Capítulo Ocho
Pasada Neápolis, Flaco y los suyos siguieron hacia el sur, hacia Rhegium, con un sol incluso más caliente, y Áquila cerraba la marcha de la columna con la boca llena del polvo que levantaban los demás. Minca tenía libertad para correr junto a la carretera y beber a placer de los delgados arroyuelos que atravesaban los campos de ambos lados de la ruta. La bulliciosa carretera pavimentada estaba llena de carros y carromatos tirados por bueyes de ojos apagados, y de mensajeros a galope sobre caballos de posta que exigían derecho de paso, igual que hacían los oficiales y los ricos viajeros en litera con los que se encontraban de vez en cuando. Flaco y sus hombres viajaban por la mañana y a últimas horas de la tarde, pues, tanto hombres, como caballos, descansaban del calor del sol de mediodía durmiendo a la sombra. Por la noche, se detenían en alguna ciudad si podían, o, si la distancia lo exigía, en las casas de postas del camino, establecimientos plagados de pulgas, con mala comida y peor vino. Ahora Flaco tenía cuidado de pagar por adelantado lo que necesitaran, de manera que cualquier otro gasto recaería en quien lo hubiera pedido. No gastaba nada en el chico, que estaba obligado a alimentarse de las sobras de otros viajeros y de dormir en el establo, con su perro y los caballos.
Todos los intentos de Áquila de entablar conversación con Flaco eran estériles: el ex centurión no tenía ganas de hablar de sus años en las legiones ni de las hazañas de Clodio Terencio, que lo mejor que había conseguido era ser un inocente, y lo peor, un bufón amistoso que siempre andaba escaso de lo que necesitaba para marcharse; y que, además, se quejaba por todo: por tener que servir en lugar de Dabo, por la aparente indiferencia de la esposa que había dejado atrás, de quien siempre decía que tenía en su poder algo tan valioso que podría servir para pagar con creces cualquier permiso que él se tomara. Flaco no era idiota, y había oído a los hombres a su mando las promesas y excusas más manidas. Clodio habría prometido la luna por volver a casa, y Flaco sabía que aquello iba a ser lo último que viera de él, sin importar ya el dinero que Clodio perdió apostando con él.
De hecho, cada vez que el chico mencionaba el nombre, Flaco pensaba en el carro del tesoro, en aquel claro mal iluminado y en la riqueza que, por lo que él pensaba, había perdido Clodio, en la profecía que escuchó según la cual moriría cubierto de oro y en lo cerca que había estado su cumplimiento. ¿Por qué había intentado robar algo tan valioso con la única ayuda de alguien como Clodio Terencio? Aquel hombre había nacido para perder. Si había un espíritu que velaba por Clodio, ese era Egestes, la diosa de la pobreza.
Aunque en ocasiones hasta el desalmado Flaco pensaba en aquellos a los que Clodio y él habían visto morir y la manera en que habían sido asesinados; al fin y al cabo, eran compatriotas romanos. Los hombres civiles habían sido ahorcados en los árboles para servir como dianas de flechas y lanzas, las mujeres y las niñas habían sufrido el destino de toda mujer en una batalla perdida, pero también había visto soldados asesinados, uno a uno, obligados a abrirse camino entre dos filas de hombres que querían someterlos a golpes antes de darles el golpe final para acabar con ellos. Aquellos pensamientos lo volvían aún más taciturno, y eso ocurría antes de que considerara siquiera a los hombres que había dejado atrás en Thralaxas. Todo aquello eran cosas que deseaba olvidar, no eran memorias por las que quisiera ser recordado.
