Capítulo Seis

Marcelo se levantó antes del canto del gallo, pues sabía que, en casa, todos tenían un ajetreado día por delante. Apenas había terminado de vestirse cuando oyó que lo llamaban, así que salió corriendo hacia el estudio y no le sorprendió lo más mínimo encontrar que su padre ya estaba rodeado de escribas y hasta el cuello de trabajo. Esperó con paciencia a que concluyeran el asunto y, una vez que los hombres que lo asistían se marcharon, su padre le invitó a sentarse frente a él, preliminar para otra de sus charlas sobre el Estado de Roma y la naturaleza de la política.

—Ha sido mi deseo que compartieras mis pensamientos, Marcelo.

El chico esbozó en su rostro un gesto que aparentaba atención, algo que había aprendido muy pronto en su vida. Desde el momento en que Lucio lo había considerado capaz de razonar, había incluido a su hijo en algunos aspectos de sus ideas, y según había pasado el tiempo, aquello se había hecho más complejo. Ahora era tratado como un confidente, quizá la única persona de Roma con la que su padre era abiertamente sincero. Lucio insistía en que si Marcelo iba a recibir su herencia y el poder que ahora él ostentaba, debía entonces saber tanto cómo había sido adquirida, como los métodos por los que se ejercía.

Aquellas sesiones habían sido algo que esperaba con ganas antaño, en una época en que tales charlas eran medios para enseñar a Marcelo historia romana, hablándole, en ocasiones, sobre los antiguos libros de profecías que la Sibila de Cumas le había vendido a Tarquinio el Soberbio, incompletos porque la Sibila se los había ofrecido al rey romano a cambio de una fortuna en oro. Cuando él se negó a pagar, ella quemó la mitad de los libros y le ofreció lo que quedaba al mismo precio. Otro rechazo condujo a otra parte quemada, y al final Tarquinio pagó el precio que le exigía por una cuarta parte de lo que podía haber obtenido al principio. Lucio los había visto, e incluso había copiado algunos, por eso el padre y el hijo habían empleado más de una hora feliz intentando encontrar el sentido de los acertijos que contenían los libros salvados de la quema, así como especulando sobre lo que se había perdido. Ahora todo aquello parecía distante, hacía mucho que Lucio había renunciado a aquello y a sus lecciones sobre historia para dedicarse a disertar sobre el día a día del estado de la política romana, a la vez que hacía tiempo que su hijo había dejado de darle las gracias por lo que consideraba una molestia.

—Antes de esto ya te he contado cómo derroché mi juventud —Lucio se inclinó hacia delante con una leve sonrisa en su rostro—. No la derroché del todo, pues serví como soldado en cuatro campañas. Sé que mi buena fortuna proviene de mi nombramiento como praefectus fabrum. Soporto las pullas de mis compañeros, unos auténticos idiotas que no podrían entender que un buen intendente es tan vital para un ejército como un buen comandante general. Cualquier bobo puede usar una espada, pero se necesita algo más que un brazo musculoso para alimentar a una legión en marcha.

Marcelo contuvo un bostezo: ya había oído antes todo aquello, lo que su padre llamaba su despertar. Con la esperanza de un ligero cambio en el relato, hizo una pregunta.

—¿Aulo Cornelio se burlaba de ti?

Lucio parpadeó por la interrupción, con su mente atrapada en aquellos días lejanos, cuarenta años atrás, cuando, no mucho mayor que su hijo, había soñado con un tipo de gloria diferente, el tipo de galardón que aquel mismo día iba a serle otorgado a Vegecio Flámino. El nombre de Aulo Cornelio coloreaba aquel recuerdo, y tintaba sus pensamientos de envidia acompañada del lamento por la pérdida de la simplicidad de su temprana amistad. No podía decidir entre sentirse complacido o irritado por la manera tan abierta en que Marcelo admiraba al hombre con quien él había emprendido la carrera militar.

—No, Marcelo, él no se burlaba, más bien al contrario. Entre aquellos con los que yo servía, él fue el único que me animó a aceptar el puesto. Éramos muy amigos en aquellos tiempos, y por mí hubiéramos continuado siéndolo de aquella manera. Pero no pudo ser así.

Marcelo abrió la boca para hablar, para preguntarle cómo un hombre tan honorable pudo dejar de ser su amigo íntimo, y cómo a un villano como Vegecio Flámino, que claramente había dejado morir a aquel mismo hombre, podía otorgársele un triunfo; pero su padre le arrebató la oportunidad.

