Capítulo Diez

Como muchos otros senadores, el abuelo de Lucio Falerio Nerva había hecho bien en la distribución de los latifundios de la isla de Sicilia después de la segunda guerra púnica. Aquellas «granjas» no era como las de Italia, pues se trataba de vastas tierras de cultivo trabajadas del todo por mano de obra esclava. La propiedad principal, en la llanura costera del norte, era fértil, y, gracias a las colinas cercanas, solía estar bien irrigada. La otra, en un valle hacia el centro de la isla, menos favorecida, requería una mayor dedicación para el riego de la que Lucio había estado dispuesto a planificar o a sufragar. Se había dejado que ambos terrenos avanzaran a trompicones sin demasiadas mejoras, bajo el control de un perezoso capataz, y, lo que era peor que aquello, este había permitido que esclavos y esclavas se mezclaran en libertad, con resultados predecibles. Ellos mismos se construían cómodas chozas; algunos llevaban tanto tiempo en la tierra que sus hijos labraban junto a ellos, ambas generaciones trabajaban con parsimonia y comían una buena porción de lo que cultivaban. Tras una breve visita a las otras propiedades de Barbino, Flaco atajó aquello la primera semana al reconstruir los barracones de los esclavos (destruyó todo alojamiento exterior), a lo que siguió de inmediato un severo corte del suministro de alimento.

Un agrimensor habría ideado una manera práctica de aumentar el área de cultivo y, de esta forma, el rendimiento, mejora que requeriría incrementar el número de esclavos. Pero una inversión semejante podría recortar los beneficios de Flaco, así que primero decidió ver qué podía conseguir con los recursos que tenía a mano. Por lo que él sabía, ninguna otra granja de la isla funcionaba con un régimen tan indulgente, y todas producían beneficios más altos, así que la mejora inicial sería sencilla. Su siguiente paso era separar a las familias, una política que explicó a su banda de mercenarios.

—De ninguna manera deberían tener mujeres ni un lecho. Eso los ablanda. Vamos a trasladar a todas las mujeres y niños tierra adentro. De todas formas, son inútiles para trabajar los campos, en especial en época de labranza y siembra, y derraman donde no deben la mayoría del agua que llevan. Los enviaremos a la otra granja. Pueden empezar a trabajar en las zanjas de riego.

—No pueden romper piedras, Flaco —dijo Dedón, interrupción que resultaba más práctica que comprensiva.

—No, pero sí pueden moverlas. Romper piedras será el castigo para los que nos den problemas —recorrió de un vistazo a los mercenarios reunidos, consciente de su indiferencia—. No cometáis el error de pensar que todo esto va a ser fácil. Para empezar, tendremos mucha ayuda de las otras granjas, pero una vez que pongamos el lugar en orden, dependerá de nosotros. No tengo la esperanza de que todos vosotros estéis aquí en un año. Puede que uno o dos de vosotros estéis muertos.

Aquello hizo que prestaran atención.

—Nosotros sólo somos unos pocos y hay cientos de esclavos. Algunos de ellos trabajarán para nosotros, aquellos que preferirían despellejar a sus compañeros antes que trabajar la tierra, pero siempre nos superarán en número y hay un largo camino hasta Roma. Otras granjas, salvo las escasas huidas, tienen esclavos buenos y obedientes, pero sólo porque han sido duros con ellos. Trabajan o mueren, y si causan problemas, trabajan más duro aún y mueren más deprisa. Nuestro grupo lo ha tenido más fácil y no van a aceptar por las buenas lo que planeo hacer. Sólo hay una manera de mantenerse firmes ante cualquier problema. Tenéis que ser despiadados. Ante la primera señal de descontento, medidas duras. Matad si debéis hacerlo, pero recordad que los esclavos cuestan dinero.

—Y, ¿qué hay de las mujeres? —preguntó Charro.

—Amenazadlas, pero no las toquéis, a menos que, claro está, os den algún problema. En ese caso, podéis hacer con ellas lo que queráis.