Cuando Flaco gruñía que lo dejara en paz, Áquila razonaba que aquel hombre mayor se arrepentía de su único momento de debilidad. No podía saber que cada mota de polvo en los dientes de Flaco le servía de excusa para maldecir la suerte que lo había puesto en aquel camino, con años de duro trabajo por delante y en compañía de una banda de degolladores cuya lealtad nunca podría comprar del todo, cuando había tenido una fortuna en sus manos; no podía saber que sus preguntas le traían de vuelta a la memoria todo aquello. Y tenía otras inquietudes. Pronto se hizo evidente que Toger y sus compañeros tenían acceso a dinero, aunque era un misterio cómo lo conseguían, porque tenían muy poco cuando los contrató. Cada vez que el grupo se detenía en una ciudad y después de que los hombres hubieran comido, Toger desaparecía durante una hora con otros dos, y regresaban con los medios para adquirir las cosas sin las que parecían incapaces de poder vivir: vino y mujeres. Su presencia en cada expedición afirmaba claramente que era un jefe alternativo para aquellos hombres, fuente segura de futuros problemas. Mientras asumía que se estaban dedicando a robar, Flaco decidió que necesitaba seguirles una noche. No iba a interferir: quería a aquellos hombres por las mismas habilidades que sospechaba estaban empleando, aunque había un límite. Si estaban haciendo algo más que robar, aquello podía suponer un riesgo para él.
Sus años en las legiones le habían dado olfato para los problemas. Esa noche, en una casa de postas a varias leguas de la ciudad más cercana, él tendría que haber sido capaz de relajarse, pero los hombres estaban inquietos. Podía ser que, por una vez, se hubieran quedado sin dinero. Por lo que él sabía, no habían pedido más vino ni habían preguntado al propietario sobre qué otros servicios ofrecía. En concreto, Toger daba vueltas como un león enjaulado, con la estrecha frente arrugada por el enojo y la frustración, mientras de vez en cuando dedicaba miradas de amenaza a Flaco con sus ojillos brillantes. El centurión comía despacio y vigilaba las conversaciones susurrantes, acompañadas de excesivos gestos y de muchas miradas de soslayo en su dirección.
Toger y otros dos, Dedón y Charro, esperaron a que él estuviera en el establo revisando los cascos de los caballos, antes de escabullirse bajo la poderosa luna, mientras Flaco los observaba desde el umbral de la puerta del establo. Esperó hasta que estuvieron fuera de su vista y después empezó a seguirles; pero los otros hombres aparecieron de la nada y, aunque no podía probarlo, estaba seguro de que bloquearían su persecución si intentaba continuar. Flaco tenía demasiada experiencia como para arriesgar un flanco al descubierto, así que les sonrió, hizo un gesto para indicar que había olvidado algo y regresó al establo.
—¿Dónde estás, chico? —dijo en voz baja.
—¡Aquí! —la respuesta llegaba desde encima de su cabeza y miró hacia arriba para ver a Áquila tumbado sobre una bala de paja con el perro a su lado.
—¿Cuánto te gustaría dormir en una cama limpia y comer de tu propio plato? —Áquila no respondió, ni siquiera parpadeó: sus brillantes ojos azules mantuvieron una firme y desconcertante mirada sobre el hombre mayor—.Toger ha salido a dar un paseíto con un par de compañeros.
—Ya lo sé. Salen la mayoría de las noches. Estarán de vuelta en una o dos horas.
Flaco habló con impaciencia, pues la sorpresa por la observación del chico desbordó su naturaleza, por lo común cautelosa.
—¿Sabes algo sobre en qué andan metidos?
—No.
—Vale, eso es lo que quería saber.
—Y tú no puedes irte porque los otros te cortan el paso.
—¿Cómo lo sabes?
Por primera vez el chico sonrió.
—Se pueden ver muchas cosas desde aquí arriba. Se puede ver que han ido hacia el norte desde lo alto de la colina y ya no se los puede ver desde la puerta del establo.
—Baja aquí —dijo Flaco de repente, enfadado por la manera en que el chico, con sus calmadas respuestas, lo superaba. Áquila se dejó caer desde el granero y aterrizó con suavidad doblando las rodillas para atenuar el golpe. El perro eligió un camino diferente, pues saltó a un montón de paja y se tumbó allí para vigilar.
—¿Crees que podrías seguirlos?
—Con facilidad. Estamos en el campo, no en la ciudad. Nunca he oído ni he visto un elefante, pero, en la maleza, Toger debe de sonar igual que uno —señaló con el pulgar hacia el perro—. Y Minca lo olfatearía a una milla de distancia.
Flaco lo agarró de una oreja y tiró de ella con suavidad, a la vez que ignoraba al perro, que se había levantado y los observaba con atención.
