Prólogo

Consagrar un sepulcro a un gran hombre era una ocasión magnífica, y lo era el doble si la persona cuya vida se recordaba era considerada honesta, recta y amistosa con la gente corriente. Pocos dudaban de que el individuo al que se honraba aquel día había sido un hombre así; si tenía defectos que se pudieran demostrar, eran los del común de los mortales: por muy recto que un hombre intentara ser en su vida, nunca podría permanecer indemne frente a la naturaleza malintencionada o burlona de los dioses.

Nacido en una de las familias notables de Roma, Aulo Cornelio había sido un gran general, el hombre que había dirigido las legiones contra los herederos de Alejandro el Grande y los había humillado. Sus victorias en Grecia le habían granjeado el cognomen de Macedónico y una riqueza más allá de cualquier sueño de avaricia, pero no eran solo sus cualidades en la lucha las que lo hacían destacar. Era recordado como un administrador que, tanto en Roma como en provincias, no empleó la mano dura en las magistraturas que había desempeñado, incluidas las dos ocasiones en que había ocupado el cargo de cónsul, y nunca había oprimido a pobres y desposeídos en favor de los ricos, los nobles o los poderosos.

Muchos soldados veteranos vivían en la ciudad y podrían acordarse de haber servido bajo su mando, y recordarían sus modales tranquilos, su nobleza natural, al igual que su preocupación por su bienestar. No es que Aulo Cornelio fuera blando, cualquiera de las legiones que había comandado tenía renombre por su férrea disciplina y su buen orden. Pero, a decir de la mayoría, sus camaradas lo amaban por una característica que estimaban todos los combatientes: tenía éxito. Como culminación de una brillante carrera, Aulo Cornelio Macedónico había dejado tras de sí una estimulante historia para hacer que la población de la ciudad de Roma se sintiera orgullosa. Había sufrido una heroica muerte en la provincia de Illyricum, al mando de apenas setenta hombres que habían perecido con él, para contener, en un estrecho desfiladero, a un enemigo mucho más numeroso y para que, así, las legiones de su retaguardia pudieran prepararse para la batalla, combate en el que resultaron victoriosas.

—¿Es eso lo que andan diciendo? —preguntó Tito Cornelio, el hijo pequeño del fallecido, que había llegado de Hispania el día anterior—. ¿Que él y sus hombres murieron para dar tiempo a que se preparara la Décima Legión? ¿Que fue un sacrificio deliberado?

—Es el bulo que están haciendo correr el hombre que lo traicionó y sus amigos.

Claudia Cornelia, viuda de Aulo y madrastra de Tito, habló en voz baja, pues no estaba segura de que no pudieran oírla. Quinto, su otro hijastro, se preparaba para las ceremonias, sin que en apariencia le importasen las falsedades referidas a la muerte de su padre que se difundían abiertamente por la ciudad.

—¿Y esa mentira va a pasar sin ser contestada?

Claudia sonrió con pesar.

—Los seguidores de Vegecio Flámino han pagado a gente para que vaya a baños, calles, mercados y tabernas a propagar ese cuento. Y es inteligente, Tito, porque con ello no hacen de menos a tu padre. En todo caso, hacen de él un ejemplo aún mayor, y eso atañe también a los soldados que murieron con él. Consideran que cayeron como Leónidas y sus espartanos, que dieron sus vidas a propósito por un bien mayor. ¿Qué puede haber más atrayente para un soldado romano que ser comparado con los héroes de las Termópilas?

—Entonces, es el momento de desmentirlo.

Tito había conocido la verdad por el informe que lo hizo volver de sus obligaciones militares: cómo Vegecio Flámino, el gobernador corrupto y obeso de Illyricum, había provocado, con su rapacidad, un levantamiento entre los locales y, gracias a su ineptitud, había permitido que se unieran a las tribus dacias de más allá de las fronteras provinciales, de manera que se había producido una auténtica revuelta. Aulo Cornelio había encabezado una comisión senatorial para investigar a Vegecio y su archivo gubernamental. Al darse cuenta de las serias depredaciones de su compañero senador (impuestos abusivos, sobornos descarados y artimañas legales), así como la forma en que su ejército, más acostumbrado a las labores del campo que a las propias de los soldados, había dejado de ser efectivo, lo había sustituido.