Áquila, armado con una espada y un escudo además de su lanza, actuaba como una especie de guardia personal de Flaco, así que veía muy poco de la angustia que aquellas órdenes causaban: tras dar sus instrucciones, el nuevo capataz se conformaba con dejar que sus hombres las pusieran en práctica. Los mercenarios serían brutales, para eso se les pagaba, pero él no tenía deseo alguno de ser testigo de lo que hacían. Incluso Flaco habría impedido algunas de sus actividades más salvajes. El ex centurión recorría las propiedades, mientras esbozaba sus planes para un mejor uso de la tierra y el agua disponible. Áquila no vio cómo arrancaban a mujeres y niños de sus cabañas, ni supo de las penurias de su marcha a su encierro en la granja del interior sin comida ni agua para el camino, ni de los hombres que protestaban, que eran colgados de los pulgares en árboles y desollados casi hasta la muerte, o del destino de las mujeres que lucharon para quedarse allí, víctimas de la relajada observación de las instrucciones de Flaco. Algunas, después de haber servido a toda la banda, aún tenían vida suficiente como para ser devueltas a los barracones de los hombres, bajo la dura elección de satisfacer sus necesidades o la oferta de una muerte dolorosa.

Pero Áquila sí vio el humo de las chozas ardiendo en el horizonte, miró los ojos vidriosos de los hombres que ahora habían sido encerrados como rebaños en recintos cercados, vigilados mientras trabajaban, encadenados juntos; vio también los buitres en el cielo, antes de que descendieran a alimentarse de los cuerpos de las mujeres y niños que habían muerto durante la marcha. Había permanecido en pie junto a Flaco el día que aquellos hombres desafortunados, que habían osado protestar por su trato, con muy escasas herramientas para picar la sólida roca, empezaron el primer proyecto del nuevo sistema de irrigación. Sabía que los incentivos que se les habían ofrecido eran una mentira: no habría vida fácil una vez que hubieran cumplido el castigo. Áquila había estado con Flaco cuando este dibujaba los planos para el siguiente acueducto natural. Y si aquellos no se destrozaban con eso, serían devueltos a los campos, a labrar y sembrar, en el mismo momento en que aquel canal a través de las colinas estuviese terminado.

Comía con los mercenarios y escuchaba sus historias, feliz de que lo trataran como a un igual mientras relataban los incidentes más salaces. Él formaba parte de la banda, pues lo habían aceptado como uno más desde la muerte de Toger, y estaba creciendo, dejaba de ser un chico para transformarse en un hombre. Al fin, Áquila volvía a ser parte de una familia.

—Es hora de que mojes la mecha, chaval —dijo Dedón, afirmación que los demás recibieron con unos pocos comentarios procaces, acompañados de silbidos y vítores. Áquila se dio la vuelta deprisa para mirar hacia la mesa, desde donde Dedón había observado que su mirada quedaba fija en las bamboleantes caderas de Foebe, la más joven de las esclavas. En la cabaña había una docena de estas mujeres, que trabajaban como cocineras, sirvientas o concubinas. Algunas, como el objeto de sus atenciones, se habían resignado a su destino, y preferían aceptar las atenciones de los mercenarios antes que enfrentar la alternativa; otras se lo habían tomado como si hubiesen nacido a una nueva vida. Todas comían mejor que las otras esclavas, y si bien el trabajo era desagradable, era menos arduo que acarrear polvo y rocas.

Estaban sentados en la cabaña, en torno a una larga mesa de madera con los restos desparramados de su cena. Áquila, decidido a mantener el ritmo de sus nuevos amigos en lo referente al vino, estaba ligeramente borracho. Ellos tenían la terquedad de los hombres adultos acostumbrados a la bebida; él todavía era joven, no tenía aún edad de vestir la toga de adulto, así que dedicó a todos los de la mesa una mirada de complicidad con la intención de convencerlos de que la sugerencia llegaba bastante tarde.

—Ya tienes toda una mata de pelos en las pelotas —añadió Charro con un guiño exagerado. Después miró a sus compañeros y sonrió—. No me sorprendería que se la hayas estado metiendo a alguna de las chicas cuando no estamos por aquí.