—Eres un chulito cabroncete, ¿verdad? Quiero saber a dónde han ido y qué han hecho. Averígualo y te pagaré la comida, pero si fallas, ese chucho y tú podéis volver a pie a la granja de Dabo, porque me quedaré como prenda esa yegua suya.
Áquila no se acobardó ni gritó cuando Flaco le tiró con más fuerza de la oreja, tan sólo miró fijamente al centurión mientras evitaba encogerse.
—Podré hacerlo si sueltas mi oreja.
Flaco sonrió y lo soltó.
—No te pareces en nada a Clodio, ¿eh?
Áquila se dio la vuelta y estaba a punto de salir por la ventana, mientras su perro lo seguía nervioso, pero su respuesta fue lo bastante clara.
—¿Y por qué tendría que parecerme a él?
La carretera se había construido sobre un paso elevado por debajo del cual corrían regatos a intervalos para facilitar la irrigación. Áquila avanzó en la dirección opuesta a la que había seguido Toger, cruzó la carretera pavimentada, se deslizó hacia abajo por el otro lado y corrió hacia el norte, para salir del campo de visión de los otros hombres, que estaban fuera de la casa de postas. Con Minca detrás, pasó por el primer canal cubierto por un arco y se abrió camino hacia el pequeño desfiladero que había visto tomar al trío. Giró de nuevo hacia el norte y corrió rápido y silencioso, a la vez que esquivaba los arbustos de aulaga y saltaba sobre las ramas caídas. El perro, que se había adelantado, se detenía de cuando en cuando para olfatear el viento noroeste y gemía con suavidad si detectaba algún olor fuerte. Áquila los oyó mucho antes de verlos, pues su descripción de Toger no había sido exagerada, y enseguida tuvo a los tres a la vista, Toger bien a la cabeza, avanzando a trompicones en paralelo con la carretera, sin intentar siquiera mantener el silencio según avanzaba a zancadas bajo la moribunda luz.
Áquila aminoró la marcha, llamó a Minca a su lado y se agachó detrás de los arbustos que le cubrían mientras los seguía. Aún se dirigían hacia el norte, estaba claro que con un destino en mente. Toger se detuvo, levantó un brazo para indicar algo a su derecha y todos se encaminaron hacia allá. Áquila dejó que marcharan, mientras esperaba a que se alejaran un buen trecho antes de encaramarse deprisa a uno de los pocos acebuches de aquel paisaje ralo y estéril. Las lámparas de la habitación principal de la villa brillaban con claridad en el crepúsculo, y la manera decidida en que los tres hombres caminaban hacia allí la identificaba como su destino, así que Áquila se dejó caer del árbol y corrió tras ellos, manteniéndose aún fuera de su vista. Se detuvo en seco al oír ladridos de perros, a la vez que agarraba a Minca y lo obligaba a sentarse, y se le heló la sangre cuando oyó hablar a Toger a no más de diez pasos. El viento había apartado su olor de la nariz de Minca y casi habían tropezado con ellos.
—Los perros ladran a cualquier cosa, ya lo sabéis.
Uno de los otros dos hombres habló con voz de enfado.
—Hemos venido al sitio por el lado malo. Nos han olfateado con el viento. Además suena como si fueran un montón. Nos triturarán si intentamos entrar a hurtadillas.
El tercero intervino.
—Siempre te precipitas en estas cosas, Toger.
Se oyó un leve ruido de forcejeo, después un jadeo, como si uno de los hombres estuviera dolorido, y la voz de Toger, ruda, como siempre, que ahora amenazaba en serio.
—Ten cuidado con lo que dices, malnacido.
La voz que replicó tenía un tono estrangulado.
—Sólo intentaba explicártelo.
—A mí tú no me explicas nada, Charro. Te lo aviso. ¿Me entiendes?
La tercera voz tenía una nota de miedo.
—No más matanzas, Toger.
—¿Te estás volviendo blando, Dedón?
—Me estoy volviendo sensato. Ya hemos matado en esta carretera, si lo hacemos otra vez, un magistrado tendría que tener el cerebro como un guisante para no atar cabos. No podemos ir dejando muertos por todo el camino desde Roma a Sicilia.
La voz de Toger sonó iracunda.
