Capítulo 18
La alcanzó justo pasado el garaje; la cogió firmemente del hombro y la obligó a dirigirse hacia su coche, más de prisa de lo que hubiera creído posible con aquellas botas de tacón. Flynn abrió la puerta del pasajero, la hizo entrar, corrió al otro lado, se sentó ante el volante, puso en marcha el coche y metió la primera antes de hablar.
—¿Por qué estábamos corriendo? —preguntó finalmente.
—¡Porque he hecho algo que no debería haber hecho! —exclamó ella sin aliento, y se retorció en el asiento para mirar hacia atrás mientras bajaban por el camino de entrada.
—¿Qué?
—He infringido la ley, ¿vale? Al menos creo que he infringido la ley, pero no estoy segura del todo. —Miró hacia adelante, pero se bajó en el asiento de forma que las rodillas rozaban con el salpicadero.
—¿Has infringido la ley? —repitió Flynn, incrédulo, mientras esperaba que se abriera lentamente la verja electrónica.
Debía de ser cierto, porque Rachel parecía estar a punto de echarse a llorar. Y además tenía sangre en las manos. Arañazos.
—¡Tenía que hacerlo! —exclamó nerviosa—. ¡No te creerías lo que hace esa gente! ¿Nos está siguiendo alguien?
Flynn miró por el retrovisor.
—No...
—¡Bien! Vale, tuerce a la izquierda —le indicó Rachel mientras el coche cruzaba la verja—. A la izquierda, a la izquierda, ¡izquierda!
Flynn torció de golpe hacia la izquierda y aceleró hasta que se encontró con un stop. Dio un frenazo y recuperó la cordura.
—Sea lo que sea que crees que has hecho, Rachel, será mucho más fácil enfrentarte a ello que huir —le aconsejó con seriedad—. Dime qué es y yo te ayudaré.
—He puesto en libertad al gato. Vamos, larguémonos —dijo, haciéndole señas para que siguiera avanzando.
—¿Que has hecho qué? —preguntó mientras miraba la sangre que Rachel tenía en las manos.
—¡Esa gente había encadenado el gato a un árbol! ¿Puedes creerlo? ¡Tenía que soltarlo!
Flynn seguía sin estar seguro de que no hubiera matado a alguien a hachazos, como parecía indicar la sangre que veía.
—Déjame ver si lo entiendo; ¿has liberado al gato?
—Sí —contestó Rachel desafiante—. ¡Sí, lo he hecho! ¡No está bien tener encadenado a un gato! ¡Va totalmente contra su naturaleza! No podía soportar verlo, así que lo he soltado. La verdad, si realmente quieres saberlo, es que iba a robarlo, pero el maldito animal tenía otra idea —explicó y se miró las manos por primera vez—. ¡Oh, Dios!
—Estás sangrando mucho.
—El gato tenía unas buenas uñas —exclamó asombrada.
—La mayoría de los felinos las tienen. —Torció a la derecha y cogió el bulevar Blackstone.
—Espera... mi coche está más atrás. ¿Adónde vas? ¿Y por qué estás aquí?
—Tenemos que lavarte las manos. Puedes tener cualquier desagradable germen de gato ahí metido. Y en cuanto a por qué estoy aquí, eso mismo me pregunto yo.
—Pero mi coche está justo a la vuelta de la esquina, puedes dejarme ahí...
—Creo que no —contestó tranquilamente—. Tengo algo que puede ser ideal.
—¿Dónde? —preguntó ella con suspicacia.
—¡En mi casa!
—¡Tu casa! ¡No puedo ir a tu casa!
—¿Y por qué no? ¿Te has comprometido a vagar por la ciudad esta noche liberando más gatos?
—¡No! Pero es que... ¿No tienes una rubia esperándote por ahí, Charlie?
—Lo cierto es que prefiero Flynn a Charlie y, si quieres saberlo, no se me puede considerar responsable de que una mujer embriagada se me pegue y se niegue a soltarse.
Rachel no parecía muy convencida.
—Lo digo en serio, Rachel, lo que quiero es vendarte las manos. No soy de los que llevan una chica a casa engañándola y luego se la tiran —aseguró con firmeza, aunque la idea de tirársela sí que se le pasó por la cabeza y se le había pasado por la cabeza varias veces. ¿Y era una broma cruel de su imaginación o realmente ella parecía ligeramente decepcionada por su declaración de principios?
Rachel no estaba decepcionada. Estaba preocupada.