Aulo había devuelto la capacidad de lucha a la legión de Illyricum, la Décima, mediante una buena instrucción y su ejemplo personal, de forma que una rebelión que se había enconado durante años pareció desvanecerse. Pero Illyricum no había acabado aún de pacificarse cuando estalló otra revuelta en el sur, en la vecina provincia romana de Épiro, que la Décima Legión, al ser la fuerza militar grande más cercana, estaba obligada a sofocar. A la cabeza de una avanzadilla, con la intención de contener lo que consideraba un levantamiento local, Aulo Cornelio había descubierto la verdad de aquello a lo que se enfrentaba: un ejército enemigo lo bastante grande como para presentar batalla. Envió a buscar refuerzos, pero Vegecio Flámino se había negado a enviárselos, dejando a Aulo aislado con su cohorte de reconocimiento en una estrecha garganta llamada el paso de Thralaxas, y forzándolo a luchar y a asumir bajas antes de que él estuviera preparado de verdad.

Si él y sus hombres hubieran recibido el apoyo que deberían haber recibido, su situación no habría sido grave, pero, con sus actos, el gobernador titular había condenado a muerte a aquellos que no pudieron huir. Incluso cuando estaba claro que no iban a recibir ayuda, Aulo habría podido rehuir el peligro con la conciencia tranquila (no formaba parte de las obligaciones de un general romano quedar aislado de su mando), pero, como era típico en él, no habría abandonado a los hombres a los que había conducido a aquella ratonera para salvar su pellejo.

—El resto de la comisión…

Claudia interrumpió a Tito.

—Cobardes defensores de Vegecio Flámino, o don nadies a los que les encantaría disfrutar del glorioso reflejo de su triunfo venidero. Tu padre era el único hombre honesto en la comisión que presidía. Los demás son lobos como Vegecio, o corderos con demasiado miedo como para balar la verdad.

Mientras hablaban, el continuo murmullo del gentío, que se iba congregando fuera de la casa en la oscuridad que precede al alba, había crecido, y el grito siniestro de una plañidera atravesaba los muros. Algunos de los congregados habían estado bebiendo y se habían unido a los espectadores con la esperanza de que el nuevo cabeza de familia de los Cornelio arrojara monedas a sus pies: tal era la costumbre en los ritos funerarios de los adinerados, que eran tanto la celebración de una vida vivida, como la aflicción por una pérdida. Apareció un esclavo para informarles de que Quinto estaba preparado para empezar con las oraciones a los manes, los dioses de los seres queridos que habían muerto, en el altar de la familia. Tito y Claudia se cubrieron la cabeza con capuchas y después se dirigieron hacia la pequeña capilla que había junto al atrio, hogar de los lares de los Cornelio, repositorio de los genios de la familia.

El capataz casi pilló a Áquila. En su puesto antes del amanecer, Nicos había cambiado de táctica, y esperaba en silencio a que el furtivo apareciera en lo profundo del bosque, en vez de intentar rastrearlo mientras cazaba, con trampas las piezas pequeñas, con lanza las grandes, y robaba lo que no era suyo por derecho de la tierra vallada que pertenecía a Casio Barbino. Él y los hombres a su mando se aseguraron de quedar a favor del viento, de forma que cuando el chico se detuvo bien cerca de la primera de sus trampas, no estaba seguro de la razón. Era la ausencia de ruido en un lugar que no debería estar en silencio: algo semejante significaba amenaza. Inmóvil, no veía pájaros al vuelo ni en los árboles, y una mirada al cielo de la mañana no reveló halcones ni cernícalos, ni siquiera un águila volando alto. Si los pájaros no cantaban en el bosque, pero tampoco estaban callados por temor a un ave rapaz al vuelo, eso quería decir que allí había algo más, algo lo suficientemente grande como para imponer silencio.