Áquila lo miró con malicia para confirmar la verdad de la afirmación, mientras se tocaba un lado de la nariz lentamente con un dedo ante el coro de preguntas que vino a continuación. Dedón respondió con voz jocosa.

—Y dices que tiene pelos, Charro. ¿Eso cómo lo sabes? ¿Has estado echando un ojo mientras se lavaba?

—No sólo se lava, hermano. Esa águila que lleva al cuello no es la única cosa con la que juega.

Dedón fingió estar sorprendido.

—¿Es eso cierto? ¿Ha descubierto cómo usar esa mano derecha que tiene?

Áquila se ruborizó enfurecido, mientras todos se reían y hacían gestos con sus manos para ilustrar el acto al que se referían.

—Yo digo que le echemos un vistazo para ver lo que tiene.

Los otros rugieron su aprobación. Áquila se puso en pie rápidamente, pero las manos de los dos hombres que tenía a cada lado ya lo habían agarrado. En vano, forcejeó para liberarse mientras más manos lo agarraban según el resto de la banda se reunía a su alrededor. Una pareja de hombres cogió sus piernas y se encontró con que lo levantaban en el aire. Lo tumbaron sobre la mesa, mientras él se retorcía aún tan fuerte como podía, y desparramaba platos y copas. Sintió las manos en su ropa interior e intentó volverse mientras se la desgarraban; oyó los «¡Vaya, vaya!» de gozo y las expresiones desvergonzadas, al tiempo que mantenía los ojos cerrados con fuerza mientras lo examinaban detenidamente. Bastas manos toquetearon sus partes pudendas con más de una referencia al tamaño y a la función.

—Vamos a verlo con una mujer —gritó Dedón.

Más rugidos aplaudieron aquello. Le quitaron el blusón antes de volver a levantarlo en volandas. Los hombres lo llevaron a la fuerza a una de las habitaciones del fondo, y llamaron a todas las chicas para que fuesen testigos de lo que sucedía, y ellas se agolparon alrededor para ver aquel nuevo acontecimiento. Sólo Foebe se mantuvo apartada, sin ganas de participar.

—¿Quién será? —Dedón miraba con lascivia, con su dedo apuntando a las que tenían más ansias de verlo—. Venga, chicas, fuera esas ropas y dejad que nuestro héroe os eche un vistazo.

Dos de las chicas se quitaron la ropa y quedaron desnudas, preparadas para la inspección. Sus captores lo bajaron al suelo, sujetando aún sus brazos con fuerza, y le hicieron mirar a aquellas dos; los gritos que saludaron el inicio de su erección fueron más fuertes que cualquiera de los que se habían oído antes. Él intentó controlarse, pero no pudo, pues ya había empleado buena parte del tiempo en fantasear sobre el mismo acto que ahora le animaban a llevar a cabo.

Dedón señaló su entrepierna.

—Por lo que se ve, ya estás preparado para el placer con las chicas, pero aún tenemos que decidir quién va a ser la afortunada.

Lo empujaron hasta que estuvo de pie junto a la primera de las chicas, una criatura bastante rechoncha con enormes pechos. Dedón se había otorgado el papel de juez y se agachó para ver el efecto que aquello tenía en el muchacho.

—Por los dioses, compadres, ¡esto se mueve! La picha de Áquila tiene vida propia.

Lo pusieron frente a la siguiente chica, la mayor de todas, que movió un poco las caderas para encandilarlo. Áquila notaba cierta sensación en su entrepierna, una mezcla de placer y dolor que se estaba volviendo insoportable. Cerró los ojos e intentó pensar en algo más, acción que Dedón malinterpretó.

—No. Esta no es buena —el mercenario alzó la cabeza para elegir una tercera candidata y, casi de inmediato, sus ojos cayeron en Foebe, que permanecía bien alejada del grupo—. Lo hemos estado haciendo de la manera equivocada, compadres. Empecé todo esto porque nuestro gallito había puesto los ojos en el meneo de un culo en concreto.

