Capítulo Siete
Cholón estaba cansado, acalorado y polvoriento: las cortinas corridas no podían mantener el calor ni la porquería fuera de su litera. Miró el rollo que había sobre sus rodillas por enésima vez, mientras rezaba por que llegaran a Aprilium enseguida. Muchos de los hombres que habían muerto en Thralaxas provenían de esta región, así que la caja que llevaba a sus pies estaba repleta de denarios de plata. La primera parte de su tarea sería sencilla: había enviado un mensaje al pretor local en el que le pedía que organizara una reunión de familiares de los difuntos que habían vivido cerca de la población y que esperaran su llegada. Con esto se desprendería de la mayoría de su carga, lo que agradaría a los porteadores que lo transportaban a él y su tesoro. Después, depositaría los fondos restantes en el templo local de la diosa Roma, para posteriormente recorrer la región con la esperanza de encontrar a los familiares de los otros fallecidos de su lista. A cada uno se le entregaría un distintivo que, junto con una prueba de su identidad, haría que pudieran recibir su parte de la herencia.
Recostado, intentaba olvidar el calor y permitía que el vaivén de su silla le acercara a un estado parecido al sueño. Llevaba ya semanas en el camino; primero había ido al norte de Roma, ahora se encaminaba al sur. Le sentaba muy bien no ser ya un esclavo. Resultaba extraño que la República tuviera tanta confianza en el aura de la ciudadanía, aunque permitía que cualquier esclavo liberado por un romano asumiera automáticamente los mismos derechos que su último amo. Aulo le había dejado más que suficiente para vivir con comodidad, si bien él lo hubiera devuelto todo si hubiera podido sólo para tener a aquel hombre para servirle. Aquello no iba a suceder, y una vez que hubiese cumplido esta tarea, tendría que encontrar una nueva manera de ocupar su tiempo.
Las relaciones con Claudia no habían fructificado de inmediato, a pesar de que ella le había rogado que fueran amigos, pero habían mejorado, en concreto porque compartían la misma rabia por el comportamiento de Quinto. Claudia estaba tan cerca de repudiar a su hijastro como Cholón de envenenarlo, un final apropiado para alguien que estaba dispuesto a abrazar al asesino de su padre. Tito, enfermo por aquello de lo que había sido testigo, había regresado a Hispania en cuanto pudo hacerlo, mientras dejaba detrás lo que él mismo definió como «el hedor de la política romana». Cholón empezaba a preguntarse si, cuando hubiese cumplido su tarea, no debería marcharse, quizá a Biaia, que estaba junto al mar y era, según lo que había oído, un lugar idílico, más griego que romano. Con los ojos cerrados y las cortinas corridas, supo que habían llegado a Aprilium por el rumor de voces que oía a través de la cortina, así que dejó a un lado sus pensamientos sobre una villa con vistas al mar, sobre las obras y la poesía que escribiría, y devolvió su mente al presente y a la tarea que tenía entre manos.
Pero si el viaje hasta Aprilium había sido malo, esto era peor. La primera parte de su ruta había transcurrido por una carretera adecuada, la Vía Apia, y ahora lo llevaban por desatendidas pistas para carros: buenos para un caballo, pasables para un carro, pero peor que inútiles para una litera transportada por cuatro porteadores que tropezaban. Por fin, tras haber sido lo bastante zarandeado, se apeó de la litera y caminó mientras miraba por encima de los campos de cultivos y los pastos hacia las montañas que dominaban el horizonte occidental, elevándose en riscos cada vez más altos desde allí hasta el centro de Italia.
El pretor de Aprilium había sido más cuidadoso, todos los granjeros de la lista de Cholón eran ciudadanos romanos, tan sujetos al impuesto sobre la tierra como al servicio militar, así que las instrucciones que se le habían dado eran bastante completas. Los hombres habían estado exentos de impuestos durante su servicio, pero ahora que estaban muertos, sus familiares tenían que encontrar los medios de satisfacer las necesidades del Estado romano. El pretor había evitado decirlo, pero esperaba que al menos la mayoría del dinero que estaba repartiendo Cholón acabara en sus arcas municipales.
