CAPÍTULO 8
El hecho de que el trasbordador clase Sheathipeda hubiera conseguido abrirse camino entre una tormenta de turboláseres y llegar hasta el hangar de la torre de mando de la nave central de la Federación de Comercio no era garantía de seguridad. De hecho, la nave central era atacada por los navíos de guerra de la República mientras Nute Gunray y su séquito descendían por la rampa en forma de lengua del trasbordador.
En cuanto puso el pie en cubierta, el virrey Nute Gunray, ataviado con su túnica de color rojo sangre y luciendo un sombrero alto, semejante a una mitra, pidió un informe de situación a uno de los técnicos de ojos saltones que lo esperaban en el hangar.
—En este mismo momento estamos calculando las coordenadas para saltar a velocidad luz, virrey —dijo el más cercano—. Unos segundos más y estaremos muy lejos de Cato Neimoidia. Sus aliados del Consejo Separatista nos esperan en el Borde Exterior.
—Eso espero —contestó Gunray, mientras la nave se veía sacudida por una tremenda explosión.
Tras Gunray se encontraba el oficial Rune Haako, con un bonete en forma de cresta; y, detrás de Haako, varios funcionarios financieros, legales y diplomáticos, cada uno con su sombrero distintivo. Los droides empezaban a descargar sus posesiones, los tesoros por los que Gunray se había arriesgado tanto.
Llamó a Haako a su lado, mientras los demás salían del estéril hangar.
—¿Crees que tendremos alguna oportunidad de volver y recuperar lo que hemos dejado atrás?
—Ni la más remota —respondió Haako con rotundidad—. Nuestros mundos pertenecen ahora a la República. Nuestra única esperanza es encontrar refugio en el Borde Exterior. Por otra parte, esta nave tendrá que convertirse en nuestro hogar… ¡y quizás en nuestra última morada!
La tristeza asomó a los ojos rojos de Gunray.
—Pero mis colecciones, mis recuerdos…
—Sus posesiones más preciadas lo acompañan —arguyó Haako, señalando los contenedores ya apilados junto a la rampa de desembarco—. Lo más importante es que hemos conseguido escapar con vida. Un poco más y hubiéramos caído en manos de los Jedi.
Gunray se permitió asentir con la cabeza.
—Me lo advertiste.
—Sí.
—Cuando ganemos la guerra, el Conde Dooku nos ayudará a encontrar nuevos mundos en los que establecernos.
—Si ganamos la guerra, querrás decir. La República parece decidida a expulsarnos de la galaxia.
Gunray hizo un gesto despectivo con sus dedos gordezuelos.
—Contratiempos temporales. La República todavía no ha visto el rostro de su verdadero enemigo.
Haako se encogió ligeramente de hombros ante la referencia.
—Pero… ¿bastará con él, virrey? —preguntó tranquilamente.
Gunray no dijo nada, aunque las últimas semanas se había estado haciendo la misma pregunta.
Una cosa estaba clara: los días de gloria de la Federación de Comercio habían terminado. Irónicamente, el individuo responsable de ese periodo de esplendor, y del ascenso del propio Nute Gunray, era el mismo que lo había traicionado repetidamente, y al que Gunray y los demás separatistas se veían forzados a suplicar que los salvara.
Darth Sidious, el Señor Sith.
En Dorvalla y Eriadu, manipulando los acontecimientos para aumentar el poder y la influencia de los neimoidianos; en Naboo, ordenando el bloqueo del planeta, el asesinato de dos Jedi y la muerte de la Reina… Un desastre para la Federación de Comercio. Desde entonces, la República había dedicado años de esfuerzo a intentar declarar culpable a Gunray y sus principales funcionarios, y a romper el dominio de la Federación de Comercio sobre el transporte galáctico. Pero durante todo ese tiempo de humillación pública, Gunray no había mencionado ni una sola vez el papel jugado por Sidious.
¿Por miedo?
Ciertamente.
