestra dignidad.
Señaló hacia el yugo, que ahora mantenían levantado dos hombres.
—Pasaréis por debajo de eso, todos vosotros, en reconocimiento de que ahora vuestros esclavos se han convertido en vuestros amos; y tú entregarás un mensaje, cerdo. Diles a todos tus compañeros capataces y a los amos codiciosos que están cebándose en Roma, que los esclavos ya no están dispuestos a morir en sus campos.
Se volvió un poco hacia un lado, al tiempo que levantaba la voz para que todos pudieran oírle, incluidos los esclavos manchados de sangre que habían terminado su entretenimiento y salían ahora del redil.
—Roma puede tener su grano, tanto como Sicilia produce ahora, y tendrá más en el futuro. La gente que ahora lo cultiva continuará haciéndolo, pero no como esclavos. Lo cultivaremos como hombres libres.
Dio la orden de que desataran al capataz, y sacaron de la casa a su esposa y a su hijo.
—Recuerda el mensaje, cerdo. Roma puede tener su grano.
Hicieron que estos y los guardias que quedaban pasaran por debajo del yugo, eterno signo de servidumbre, prueba ahora de un poder que yacía derrotado. La comida que habían preparado los esclavos de la casa desapareció enseguida en las gargantas de los hambrientos trabajadores del campo y todo lo que se podía transportar o llevar, aperos de labranza, bueyes, herramientas, así como comida y armas, fue sacado de la granja. Hipólitas, que había estado observando aquella labor, hizo que todos se alejaran de la casa y se quedó solo, dándoles la espalda y con los brazos extendidos, como si buscara el poder de los cielos para lo que estaba a punto de hacer. Entonces sus manos se juntaron de repente, con una sonora palmada, delante de su boca y un surtidor de llamas salió disparado hacia el borde de la paja que cubría el tejado de la granja. Seca como yesca, prendió inmediatamente, hasta que Hipólitas volvió a dar una palmada y el chorro de fuego cesó. Después, se dio la vuelta y miró a los aterrorizados prisioneros; su cabeza calva y sus rasgos sobresalientes le daban un aspecto demoníaco.
—No son sólo los esclavos a quienes debéis temer, romanos. El poder de los dioses está en contra de vosotros. Ahora, largaos y contad lo que habéis visto.
Todos los edificios habían ardido mucho antes de que el capataz y su familia estuvieran fuera de su vista. Los esclavos liberados fueron reunidos de nuevo, pero esta vez por amistosos fugitivos, que los convencían para que se apresuraran mediante zalemas y sin ayuda de látigos, para dirigirse hacia las colinas y hacia la libertad. Gadoric, Áquila y los hombres mejor entrenados formaron un cordón en la retaguardia, preparados para volverse y luchar si los hombres armados de la ciudad de Tyndaris se aventuraban a salir para investigar la columna de humo que se elevaba desde los edificios en llamas.
Desde aquel día, era extraño que se mantuvieran inactivos. Tenían que hacer incursiones para alimentar a las nuevas bocas, y cada incursión suponía más cuerpos atormentados por la necesidad de alimento. Además había escasez de armas y el tiempo estaba empeorando, por lo que la provisión de alojamiento se convirtió en un grave problema. La pequeña banda inicial había crecido de forma sustancial al unirse a ellos esclavos liberados y fugitivos, hasta que su comandante militar convocó una reunión para tratar esto y las futuras operaciones.
—No podemos, ni debemos, seguir funcionando como una sola unidad —dijo Gadoric.
A Hipólitas no le hizo gracia que le dijeran lo que había que hacer, pero, al carecer de conocimientos, siempre se había supeditado al celta en estos asuntos, aunque él mismo estaba prestando un mayor interés a estos temas y buscaba consejos en fuentes variadas, de forma que persuadirle costaba cada vez más. Aunque había sido invitado a asistir a la reunión, Áquila se mantuvo fuera del debate. Otros, en particular Penteo y quienes pensaban como él, estaban presentes y ninguna intervención del muchacho, por sólida que fuera, sería bienvenida, incluso aunque la mayoría aceptase que, pese a su corta edad, Áquila era el segundo al mando de Gadoric.
—Seguramente cuanto mayores sean nuestras fuerzas, más seguros estarán —replicó Hipólitas al tiempo que miraba los rostros de los reunidos como si buscara apoyo para su punto de vista.
Gadoric intervino rápidamente, a sabiendas de que sólo quienes no estuvieran de acuerdo con él hablarían claro. Al hacerlo, respondió de un modo más desdeñoso de lo normal.
—Dependemos más de la velocidad que de la cantidad. Cuando atacamos una granja, no tiene sentido emplear cien hombres si para hacerlo bastan treinta.