Él y su ahora vacía litera tuvieron que salir de la pista para dejar pasar a un carro cargado de verduras, de cuya mula tiraba una vieja encorvada con el pelo blanco y sucio, revuelto y descuidado, y el rostro tostado, casi negro, por los años pasados al sol. Cholón aprovechó la oportunidad para consultar sus direcciones, aunque procuró evitar que le llegase el olor de ella. La vieja se detuvo ante su petición, y a la manera de la gente del campo, pareció rumiar su pregunta.
—Mi madre, pues sí que se está haciendo popular —resolló ella, y a la vez sonrió y dejó a la vista sus encías desdentadas—. Tuvo una porrada de visitantes el otro día. Y eso que no tenía por qué recibirlos —entonces se rio, aunque el sonido fue más parecido a un cacareo, y su cuerpo huesudo se agitó por el esfuerzo—. Pues no te dará la bienvenida después de lo que le hicieron.
—El hombre al que busco está muerto —dijo Cholón, ignorando lo ilógico de su afirmación—. Supongo que tiene un hijo del mismo nombre, ¿no? —ella no contestó y entrecerró sus ojos con sospecha, mientras metía su mano huesuda en una bolsa que llevaba en el costado. Cholón sintió que aquella anciana podía estar despistándolo, pues a la gente del campo no le gusta la autoridad y, con su litera adornada y sus elegantes ropajes, podía ser que él se pareciera bastante a una figura autoritaria—. Seguro que su familia me recibirá. Traigo una herencia para ellos de un hombre muy famoso, una recompensa por su servicio en la legión.
Si pensaba que ella había estado divirtiéndose antes, no fue nada comparado con el estado al que quedó reducida a continuación de aquellos comentarios. Sus ojos se abrieron mucho, una gran bocanada de fétido aliento escapó de su boca abierta y el eco del ruido que hizo, un único chillido, pareció rebotar en las colinas circundantes. Le siguió otro, y la mula, asustada, dio un respingo, pero el ronzal estaba bien sujeto y el animal recibió una poderosa palmada. Después la vieja se encorvó el doble, con las manos agarradas a sus costados mientras jadeaba entre las encías para respirar; su pelo de punta se revolvía cuando intentaba inspirar un poco de aire y seguía repitiendo las palabras que él usaba cada vez que ella dejaba de reír lo justo para respirar:
—Servicio… legiones… herencia…
Cholón miró a sus porteadores para ver si ellos podían ofrecerle alguna aclaración, pero parecían tan desconcertados como él, así que no había otra cosa que hacer que esperar a que la vieja se recuperara. Poco a poco su respiración se hizo más regular, al tiempo que sus manos tocaban sus doloridas costillas mientras volvía lentamente a la normalidad, y por fin miró a Cholón a los ojos.
—La mierda flota, amigo, y si tienes dudas, te convencerás cuando conozcas al hombre al que buscas. Todos solían reírse de él, y de que sería un caballero y todo eso. El caso es que se equivocaban.
Cholón seguía confundido.
—Aún me tiene que dar la dirección correcta.
La vieja sacó un puñado de huesos y los arrojó al suelo. Lo que vio allí hizo que temblara y miró fijamente a Cholón con unos ojos vidriosos, que de repente parecían llenos de furia y odio.
—No tiene pérdida, señor mío. Sigue esta pista hasta que veas una villa nueva en construcción, tres paredes y un pórtico, como el de un auténtico caballero. Esa es la casa de Dabo —él se hizo a un lado para dejar que pasara y ella empezó a reír de nuevo, aunque esta vez de manera más suave, mientras repetía la misma letanía—. Servicio… legiones… herencia. Te esperaré aquí, griego. Asegúrate de volver junto a mí en tu camino de vuelta. Yo y mis huesos tenemos un mensaje para ti.