—¡Harás el favor de no interrumpirme otra vez!

—Mis disculpas, padre, pero desearía que me hablaras más sobre tus tiempos en el ejército.

Si Lucio se dio cuenta del matiz, que implicaba que hablara menos de política, no lo hizo notar.

—Ya experimentarás tu propia etapa como soldado, Marcelo, así que no necesitas que te hable de mi época en las legiones. Y cuídate de los cuentos de viejos soldados porque son muy exagerados —Lucio arrugó la frente—. Tenemos que debatir un tema más importante.

Marcelo agachó un poco su cabeza en señal de acatamiento.

—Hoy tenemos que asistir a la coronación con hojas de roble de un hombre que, en realidad, no lo merece. Ayer dispuse ante ti los hechos para que los consideraras, y noté una marcada falta de entusiasmo por lo que dije, algo aceptable cuando se confronta de repente con una idea desagradable, pero has tenido tiempo para reflexionar. Ahora quiero que me expliques por qué al actuar como lo he hecho yo, he seguido el curso apropiado.

Marcelo seguía sentado y en silencio, con la cabeza aún agachada. Conocía la respuesta, o eso pensaba, pero era reacio a consentir en explicarlo, pues en su corazón sabía que estaba mal. Rebelarse en la familia de los Falerio solía ser una experiencia dolorosa, aunque Marcelo sentía una necesidad absoluta de hacerlo en lo más hondo de su pecho.

—¿Y bien? —dijo Lucio bruscamente.

Marcelo alzó la cabeza con rapidez.

—No puedo entender por qué has actuado como lo has hecho, padre. Creo que lo que has hecho deshonra a Roma, al Senado y a esta casa.

Miró con dureza a Lucio, cuyo rostro se había congelado en una máscara de furia. Su hijo nunca había osado dirigirse a él así, y el sobresalto era evidente en sus ojos. No hubo ningún grito, no era esa la forma de actuar de su padre. Lucio se esforzaría por controlar su voz y daría la orden de castigar a su hijo en un tono gélido e inexpresivo. El chico no podía saber que, por mucho que a su padre le disgustara la idea de ser cuestionado, también reconocía que su hijo estaba llegando a un punto en que la aceptación automática de la postura paterna le resultaba difícil. Todos los hijos discrepaban de sus padres, estaba en la naturaleza de las cosas, y el juvenil sentido de Marcelo sobre el valor de los principios no era algo sorprendente: ¿acaso él mismo no era así a su edad? Así que se recostó en su silla a la vez que formaba un arco con sus largos dedos.

—Explícate.

Las palabras acumuladas salieron a trompicones, desordenadas y apasionadas.

—Vegecio es un gusano corrupto. Me contaste en este mismo cuarto que enviabas a Aulo Cornelio a Illyricum para poner fin a los flagrantes robos de aquel hombre. Sabes, reconócelo sin reservas, que Vegecio dejó a Aulo Cornelio en la estacada, lo dejó morir como un perro para poder así hacerse con su triunfo. Los rumores del foro dicen que es algo que él no merece de ninguna manera, puesto que una buena cantidad de los huesos del campo de batalla eran de provincianos inocentes, no de rebeldes ni de invasores. ¿Cómo puedes levantarte en el foro y defender la causa de Vegecio cuando deberías exigir su impugnación?

Marcelo quedó en silencio. Sus manos, que había estado agitando con furia, yacían ahora a los lados. Lucio lo miraba sin expresión, mientras con las yemas de cada uno de sus arqueados dedos acariciaba su labio inferior. Despacio, sus manos se separaron y se posaron planas sobre el escritorio.

—Uno se pregunta si el dinero empleado en tu educación ha merecido la pena. Ese ha sido el peor discurso pronunciado que nunca haya oído. Has permitido que el sentimiento destruya tu oratoria y también tu argumento. Aunque sé que has estudiado mi dilema. El único fallo en tu conclusión es este: te has decantado por el bando equivocado.

—Es el bando del honor —dijo Marcelo desafiante.

La voz de Lucio fue tan cortante como un latigazo y lo cortó igual de deprisa.