Pero también porque se había dado cuenta de que Sidious nunca lo abandonaba completamente. Más aún, de alguna manera, el Señor Oscuro se había encargado de que los juicios nunca llegasen a celebrarse, de que no se dictara ningún veredicto o de que no se cumplieran los castigos. A medida que el movimiento separatista ganaba poder y amenazaba la seguridad de naves y cargamentos en los sectores más lejanos de la galaxia, la Federación de Comercio conseguía incrementar su ejército de droides de combate tratando directamente con mundos como Geonosis e Hypori, donde se fabricaban. Gracias, sobre todo, a la súbita inestabilidad de la República, habían podido cerrarse tratos muy lucrativos entre la Federación de Comercio y la Alianza Corporativa, el Clan Bancario Intergaláctico, la Tecno-Unión, el Gremio de Comercio y otras entidades corporativas.
Durante el último intento de juzgar a la Federación de Comercio, el Conde Dooku se acercó a Gunray y le prometió que todo terminaría bien para ellos. En un momento de debilidad, Gunray se había sincerado con él, contándole toda la verdad, incluida su relación con Darth Sidious. Dooku lo escuchó atentamente y le prometió que, aunque él había abandonado la Orden hacía ya algunos años, llevaría el tema al Consejo Jedi. Gunray tenía sentimientos encontrados acerca de la intención de Dooku de crear un movimiento separatista, sobre todo porque la corrupción del Senado de la República a menudo redundaba en beneficio de la Federación de Comercio. Pero si la Confederación de Sistemas Independientes de Dooku podía eliminar parte de los sobornos y comisiones que eran moneda corriente en el comercio galáctico, mejor.
Pronto quedaron al descubierto los verdaderos objetivos de Dooku: estaba menos interesado en ofrecer una alternativa a la República que en ponerla de rodillas… incluso por la fuerza, de ser necesario. Si la Federación de Comercio se las había arreglado para reunir un ejército ante las mismas narices del Canciller Supremo Finis Valorum, Dooku había hecho que los talleres baktoides suministrasen armas a toda corporación dispuesta a aliarse a él.
No obstante, Gunray se había resistido a ofrecer su apoyo incondicional a los separatistas… Al menos mientras existiera la oportunidad de seguir obteniendo beneficios en los innumerables sistemas estelares de la República. Imponiendo su propio criterio, había logrado imponer a Dooku una condición previa a la aceptación de un acuerdo exclusivo: la muerte de la anterior Reina de Naboo, Padmé Amidala, que había desbaratado los planes de Gunray en dos ocasiones y que era la voz acusadora que más se había hecho oír durante sus juicios.
Para organizar el atentado, Dooku contrató a un cazarrecompensas que intentó dos veces asesinar a la senadora Amidala, pero fracasó.
Entonces llegó Geonosis.
Pero cuando Gunray tuvo por fin a Amidala en sus garras, y nada menos que acusada de espionaje, Dooku se equivocó negándose a matar a la mujer y alzando la mano contra los Jedi, provocando que doscientos de ellos aparecieran con un ejército clon que la República había creado en secreto.
Ese día, Gunray vivió la primera de una larga serie de ajustadas huidas. Gunray y Haako consiguieron escapar a duras penas de la batalla que se libraba en la superficie del planeta, y reunieron las naves nodriza y los transportes de droides que les quedaban.
En aquel momento ya era tarde para distanciarse de la Confederación de Dooku.
La guerra estalló, y a Dooku le llegó el turno de hacer unas cuantas revelaciones: ¡El también era un Sith, y su Maestro era nada más y nada menos que Sidious! Nute Gunray no se preocupó de averiguar si el Conde era el sustituto del temible Darth Maul o si era Sith desde sus años de formación en la Orden Jedi; lo único que le importaba era que volvía a encontrarse en la misma posición que tantos años atrás: al servicio de fuerzas que de ninguna manera podía controlar.
