Epílogo

La noticia del asesinato de Hipólitas y los demás llegó a Lucio Falerio a cincuenta leguas al norte de Neápolis, donde había hecho un alto en su viaje para descansar. Tito había seguido adelante para llevar la noticia al Senado, cosa que engrandecería su nombre ante la opinión pública y beneficiaría a su candidatura como pretor que, a su vez, le facilitaría el acceso al mando de los ejércitos. Marcelo, como es natural, se había quedado con su padre y pasaba el tiempo visitando el cercano santuario de la Sibila de Cumas, que antaño albergaba a otra que había hecho sufrir a Tarquinio el soberbio, que quería hacerse con sus predicciones.

Lucio se recuperaba; la conclusión de los acontecimientos de Sicilia y las semanas pasadas en un campamento estable le habían levantado el ánimo y habían permitido que su cuerpo se recobrase. Si bien tal cosa no permitía que su rígida interpretación del bien y del mal se suavizase. Su respuesta ante las noticias llegadas de Beneventum careció de toda compasión.

—Quienquiera que lo haya hecho pensaba en los intereses del tesoro de Roma, ¿no te parece?, y no creo que el mundo vaya a llorar a tipos como Hipólitas.

—Pensé que te complacería —dijo Marcelo con una mirada que Lucio entendió.

Su padre ignoró la insinuación de su mirada de que tal vez hubiese sido él quien había enviado a los asesinos; tenía otras cosas en la cabeza. Dado su éxito sin derramamiento de sangre en Sicilia, Lucio era probablemente más poderoso ahora que nunca, por lo que probablemente le resultaría fácil imponer sus reformas a través de los centuriones, que le garantizarían el poder sobre los optimates y confinaría a los populares y sus estúpidos objetivos a la pila de ideas descartadas. Después tal vez se retirase; un discurso más ante el Senado sería suficiente para despedirse y ver correr las lágrimas de la hipocresía. Su hijo le entregaba un rollo que no le apetecía leer.

—¿Has visto a la sibila? —preguntó rápidamente.

—Más que verla, la he oído —respondió Marcelo, dejando caer el rollo sobre el escritorio. Intentó alejar la infelicidad de su voz hablando rápido para ocultarla—. Está colgada en una jaula de mimbre, en una caverna enorme, sobre las cabezas de quienes la visitan. Creo que la tienen allí para que su voz resuene contra los muros y dar mayor efecto a sus profecías.

—¿Y te hizo alguna profecía, Marcelo?

—No, padre. Lo único que conseguí por mi excesivamente generosa donación al templo de Apolo fue una única frase diciéndome que heredaría todo lo necesario para asegurarme un futuro de mi padre, que había asegurado el pasado para mí.

—¿Se dirigió a ti por tu nombre? —preguntó su padre.

Marcelo asintió.

—Los sacerdotes deben de tener algún método para decirle a la sibila a quién se está dirigiendo.

Lucio le ofreció una leve sonrisa a su hijo.

—Heredarás de tu padre. ¿Dijo cuándo?

—¡No!

—Ninguna profecía es sencilla y clara.

—Tampoco son siempre ciertas, padre. Es un negocio lleno de charlatanes.

Lucio estaba de acuerdo con su hijo pero seguía detestando que le interrumpiesen, y era evidente en su cara. Tenía que cumplir un deber paterno, darle a su hijo una fe que él nunca había poseído. Sabía que Marcelo era distinto a él, a pesar de todos sus años de formación; el muchacho siempre necesitaría algo en que creer aparte de la mera idea de Roma. Las profecías podían llenar un vacío y hacer que Marcelo actuase con prudencia en lugar de llevado por sus emociones. A pesar de las reformas que estaba a punto de introducir, la República siempre estaría en peligro, siempre necesitaría hombres que la defendiesen de la amenaza de la tiranía. Cuando abrió la boca para hablar, su mente regresó a la profecía que había oído de niño, con Aulio Cornelio. Lucio había cumplido aquella predicción, incluso había sobrevivido a un intento de asesinato. Estaba a punto de culminar su vida con un triunfo más dulce que cualquiera celebrado por un simple general.

—Debes ver más allá de las palabras para encontrar su significado. Si no están claras para ti, lo están para mí. Tal vez la cercanía de la muerte nos dé una visión más clara de las cosas.

Vio la mirada de consternación en el rostro de su hijo y extendió una mano para tocar su brazo.