Los negros ojos del griego brillaron enfurecidos.
—Ahora el gobernador mantiene a sus hombres patrullando todo el tiempo. ¿Y si nuestros treinta hombres se topan con cien de los suyos?
—Parece que tengo que recordarte que deseamos evitar una guerra. Incluso si superásemos en número a las patrullas del gobernador, yo recomendaría que evitásemos el enfrentamiento.
Hipólitas torció el gesto, era evidente que para él aquello sonaba demasiado parecido a la cobardía. Claramente Gadoric era consciente de la impresión que había causado, tanto por su manera de hablar, como por las palabras que había empleado, así que enseguida continuó.
—Es mejor atacar tres granjas a la vez.
Hubo un largo silencio mientras Hipólitas sopesaba las opciones, pero empleó el tiempo para dejar a todos clavados con una mirada intimidatoria, como para asegurarse de que entendían que, fuera cual fuera el consejo, la decisión final era suya.
—¿Quién dirigiría los ataques?
—Yo estaría al mando de uno, Áquila de otro y Tirteo del tercero.
—Y, ¿quién obedecería a un crío? —soltó Penteo.
La réplica de Gadoric fue heladora.
—¿Te importaría ir a por tus armas, griego? No pongo ninguna objeción a que te enfrentes a Áquila por el puesto.
El rostro cetrino de Penteo se puso tan gris como sus cabellos, y enseguida negó con la cabeza. Hipólitas se llevó los dedos a los labios para demostrar la profundidad de sus pensamientos, y Áquila, respaldado por el apoyo de su amigo, ofreció su opinión.
—Estoy de acuerdo con Gadoric, y creo que al final estaremos más seguros —su líder le dedicó una mirada de interés, así que continuó—. Los grupos pequeños se mueven más deprisa y no creo que los romanos vayan a quedarse sentados a la espera de un ataque. Si permanecemos juntos, les ofrecemos un único blanco, una oportunidad de aplastar esta rebelión en una sola acometida.
—Sólo si saben dónde vamos a atacar —Penteo, con su malicia habitual, ahora reforzada por la humillación, se las arreglaba para insinuar, sin decirlo claramente, que Áquila, el romano, no era de confianza.
—Ya he tenido antes ocasiones de llamarte estúpido, Penteo, así que no volveré a tomarme la molestia. Has exagerado mucho sobre mi relación con Flaco. ¿Qué crees que hacía él antes de venir a Sicilia? —Penteo se quedó mirándolo: conocía la respuesta tan bien como cualquiera—. Ha pasado la mitad de su vida sirviendo como soldado, la mayor parte del tiempo combatiendo rebeliones en las provincias. Hasta ahora, si nos hemos enfrentado a alguna resistencia, ha sido por parte de una milicia mal entrenada. Si hubieran tenido soldados de verdad, hace meses que nos habrían capturado, pero es sólo cuestión de tiempo que traigan tropas romanas. Entonces, aprovecharán todo el conocimiento que hayan obtenido lo utilizarán contra nosotros. Si nos ceñimos a los mismos métodos demasiado tiempo, Flaco y hombres como él nos capturarán y, cuando lo hagan, se asegurarán de superarnos en número. Aniquilarán a los combatientes y crucificarán a los demás. Justo ahora el gobernador estará trabajando en algún plan para derrotarnos, basado en nuestra política de incursiones con un solo grupo. Si comenzamos a atacar en varios lugares al mismo tiempo, desbarataremos sus cálculos.
—Bien dicho, muchacho —intervino Gadoric.
Penteo le dedicó el tipo de mirada que los humanos suelen reservar para las ratas.
—¿Algo más?
—¡Sí! —contestó Áquila con brusquedad—. Necesitamos establecer puntos de encuentro para los nuevos esclavos. Justo ahora, nuestros luchadores mejor equipados tienen que bajar todo el camino hasta los llanos y después volver cada vez a las montañas. Si pudiéramos poner en servicio a algunos de los menos hábiles, para que los reunieran en los valles, los combatientes podrían continuar haciendo aquello por lo que destacan: asaltar granjas.
—Vamos a tener un montón de gente de la que cuidar —dijo Tirteo—. Se acerca el invierno. ¿Cómo vamos a alimentarlos?
—No creas que los romanos no han pensado en eso —replicó Gadoric.
Hipólitas, que se había mantenido en silencio, habló por fin, y mencionó una idea en la que muchos habían pensado, pero que pocos veían realista.
—De cualquier forma, no podemos permanecer en las colinas. Antes o después tenemos que atacar y tomar una de las ciudades fortificadas.