—¿Y qué sugieres, que hagamos todo el viaje sin una gota de vino y sin mujeres?
—No, pero si podemos robar sin derramar sangre, es mejor dejarlo. Y no veo cómo podemos robar en una granja sin herir a nadie. Era una idea ridícula.
—¿Y si te dijera que ese granjero tiene un par de hijas de primera?
—Te las puedes quedar para ti si te hace ilusión, Toger. Yo digo que esperemos hasta parar en otra ciudad.
—Estoy tan seco como las tetas de una vestal, y necesito una mujer.
—Nunca te he visto sin que estuvieras así, compadre. ¿Por qué no le pedimos a Flaco un adelanto de nuestras pagas?
La voz de Toger volvió a sonar enojada.
—No me arrodillaré delante de ese hijo de puta.
—Pues, te guste o no, Toger, ahora él es el jefe.
Otro jadeo estrangulado acompañó la respuesta de Toger.
—Eso ya lo veremos un día de estos. Quizá cuando me dé demasiadas órdenes.
—Entonces, vigila tu espalda, compadre —gruñó el tercer hombre—. Sin él no habrá ni comida ni bebida, por no hablar de las mujeres.
Toger resopló.
—¿Qué? ¿Que uno de vosotros intente matarme? Eso cuando los cerdos vuelen.
—Bueno, lo que digo es que esto nunca va a salir bien. O bien entramos ahí y los matamos a todos, incluidos los perros, o bien lo dejamos y volvemos a la casa de postas.
—Yo voto por dejarlo.
—Y yo digo que entremos —gruñó Toger.
Por primera vez, la voz de Dedón superó en determinación a la de Toger.
—Entonces tendrás que hacerlo tú solo.
Áquila oyó el sonido de una espada que golpeaba contra una roca, sonido que hizo que los perros ladraran furiosos otra vez, y esta vez fue lo suficientemente ruidoso como para que una puerta lejana se abriera.
—¿Para qué has hecho eso? —gruñó Toger.
—Para ayudarte a recuperar el sentido, compadre.
Siguió a aquello una sarta de maldiciones, acompañada del ruido que hicieron al levantarse para marchar. Áquila estuvo en pie y lejos de allí antes de que los tres hombres se hubieran dado la vuelta, y corría a toda prisa a la luz de la luna para poner tanta distancia entre ellos como pudiera. Siguió la misma ruta para regresar y llegó a la parte trasera de la casa de postas sin ser visto por los hombres, que buscaban en el camino alguna señal de la vuelta de sus compañeros. Metió a Minca en el establo y fue en busca de Flaco, a quien le contó casi sin aliento todo lo que había oído. El centurión parecía pensativo y le preguntó sobre la charla acerca del derramamiento de sangre, pero Áquila no le pudo contar más que lo que ya sabía.
—Bien, te has ganado cama y comida, chaval —señaló hacia la mesa—. Sírvete algo de comer —al no haber comido bien durante días, Áquila tenía un hambre canina. Se llenó la boca de pan y queso y se sirvió una mezcla de vino y agua—. Puedes acostarte en el barracón con los otros.
—¿Minca? —preguntó Áquila con la boca repleta de comida.
—Puede quedarse en el establo —contestó Flaco bruscamente—. ¡Y asegúrate de atarlo bien!
El dormitorio estaba lleno de viajeros dormidos. Los mercenarios, Toger incluido, estaban sentados fuera, hablando tranquilos, y quedaban en silencio cuando alguien se acercaba. El centurión había pagado por el catre de Áquila, además del derecho a usar el surtidor, y este aprovechó su privilegio para lavar su blusón y sus paños menores, todo ello rebozado en polvo por los días pasados en el camino. Se lo quitó todo, incluido su amuleto, que acariciaba con cuidado al tiempo que bombeaba agua en el abrevadero de piedra y pensaba en los muertos Fúlmina y Clodio, en tiempos más felices con este último, cuando, siendo aún un crío, nadaban juntos y se enzarzaban en peleas de broma, y en la tristeza de su partida.