Foebe debía de saber lo que iba a pasar, porque pegó su espalda a la pared. Aquello sólo consiguió envalentonar a Dedón, que cruzó la habitación de un salto para agarrarla. Acercó a la chica a rastras y le gruñó al oído.

—Tienes suerte de estar aún aquí por la forma en que te comportas. No creas que no he visto que te esfumas por la noche. Es hora de que te ganes lo que tienes.

Él empezó a reírse, pues el juego de palabras había sido fortuito; después giró sobre sus talones y la arrastró hacia delante, mientras repetía su comentario para aclamación universal.

—Esta es la de Áquila. En cuanto vea a Foebe en pelota, le crecerá un palmo.

Las mujeres, que sabían de qué lado ponerse por su propio bienestar, ayudaron a Dedón a quitarle la ropa a Foebe. Áquila fue arrastrado hasta estar delante de ella y sabía, incluso aunque sus ojos estuviesen cerrados, que estaba ante la más esbelta y joven de las esclavas, una macedonia de, más o menos, su misma estatura. Dedón tenía razón. Habían sido sus caderas, que se movían con encanto bajo su vestido de lana, las que había estado mirando y, para él, parte del atractivo de la chica estaba en su resistencia a satisfacer a los otros. Se venía fijando en ella desde hacía semanas, e intentaba reunir el valor para encontrarla a solas, mientras su confianza unas veces se henchía y otras se desinflaba, según las miradas inquisitivas que ella le lanzaba.

—¡Oooh! —se sacudió con un espasmo mientras la fría mano de ella lo rozaba. Él abrió los ojos y vio que ella estaba muy cerca, que no lo miraba a propósito, pues sus ojos estaban llenos de lágrimas. Áquila miró hacia abajo para ver que Dedón la tenía agarrada de la muñeca y que empujaba su mano, frotándola con suavidad contra él. Abrió la boca para protestar, para pedir a la gente que parase, pero Dedón habló primero.

—Mejor los ponemos a lo suyo, compadres —gritó Dedón, que había malinterpretado la triste mirada de los ojos del chico—. No creo que nuestro novato pueda aguantar mucho más.

Áquila sintió que volvían a levantarlo a la fuerza una vez más. Foebe se dejó llevar, sin resistencia, hasta el jergón de paja que había en el suelo. Las mujeres la tumbaron, le obligaron a abrir brazos y piernas para recibir a Áquila, a quien sus portadores bajaron para colocar en posición. Dedón agarró su colgante de oro para quitarlo de enmedio, al tiempo que susurraba en el oído de Foebe.

—Tienes dos opciones, chica. O bien te encargas del chaval y te muestras atenta, o te ato una soga alrededor del cuello y te cuelgo del árbol más cercano.

—No, Dedón —jadeó Áquila—. No quiero.

El mercenario volvió la cabeza para mirar a Áquila a los ojos.

—Tonterías, chico. No te pongas blando.

—No se pone blando, eso seguro —dijo Charro con un grito de regocijo.

Dedón le sonrió.

—Eso sólo prueba, amigo, que una picha tiesa no tiene conciencia.

Sintió los brazos de ellos en su espalda, que lo empujaban. Habían agarrado las piernas de ella, que ahora rodeaban los muslos de él. Unas manos femeninas lo metieron dentro de ella. Foebe, animada por las amenazas de Dedón, empezó a moverse contra él. Aquella sensación, que él se esforzaba por suprimir, aumentaba deprisa, demasiado deprisa. Sus nalgas desnudas, acompañadas por sonoros vítores, se contrajeron con furia mientras él eyaculaba por primera vez dentro de una mujer, con la cabeza enterrada en la curva del cuello de ella, y, al oír el sollozo en su garganta, él dejó de moverse.

La voz de Dedón parecía muy distante.

—Digo yo que mejor los dejamos solos, compadres. Puede que así el joven Áquila pueda ocuparse de Foebe de verdad.

Hubo muchas risitas mientras todos salían de la habitación. Áquila levantó la cabeza y se giró hacia ella, para poder mirar a la chica a los ojos. Ella le sonrió con tristeza y volvió a darse la vuelta.