Cholón se abrió camino enfadado y apenas echó un segundo vistazo a los huesos dispersos fuera de la pista. Era un evidente intento de solicitar un pago a cambio de alguna engañosa forma de adivinación rústica. Estaba ya cerca de la granja, demasiado tarde para dar la vuelta y preguntarle, antes de que se le ocurriera. Vestía como un noble romano y hablaba un correcto latín, ¿cómo había sabido aquella anciana que era griego?
—¿Qué te parece eso? —preguntó Melio desde su posición estratégica en el tejado de Dabo, señalando a lo lejos con una mano.
Balbo se enderezó con una teja roja en la mano, se protegió los ojos del sol y miró en la dirección que señalaba el dedo de Melio para examinar la litera que se acercaba; después fijó su atención en Cholón, que caminaba junto a aquella y llevaba, era muy evidente, un rollo en la mano.
—Un recaudador de impuestos —soltó de pronto y dejó caer la teja, que se deslizó ruidosa tejado abajo y cayó desde el borde al polvoriento suelo.
—Justo lo que yo pensaba —dijo Melio mientras miraba ansioso a su compañero.
Dabo gritó enfurecido desde el patio. Había estado observando a los dos hombres, al tiempo que se preguntaba cómo podría hacer que acelerasen el trabajo, notablemente ralentizado desde la marcha de Áquila.
—Cuidado con esas tejas, patán. Cuestan dinero.
Balbo lo ignoró y habló en voz baja a Melio.
—No queremos encontrarnos con ningún recaudador, ¿verdad?
—¡Desde luego que no!
Balbo fue hacia la escalera.
—Digo yo que mejor lo dejamos por hoy.
—¿A dónde vais? —les gritó Dabo según cruzaban disparado el patio. Lo ignoraron otra vez, y saltaron al suelo mientras él andaba por el patio para enfrentarse a ellos—. Os he estado observando a los dos toda la mañana, y quiero deciros que no estoy contento.
Balbo le dio la espalda.
—Esconde las herramientas, Melio. No tenemos tiempo para llevárnoslas.
—¿Qué quieres decir con «esconde las herramientas»? Volved a lo alto de ese tejado o no os pagaré ni un solo denario.
—Alguien viene a verte, compadre, alguien a quien no quieres recibir.
El rostro de Dabo empalideció bajo su sombrero de ala ancha, pues la imagen de Flaco había vuelto a su mente, pero su tacañería lo superó.
—Volved al trabajo. ¡Ahora mismo!
Se miraron el uno al otro durante varios segundos, a la vez que sopesaban ambos el coste de que no les pagaran y el precio que tendrían que pagar si los sorprendían trabajando como albañiles. Oficialmente estaban censados como pobres y se beneficiaban del subsidio de grano; Balbo se encogió de hombros, se agachó y cogió su martillo antes de dirigirse otra vez a la escalera. Detrás de él, Melio susurró nervioso.
—¿Qué estás haciendo?
Balbo se giró y habló con amargura.
—¿Te imaginas lo que hará ese cabrón agarrado si consigue una excusa para no pagarnos?
Melio miró a su empleador, que se retiraba, y se encogió de hombros totalmente de acuerdo. Dabo se había dado la vuelta y se apresuraba en llegar al lado abierto del recinto, mientras miraba hacia la pista. No tardó mucho en llegar a la misma conclusión que los albañiles, y su corazón casi se detuvo por el miedo.
—Nueve años —se lamentó—, nueve años de impuesto sobre la tierra. Me van a arruinar.