En primer lugar, la idea de tirarse al chico inglés también se le había pasado a ella por la cabeza numerosas veces, pero ese pequeño problema premenstrual de retención de líquidos que tenía se estaba incrementando, como si estuviera construyendo un dique en su interior, y, si no se quitaba pronto la falda, estaba segura de que el dique iba, literalmente, a reventar. Y no podía ponerse los pantalones porque los había enrollado y los había metido en el bolso para poder soltar al gato y debían de estar de pena. Si se los pusiera, parecería una de esas sin techo que van por ahí acarreando montones de bolsas.
En segundo lugar, si el dique finalmente se abría, no estaba preparada en absoluto para ello, a pesar de ser la dueña de una enorme caja de tampones que le ocupaba medio cuarto de baño. Juraría que se había metido un par en el bolso, pero no los encontraba por ninguna parte.
Y, en tercer lugar, estaba muerta de hambre, porque Mary, la del catering, había dejado bien claro que la comida la habían comprado y pagado los Feizel, y que, como ellos no los habían invitado a comérsela, ella, por su parte, mucho menos iba a hacerlo.
El resultado fue que Rachel casi no había probado bocado en todo el día, excepto un par de gambas, y tenía tanta hambre que su estómago estaba emitiendo sonidos voraces realmente extraños e inquietantes, que, por suerte, Flynn no podía oír con el ruido del motor, pero que sin duda oiría en su casa.
—No puedo —repitió, y se sentó de una forma normal para que el oxígeno le llegara a la cabeza.
—Claro que puedes.
—De verdad que no puedo.
—No voy a aceptar un no, al menos hasta que te hayas lavado adecuadamente. Y luego, naturalmente, tendré que contactar con las autoridades para informar sobre ti —dijo, muy serio y británico.
Rachel se lo quedó mirando con la boca abierta.
Él le lanzó una de sus miradas matadoras.
—Bueno, mejor que no. Imagino que pensarían que estás completamente ida y te enviarían directa a algún tipo de institución.
—O quizá les enviasen una citación judicial a los Feizel; ¿no has pensado en eso? Estoy pensando si llamar a la Sociedad Protectora de Animales —replicó Rachel.
—Sí, ¿por qué no lo haces? Así les podrás explicar que, ya que temías por la seguridad del gatito, lo has dejado libre por los campos de Providence y no tienes ni idea de dónde pueden ir a buscarlo.
—Buena observación.
—Sinceramente, no lo acabo de entender —continuó él, torciendo por una esquina—, ¿por qué no te has limitado a lanzar un hechizo sobre el pobre animal? Ya sabes, embrujarlo un poco. —Se llevó un dedo a la nariz y se la movió, al estilo «Embrujada».
—Supongo que estás tratando de ser gracioso.
—No sé muy bien lo que es eso —contestó alegremente, y se metió en el aparcamiento del Corporate Suites, Inc.
—¿Y ahora adónde vas?
—De momento, esto es mi casa. —Apagó el motor y cogió el bolso de Rachel y el pomo de la puerta al mismo tiempo.
—¿Casa? ¡Pensé que habías dicho que vivías con unos amigos! —indicó Rachel, suspicaz.
—Lo dije —contestó él, haciéndole un guiño, y salió del coche, dio la vuelta hasta llegar a la puerta de Rachel y se la abrió—. Vamos. —Le ofreció la mano.
Rachel se la cogió sin muchas ganas; sí, grande y cálida, justo como la recordaba. Los dedos de él se cerraron sobre los de ella y, por algún milagro de la ciencia, consiguió sacarla del coche.
—¿No tienes un abrigo? —le preguntó, mirándola de arriba abajo, cuando Rachel ya estuvo fuera del asiento.
—No aquí —contestó ella, y se envolvió en el chal lavanda.
Entre risitas, Flynn expresó su opinión sobre su falta de previsión, cerró la puerta, abrió la del asiento trasero y sacó la gabardina que ella ya conocía. Sin decir nada, se la echó por los hombros, y luego se la ajustó bajo la barbilla.
—Bueno, ya estamos.
Sí, ya estaban; ella dentro de una bonita gabardina hecha de alguna especie de tela muy sedosa y forrada de cachemir pero lo mejor era que la cubría por completo.
Sin dejar de sonreír, Flynn le rodeó la cintura con un brazo, cogió su bolso y se lo colgó al hombro.
—¿Qué demonios llevas aquí dentro? —preguntó, mientras la arrimaba contra él para guiarla hacia la entrada de los apartamentos—. Parece que lleves un montón de ladrillos.
Era agradable estar así a su lado, con su gabardina, e incluso más agradable era estar apretada contra un tío bueno. Rachel no creía haber estado nunca tan cerca de un cuerpo tan firme y masculino, y estaba disfrutándolo tanto que estaba llegando a ese punto de felicidad en que empezaba a no importarle si la falda reventaba o no.