—No vayas demasiado lejos, hijo mío. Ya te has tomado bastantes libertades por hoy —su cabeza se movía despacio, de un lado al otro—. Todo lo que dices es del todo cierto, y sería excelente actuar siempre de forma honrosa. Aulo Cornelio era así, siempre comparaba cada uno de sus actos con su dignitas. Tú lo admiras tanto que no te parece estúpido que un hombre de su posición se permitiera ser asesinado mientras estaba al mando de menos de trescientos hombres.

—Las Termópilas —dijo Marcelo en voz baja.

—¡Roma! —dijo con brusquedad Lucio, mientras apuntaba con el dedo hacia la calle que había al otro lado de la pared—. No te atrevas a igualar ningún mito helenístico con las necesidades de Roma. Sé que has leído las historias de Ptolomeo. Alejandro conquistó toda Grecia y Persia, e incluso sometió e invadió Egipto; ¿y ahora?, ¿dónde está tu Magna Grecia ahora, Marcelo? Es polvo, un simple recuerdo, como Esparta y las Termópilas. No hace mucho que éramos una ciudad como cualquier otra, presa de poderosos vecinos. Ahora somos los amos de medio mundo. He hablado de esto bastante a menudo, y esto no ha sucedido por algún tipo de accidente. Ciudadanos rectos, unidos en sus acciones por el bien del Estado, y un sistema de gobierno que rechaza el poder de un sólo hombre, lo hicieron posible.

Marcelo parpadeó. No era en absoluto frecuente que su padre, un hombre cuidadoso con sus palabras, se expresara de una manera tan simplificada. Añadido a que su normal actitud calmada había desaparecido, expresaba cada matiz tan apasionadamente como había hecho Marcelo.

—No fue la chusma la que rindió Cartago, ni nuestros aliados ni ningún tirano, fuimos nosotros. No fueron generales ni mercenarios en busca de poder supremo quienes se hicieron con el control del este para que nosotros nos enfrentáramos a Partia, fueron cónsules electos y un ejército de hombres que tenían algo por lo que luchar: la propia tierra en la que labraban. ¿Y quién los guiaba? Nosotros, las familias que proporcionaron los generales y los magistrados, que les dieron leyes y justicia en los tribunales. Fuera de aquí hay gente que destruiría todo lo que hemos construido y no tengas duda de que también parlotean sobre el honor. Semejante concepto es adecuado para un chico de tu edad, pero según los chicos se hacen hombres, deberían adquirir sabiduría. Cuando dices que he deshonrado esta casa, te olvidas de añadir que he cumplido mi deber tanto por la familia como por mi clase. Al asegurar el triunfo de Vegecio lo he vinculado con firmeza, a él y a quienes lo apoyan, a la causa aristocrática. Sí, él actuó de modo abyecto y cobarde, aunque al final cumplió su obligación. Illyricum está en paz.

Lucio, que en su apasionamiento había salivado un poco, se detuvo para enjugarse la boca.

—¿Qué habría pasado si hubiera sido impugnado? Algunos del foro se habrían puesto en pie para sacar ventaja de la confusión entre nuestras filas, habrían argumentado a favor de la reforma de la tierra y la ampliación del derecho al voto, de forma que cualquier campesino de Italia sería un ciudadano romano, y la justicia se convertiría en juguete de la turba en vez de ser prerrogativa de los nobles de nacimiento. ¿Crees que las exigencias se detendría ahí? No, el gobierno del Imperio se convertiría en un juego entre facciones políticas. ¿Y cuánto duraríamos entonces? Nos desmoronaríamos, como todos los imperios anteriores a nosotros. Los faraones, Persia, la Magna Grecia, Cartago, los seléucidas. Agradece a los dioses que yo tenga el sentido suficiente de poner mi deber y la supervivencia de Roma por encima de mis deseos egoístas de honor personal. La posteridad recordará que, aunque fracasé a la hora de colocar la virtud por encima de la necesidad, desde luego hice bien por la República.

Lucio había perdido el control y, para su hijo, aquella era una visión aterradora, pues las demostraciones apasionadas eran para él anatema. Se puso en pie de repente, empujando hacia atrás su silla con un golpe, y levantó su voz con aspereza.

—¡Ven conmigo, chico!

Salió con paso firme de su estudio, y Marcelo lo seguía inquieto mientras cruzaba el patio en dirección a la pequeña capilla. Una vez allí, abrió los armarios decorados para descubrir las máscaras mortuorias de la familia. Después se volvió y arrastró a Marcelo hasta el altar.