—Lo siento —dijo él, en voz baja.

Aquello hizo que ella se volviera y que buscara sus ojos para ver si estaba siendo sincero. Estiró una mano para tocar el águila dorada que colgaba entre ellos. Los dos jóvenes se miraron durante lo que pareció una eternidad. Después la otra mano de Foebe subió hasta el cogote de él y lo atrajo hacia sí para besarle en los labios. Tiempo después, que él la tomara como su concubina no trajo ningún resentimiento, y ella no volvió a quejarse. Áquila no estaba en absoluto seguro de si en realidad le gustaba a ella, o si ella sólo se contentaba con servir a las necesidades de un amante joven y persistente, algo preferible a volver a lo que antes tenía que aguantar; pero, al pasar días y semanas, él se dio cuenta de que era algo más que simple aceptación. Foebe había perdido la mirada de presa acorralada que tenía antes, aunque no es que tuviera mucha paz. Él pasaba todo su tiempo libre en brazos de ella, e intentaba hablarle entre sus encuentros amorosos, lo que era difícil, pues él no sabía griego y ella sólo sabía el latín suficiente para servir como esclava. Ella aprendió algunas palabras de él, pero él consiguió más de ella, empezando por su nombre, que significaba «luces brillantes». Con el tiempo, lograron mantener conversaciones algo forzadas, lo suficiente como para explicarse cómo habían llegado a estar en Sicilia.

Tras haber supervisado su iniciación, ahora los mercenarios parecían haberlo adoptado del todo. Cuando no recorría la granja con Flaco o estaba entre los brazos de Foebe, ellos asumían la tarea de enseñarle las artes del combate: cómo montar a pelo y luchar desde un caballo, ensillado o no. Dedón era hombre de tridente y red, Charro, un maestro de la espada corta. Él ya sabía arrojar la lanza, pero los otros le enseñaron a luchar, a combatir con estacas, cómo matar con el umbo del escudo, la forma de utilizar un cuchillo o una soga de cerca, y cómo disparar una flecha con un arco apropiado; y no eran blandos, lo que llevaba a muchas magulladuras y más de un corte. Áquila nunca se quejaba, nunca dejaba ver si se había hecho daño. Foebe vendaba sus heridas y frotaba con aceite sus músculos cansados y crecientes, sin olvidarse de tocar con un dedo su colgante, a la vez que susurraba palabras en griego mientras alababa su águila.

Con los meses, Áquila aumentó su fuerza y su velocidad, así que los combates ya no estaban del todo desequilibrados. Luchaba bien y nunca se quejaba cuando era derrotado de forma dolorosa, por lo que era popular entre los hombres. Como era menos rudo en sus maneras que sus compañeros y a causa de su decidido cariño por Foebe, era igual de popular entre las mujeres. Obsesionado por su necesidad de incrementar el rendimiento, incluso el endurecido Flaco consintió en participar en una ceremonia, con comida especial y su propio vino, para celebrar el día de marzo que seguía al festival de Lupercalia, en que Áquila vistió su toga de adulto. Todas las concubinas ayudaron en la preparación, tanto tejiendo como cocinando. Algunas lloraron cuando él dio un paso al frente, vestido ya con un nuevo ropaje, con su cabello de oro rojizo cuidadosamente cepillado y peinado, el águila relumbrante en pecho bronceado, ya no como un chico, sino como un ciudadano romano y un hombre.

No pasaba un mes sin que hubiese algún problema, y por mucho que Flaco odiase el gasto, se veía forzado a consentir los ahorcamientos ocasionales. Las palizas eran cosa de cada día cuando los hombres eran conducidos, al alba, hacia los campos para trabajar, supervisados por otros esclavos a los que habían reclutado los mercenarios. Ellos mismos actuaban como una especie de reserva móvil, dispuestos a imponer un control incluso más duro si el problema se agravaba. Flaco pasaba su tiempo entre sus dos granjas, entre amenazas y zalamerías, con más de una promesa falsa, con tal de incrementar la tierra cultivada. Apenas llamaba la atención que cualquier esclavo con la fuerza suficiente que sorprendiera a sus vigilantes desprevenidos, hiciera todo lo posible para escapar de semejante régimen, pero aquello sucedía en toda la isla. Más preocupante era el hecho de que quienes escapaban tuvieran una sola manera de alimentarse, y era robar a quienes eran como Didio Flaco.