Entraron en el vestíbulo; un chaval que estaba tras el mostrador alzó la mirada y sonrió; abrió mucho los ojos al ver a Rachel.
—¡Ho...la, señor Oliver! —exclamó alegremente.
—Hola —repuso Flynn, y guió a Rachel por un vestíbulo típico de hotel hasta el ascensor. Dentro, apretó el botón del quinto piso y se quedó mirando los números. Y todo el rato, tenía a Rachel agarrada, como si fuera lo más normal del mundo. Y era así como lo sentía.
Cuando llegaron a la puerta de su apartamento, ella le preguntó que a quién pertenecía.
—A mi empresa —contestó él; abrió la puerta y le dio un empujoncito a Rachel para que entrara.
El piso parecía el típico aséptico apartamento de soltero, pequeño y lleno de plástico. Una minúscula cocina, totalmente equipada con aparatos en miniatura, quedaba a la derecha, y una pequeña barra separaba la cocina de un comedor aún más pequeño.
En el salón había un sofá, dos sillas y una mesita de café normal y corriente, cubierta por periódicos, papeles y una novela de John Grisham. También había una mesita rinconera con una enorme lámpara color malva que hacía juego con los marcos malva de los sosos cuadros de paisajes costeros colgados en una pared.
Sobre una silla, había una mezcla de ropa, y Rachel no pudo decidir si era para llevar a la lavandería o si ya la habían traído. Pero sí pudo decir, con sólo una mirada, que a él le iban los bóxeres y no los slips.
—No es que resulte muy acogedora, ¿verdad? —bromeó Flynn mientras dejaba las llaves sobre la mesa del comedor, ya ocupado por una pila de correo, varias carpetas y un ordenador portátil, al lado del cual dejó el bolso de Rachel—. Ponte cómoda mientras voy a buscar los instrumentos de tortura —dijo, y desapareció por una puerta que Rachel supuso que sería la del dormitorio.
La joven dio un par de pasos por la sala, colgó la gabardina en el respaldo de una silla, junto a la mesa donde él había dejado su bolso, y se quedó de pie, temiendo sentarse.
—Ven, echémosle una ojeada.
Rachel se volvió hacia el sonido de la voz. Flynn sujetaba una botella de algo y varias bolas de algodón.
—Madame, os espera la cirugía —añadió, haciendo una pequeña reverencia, y se apartó para que ella pudiera entrar en la cocina. Rachel se apretó el chal y cogió su bolso. Él la llevó hasta el fregadero y le quitó el bolso de la mano.
—Debes de tener algo realmente importante en ese enorme saco que llevas, porque no lo pierdes de vista —comentó Flynn mientras lo colocaba en la encimera.
Abrió el grifo, cogió una botella de muestra de lavavajillas, le sujetó una mano, le puso un poco de jabón encima y se la colocó bajo el agua caliente.
—¡Ay! —gimió Rachel cuando el jabón penetró en los profundos arañazos que le había dejado el desagradecido gato.
—Bastante feo, la verdad —opinó Flynn mientras movía los dedos sobre la mano de Rachel, enjabonando suavemente las heridas y cuidando de que los arañazos más profundos quedaran bien limpios. Luego le volvió la mano y le lavó también el dorso de la misma manera. Cada vez que los dedos de Flynn le rozaban la piel, Rachel notaba pequeñas descargas eléctricas que le subían por el brazo y le llegaban hasta el pecho.
Tenía unas manos mágicas, fuertes, suaves y grandes. Las de ella parecían muy pequeñas entre las suyas. De repente, se imaginó esas enormes manos sobre sus pechos... y se sacudió esa idea alzando la cabeza. Flynn estaba dedicándose a la tarea tranquilamente; tenía un perfil muy bonito, muy anglosajón: la nariz fina y recta, una mandíbula fuerte, una frente marcada...
—Ahora la otra, por favor —dijo él, e hizo un gesto para que le pasara la mano izquierda. Sin decir palabra, repitió el mismo proceso; movió la cabeza cuando vio que uno de los arañazos le llegaba hasta la muñeca, y su mechón de pelo tan sexy le cayó sobre el ojo.
Pero fueron las caricias en la muñeca las que casi derrotaron a Rachel, y en su cabeza, comenzaron a desfilar imágenes de esas mismas manos, moviéndose con claras intenciones en otras partes de su cuerpo.
—¿Te hago daño? —preguntó Flynn, mirándola con una levísima sonrisa.
—N...no —tartamudeó ella mientras él le enjuagaba la mano izquierda.