—¡Jura sobre los huesos de tus antepasados, chico! ¡Jura que nunca antepondrás tu honor personal a las necesidades de Roma! Jura que defenderás la ciudad contra aquellos que regalarían la riqueza de nuestra familia, que arrebatarían el poder de nuestra familia y convertirían a gente como los Falerio en perros —Lucio casi gritaba ahora y zarandeaba a su hijo por los hombros, mientras las delgadas puntas de sus dedos se clavaban dolorosamente en la carne de Marcelo—. Maldito seas, jura. Prefiero verte muerto antes que dejarte destruir lo que he luchado por conservar.

Una hora después, Lucio Falerio Nerva ya estaba bastante amable, y sonreía y saludaba con la cabeza a sus amigos, todos ellos clientes y comprometidos con su causa. La casa de los Falerio rebosaba de invitados de todas las edades y de ambos sexos. Las mujeres se hacían cargo de los niños más pequeños y habían sido relegadas, con sus niñas, a otra parte de la casa. En el atrio estaban los hombres togados y los chicos mayores, y Lucio era el centro de atención. Tan pronto como pudo hacerlo de manera apropiada, Marcelo se alejó del lado de su padre, aún impresionado por el intercambio de pareceres que habían tenido aquella mañana; las ceremonias que habían acompañado al triunfo disfrutado por Vegecio Flámino y su legión, no habían servido para quitarle la sensación de disgusto.

Un sirviente se aproximó a Lucio y le susurró al oído, y él alzó una mano antes de volverse hacia la puerta principal, lo que hizo que todo el mundo quedara en silencio. Permanecieron como estatuas mientras se abría la puerta y Vegecio Flámino hacía su entrada, seguido de varios senadores que eran o bien familiares, o bien clientes cercanos. Vestía todavía como un soldado, con su capa triunfal púrpura, el rostro pintado de rojo y la corona de hojas de roble en su frente. Marcelo aún pudo ver los rollos de grasa bajo su armadura y su papada temblorosa de antemano mientras Lucio avanzaba para recibirlo. Se abrazaron como hermanos; después su anfitrión se dio la vuelta al tiempo que abría los brazos para presentar a su nuevo invitado, y la habitación estalló con los vítores y aplausos de los hombres. Lucio miró a su hijo, que aún estaba resentido por el juramento que había hecho por la mañana, a través de la muchedumbre, con ojos severos y centelleantes, mientras todavía sujetaba con su mano la del héroe conquistador. Parecía estar diciéndole a Marcelo: «Mira aquí. El mismo día de su triunfo, ¡este hombre viene a visitarme! ¡No hay nada más honorable que esto!».

—¿Tu padre parece eufórico?

Marcelo se giró para mirar a un joven alto que vestía una simple toga blanca. Se veía un gesto burlón en su rostro, para remarcar el hecho de que se trataba de una pregunta y no de una afirmación. Marcelo se dio cuenta de que, al fruncir tanto el ceño con la bienvenida a Vegecio, había dado razones a aquel hombre para que le preguntara cuál era la razón.

—Vegecio le honra —dijo deprisa.

El atractivo rostro se nubló, sus oscuras cejas se unieron en una mirada negra, mientras Marcelo intentaba situarlo, pues sabía que lo había visto antes. El rostro estaba bronceado, como si pasara mucho tiempo al aire libre, su voz era profunda y su porte soldadesco.

—Nunca he sido de la opinión de que Vegecio pudiese honrar a nadie, ni siquiera a sí mismo.

—Te conozco, ¿verdad?

Los ojos del otro hombre no habían abandonado la escena del centro de la habitación.

—La vergüenza final.

Marcelo siguió su mirada y vio a Quinto Cornelio, ahora un visitante asiduo en casa de los Falerio, que avanzaba para abrazar a Vegecio. La amargura en la voz del hombre que estaba a su lado le dio la pista definitiva y el reconocimiento llegó con rapidez, aún no había visto a Tito Cornelio hacía muchos años.