Mientras lavaba deprisa, derramando agua por todas partes, echó sus ropas al agua, ahora ya sucia, y las frotó con vigor. Estaba escurriendo el exceso de agua de su blusón, cuando, al sentir que lo observaban, se dio la vuelta. Toger estaba de pie delante de la puerta, con lo que parecía una sonrisa en su cruel y desagradable rostro. Sus ojos porcinos bajaron a la entrepierna de Áquila y su sonrisa se ensanchó.
—Vaya, pero si ya eres un hombre —dijo con un resoplido. Estiró un dedo para señalar el vello que afloraba entre las piernas del chico—. Aunque creo que aún te falta bastante.
Se pasó la mano por su entrepierna.
—¿Quieres ver cómo es la de un hombre de verdad?
Áquila se puso su blusón rápidamente, aunque estaba empapado, con la intención de ocultar su desnudez. Se estremeció cuando la tela fría y húmeda tocó su piel y después alcanzó su amuleto.
—Vamos a echarle un vistazo a eso —soltó el rechoncho mercenario.
El chico lo miró desafiante mientras ataba el amuleto alrededor de la parte superior de su brazo. El rostro de Toger se contrajo en su gesto de enfado habitual y avanzó con pesadez hacia el abrevadero. Áquila intentó pasar por su lado, pero el hombre le puso una mano en el pecho y lo empujó hasta que su espalda estuvo apoyada contra la dura piedra; después acercó su cara y su aliento apestoso y el chico se apartó hacia un lado.
—Cuando te diga que hagas algo, niño, lo haces, porque si no puedo ser malo de verdad —Áquila vio que sus labios se separaban en una especie de sonrisa y sintió que alargaba una mano para sobar su entrepierna—. Pero, mira, también puedo ser bueno. Me da a mí que puedes necesitar alguien que te cubra las espaldas, tan jovencito como eres. Puede que un par de esos de ahí te tenga ganas. No les preocupa mucho dónde meterla, con tal de que esté caliente.
La barriga de Toger presionaba ahora a Áquila. La mano libre del mercenario jugueteó con su cabello dorado, después bajó y agarró el amuleto en el que resaltaba el águila.
—Bonito. A mí me quedaría bien. Puede que decida cogerlo algún día. A menos que seas mi amiguito. ¿Qué me dices, chaval?
Áquila no contestó ni tampoco podía mirar a los ojos del hombre, y sólo el sonido de unas voces que se dirigían hacia el cuarto del surtidor lo salvó de la necesidad de contestar. Toger lo apartó con violencia, metió las manos en el agua y sacó los paños menores de Áquila, que aún estaban dentro del agua. Después se los tiró al chico a la cabeza justo cuando entraban los otros mercenarios.
—No queremos que estén por medio, ¿verdad, chico? Podrían excitar a alguien.
Todos vieron las ropas que se habían lanzado y recogido, y una vez que las identificaron, les produjo bastante gracia. Puede que se preguntaran por qué el chico no se unía al jueguecito procaz, pero Áquila sospechaba que probablemente lo sabían.
La mano le cubrió la boca antes de que estuviera despierto del todo y sintió que el catre se hundía mientras el peso se apoyaba a su lado. La voz de Toger susurró en su oído mientras empujaba su cabeza hacia abajo hasta que su boca estuvo enterrada en la paja del jergón.
—Si haces ruido, te parto el cuello.
Áquila se revolvía en silencio, al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro. Podía sentir que Toger le clavaba su miembro e intentaba penetrarle mientras él apretaba con fuerza los músculos de sus nalgas y oía al hombre maldecir. Entonces el mercenario empujó su cara en el catre para intentar obligar a Áquila a permanecer boca abajo. Él se revolvió con fuerza, pero aquel hombre era todo músculos. Cruzó las piernas y apretó sus rodillas con todas sus fuerzas cuando Toger se puso encima de él. El mercenario abandonó su intento de forzarlo, y en vez de hacerlo, se colocó de manera que su pene quedó atrapado entre las nalgas de Áquila y su propia barriga. El chico notó que empezaba a moverse, notó la dureza de su erección en la parte baja de su espalda. Toger se movía cada vez más deprisa y también su respiración se aceleraba, hasta que un chorro de líquido caliente golpeó la columna de Áquila.