—Me gustaría encontrarme a ese gato —bromeó. Cogió un trapo de cocina que parecía no haber sido usado nunca y se lo apretó con suavidad contra la piel.
Mientras le secaba las manos, la miró a través de sus espesas pestañas; su mirada se paseó por el rostro de Rachel y sonrió al fijarse de nuevo en los brillos dorados esparcidos por su cabello.
—Eres realmente sorprendente, Rachel Lear —murmuró—. Con todo eso de la brujería, los tapices, los caterings y la liberación de gatos. Nunca se puede estar seguro de qué vendrá después.
—Lo mismo se puede decir de ti, ¿sabes? Primero eres Flynn, luego Charlie, luego Ollie.
—Todos son buenos tipos, la verdad —repuso él con un guiño—. Esto te picará un poco —le avisó, y sacó una botella de yodo del bolsillo del pantalón.
—¿Es yodo? —Rachel se echó a reír—. ¿Qué clase de hombre vive en un apartamento de empresa, no ha usado nunca la cocina, pero tiene una botella de yodo?
—Uno con recursos, gracias —contestó él, sonriendo, y le aplicó un poco de líquido en uno de los arañazos. Rachel tragó aire—. Mi mamá siempre dice que hay que estar preparado para cualquier eventualidad. Y siempre se ha asegurado de que nuestro nombre estuviera indeleblemente marcado en nuestra ropa interior.
Rachel volvió a reír; él siguió poniéndole yodo en las heridas.
—Me echaba a temblar cada vez que la veía con un rotulador permanente en la mano —comentó; le volvió la mano hacia arriba y comenzó a ponerle yodo en las heridas de la palma.
—Y supongo que tienes galletas y agua a mano por si hay un corte general de luz, ¿a que sí?
—¡Caray, así es! —contestó—. Y, para tu información, he usado la cocina en más de una ocasión: para secarme los calcetines. El horno va perfecto, tiene el tamaño adecuado.
Rachel rió otra vez, casi sin darse cuenta de que Flynn había terminado con una mano y comenzaba con la otra.
—¿Tienes padre? —preguntó, e hizo una pequeña mueca de dolor cuando el yodo le tocó el arañazo de la muñeca.
—¿Quieres saber si soy el resultado de algún experimento científico fracasado o si mi padre está vivo?
—Si está vivo.
—Vivito y coleando. Mi querido padre se cree un manitas; se dedica a rondar por la casa buscando algo que arreglar para luego dejarlo siempre peor. ¿Y tus padres?
—Dudo mucho que mi madre tenga un rotulador permanente, pero siempre tiene montones de galletas a mano —contestó ella sonriendo—. Y mi padre... —Se quedó en silencio, sin saber muy bien qué decir. ¿Es un gilipollas? ¿Se está muriendo? ¿Amenaza con aparecer en Providence?—. A él no se le dan muy bien las reparaciones domésticas —acabó rápidamente; se miró las manos, de color violeta debido al yodo—. Guau. Tienen peor pinta ahora que antes.
—Queda una última cosa —comentó Flynn. Le cogió la mano derecha, la colocó sobre su palma y examinó cinco pequeños arañazos muy profundos en el dorso. Le alzó la mano, se inclinó y le besó suavemente los dedos.
—Está recomendado sellar los cortes con un beso, o, en caso de profuso uso de yodo, con un beso lo más cercano posible a las heridas. —Le besó la palma de la mano. Y luego la muñeca, rodeando el pulso; sus labios se entretuvieron como una vaporosa nube sobre su piel.
Una llamarada de puro deseo hizo arder a Rachel de la cabeza a los pies. Tragó aire. Flynn alzó la cabeza y le ofreció una sonrisa lánguida y ardiente mientras le cogía la otra mano, se la volvía y miraba la herida de la muñeca.
—Todas esas pasiones bullendo en tu interior —murmuró Flynn—. Gatos, historia y arte. Uno no puede evitar preguntarse qué hace una mujer como tú para relajarse.
—Una mujer como yo no puede evitar hacerse la misma pregunta —repuso ella con una sonrisa ladeada mientras miraba la apetecible boca de Flynn.
—Tenía toda la intención de llamarte —le aseguró en un susurro—, pero el tiempo se me ha ido de las manos.
—Oooh —suspiró Rachel cuando él le besó un suave punto en la piel justo por encima de la herida de la muñeca.
—Últimamente estoy hasta arriba de trabajo, me ocupa muchísimas horas —añadió, antes de besarla en otro punto de la muñeca, recreándose, con sus labios cálidos y húmedos.