La primera cosecha había mostrado una bajada en el rendimiento. Incluso aunque Flaco lo había previsto, pues se debía a su reestructuración, le produjo un enfado impresionante, y maltrató a sus hombres de palabra por su vaguería, amenazándoles con recortar sus pagas. Esto lo pagaron los esclavos, por supuesto: los llevaban a trabajar con más dureza, pues incrementaron las palizas, además de un par de crucifixiones ejemplares. No sólo afectaba a los hombres: las mujeres y los niños lo sufrieron por igual, y el joven guardaespaldas ya no estaba protegido de aquello. Mientras cabalgaba de un sitio a otro, justo detrás de su jefe, Áquila podía comparar el ambiente de ahora con el que existía cuando llegaron. No había ni rastro de sonrisas en ningún sitio, sólo penurias y dolor. Aquellos con algo de ánimo, que habían evitado la muerte o heridas graves y no habían huido a las colinas, habían salido perdiendo, pues tenían que picar piedra en los campos sin cultivar. Las mujeres cavaban zanjas en los terrenos más blandos, mientras sus hijos se llevaban la tierra para construir terraplenes en las pendientes más bajas. Cuando montaba por allí, los niños, algunos de los cuales se acercaban a su edad, miraban hacia arriba con los ojos llenos de envidia por el dorado joven y su caballo, sus armas, su piel sana y brillante, y su barriga llena.

La labranza de primavera había terminado y los campos estaban sembrados. Para los esclavos, solía ser un periodo de descanso en comparación con otros. Pero no lo sería esta vez. Mantuvieron a algunos para que regaran los campos, y al resto lo pusieron a trabajar, para aumentar la irrigación, en las laderas de las colinas que, hasta entonces, habían permanecido incultas. Ellos maldecían la tierra, que era casi tan dura como su severo e implacable amo. Flaco dormía raras veces y nunca se relajaba, rechazaba los servicios de las esclavas y siempre andaba inquieto, al tiempo que vigilaba el crecimiento de los tallos del trigo. Despotricaba durante toda la cosecha, y maldecía ante el más mínimo desperdicio. Sólo cuando empezó a ver que algunos de sus trabajos daban fruto, consintió en pasar algún rato alejado de sus obligaciones. No eran unas vacaciones: Flaco había sido invitado a debatir unas medidas conjuntas contra el bandidaje con los otros hombres que supervisaban las granjas sicilianas. Se había dado un recrudecimiento en los asaltos según aumentaba el número de esclavos perdidos, y era necesaria una acción coordinada para arrancar a aquellos maleantes de sus refugios en la montaña.

Si hubiese sido incapaz de mirar a sus ayudantes a los ojos, entonces Flaco no se habría marchado; pero ahora el centurión sabía que podía, pues la cosecha de verano ya estaba recogida. No por mucho, pero apuntaba en la dirección correcta y él había incrementado la tierra que había que arar. Al año siguiente, siempre que los dioses los bendijeran con la cantidad de lluvia precisa, vería, en el número de celemines que produjera su granja, algo de lo que alardear. Empeñado en hacer una última revisión del progreso, Flaco insistió en pasar por las granjas del interior, con lo que aumentó el tiempo de viaje en dos terceras partes.

Áquila estaba montado antes de las primeras luces y sujetaba el segundo caballo, mientras esperaba a que su jefe repitiera sus órdenes por enésima vez. La voz de Dedón sonó igual que la de un marido quejumbroso cuando mostraba su conformidad con cada punto. Por fin Flaco montó, pero no sin dar una última orden.