El mercenario dejó de moverse y empujó su boca contra la oreja del chico.
—Te lo haré, recuérdalo —susurró—. Y llegará un momento en que lo desearás. Lo hubiera hecho ahora, pero habrías despertado a todos. Espera a que te pille solo —Áquila creyó oír que se reía—. Y cuanto más te revuelvas, chaval, más me gustará.
La mano ya no le tapaba la boca. Áquila habló en voz baja sin saber bien por qué.
—No, no lo harás. A partir de ahora dormiré con mi perro.
Toger simplemente se rio, a la vez que empujaba la cabeza del chico contra la paja del jergón y con la otra hurgaba en la correa de cuero que sujetaba el amuleto, para desatarlo. No fue fácil, pero al final consiguió aflojarla; después se agachó para susurrar otra vez en la oreja de Áquila.
—Si quieres que te devuelva esto, chico, hay una única manera de conseguirlo: pon esos bonitos labios tuyos a trabajar. Y en cuanto al perro, no pongas muchas esperanzas en él, porque el viejo Toger nunca se arriesga. He tratado con perros toda mi vida. Si echas un vistazo en el granero, sabrás de qué estoy hablando.
El catre crujió mientras se levantaba. Áquila se dio la vuelta y lo vio caminar con descaro hasta su propio catre al fondo de la habitación. Ninguno de los otros hombres se había despertado, o, si lo había hecho, no habría considerado aquello de su incumbencia. Se apretó la boca con la mano para refrenar sus lágrimas y se levantó deprisa. Corrió hasta el abrevadero para lavarse la porquería de Toger. Una vez limpio, se dirigió al granero, deseoso de la compañía de Minca, del calor de algo en lo que pudiera confiar.
Toger había usado la cuerda con la que Áquila había atado al perro de Gadoric, y lo había estrangulado a pulso, para dejar después el gran cuerpo negro colgado de una viga del granero. Áquila cayó de rodillas con el sentimiento de estar completamente solo, más solo que el día en que Fúlmina murió.
Se habían reunido junto a los caballos, que estaban atados y ensillados para la jornada de viaje. Toger daba la espalda al establo cuando Áquila salió, con la lanza en la mano y equilibrada con tranquilidad en su hombro. Sus ojos, igual que la punta de la lanza, apuntaban a la espalda de Toger. Dedón miró por encima del hombro del otro y movió la cabeza para señalar al chico; Toger se dio la vuelta y se sorprendió ante la visión de la lanza.
—Saca tus armas —dijo Áquila con voz inexpresiva.
Las cejas de Toger se elevaron aún más, de forma que desapareció cualquier rastro de su frente.
—¿Cómo dices, chaval?
—Te he dicho que saques tus armas. Si no lo haces, te mataré de todas formas.
—¿Tú me vas a matar a mí? —Toger se llevó el dedo gordo al pecho y dio la vuelta para que los otros entraran en su juego. Flaco, en pie detrás de su caballo, sacó su espada de la vaina. Si el chico hablaba en serio, cuando Toger lo matara, él tendría que acabar con el mercenario.
—Quieres que te devuelva esto, ¿no, chaval? —dijo Toger, mientras pasaba la mano por encima del amuleto de cuero, que ahora adornaba su brazo.
La cabeza de la lanza se movió levemente.
—Eso y que pagues por haber matado a mi perro.
Toger resaltó lo ridículo de la situación a los otros hombres.
—Mirad al enano enclenque. Si apenas puede levantar eso.
La voz de Áquila, tranquila y fría, hizo que se giraran para mirarlo.
—Es tu última oportunidad, Toger. No lo diré otra vez.
El mercenario no debería haberse reído, y fue aún más estúpido que echara la cabeza hacia atrás de aquella manera tan exagerada. La punta de la lanza le alcanzó en el centro del cuello y la fuerza de su impulso era tal que salió por la parte de atrás del cráneo. Después atacó Áquila, con gritos enloquecidos, pero para cuando sus puños golpearon a Toger en su peto de cuero, el hombre ya no podía sufrir más. La sangre manaba de su boca y de su cuello, burbujeaba al mezclarse con su aliento; cayó con las piernas tiesas y aterrizó en el polvo con un tremendo ruido sordo. Toger croó una o dos veces, después su cuerpo quedó exangüe. Áquila, de pie junto a él, tembloroso, extrajo su lanza del cráneo del hombre. El flujo se convirtió en un chorro mientras el corazón bombeaba la sangre fuera del cuello roto, formando un charco a los pies de Áquila. Con la lanza en el hombro, miró a los demás, que estaban boquiabiertos, anonadados por lo que había ocurrido. No podían creer que un simple crío pudiese matar a un hombre al que todos habían temido.