Mientras la guerra le había ido bien a sus intereses, no le había importado a quién servía. Los negocios habían continuado adelante, y la Federación de Comercio consiguió consolidar su hegemonía. Por un tiempo, incluso dio la impresión de que podía hacerse realidad el sueño de Sidious y Dooku de aniquilar a la República, pero encontraron un digno antagonista en la persona del Canciller Supremo Palpatine, también procedente de Naboo. Este nunca había impresionado a Gunray, pero no sólo había conseguido permanecer en el poder más años de los que le correspondían por su cargo, gracias a una combinación de encanto e ingenio, sino que se las había arreglado para cambiar el curso de la guerra junto a los Jedi. Poco a poco, la rueda empezó a girar en sentido contrario, la República empezó a recuperar un mundo separatista tras otro, y ahora hasta el propio virrey Nute Gunray se veía expulsado del Núcleo.
Era una tragedia para la Federación de Comercio; y se temía que una tragedia para toda la especie neimoidiana.
Contempló las escasas posesiones que había sido capaz de reunir: sus costosas túnicas y mitras, las resplandecientes joyas, las inestimables obras de arte…
Un repentino escalofrío recorrió su espina dorsal. La protuberancia de su frente y la mandíbula inferior temblaron temerosas. Sus ojos se desorbitaron en su rostro gris jaspeado al girarse hacia Rune Haako.
—¡La silla! ¿Dónde está la silla?
Haako lo contempló, desconcertado.
—¡La mecano-silla! —exclamó Gunray—. ¡No está aquí!
Los ojos de Haako se llenaron de aprensión.
—No hemos podido olvidarla.
Gunray asintió preocupado, intentando recordar cuándo y dónde la había visto por última vez.
—Estoy seguro que la llevamos hasta el hangar de lanzamiento. ¡Sí, sí, recuerdo haberla visto allí! Pero, con las prisas por despegar…
—Pero la programaste para autodestruirse, ¿no? —gimió Haako—. ¡Dime que la programaste!
Gunray lo miró fijamente.
—Creí que la habías programado tú.
Haako gesticuló, descontrolado.
—¿Yo? ¡Ni siquiera conozco la secuencia de códigos!
Gunray se quedó callado un momento.
—Haako, ¿y si decidieran trastear con ella?
La boca de Haako se retorció de preocupación.
—Sin los códigos, ¿qué ganarían?
—Tienes razón. Por supuesto, tienes razón.
Gunray intentó convencerse a sí mismo. Al fin y al cabo sólo era una mecano-silla; exquisitamente tallada, sí, pero una simple silla ambulante.
Una silla ambulante equipada con un transmisor de hiperonda. Un transmisor de hiperonda que le había entregado catorce años antes…
—¿Y si descubre que la hemos dejado atrás? —gimió Gunray.
—¿Sidious? —dijo suavemente Haako.
—¡Sidious no!
—¿Se refiere al Conde Dooku…?
—¿Es que estás clínicamente muerto? —chilló Gunray—. ¡Grievous! ¿Y si lo descubre Grievous?
El comandante supremo de los ejércitos droide, el general Grievous, había sido el regalo de San Hill a Dooku. Antes, un bárbaro; ahora, una monstruosidad cibernética consagrada a la muerte y a la destrucción. El carnicero de poblaciones enteras, el devastador de incontables mundos…
—No es demasiado tarde —dijo de repente Haako—. Podemos comunicarnos con la silla desde aquí.
—¿Podemos ordenarle que se autodestruya?
Haako agitó su cabeza negativamente.
—Pero podemos darle instrucciones para que programe su propia autodestrucción.
Un técnico los interceptó mientras corrían hacia una consola de comunicaciones.
—Virrey, estamos preparados para saltar a velocidad luz.
—¡Ni se te ocurra hacerlo! —gritó Gunray—. ¡No hasta que yo dé la orden!
—Pero, virrey, la nave no podrá resistir el bombardeo…
—¡El bombardeo es la menor de nuestras preocupaciones!
—¡Deprisa! —insistió Haako—. ¡No tenemos mucho tiempo!
Gunray se apresuró para unirse a él frente a una consola.
—No le cuentes esto a nadie —le advirtió.