Se giró y fue hacia la casa, llamando a su esposa. Sus hijos Anio y Rufurio estaban en los campos, así que ella tendría que lidiar con aquella intrusión; después de todo, estaba oficialmente muerto. Aquello hizo que se detuviera y dejara de gritar: una cosa era quedarse en casa mientras otra persona combatía en tu guerra, pero nunca había tenido en cuenta que en realidad Clodio pudiera morir. En silencio, de pie en medio del recinto creado para su nueva villa a medio construir, maldijo a aquel hombre: si estaba oficialmente muerto, entonces todo lo que había a su alrededor pertenecía a Anio, su heredero. Dabo luchó por poner algo de orden en sus pensamientos, relativos a un hijo al que le disgustaba él tanto como a él le disgustaba Anio. Si el chico llegaba a enterarse alguna vez de aquello, lo más probable era que lo echara a patadas de la propiedad. Podía perderlo todo. Era el momento de empezar de nuevo. Lo que había hecho era ilegal, pero era una práctica regular, si no común, por la que los magistrados podían hacer la vista gorda. En cuanto a los impuestos, podía sobornarlos con una cantidad que fuese mucho menor que lo que él debía, con una disculpa humillante por haber olvidado el censo.
«No hay futuro en estar muerto», murmuró para sí. «Es hora de que Dabo vuelva del Hades a la tierra de los vivos».
Entonces recordó que había estado llamando a su gorda y vaga esposa y que ella aún no había contestado, así que entró como una furia en la parte acabada de la casa, contento de tener a alguien sobre quien derramar su ira.
Cholón sintió una extraña sensación al aproximarse a los edificios: hasta ahora, todas las granjas que había visitado estaban arruinadas y sus campos descuidados, lugares donde había sentido que el dinero ofrecido por él sería una compensación insuficiente por la pérdida del hombre que se necesitaba para trabajar la tierra. Esta era distinta: aquí la prosperidad era evidente y un vistazo por el lugar, con sus campos bien labrados y su cochiquera llena y próspera, revelaba una correcta atención. La casa en sí era un desastre, pero a causa de que en ese momento estaba aún sin terminar. Poco costaba a la imaginación verla como sería, con un patio embaldosado orientado al norte, alejado del calor del sol. ¿Cómo era posible que aquella gente fuese beneficiaria del legado de Aulo? El rostro que lo recibió estaba lleno de la desconfianza rural que él había llegado a esperar, un hombre de quizá unos cuarenta años vestido con un largo blusón, que le llegaba por debajo de las rodillas, con un gran sombrero de paja en la cabeza. No podía ser el dueño, pues en nada parecía el tipo de persona que construiría un lugar como aquel. Aun así, olía como un granjero que acaba de terminar la tarea más ingrata de la jornada.
Por su parte, Dabo se preguntaba a quién estaba a punto de recibir, pues no había nada de oficial en los ropajes de su visitante (ni siquiera la vara del cargo) ni en la librea de sus acompañantes, vestidos con llaneza y cubiertos de polvo. Arrugó la nariz al captar el olor del perfume de aquel hombre, mientras se fijaba en la banda trenzada que llevaba Cholón en su frente, algo con lo que ningún romano de buena cuna se dejaría ver ni muerto, y en su voz, de tono amanerado, que para un rufián como Dabo sonaba como si fuera ¡la de una chica!
—Estoy buscando a los familiares de Piscio Dabo.
Dabo no dijo nada, mientras intentaba entender el sentido de las palabras. Cholón malinterpretó su cara de desconcierto, tomándola por una señal de rústica estupidez, así que repitió la pregunta, y como seguía sin recibir respuesta, se inclinó un poco hacia delante y empezó a pronunciarla sílaba a sílaba.
—Te he oído la primera vez —respondió bruscamente Dabo, molesto porque hubieran creído que era un idiota.
Su visitante, un poco desconcertado, se quedó con un gesto condescendiente y del todo inapropiado en el rostro. Dabo miró a los cuatro porteadores de detrás de Cholón, que esperaban una orden para posar la litera.
—¿Quién lo pregunta?
El griego recuperó su dignidad, cuadró los hombros y habló con dureza.