Claudia Cornelia oyó los vítores y, puesto que sabía lo que implicaban, sintió que su corazón se contraía, mientras al mismo tiempo se preguntaba por la ingenuidad de tal reacción. Se había criado en una familia senatorial, con un padre indulgente que la trataba como a una niña inteligente, un hombre que explicaba la forma en que funcionaba el mundo, en realidad, como algo opuesto al mito por el que la gente se mantenía: la honestidad era rara, la corrupción era la norma. Aulo había sido la excepción y eso, junto con su fama, fue lo que primero la atrajo hacia él. Quizá Tito hubiese heredado las ideas de su padre. Desde luego parecía dispuesto a matar a su hermano mayor cuando averiguó lo que se proponía, sentimiento que ella aprobaba de corazón, si bien ambos se habían mantenido en silencio. Quinto sufriría por sus propios crímenes si los dioses eran justos.

El parloteo de las otras mujeres interrumpió sus pensamientos, así que Claudia volvió a atender a su conversación, que parecía versar del todo en las posibilidades de ser asaltadas y robadas en las calles, del precio y la calidad de los esclavos para el hogar, y cuestiones como las cantidades robadas a amos indulgentes por esclavos a los que se había confiado la gestión de la casa, todas ellas en extremo tediosas. Se hubiera sentido mortificada si le hubieran dicho que aquellos sentimientos eran evidentes en su rostro: los vítores, además de los cotilleos que había oído, tan sumamente banales, de un grupo supuestamente compuesto por la crema de la sociedad romana. Valeria Trebonia la estaba observando desde cerca, algo que había hecho nada más entrar en la habitación.

En parte, era la belleza de Claudia lo que excitaba su curiosidad; la esposa del difunto Macedónico era famosa en toda Roma por su majestuoso porte y sus exquisitos modales, pero Valeria también prestaba atención a su indiferencia, la forma en que parecía encajar en aquella escena sin pertenecer a ella. La sencillez de su vestimenta tenía algo relacionado con aquella impresión, pues Claudia evitaba todo adorno excesivo. Pese a toda presunción de virtud de las damas de la habitación, muchas se habían rendido a las últimas modas griegas, adornaban sus cabellos y bordeaban sus vestidos con estampados.

No así Claudia Cornelia: su cabello negro estaba peinado de forma sencilla, una masa de rizos por encima, recogida con una redecilla trenzada, y el resto caía suelto en una cascada por la parte de atrás de su elegante cuello. Su ropaje era igual de sencillo, un vestido blanco y liso, suelto por debajo de su pecho, que la hacía parecer llegada de otra época más austera. Con toda la plenitud de su figura, no había nada de afectación en ella. Destilaba arrogancia, sin traza alguna de crueldad, una gran belleza que no comportaba insinuación de vanidad, y una compostura que denotaba su linaje aristocrático.

Valeria admiraba enormemente a Claudia. Los ruidosos chiquillos que jugaban a su alrededor con abandono parecían incapaces de atravesar su quietud y aún así la opinión que tenía de sus madres se reflejaba en su semblante. La chica era precoz para su edad, y los primeros signos de su madurez como mujer eran ya evidentes. Era inusual ser tan extremadamente impresionable en la pubertad, pero Valeria Trebonia superaba en un grado a las chicas de su edad. Con unos padres complacientes y una casa llena de hermanos, a ella se le permitía una libertad en la educación que se negaba a la mayoría de las chicas de su edad. Pocas familias se molestaban en educar a una niña fuera de la preparación necesaria para el matrimonio y la crianza de los hijos, pero su padre se había hecho con esclavos eruditos para sus hijos mayores, lo que permitía a su hija acceso a los conocimientos que aquellos impartían. No es que a ella se le hubieran concedido estas cosas: en una casa, y mucho menos en una sociedad, tan dominada por los hombres, Valeria había tenido que luchar por cada privilegio que se había ganado.

Ella se quejaba vivamente de las ventajas otorgadas a su hermano Cayo, que estudiaba con el pedagogo griego Timeón en aquella misma casa, pero sus padres se habían negado no sólo por el coste, sino también por la idea de pedir a alguien tan estricto con la tradición como Lucio que admitiese a una chica en su clase. Puede que este hubiera pagado una fortuna por Timeón, pero había recuperado con mucho aquel desembolso al vender sus servicios a los hijos de sus vecinos, con la ventaja añadida de dar a Marcelo compañeros de una clase adecuada.

La necesidad, así como el deseo de manipular, habían hecho astuta a Valeria, por lo que tenía experiencia en el arte de jugar con las emociones adultas para conseguir sus fines. Aquella habilidad la extendía también a los de su propia edad, en especial a los amigos de su hermano, y recientemente había descubierto que existía más de un método para incomodar a aquellos chicos ingenuos. Y al tiempo que su figura maduraba, ella dejó a un lado las burlas de los niños en favor del desdén de una mujer.