—Deja a la mitad de tus hombres aquí, Dedón, y llévate al resto de vuelta a la granja principal. Si hay algún problema, manda a alguien a buscarme de inmediato.

—Sí, sí —replicó Dedón con tono cansino, deseoso de que el hombre se fuera para poder volver a la cama.

—¡Entonces ya está! —pero Flaco no se movía, como si el acto de tirar de la cabeza de su caballo fuese demasiado para soportarlo. Áquila se agachó y tiró de las riendas en su lugar.

—No mires atrás, Flaco —le dijo mientras salían a medio galope del recinto.

Una vez que hubo sacudido el polvo de sus propiedades, el viejo centurión se relajó. Subieron por el lomo de una empinada colina; al sur, el monte Etna, que rugía y soltaba humo. Estaba de humor para la charla, animado, sin duda, por el éxito, y por primera vez se permitió recrearse en un pequeño recuerdo, hablando de Clodio y de lo cerca que ambos habían estado de ser ricos, admitiendo incluso su plan para robar el oro del gobernador.

—Fui yo quien vio el carro y elegí a Clodio sólo porque estaba cerca de mí para vigilar lo que sucedía —Flaco fue breve respecto a lo que Clodio y él habían visto antes de aquello: soldados romanos sometidos y violaciones en masa por todo aquel lugar, y mujeres que acababan muertas y mutiladas. En su mente podía ver aquel carro apartado de todo eso, iluminado a veces, cuando los fuegos de los otros carros, que ardían, lanzaban llamaradas—. Lo tuvimos en las manos, casi todo el oro, y lo enterramos bajo un espeso arbusto, pero en la oscuridad dejamos una huella en la hierba que destacaba como un dedo tieso con las primeras luces, así que, cuando volvimos al día siguiente, los rebeldes nos lo habían robado. Tendría que haber sido mío, porque así fue profetizado, muchacho.

Áquila, que cabalgaba a su lado a paso lento, adoptó una mirada neutra. Fúlmina había creído en sus dioses, aunque ellos le habían dado un vida dura y una muerte dolorosa.

—No te creas que soy un idiota —continuó Flaco al notar la duda—. Un buen número de adivinos lo ha visto. La primera vez que un adivino me contó que estaría cargado de riqueza, me reí de él, pero el segundo me contó lo mismo, y después el tercero. El último fue el más minucioso, y después de lo que pasó con Clodio, volví a verlo.

—¿Y qué te dijo?

—Lo mismo.

—¿Y le creíste? —preguntó Áquila, incrédulo.

Los ojos del hombre se estrecharon, porque después de perder su oro, había vuelto a ver a aquel adivino con la espada en la mano. Tras perder la templanza, la había usado.

—Fueron sus últimas palabras, lo que es algo revelador cuando confirmó lo que había dicho antes —la voz de Flaco adquirió un tono sacerdotal, como si así confiriese autoridad a las palabras—. Veo un aura dorada. Hay hombres alrededor, muchos, lanzan vítores. Te cubrirás de oro.

—Eso es mucho oro —dijo Áquila, que claramente no creía una palabra de aquello.

Flaco meneó la cabeza y miró hacia el paisaje llano y bien cultivado de detrás.

—Puede que quisiera decir que haré una fortuna aquí. Creí que la habíamos conseguido entonces, tu papá y yo. Mi profecía cumplida, pero sin llegar a estarlo.

—¿Qué crees que pasó con el oro?

Aquello enfadó a Flaco, en su mente aún era suyo por derecho, y si alguien se había interpuesto en su camino hacia la posesión del oro, había sido aquel bufón de Clodio, algo que no podía decirle a Áquila.

—Es probable que ese cabrón de Vegecio Flámino lo pescara, y si lo hizo, no lo devolvería.

Quedaron en silencio. Áquila suponía que la codicia había provocado el problema y por primera vez en mucho tiempo, pensó en Clodio, al tiempo que sentía cierta compasión por su destino. Pero su mente volvió enseguida a Flaco y lo que había dicho sobre Vegecio Flámino, mientras pensaba que era un poco burdo acusar a otra persona de un crimen que uno mismo tenía intención de cometer. El camino había estado subiendo durante un tiempo y tras dar la vuelta a la cima de la montaña, llegaron al punto en que empezaba a descender, un vasto llano cultivado y la extensa orilla del mar a la luz del sol.