—No temo la muerte, Marcelo. Temía que todo aquello por lo que había luchado desapareciese a mi muerte, que la República cayese en las manos equivocadas y se desintegrase. Como sabes, he visto los libros sibilinos en Roma. Contienen muchos portentos, pero están escritos en forma de acertijos en verso y son difíciles de entender. Sólo una cosa parece clara. Roma siempre estará en peligro, tanto por enemigos externos como por hombres ambiciosos, pero la República durará y prosperará si los hombres adecuados lideran el estado. Debes aceptar eso.

—Lo hago, padre.

—La profecía sibilina, transmitida oralmente, tiene una claridad de la que carecen los libros. Tal vez un día logres verlos y estoy seguro de que estarás tan confuso como lo estaba yo —Lucio se acarició las costillas por el lugar donde se había clavado el cuchillo, haciendo que su hijo se preguntase si todavía sentía dolor—. Esta profecía tuya ha aliviado mi mente.

Marcelo frunció el ceño.

—Es poca cosa.

—Lo es todo —su mano agarró el brazo de Marcelo y el muchacho reparó por primera vez en la piel traslúcida que cubría los huesos prominentes, y las manchas marrones de la edad—. A pesar de lo que estoy a punto de hacer, todavía quedará trabajo. Mis reformas necesitarán protección. Esa es tu labor. Así lo ha dicho la sibila.

—¿Y qué hay de Quinto?

—Serás diez veces más hombre que él, Marcelo. Confía en Tito, pero no le consultes, pues te ayudará por su nobleza. Quinto también te ayudará, pero exigirá un precio. Debes pagar ese precio, pero poco a poco. En la bodega se encuentra el arca con los rollos y en ella está todo lo que necesitarás… —su voz se apagó por unos momentos. Lucio se recostó, frotándose el pecho otra vez—. Te conozco. Te he criado como los romanos de antaño, para que seas recto y honesto. Yo era como tú, Marcelo, hasta que me di cuenta de que los dioses me habían marcado una meta más alta. Lo que encontrarás en esa arca no te agradará, pero una vez te hice jurar como yo lo hice y poner a Roma ante todo. La sibila ha confirmado tu juramento. No pienses mal de mí.

Su mano agarró con más firmeza aún el brazo de Marcelo y miró a su hijo a los ojos.

—Siempre Roma ante todo, Marcelo. Nunca el orgullo, nunca la conveniencia y jamás un corazón débil.

Marcelo recogió el rollo, más para cambiar de tema que por verdadero interés.

—Te han enviado esto desde Beneventum, padre.

—¿Qué es? —preguntó Lucio mientras su hijo desenrollaba el papiro.

—Quienquiera que matase a Hipólitas y los demás lo hizo por venganza. Escribió varios nombres con sangre en las paredes.

—Eso ya me lo has dicho. Aparte de Gadoric, esos nombres no me dicen nada.

—Al parecer, había un dibujo en cada cuarto, un águila en pleno vuelo. Se preguntaban si podía darnos alguna pista sobre quién cometió los asesinatos.

Marcelo colocó el rollo desplegado ante su padre. Él también estaba mirando el dibujo, por lo que no vio la mirada de horror en los ojos de Lucio, pero le oyó murmurar las palabras y se giró para mirar. Lo que vio le dejó atónito, pues la sangre había abandonado el rostro de su padre.

Mirad hacia arriba si os atrevéis, aunque lo que teméis no puede volar.

Ambos os enfrentaréis a ello antes de morir.

De repente, Lucio se encontró de nuevo en aquella cueva de las colinas albanas, apenas un muchacho al lado de su amigo Aulio Cornelio, ambos fingiendo ser hombres, y las palabras de la profecía que habían oído llenaron su mente, junto con el momento en que un trozo de papiro como el que ahora miraba ardió en llamas espontáneamente en sus manos. Con una visión que sólo se le concede a un hombre al borde de la muerte, sabía que Aulo había visto aquello mismo en Thralaxas, que la misma águila de color rojo sangre que ahora tenía ante sí, diciéndole que todo aquello por lo que había luchado durante toda su vida podría no suceder.

—Ordena que traigan mi litera —dijo con voz entrecortada, agarrándose el pecho—. Debo ir a Roma.

Marcelo parecía dispuesto a protestar. Su padre, cuyos ojos no se habían apartado del dibujo del águila, gritó:

—¡Soy tu padre, muchacho, debes obedecerme!

El corazón de Lucio Falerio Nerva dejó de latir antes de que hubiesen recorrido diez leguas. Marcelo mandó drenar y embalsamar el cuerpo antes de trasladarlo a un carro. Forzando el paso y cambiando continuamente los caballos, llegó a la capital en tres días. La pira de su padre se alzaría sobre Roma y su genio se dispersaría con las nubes de humo por el aire sobre la ciudad que había consumido su vida.