El objeto de su admiración la miró de repente, a sabiendas de que Valeria la había estado observando fijamente durante un rato. Claudia conocía a la chica: en una sociedad tan cerrada, en la que ricos y poderosos se reunían de continuo en los mismos acontecimientos, se habían encontrado muchas veces. La chica no se sonrojó al ser descubierta ni intentó apartar la mirada, y Claudia, al darse cuenta, vio también que Valeria había crecido, había florecido, y estaba encantadora con su ropa sencilla y juvenil.

La mirada fija, muy cerca a un desafío, era típica: siempre había pensado que la chica era algo temperamental, dada a las pataletas emocionales, algo que sus padres no sólo permitían, sino que cedían a ello, impotentes frente a los cambios de humor de su hija. Ella misma, que era una persona estricta, nunca había sentido que una dosis de buena y anticuada disciplina romana fuese a resultar en una nueva Valeria Trebonia. Aun así, el cambio despertó su curiosidad, si la chica gruñona había desaparecido para ser reemplazada por una llamativa jovencita, ¿habría desaparecido también su temperamento? Claudia le hizo una seña y Valeria irguió su recién adquirida estatura, además de su porte, que reforzaba la impresión de belleza en pleno florecimiento.

—Siéntate conmigo, niña.

Valeria frunció el ceño, lo que divirtió a Claudia, que había usado el término «niña» a propósito. Pero su rostro se despejó enseguida: aquella damita no iba a permitirse que la incomodaran.

—Gracias, dama Claudia —replicó ella, y se sentó tras una ligera reverencia.

Hay un ritual en estos encuentros que ni siquiera la templanza puede evitar. Claudia tuvo que preguntarle por sus padres, incluso aunque su madre estuviese a la vista en el otro lado de la habitación, esforzándose por controlar a los ruidosos hermanos pequeños de Valeria. Así mismo, debían identificar la última vez que se habían encontrado y hacer comentarios sobre el carácter agradable de aquella ocasión. Tenían que intercambiar condolencias mutuas: Claudia había perdido un marido, mientras que el abuelo de Valeria había sido apuñalado con saña hasta la muerte por los mismos rebeldes ilirios. Pero Claudia estaba decidida a evitar una costumbre, la de decirle a la muchacha que había crecido, en parte para evitar la necesidad de adularla, pero más por causa de que, al tratar con aquella jovencita, una observación semejante era superflua.

—Al menos puedes confortarte porque tu abuelo murió como debe morir un romano.

Valeria la miró un poco ansiosa al tiempo que contestaba.

—Desearía haber estado allí para verlo.

—¡Cómo! —exclamó Claudia mientras casi perdía la compostura.

—Encontramos a uno de los soldados que lo vio morir, un centurión llamado Didio Flaco. Mi padre lo trajo a casa y le pagó para que pudiera relatarnos la historia y jurara, en la capilla de la familia, que nuestro nombre ha sido ennoblecido por las hazañas del abuelo.

Claudia aún estaba sorprendida, pues veía en las sonrojadas mejillas de Valeria y en sus ojos un brillo que era desconcertante. Sabía que los Trebonio criaban a sus hijos de manera relajada, pero no podía creer que hubiesen permitido a su hija estar presente en una ocasión semejante.

—¿Y tú estabas allí?

Aquello trajo de vuelta parte del mal genio al rostro de Valeria, y cierto tono de rencor a su voz.

—No. Pero a Cayo le permitieron asistir. Tuve que escuchar a escondidas para oír algo.

No parecía tener sentido comentar que lo que había hecho estaba mal y era irreverente; además, no formaba parte de sus deberes reprender a la hija de otra persona. Tampoco es que tuviera oportunidad, el entusiasmo había vuelto al rostro de Valeria y su voz tenía un tono jadeante mientras contaba lo que había oído.

—Todas las mujeres fueron violadas, por supuesto, mucho antes de que mataran a puñaladas al abuelo. No pudieron encontrar ni un rastro de él, ya sabes, así que tuvimos que encargar una máscara mortuoria de memoria. Flaco dijo que hombres y mujeres yacían juntos, como si fuera…

Aquí Valeria titubeó, insegura de qué palabra usar, pero Claudia tuvo la clara impresión de que, en su estado de ansiedad, había estado a punto de blasfemar y sólo se contuvo justo a tiempo.

