Capítulo 12

EI miércoles por la mañana, cuando Myron se presentó en su trabajo en las oficinas de la Sociedad para la Preservación de la Historia de Rhode Island, el conservador jefe, Darwin Richter, se detuvo junto a su mesa con un hombre con gafas, cazadora y pantalones vaqueros.

—Quiero presentarte al detective Keating —dijo Darwin—. Es de la Policía Estatal de Rhode Island y está investigando la serie de robos que hemos sufrido.

—¡Oh! —exclamó Myron, poniéndose en pie al instante. —Éste es el profesor Tidwell —le explicó Darwin al detective—. Conoce nuestro catálogo de cabo a rabo. También prepara los informes para el seguro.

—Sí, ya he leído sobre el incidente con la carretilla —comentó el hombre—. Es raro que ocurriera justo cuando se están produciendo todos esos robos, ¿verdad?

—Sí, es extraño —repuso Myron, y le tendió la mano tímidamente.

El detective Keating le sonrió amable y le tendió también la mano; se la estrechó con tanta fuerza, que Myron temió que se la rompiera.

—Encantado de conocerlo, profesor —dijo el detective sonriendo—. El señor Richter me ha dicho que usted podrá ayudarnos a encontrar algún sentido a todo este asunto. —Y señaló el dossier que llevaba en la mano.

—¡Sí! ¡Claro! —le aseguró Myron rápidamente—. ¡Lo que sea para ayudarlos!

—Bien —suspiró el detective, moviendo la cabeza—. Alguien que roba en un museo debe de ser escoria.

—¡Absolutamente! —coincidió Myron al instante.

—Si se necesita dinero, se roba un banco o algo así, ¿no? ¡No hay que llevarse cosas de un museo! ¡Eso perjudica a todo el mundo!

—No podría estar más de acuerdo —convino Myron, cruzándose de brazos.

Darwin, a su vez, también sacudió la cabeza, como si le ofendiera la idea misma de que alguien pudiera robar en un museo.

—Me pregunto por qué lo harán —continuó el detective—. No es exactamente fácil deshacerse de este tipo de mercancía, ¿no?

—Supongo que hay gente que se siente privada de sus supuestos derechos —aventuró Myron, mientras se apoyaba en la esquina de la mesa de su cubículo— en casas señoriales de eras pasadas y se imaginan que la sociedad les debe algo, por lo que creen que no hacen ningún daño cogiendo una chuchería aquí y allí.

—Cierto —asintió el detective, pensativo—. Pero son más que chucherías, ¿no cree usted? Por lo que el señor Richter me ha estado explicando, algunos de esos objetos pueden parecer bastante anodinos, pero la verdad es que son muy valiosos. Ya lo sabe, usted se encarga de los seguros. Pero no creo que el hombre medio pueda saber lo mucho que valen.

Myron se encogió de hombros.

—Creo que subestima al hombre medio, detective. Muchos ladrones de arte tienen una educación muy completa.

El detective asintió con la cabeza y, sin apartar la mirada de Myron, pareció reflexionar sobre eso durante un instante.

—¿Cree que estamos tratando con ladrones de arte, profesor? —preguntó finalmente, ladeando la cabeza.

Myron notó un extraño calor bajo el cuello de la camisa y soltó una risita.

—¿Quién sabe? Sólo estoy teorizando, eso es todo. ¿Y cuándo quiere empezar a mirar los catálogos? —preguntó.

El detective sonrió.

—Ahora mismo, si no le importa.

—En absoluto —repuso Myron—. Podríamos ir a la biblioteca. Hay mucho campo que cubrir y mi mesa es muy pequeña.

—Eso será fantástico —contestó el detective, y sonrió de una manera que hizo que Myron se sonrojara inquieto.