Despacio y sin hacer ruido, se echó hacia atrás, mirando con cuidado dónde pisaban sus sandalias en el suelo del bosque cubierto de hojas, palitos y ramas caídas. Si era un gran depredador el que hacía que el bosque estuviera callado, no tenía deseos de enfrentarse a él; si era un humano, pocas posibilidades había de que fuera amistoso. Áquila sabía bien lo enfadado que estaba el capataz de Barbino por su caza furtiva, porque Nicos le había dicho a todo el mundo en el distrito que sabía lo que estaba pasando y lo que pretendía hacer con el látigo cuando agarrara al culpable.

El conocimiento que tenía de este mundo boscoso no había abandonado a Áquila tras los acontecimientos de hacía cuatro estaciones; era difícil que pudiera ser de otra forma con la constante compañía de Minca. El enorme can yacía en silencio, respirando apenas, mientras Áquila revisaba sus trampas, pero se levantó en cuanto su amo volvió hacia él, con sus puntiagudas orejas tiesas al presentir el peligro, y siguió a Áquila sin hacer ruido cuando este pasó a su lado. Enseguida estaban en campo abierto, jugando como suelen hacer un niño y un perro, enzarzados en una batalla de tirones en torno a un palo grueso, mientras el sol se elevaba sobre las montañas del este para alumbrar los campos de pasto y el ganado que pastaba en calma.

Áquila fingió que no había visto a los hombres que acechaban en el límite del bosque, un grupo que, una vez se movió, hizo un sonido que no habría avergonzado a una manada de aquel mismo ganado. La visión de Minca los mantendría allí; enorme y aterrador para un extraño, el animal era tan dulce con su amigo como los corderos que solía cuidar. Ahora también era el perro de Áquila. A Gadoric, el pastor esclavo celta que lo había criado desde cachorrillo, se lo habían llevado hacia el sur, a un lugar llamado Sicilia, donde era probable que sufriera una muerte lenta y agotadora mientras labraba los campos, mal alimentado y trabajando bajo un sol abrasador.

Cuando el chico pensaba en Gadoric, tuerto, alto y rubio, y en realidad un guerrero y no un pastor, las lágrimas asomaban por los rabillos de sus ojos. Había sido una de las las pocas personas en el mundo a las que Áquila había querido. Otra era Sosia, una joven y bella muchacha, esclava, como Gadoric, de Casio Barbino. Y al fin, Fúlmina, la mujer a la que creía su madre. Los tres habían salido de su vida un día horrible: Gadoric para ir a Sicilia, Sosia, a Roma, y Fúlmina, al Hades.

Antes de morir, Fúlmina le había contado la verdad sobre su nacimiento, que las personas a las que llamaba mamá y papá no eran sus verdaderos padres, que lo habían encontrado en medio del bosque, bien lejos de cualquier población, allí tirado, la mañana después del festival de Lupercalia, abandonado por alguien que no lo quería vivo. Ahora lo único que tenía era el anhelo de la única persona de quien podía decir que se sentía cercano, el hombre al que llamaba papá, Clodio Terencio, que había servido durante años en la legión de Illyricum, y seguramente había pasado mucho tiempo desde el momento en que tendría que haber vuelto a casa.

Fúlmina insistía en que había sido un milagro que lo encontraran en aquel claro del bosque. Primero, que Clodio estuviera en el bosque, despertándose de una pesada borrachera; después, el débil sol de una mañana de febrero, que iluminaba la zona donde yacía él. Quienquiera que lo hubiese abandonado en el suelo, lo había dejado con los paños en los que lo habían envuelto después de su nacimiento, lo bastante gruesos como para detener el frío de la noche. Cuando aquellos sentimientos de pérdida y añoranza se volvían insoportables, Áquila visitaba el lugar donde lo habían encontrado junto al borboteante río y se preguntaba por la clase de gente que lo había abandonado. En el ojo de su mente veía fantasmales figuras a caballo (Clodio había visto huellas de cascos), figuras cuyos rostros eran máscaras mortuorias indefinidas u horribles apariciones encapuchadas que hablaban del Hades y de profanación. Después alzaba la vista hacia las distantes montañas por las que salía el sol cada día; una de ellas, que tenía una extraña cima en forma de copa votiva, era el hogar de las águilas que se elevaban en los cielos, por las que había recibido su nombre.