Su voz los devolvió al presente.
—Si alguno de vosotros trata de hacer lo que él intentó anoche, lo mataré también.
Flaco devolvió la espada a su vaina y levantó la voz.
—Diría que el chico nos ha hecho un favor a todos —las cabezas se volvieron y lo miraron, mientras intentaban captar el sentido de lo que había dicho. Flaco sabía que ese era el momento: si no estaban de acuerdo, podía dejarlos a todos atrás—. Yo estaba dispuesto a matarlo de todas formas, así que Áquila me acaba de ahorrar la molestia. Ahora cavad un agujero, enterrad a ese cabrón y pongámonos en camino.
Áquila había bajado la lanza y, temblando aún de la cabeza a los pies, dejaba que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Flaco se acercó y miró el cuerpo ya muerto; después se arrodilló de pronto, le quitó el amuleto y pasó un dedo por el águila antes de atarlo otra vez en el brazo del chico, que sollozaba. Cuando terminó, le dio una palmadita en la espalda y, después, le puso la mano en el hombro para calmarlo.
—Deberíamos apodarte Hércules, muchacho —Áquila levantó la vista hacia él, con los ojos aún húmedos, pues había temido morir, si no de mano de Toger, a manos de sus amigos entonces—. Creo que te daré una paga e incluso te encargaré un trabajo especial. Permanece a mi lado en todo momento, y si crees que estoy en algún peligro, usa esa lanza de la manera en que lo has hecho con ese cerdo. Mejor aún, puedes quedarte sus armas. Aprende a usarlas también y quizá hasta yo tenga que evitarte.
Áquila se sentó a descoser los puntos del amuleto con la punta del cuchillo de Toger, mientras cavaban la tumba. Su mente volvía una y otra vez a las palabras que había empleado Fúlmina. Le había dicho: «Póntelo cuando ya no temas a ningún hombre». Ahora no estaba seguro de que aquello fuese verdad, pero la sola idea de llevar puesto el amuleto de cuero le resultaba imposible de contemplar, pues cada vez que lo tocara pensaría en Toger y en lo que había pasado en el barracón: la sangre no había lavado su sensación de repugnancia. El oro brilló a la luz del sol mientras él miraba su herencia por primera vez, maravillado por la manera en que el pájaro, colocado contra el cielo azul, parecía volar. Descosió también la cadena, la pasó por el agujero de la parte de arriba del colgante y la sostuvo en sus manos, dispuesto a ponérsela, pero la sombra que se cernió sobre él hizo que el chico mirara hacia arriba. Dedón permanecía allí con los ojos fijos en el águila.
—Fue un buen trabajo conseguir que Toger no supiera que eso estaba en el amuleto, porque si no te habría colgado a ti en el granero en vez de al cachorro.
Áquila se puso el colgante y empujó el frío metal contra su tibia piel. Cerró los ojos y los rostros aparecieron ante él. Clodio, Fúlmina, Gadoric y Minca. Ahora del todo solo, no pudo contener las lágrimas que asomaron por las comisuras de sus ojos, así que se levantó de repente y caminó hacia los dos hoyos que los mercenarios habían excavado bien lejos del camino. Todos los ojos estaban fijos en el objeto, brillante por la luz del sol, que colgaba de su cuello. Arrojó el amuleto de cuero en la tumba más grande y se quedó mirando mientras lo enterraban. Minca fue enterrado con más ceremonia que Toger: se señaló su sepultura y se rezó una oración, tan apropiada como desgarradora.
No vio que Flaco miraba aquel colgante de oro, mientras se maldecía y se preguntaba si, después de todo, había sido sabio. Quizá había juzgado mal a Clodio Terencio.