—Primero me contestarás tú: ¿estoy en la granja indicada?
Dabo asintió.
—Así es, pero no diré nada más hasta que me digas por qué estás aquí y quién eres.
—Haz el favor de ser bueno y avisa al dueño. Mi encargo le concierne a él.
—Yo soy el dueño.
Cholón se sobresaltó, después miró a su alrededor, como si lo que había dicho no pudiera ser cierto. El hombre era bastante mayor para ser padre de un legionario muerto, pero el rollo de la centuria decía que el fallecido era el cabeza de familia. Vio a los dos albañiles, que permanecían ociosos sobre el tejado, mientras escuchaban la conversación de abajo con rostros recelosos, así que intentó darle una nota amistosa a su voz.
—Entonces eres tú a quien he venido a ver.
Dabo no contestó; en todo caso, su ceño se arrugó aún más y su voz sonaba ahora totalmente hostil.
—¿Para qué?
Cholón se sintió tentado de hacerle un reproche, incluso de darse la vuelta y olvidar a aquel tipo acomodado que vestía como un pedigüeño. Por lo que veía a su alrededor, aquel no necesitaba el dinero y sus modales eran ofensivos, pero no era asunto suyo interpretar las órdenes del general. Así que respiró hondo y soltó la familiar retahíla, que tantas veces había repetido el último par de semanas. Pero evitó mirar a los ojos de aquel tipo y, en vez de hacerlo, fijó su mirada por encima de su hombro, donde Melio y Balbo escuchaban a hurtadillas.
—Primero debo expresar mis condolencias por la pérdida del cabeza de familia. Ten la seguridad de que Piscio Dabo cumplió con su deber hacia la República y, en Thralaxas, tuvo una muerte tan honorable como cualquier hombre puede esperar. En Roma, el relato ya es materia de leyendas. Antes del ataque final, el general al mando, Aulo Cornelio Macedónico, al darse cuenta de que pocos de sus hombres, si es que alguno, sobrevivirían, me encargó dar a conocer a sus albaceas su deseo. Este fue que todos los hombres que murieran con él deberían ser recordados en su testamento y que sus familiares no deberían sufrir por sus muertes. Estoy aquí para cumplir ese deseo.
—Y, hablando en plata, ¿qué quiere decir eso?
—Quiere decir —contestó enseguida Cholón— que los herederos de Dabo se beneficiarán de la muerte en batalla de Piscio Dabo. ¿Eres su pariente más próximo? —Dabo echó hacia atrás la cabeza y rio, reacción que molestó a Cholón aún más. Al fin y al cabo, los muertos merecían un respeto, así que gritó a aquel hombre—. ¿Eres pariente del legionario Piscio Dabo?
Dabo esbozó una amplia sonrisa en su dirección, tentado de contarle sus temores por el recaudador de impuestos. En primer lugar se sintió aliviado porque aquellos habían desaparecido y la segunda pregunta sólo había servido para aumentar su buen humor.
—Soy familiar de Piscio Dabo, desde luego. No hay ninguno más cercano, amigo. Se podría decir que éramos gemelos.
—Me pregunto si podemos quedarnos callados y dejar que esto ocurra —dijo Melio, que, como su compañero de trabajo, había oído hasta la última palabra de aquella conversación. Ambos hombres sabían del trato hecho por Dabo y Clodio, que ya era de conocimiento general por la región.
—Por derecho, cualquier dinero tendría que corresponderle a Áquila —replicó Balbo.
Aún estaba meditabundo, preguntándose si debería intervenir, cuando el visitante sacó un rollo de la litera, lo recorrió con la vista al mismo tiempo que seguía hablando y explicaba el procedimiento para la obtención del dinero.
—¿Gemelo, dices? No encuentro evidencia de un gemelo en el censo. Sólo un hijo, Anio.
Dabo habló deprisa, con un nuevo tono de respeto en su voz, alentado por la avaricia.