En otros tiempos, habría ido a donde estuvo la choza en la que lo habían criado. Delante de aquel sitio, habría tocado el amuleto de cuero que había sido el último regalo que le había hecho Fúlmina, algo que había mantenido escondido toda su vida. De cuero bien curtido y reluciente por la cera de abeja, llevaba la forma resaltada de un águila al vuelo con las alas extendidas. Nunca se lo quitaba del brazo, porque Fúlmina le había dicho que lo que contenía cosido en su interior era el heraldo de su destino. También le había hecho jurar que no lo descosería hasta que fuera tan mayor como para no temer a ningún hombre, juramento que él había hecho delante del altar de turba de su minúscula vivienda, un voto que nunca rompería.

También se sentía culpable cuando se detenía y recordaba, dado el poco tiempo que había pasado aquí el último año de vida de Fúlmina. En Gadoric había encontrado a alguien que era como el padre soldado al que tanto extrañaba. Cada momento de vigilia, y más de uno por la noche, lo había pasado en su compañía. Gadoric, que fingía ser corto de ingenio y más viejo de lo que en realidad era, caminaba encorvado, con el rostro escondido bajo un ancho sombrero de paja, cuando cuidaba del rebaño de ovejas de Casio Barbino. Lo cierto es que había engañado a Áquila el día que se conocieron: su intento de darle un susto a un viejo pastor dio un gran giro sorprendente para el chico, redoblado por el perro que nunca había visto ni esperado. Minca podría haberle desgarrado la garganta si el pastor tuerto no hubiese intervenido.

Intrigado por el extraño color del pelo del muchacho, Gadoric se había confiado a Áquila y le había revelado la verdad: que sólo deseaba una cosa, una oportunidad de volver a su patria. También se aficionó a un chico con muchas ganas de aprender y tiempo para hacerlo, hasta que, como un trío que incluía a Minca, se hicieron inseparables. El celta enseñó a Áquila cómo usar la lanza que había robado, cómo disparar una flecha de punta de pedernal y usar una espada de madera para apuñalar, rechazar, cortar y aturdir con la empuñadura. Le enseñó a Áquila algo de su lengua bárbara a cambio de mejorar con el latín rústico del chico, algo que el celta necesitaría en caso de escapar. A la luz de una vela de sebo, le había relatado extensas sagas celtas que el chaval se esforzaba por entender del todo, aunque sabía que eran relatos del tipo de coraje y fortaleza con los que él soñaba.

Aprendió que debía dejar los huevos en los nidos para que los empollaran, pues los pollos eran mejor alimento; que debía cuidarse de no matar un cachorro, fuese de oso, de lobo, de zorro, de armiño o de hurón, pues estos animales vivían en consonancia con los árboles, el cielo y los ríos, que eran parte de la religión de Gadoric. Le animó a comer sólo peces crecidos del tofo y a que, cuando cazara pájaros o bestias, tomara sólo lo que fuese necesario, para que la tierra continuase prosperando y produciendo hasta la eternidad.

Cuando el sol iluminó la cercana Vía Apia, Áquila dejó atrás el bosque y se dirigió hacia el lugar donde ahora vivía, la casa a medio construir de Piscio Dabo. No llamaría hogar a la casa de Dabo, pues nunca podría serlo. Era un techo bajo el que podría descansar hasta el día en que Clodio, su padre adoptivo, volviera a casa. Entonces, juntos podrían reconstruir la choza que había sido pira funeraria de Fúlmina, y la vida podría volver a ser parecida a lo que había sido antes.