—Iré allí algún día —dijo por fin el chico.

—¿Ir a dónde?

—A Thralaxas. Me gustaría ver el lugar donde murió Clodio.

Flaco tan sólo gruñó y atizó a su caballo para hacer que bajara la colina más deprisa. La lanza, que pasó brillando junto a Áquila, iba dirigida a su jefe, pero alcanzó a su caballo justo detrás de la pierna del ex centurión. El animal se encabritó, lanzando a Flaco sobre su flanco herido. Áquila se lanzó hacia delante, con la cabeza justo detrás del cuello de su caballo, mientras Flaco intentaba permanecer montado. Al mirar atrás, vio que las flechas dirigidas a él se clavaban en el suelo. No lo hizo conscientemente, pero contó seis; además, añadió al lancero y llegó a la conclusión de que se enfrentaban al menos a siete asaltantes armados. El chico había desenvainado su espada y golpeó al caballo del centurión con la parte plana de la hoja, golpe que hizo que el animal volviera a caer sobre sus cuatro patas, y Áquila, montado en su caballo, agarró las riendas y tiró de ellas para poner al animal en movimiento. Flaco se asentó en la silla y adoptó la misma postura que Áquila, con su silueta lo más baja posible. Ambos caballos relinchaban, aunque sólo uno sufría dolor para justificarlo, cuando salieron disparados cuesta abajo, y sus cascos volaban sobre el pedregal. En cuanto puso el caballo de Flaco en movimiento, Áquila se estiró hacia atrás para alcanzar su lanza, la sacó del arnés y la colocó delante, como en una justa. Habría más, no tenía sentido atacar desde un lado y no cortarles el camino.

—¡Las rocas! —gritó, antes incluso de que los tres hombres se levantaran para detenerlos. Fue directo hacia ellos y alcanzó al primero en el pecho antes de que alzara su espada. El golpe, recibido por un hombre pesado que corría hacia delante, casi le dislocó el hombro, pero al menos detuvo el galope de su caballo. Tiró de las riendas para hacer que se encabritara, mientras sujetaba la lanza con la mano, con tanta fuerza que le dolía. Así sacó el arma del hombre agonizante y la dejó libre para usarla después. Tiró aún con más fuerza para mantener al animal sobre sus patas traseras, mientras sus cascos mantenían a otro asaltante apartado. Aquello le dio tiempo para cambiar la manera de agarrar la lanza y, cuando el caballo volvió a caer a cuatro patas, arrojó su arma.

Fue un mal lanzamiento, pues no estaba equilibrado, pero rozó el muslo de su presa y lo forzó a permanecer sobre una sola pierna. Flaco había ido a por el tercer hombre con su espada y ahora estaban enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo; saltaban chispas de sus filos y el sonido del choque de los metales levantaba eco en las colinas. Flaco rechazaba los golpes con suficiente destreza como para rebasar a aquel hombre, pues no estaba intentando matarlo ni herirlo, sino alejarse de él. Ambos podían oír los gritos de sus primeros atacantes, que ahora bajaban por el camino para unirse a la refriega.

—¡A galope, chico! —gritó Flaco a la vez que daba la vuelta a su caballo para que se dirigiera cuesta arriba. Describió una curva con su espada tan amplia como para hacer que su oponente saltara hacia atrás, antes de tirar en redondo de las riendas del animal para salir a galope detrás de Áquila. Pusieron una buena distancia entre ellos y sus atacantes antes de detenerse casi sin aliento, tanto ellos, como sus monturas. Áquila miró al centurión y sonrió.

—Por poco… —jadeó.

—Tú no estabas inquieto, ¿verdad? —preguntó Flaco, mientras respiraba agitado al hablar. Áquila abrió mucho los ojos—. Todavía no pueden matarme, chico, no he conseguido mi oro.