Capítulo 36
La tarde siguiente, cuando Joe y Flynn regresaron a Providence, la prensa estaba volcada en la historia. Cogieron el Providence Journal en el camino de Boston a Providence.
PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE BROWN CEREBRO DE UN FRAUDE AL SEGURO
—¡Vaya! —murmuró Flynn, y le leyó el artículo en voz alta a Joe, que sonreía de oreja a oreja como un idiota.
En el artículo se citaba a varias personas. El jefe de Myron en la SPHRI afirmaba que Myron hacía algún tiempo que se había convertido en un empleado problemático, que a menudo llegaba tarde o no aparecía, y que perdía cosas del catálogo.
El decano de la Universidad de Brown lo describía como un profesor «mediocre», cuyo camino hacia la titularidad nunca se había materializado.
Y luego, claro, había un párrafo sobre la «novia», nombrando a Rachel, a la que, según el periódico, todavía no se le había imputado ningún cargo, aunque era en su casa donde se almacenaban los bienes robados.
—Es un maldito circo —gruñó Flynn.
—Y que lo digas —repuso Joe sonriente.
Llegaron a la central de policía y encontraron a más de una docena de reporteros esperándolos, todos ansiosos por hablar con ellos sobre su participación en el caso. Dieron una conferencia de prensa conjunta, hablando en nombre de sus respectivos departamentos. Joe se comportó ante los micros como si fuera un pavo real, sin ningún problema, pero Flynn se quedó atrás, lo dejó que fuera el centro de atención, sobre todo cuando los superiores de Joe alabaron el trabajo que había realizado.
Después, presentaron sus informes conjuntos y hablaron con los fiscales, que les aseguraron que, cuando Myron y su cómplice solventaran sus deudas con la justicia de Carolina del Sur, allí se les acusaría de robo y fraude, además de un cargo por posesión de marihuana, lo que les garantizaba al menos unos veinte años entre rejas antes de tener posibilidad de salir con la condicional.
La locura mediática se fue incrementando durante la semana, ya que las noticias nacionales también informaron de la historia. Imágenes en las que se veía sacar objetos de casa de Rachel se pasaron una y otra vez.
Con toda la atención que ya recibía de los medios, Flynn no quiso ir a casa de ella y atraerlos aún más. Sin embargo, trató de llamarla, claro que trató de llamarla, pero ella le colgaba o, mejor, tiraba el teléfono cada vez que lo oía, y se negaba a hablar con él. Finalmente desconectó el aparato.
Flynn se entregó a los pequeños detalles del caso, que también eran importantes y que debía atender. Iba dejando pasar el tiempo hasta encontrar la manera de poder hablar con Rachel.
Sus superiores esperaban que pudiera seguir la pista de los objetos que Dagne Delaney había vendido en eBay, y eso le llevó bastante tiempo. Luego había que examinar minuciosamente lo que se había hallado en casa de Rachel. Aunque Flynn no estuvo presente cuando se los llevaron de allí, sí examinó los objetos en los almacenes de la SPHRI. Estaba convencido, y así se lo dijo a sus superiores, de que serían capaces de recuperar la mayor parte de ellos, si no todos.
También debía encargarse de la prensa, que aún no había olvidado la historia. Hasta el final de esa extraordinaria semana los reporteros no dejaron de seguirlo, y entonces pensó que ya podía ir a casa de Rachel con relativa seguridad. Fue hasta allí la tarde del domingo, un día gris, y aparcó justo detrás del coche de la joven. Subió la escalera del porche y llamó a la puerta.
Antes de que ella pudiera abrirle, el vecino estaba ya en el extremo del jardín.
—¿Es usted policía? —le preguntó a Flynn.
Él lo miró impaciente.
—¿Por qué lo pregunta?
—¡Oh... es inglés! —exclamó el hombre sonriendo—. Espero que venga algún policía, porque tengo más cosas que contarles.
Flynn se volvió hacia él y lo miró con todo el desdén que sentía.
—¿En serio? ¿Y qué tipo de cosas serían ésas?