—¡No puedo imaginar lo que te hace decir que desearías haber estado allí!

Valeria puso una mano en el brazo de Claudia, a la vez que apretaba para aclararlo.

—Pero, ¿no lo ves? Le daría vida a las historias.

—¿Qué historias?

—Aquellas que escribió Posidonio sobre los hombres de las tribus de los Alpes. Es un buen historiador y cuenta muchas cosas sobre los celtas y sus costumbres, pero deja fuera demasiado sobre lo que pasa de verdad.

—Como las violaciones en masa y los hombres mutilados.

Si Claudia esperaba una respuesta razonada de la chica, quedó decepcionada, Valeria asintió enérgica.

—¿Te imaginas lo que debe de ser eso, luchar y derramar sangre, matar a un hombre antes de que él te mate a ti, que te hieran y sangrar, o ver arder a un hombre vivo dentro de una jaula de mimbre?

—No, gracias a los dioses —replicó Claudia mientras se levantaba, visiblemente disgustada—. Y si yo fuera tú, joven dama, dirigiría mi mente hacia visiones más moderadas.

Valeria dirigió una amplia sonrisa hacia la elegante espalda de Claudia mientras esta se alejaba. Aún la admiraba y no había pretendido ofender a aquella dama mayor que ella, pero haberlo hecho le producía cierta emoción placentera, incluso aunque hubiera sido un acto inconsciente. Los gritos del exterior, donde jugaban los chicos, llamaron su atención. Aquello acrecentó su sonrisa a la vez que salía a mirar, mientras se comprometía, como lo hizo, a ser incluso más traviesa.

La pelota volaba de una mano a otra al mismo tiempo que los jugadores brincaban y daban saltos. Nunca pasaba más de un segundo en la palma de ninguna mano, pues la cogían y de inmediato se la lanzaban a otro mientras las chicas que observaban chillaban encantadas y animaban con entusiasmo a sus favoritos. Marcelo agarró la dura pelota de cuero con la mano, giró sobre sus talones y se la pasó con disimulo a Cayo Trebonio, a quien pilló del todo por sorpresa, pues se había movido para cubrir la evidente posibilidad de un lanzamiento por encima de la cabeza. Este hizo un tirabuzón en medio del salto al intentar saltar hacia atrás cuando aún se estaba moviendo hacia delante, y las puntas de sus dedos tocaron la pelota, pero no pudo agarrarla y se le escapó para acabar aterrizando en el polvo. Cayo tuvo la misma suerte y aterrizó pesada y dolorosamente sobre su cadera.

—Esta vez te ha pillado, Cayo —gritó Publio Calvino.

Marcelo ya se había acercado para ayudarle a levantarse, a la vez que le preguntaba si se había hecho daño. La cara del otro chico estaba contraída por el dolor, puesto que había caído sobre tierra endurecida por el sol, pero de todas formas dijo que no con la cabeza: nunca habrían dejado de recordárselo si hubiera admitido haberse hecho daño. Marcelo le sacudió el polvo mientras él se equilibraba en la pierna sana, y después se acercó a recoger la pelota, que había rodado hasta los pies de la hermana de Cayo, Valeria, aunque ella no había hecho ni ademán de recogerla.

Cuando la estaba mirando, a Marcelo le dio un vuelco el corazón, lo que hizo que se sintiera ridículo: la conocía desde siempre y toda su vida le había desagradado, aunque algo había cambiado en aquella cría desgalichada que siempre se las había arreglado para arruinar sus juegos de chicos. De repente tenía curvas y su rostro, con su melena arreglada para aquella ocasión formal, parecía diferente en cierto modo. Al agacharse para coger la pelota, su nariz percibió el aroma del cuerpo de ella y se encontró mirando el contorno de sus largas piernas, fácilmente visibles a través del tejido de su fino vestido de lana, con sus ojos recorriéndolas hacia arriba en dirección a la V formada donde se unían.

Marcelo se irguió de repente, con la mente revuelta: sólo se trataba de Valeria arreglada. La indiferencia volvería a surgir en el momento en que la viese con ropas normales, con el cabello suelto por los hombros; pero no podía mantener aquel pensamiento si la miraba a los ojos. Ella sonrió levemente, y su nariz se movió un poquito, mientras sus labios parecían haber cambiado, haberse vuelto más gruesos y tentadores. ¿O era sólo que estaba sonriendo, dado que lo normal era que anduviera sacándole la lengua?