—Lo del gemelo era una broma, señor. Anio es el mayor de los hijos de Piscio Dabo. Está en los campos, trabajando.
—Entonces es con él con quien debo hablar.
Dabo estaba perplejo; si le pedía ayuda a Anio, el muchacho haría lo contrario sólo por fastidiarle, pero él nunca admitiría ser aquel legionario hastarii vivo y con buena salud. Eso no sólo le supondría un peligro, sino que también tendría que despedirse de cualquier moneda que estuviera en camino. Pero al menos el acto de ir a buscar a Anio le daría tiempo para pensar, así que tocó el ala de su sombrero de paja y se dirigió hacia las franjas de campos que conformaban su granja.
—¿Acaso es asunto tuyo? —preguntó Melio.
Balbo asintió, con los ojos fijos en la espalda de Dabo, que se alejaba.
—Sí, lo es. Así que si pensamos decir algo, mejor que sea rápido.
Cholón no se sorprendió: al ser griego, se inclinaba más por felicitar a Dabo a causa de su buen sentido, que por asumir una actitud de romano estirado y reprenderlo. Tampoco lo denunciaría, pues no era asunto suyo. La única pregunta que necesitaba respuesta era cómo hacer llegar la herencia de Aulo a aquel muchacho llamado Áquila, porque estaba seguro de que no soportaría recorrer todo el camino hasta Sicilia para entregársela. Los albañiles estaban de vuelta en el tejado, trabajando, cuando Dabo apareció a la carrera en el patio con un jovencito de unos diez años, demasiado joven para ser, con seguridad, el Anio Dabo que aparecía en el censo de dos años antes, censo que el padre se las había arreglado para evitar.
—Aquí lo tienes, señor —gritó el padre—. Este el joven Dabo.
—¿De verdad?
Dabo, engañado por la sonrisa de su visitante, sonrió a su vez y se acercó, llevando consigo el olor de la pocilga en dirección a Cholón.
—Es pequeño para su edad, ¿verdad?, pero es un buen muchacho.
—Estoy seguro de que lo es —Cholón miró al chico, que de inmediato rehuyó su mirada—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
Dabo reaccionó con exagerada sorpresa.
—¡Pues Anio!
—Deja que conteste él —Cholón se volvió hacia el chico al tiempo que señalaba a Dabo—. ¿Quién es este?
Rufurio, claramente nervioso, respondió sin pensar.
—Mi padre, señor.
—¿Tu padre?
—Lo que quiere decir es que…
—Es del todo evidente lo que quiere decir. Ahora, chico, ¿cómo se llama tu padre?
La confusión de Rufurio era completa, y movía la cabeza de Dabo a Cholón, mientras el griego le dedicaba una mirada que lo animaba a hablar. Para el muchacho fue demasiado improvisar un nombre en el momento, incluso aunque su padre, que lo miraba con un gesto enfurecido en su rostro, estuviera deseando que lo hiciera.
—Piscio Dabo.
La mano del padre lo golpeó con fuerza detrás de las orejas y Rufurio se alejó deprisa con un grito de dolor.
—¡Idiota!
Dabo hizo ademán de ir tras el chico, pero Cholón se interpuso entre ellos y puso una mano sobre el apestoso blusón de Dabo. No fue la fuerza física lo que detuvo al granjero, sino más bien que no sabía quién era aquel hombre y no estaría bien darle una zurra a alguien importante. Además, los cuatro porteadores de la litera habían empezado a moverse hacia él, a pesar de que su amo había levantado su otra mano para indicarles que permanecieran quietos.
—El chico te ha ahorrado una azotaina, si no algo peor. Harías bien en recordarlo.
Dabo sólo gruñó, al tiempo que miraba furioso más allá de Cholón hacia Rufurio, que estaba encogido.
—Ojalá te hubiera abandonado, mierdecilla. Maldigo el día en que Clodio encontró a Áquila.