—Bueno, la voy a denunciar porque no quiere sacar el árbol —contestó gesticulando como loco hacia la parte trasera de la casa—. Y tiene una amiga con la que hacen cosas extrañas por la noche. Las he visto.
—Fascinante —afirmó Flynn mientras bajaba la escalera del porche y se acercaba el hombre—. Siga.
—Y la he visto llevando cosas al garaje. Creo que son objetos robados.
Flynn se detuvo a unos centímetros del gusano.
—¿Cómo se llama usted?
—Tony Valicielo.
—Tony Valicielo, déjame que te dé un consejo amistoso —dijo amablemente, y entonces agarró al tipejo por el cuello de la camisa y lo obligó a ponerse de puntillas.
—¡Eh! —chilló Valicielo.
—Sigo trabajando en el caso, y si te oigo hacer o me entero de que has hecho el más mínimo comentario en contra de la señorita Lear, yo mismo iré a tu casa y me encargaré de que no tengas oportunidad de repetirlo.
Tony Valicielo lo miró asustado.
—Y para que te quede bien claro, no volverás a repetirlo. Además, si no paras de espiar a la señorita Lear, yo personalmente te haré arrestar y te enviaré a una celda donde pronto se olvidarán de ti para toda la eternidad.
Valicielo tragó saliva con tanta fuerza que la nuez casi le bajó a la cintura.
—Así que ya sabes, maldito gilipollas. Ahora lárgate y ve a arreglar tu zoo de plástico, ¿entendido?
El señor Valicielo abrió la boca, pero la cerró en seguida y volvió corriendo a su casa.
—Miserable —murmuró Flynn; se volvió y se sobresaltó al ver a Rachel en el porche, envuelta en el chal lavanda, sujetándoselo con los brazos fuertemente apretados y mirándolo. O, mejor, mirando al vacío; Flynn se dio cuenta de inmediato de que el brillo de sus ojos se había apagado. Sus hermosos ojos se habían transformado en unos ojos muertos y tristes.
Flynn se obligó a sonreír.
—Rachel —comenzó, caminando hacia ella—. No estaba seguro de si querrías hablar conmigo.
Ella permaneció en silencio, sólo siguió mirándolo con aquellos ojos vacíos. Se la veía demacrada; tenía unas profundas ojeras y el cabello sujeto de cualquier manera con un lápiz. No parecía la misma Rachel, y eso le dolió.
Flynn se detuvo en el primer escalón del porche.
—Es... es muy difícil saber por dónde empezar.
—Entonces no lo hagas —repuso ella—. No quiero hablar contigo.
—Me lo suponía —contestó Flynn—. Pero esperaba que al menos me dieras la oportunidad de explicártelo todo.
Rachel soltó una especie de carcajada que sonó como el lamento de un perro herido.
—No necesito que me digas qué pasó. Ya sé qué pasó. Me utilizaste. Sospechabas que formaba parte de algún horrendo fraude de seguros y te acercaste a mí para poder averiguar qué estaba haciendo Myron —dijo con tono amargo. Incluso peor, una lágrima le cayó de un ojo.
Eso Flynn no lo podía permitir y se acercó a ella sin pensar, pero Rachel alzó un brazo.
—No quiero que te acerques a mí —musitó—. Y no quiero que finjas que lo que hiciste no tiene importancia, que estabas del lado de los buenos, o cualquier tontería por el estilo —añadió con voz temblorosa—. He pensado mucho en esto, Flynn. ¡Odio lo que Myron me ha hecho! ¡Me traicionó de la peor manera, mintiendo, robando y utilizándome! Pero eso no me duele ni la mitad que tus mentiras. Y sé que me dirás que tenías que hacerlo, que era tu trabajo, pero ¡no me importa! ¡Me mentiste, me utilizaste, me tomaste por una imbécil, y eso me duele porque yo te amaba! Tus mentiras me han herido tan profundamente que no paro de pensar que me desangraré hasta morir.
Un torrente de lágrimas manó de sus ojos, ahogó un gemido y se apretó más en el chal.
—Te amaba, Flynn. Y eso hace que tu herida sea la peor.