—Siento haberle hecho daño a tu hermano —dijo él a la vez que se preguntaba por qué se habría molestado en hablar.

—¿A quién le importa mi hermano? —ella pasó la mano por la parte delantera de su vestido con un movimiento que él siguió con los ojos. Valeria sonrió aún más al ver que la mirada de él se detenía ante la visión de sus pechos adolescentes, que empujaban el fino tejido.

—Vamos, Marcelo —gritó Publio—. Si no te das prisa, te penalizaremos.

Marcelo se giró deprisa y lanzó la pelota con fuerza a Cneo, que la agarró con facilidad y apuntó por encima de la cabeza del aún dolorido Cayo, quien ignoró el dolor de su cadera y saltó para cogerla. La pelota ya estaba a medio camino de vuelta hacia Marcelo antes de que Cayo plantara su pie bueno en el suelo. No la tiró con fuerza, no podía lanzarla con mucha energía desde aquella posición, así que fue todavía más sorprendente que a Marcelo, el mejor jugador de todos ellos, se le escapara del todo. Sonrió débilmente ante un error tan tonto y después hizo un gesto grosero en respuesta al sonido de pedorreta que hizo Publio en su dirección.

Valeria se llevó los dedos a la nariz, como si intentara evitar el olor a sudor fresco que le había llegado después de que Marcelo se alejara.

—Es demasiado pronto, eso te lo concedo, pero es algo que tiene que ocurrir.

—Matrimonio —replicó Marcelo, aterrado.

—¿Por qué te resulta tan extraño, chico? —preguntó Lucio—. ¿Nunca has oído hablar de algo así?

—Es sólo que nunca me lo había planteado.

—No es cosa tuya planteártelo —insistió Lucio—, sino que soy yo quien tiene que decidir.

Lucio había estado bebiendo, más de lo que era bueno para él, algo inusual en un hombre tan abstemio, aunque era fácil entender el porqué. En su cabeza, el líder de los optimates había evitado el más contundente de los golpes. Al asociar a su causa a Vegecio y a sus seguidores sin perder al mismo tiempo el apoyo de los Cornelio, Lucio se había garantizado una mayoría imbatible en el Senado, algo que bien merecía ser celebrado. Pero había sido la presencia de todas las esposas e hijas en su casa, además del ambiente, lo que condujo la conversación a aquel punto.

—Aun así —dijo con una leve inclinación de cabeza—, sería interesante oír si tienes algo que sugerir.

—No sabría por dónde empezar.

—Es muy simple, Marcelo. Tenemos más poder, en especial después de lo de hoy, que ninguna persona de Roma, así que no necesitamos forjar más alianzas para aumentarlo.

—¿Y el dinero? —preguntó su hijo.

Lucio asintió.

—Siempre está a mano, puesto que somos una familia del linaje correcto. Tú sabes, Marcelo, que aunque heredé un patrimonio decente, he dedicado mi vida a la consecución de objetivos políticos, propósito por el cual he permanecido en Roma. Por eso, hombres de menor valía han sido capaces de llenar sus bolsas con conquistas militares o gobiernos provinciales, de una manera que a mí me estaba vetada.

—¿Nos hace falta dinero?

—Digamos que tenemos una fortuna que necesita arreglos. Por lo tanto, debes casarte con alguien que tenga una una muy buena fortuna, pero sin poder. Ellos estarán agradecidos por lo que nosotros les confiramos, ya sólo el nombre de los Falerio es algo, y nosotros podremos obtener una inmensa dote que asegure que la familia mantiene su posición dominante en la sociedad romana.

Marcelo, que también había tomado un par de vasos de vino, podía oler el aroma de Valeria en su nariz al evocar la imagen de ella, de pie ante él, y sintió que su sangre empezaba a acelerarse.

—¿La familia de los Trebonio es rica?

Lucio rompió a reír a carcajadas, mientras estiraba el cuello de forma que le hacía parecer un polluelo que demandara comida desde su nido.

—No, no lo es, pero de todas formas, tampoco importaría. Los Trebonio son nobles desde hace menos de doscientos años. Tendré que soportar rebajar mis exigencias por una buena dote, pero no quiero llegar tan lejos.