—¿Lo encontró? —preguntó Cholón. Quitó la mano con la que retenía a Dabo y se frotó los dedos en un vano intento de librarse del olor del granjero.
—No hubiera encontrado al pequeño cabrón si yo no lo hubiera llenado a él de vino. Si hay alguien que merece una recompensa, ese soy yo.
—No es una recompensa.
—Es dinero, ¿no? —Cholón asintió con la cabeza, mientras se echaba hacia atrás para evitar los escupitajos que Dabo, en su ira, salpicaba a su alrededor—. Lo mismo me da. He cuidado del crío y de su madre durante años, y lo metí en mi propia casa cuando ella murió. No soy de los que dan la espalda a un amigo, incluso aunque el chico no fuese de su propia sangre. No hay muchos que puedan presumir de haber sido acogidos dos veces.
Cholón no quería oír nada más de aquello: lo que quería era información sobre aquel Áquila, y después podría dejar aquella granja, así como a aquel apestoso campesino.
—No dices nada con sentido. ¿Qué es todo eso sobre el abandono y los niños acogidos?
—El niño, Áquila. Lo encontró Clodio después de una noche de borrachera; estaba tirado a un par de leguas de la carretera en esos bosques que puedes ver desde mi tejado. Sólo los dioses saben de dónde vino ese vago cabroncete con ínfulas de grandeza. Nunca ha cumplido un día de trabajo en su vida, igual que su padre.
Cholón tuvo una corazonada sobre aquella noche muchos años atrás, el festival de Lupercalia, cuando Aulo y él habían dejado un pequeño bulto en unos bosques alejados de una carretera principal, pero la descartó. El abandono era algo frecuente y semejantes coincidencias eran cosa de obras y comedias, no de la vida real.
—Mi único interés es que el chico reciba el dinero que se le debe. ¿Crees que regresará aquí?
—¡Nunca! —dijo Rufurio. Su padre lo miró furioso, pero estaba de acuerdo, y Cholón dio la vuelta para encarar al chico mientras este continuaba—. Tiene parientes en Roma, un panadero llamado Demetrio.
—No son parientes, el chico nunca fue adoptado oficialmente —gruñó Dabo. Entonces su rostro adquirió un aspecto astuto—. Hay hijos de la sangre de Clodio Terencio, así que habría que darles algún dinero a ellos. Una hermana suya vive al otro lado de Aprilium.
—¿Vivían con su padre? —Dabo negó con un movimiento de cabeza—. Entonces no son aptos. La herencia era para quienes dependieran de él. ¿Ese Áquila ha alcanzado la madurez?
—No.
—Es decir, que tiene…
Dabo miró a su hijo pequeño, como para confirmar, por la diferencia de edad, la veracidad de su respuesta.
—Unas trece primaveras, supongo.
—Entonces es el único apto y el dinero es suyo. Dejaré instrucciones en el templo de la diosa Roma en Aprilium. En caso de que regresara, debes enviarlo a ese lugar.
—¿Y si no regresa? —preguntó Dabo.
—Puedo buscar a ese Demetrio Terencio en Roma. Más que eso no puedo hacer.
Ella los estaba esperando en el mismo lugar, acuclillada al lado de la pista con la mirada fija en los huesos esparcidos ante ella, y como su carro bloqueaba el camino, los porteadores de Cholón se vieron forzados a detenerse. Él caminó hacia ella para ver que apuntaba con un dedo hacia la tierra roja, en la que había dibujado la silueta de un águila picuda con las alas extendidas como si volara. La vieja no levantó la vista cuando Cholón carraspeó cortés, y al final él tocó el hombro de ella cuando ella no respondió. La escuálida figura cayó hacia un lado, la cabeza extendida hacia atrás, y Cholón pudo ver con claridad que no había vida en aquellos ojos negros. Miró los huesos, tirados en el polvo en el mismo sitio en que habían sido arrojados, y el águila dibujada, mientras se preguntaba qué mensaje, si es que había alguno, contenían.