Flynn subió los escalones, alargó la mano y le tocó el rostro, pero ella volvió la cabeza.
—Rachel —dijo él desesperado—. Yo también te amo. Es cierto, por eso he venido aquí...
—¡No te creo! ¡No puedo creer que nada de lo que pasó entre nosotros fuera real! La noche que te dije que me estaba enamorando de ti, ¡casi te escondiste debajo de una mesa! Y siempre había algo que me ibas a contar. ¿Ibas a decirme que había otra mujer? ¿Me mentiste también en eso?
La pregunta, tan repentina, lo descolocó de tal manera que Flynn vaciló; fue sólo una fracción de segundo, pero entonces Rachel le dio la espalda, fue hasta la puerta y la abrió de golpe.
—No quiero hablar nunca más contigo, no quiero verte jamás, sólo quiero que toda esta pesadilla acabe. —Se metió dentro y cerró de un portazo.
Flynn se quedó en el jardín; le dolía la mandíbula de lo mucho que la apretaba.
Muy bien. Rachel estaba terriblemente enfadada. Él no tenía más elección que dejar que se calmara. Estaría en Estados Unidos unas cuantas semanas más, acabando de localizar los últimos objetos. Y como no tenía ni la más remota idea de qué hacer, se fue, perdido en sus pensamientos, hasta el coche.
Se sentó ante el volante emocional y mentalmente agotado. Rachel estaba herida, cierto, pero Flynn se sentía en medio de una terrible confusión que iba bullendo bajo el silencio que había llenado su corazón y su cabeza desde Hilton Head; una confusión que estaba a punto de alcanzar la superficie y destrozarlo por completo.
Podía ver a Rachel en la ventana del piso de arriba, mirándolo fijamente, con el rostro petrificado.
Flynn se obligó a conducir.
Al llegar a las Corporate Suites, cogió el abrigo del coche, entró en el vestíbulo y saludó con la mano al portero.
—Ah, señor Flynn —lo llamó el joven mientras él apretaba el botón del ascensor—. Tengo un mensaje para usted.
—Está bien; ya lo recogeré más tarde —contestó, y entró en el ascensor sonriendo cansinamente. El portero trató de decirle algo mientras se cerraban las puertas. Flynn se apoyó en la pared para soportar la larga ascensión hasta el quinto piso.
Al llegar, salió del ascensor y caminó despacio por el pasillo hacia su apartamento... y pensó que dentro se oía el ruido de una tele. Cuando llegó a la puerta, ya estaba seguro, y se preguntó si la habría dejado encendida. Se encogió de hombros, abrió y entró.
—¡Flynn, querido! —gritó su madre alegremente, dándole un susto de muerte—. ¡Ya pensábamos que no ibas a volver nunca! —dijo, mientras se apresuraba a abrazarlo. Lo rodeó con los brazos y se puso de puntillas para besarlo en la mejilla. Luego se apartó, sonriendo—. ¡Oh, querido, pareces absolutamente agotado!
—Mamá, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Flynn.
—Te has perdido la gala de Farmington Fall, ¿sabes? —le informó—. Tus primos estaban muy apenados.
—¿Dónde está papá? No puedo creer que lo hayas traído hasta tan lejos sin protestar.
—Oh, no, tu padre no ha venido —explicó la madre riendo.
—He venido yo, cariño, ¿quién si no?
La voz le cortó como un cuchillo; Flynn gruñó, se volvió hacia el pequeño salón y hacia una sonriente y delgadísima Iris Willow-Throckmorton.
—¿Qué ocurre, querido? —chilló ésta riendo mientras avanzaba hacia él con los brazos abiertos—. ¡No pareces muy feliz de verme! —Se alzó y besó el aire junto a la mejilla de Flynn—. Hemos venido hasta aquí para verte, y tú no te alegras en absoluto. No te habrás buscado otra novia, ¿verdad? —preguntó dulcemente.
Por primera vez en su vida, Flynn sintió el impulso de golpear a una mujer.
—Hola, Iris —dijo, y mientras se aflojaba la corbata, pasó a su lado, fue al dormitorio y cerró la puerta.