—Oooh... —repitió Rachel en un susurro mientras Flynn movía lenta, tranquila y expertamente los labios por su muñeca, subiendo por el brazo y el codo, atrapando la piel con delicadeza entre los dientes, mordisqueándola como si fuera algo muy apetecible.
—Pero no volveré a cometer ese error.
Rachel se quedó clavada, incapaz de pensar, únicamente consciente de la boca y el cuerpo de Flynn.
Él siguió subiendo; su aliento traspasándole su calor a través del tejido de la manga del jersey, que ella se había subido por encima del codo para lavarse; ascendiendo hasta que la boca de él se halló en el cuello de ella.
—¡Oh, Dios! —murmuró Rachel e inclinó la cabeza hacia un lado.
Flynn soltó una risita gutural y le recorrió lentamente el cuello con sus labios y su lengua. La cogió por la cintura y la acercó; Rachel notó, bajo los pantalones de él, el inicio de una impresionante erección, y pensó, con un violento escalofrío, que todas las pasiones que hervían en su interior podían estallar de repente, sobre la inmaculada cocina de Flynn.
—Hueles muy bien —le susurró él mientras le tomaba el lóbulo de la oreja entre los dientes—. Un poco como a vainilla.
«Esto no puede estar pasando. Esto no puede estar pasando», pensó Rachel anhelante mientras echaba la cabeza hacia atrás, apremiándole en silencio a que la recorriera entera con la boca. Cada centímetro de su cuerpo; y le importaba un cuerno lo hinchada que estuviera, porque en ese momento se sentía increíblemente sexy.
Flynn se metió el lóbulo de la oreja y el pendiente dentro de la boca, y lo acarició con la lengua. Sus manos subieron lentamente por los costados del cuerpo de Rachel, después por los de sus pechos, que luego le apretó suavemente, cubriéndolos con las manos.
Un suspiro de puro deseo escapó de los labios de ella. Flynn pasó a mordisquearle la oreja; soltó el pendiente, y éste se balanceó, mojado, contra la piel del cuello de Rachel. Los labios de Flynn dejaron un rastro húmedo y cálido sobre la piel de su mejilla.
—¿Sabías —murmuró él— que, en ciertas culturas, el beso se considera un intercambio de almas?
—Aja —murmuró ella. La lengua de Flynn ya le rozaba la comisura de los labios, produciéndole una sensación alucinante.
—¿Y sabías que hay gente que cree que el olor de la piel de una mujer es más excitante que su tacto? —preguntó él, mordisqueándole el labio inferior.
Rachel no tuvo oportunidad de responder, porque la lengua de Flynn le llenó la boca. Después de eso, sólo fue consciente de que sus manos habían encontrado el cuello y los hombros del hombre, y que las manos de éste se habían colado por debajo de su jersey y se deslizaban sobre su piel desnuda, sobre sus pechos, presionando y acariciando al ritmo de los labios y la lengua. Rachel sintió que se deslizaba por una resbaladiza pendiente, sólo a segundos de caer al suelo de la cocina, arrastrándolo a él consigo, para sentirlo sobre su cuerpo. Las atenciones que había dispensado a su cuerpo, se habían derretido entre sus piernas, y la humedad que allí sentía la hacía sufrir de deseo; su piel parecía estar hirviendo bajo la ropa.
Flynn la apoyó contra el lateral de la encimera y, sorprendentemente, logró meter una mano bajo su ajustada falda mientras seguía besándola. Le subió la falda y le colocó la mano sobre la cadera; la agarró con fuerza, y la acercó a su entrepierna, moviéndose sugerentemente contra ella mientras su beso se hacía más intenso.
Rachel no había deseado a un hombre con tanta fuerza, no había anhelado tanto que un hombre la tocara desde... desde nunca. Lo rodeó con una pierna, y se apretó contra su erección mientras colocaba un pecho bajo la mano de él.
Flynn gimió en su boca y, de repente, la cogió por ambas caderas, la alzó del suelo como si no pesara nada, y se metió entre sus piernas para que ella pudiera notar su erección moviéndose alrededor de su sexo.
Rachel le rodeó el cuello con los brazos, hundió las manos en su cabello y deseó que le desabrochara el sujetador.
Pero Flynn alzó la cabeza lentamente y apartó un mechón de cabello rizado que se había metido entre sus bocas.
—Creo que es tuyo —dijo, y le besó la frente.
—Mío —contestó Rachel con voz soñadora mientras él le soltaba la cadera y la bajaba hasta el suelo.
—Tu móvil —avisó Flynn, y Rachel se dio cuenta de que la música de Vivaldi que oía en su cabeza provenía en realidad de su bolso.
Abrió los ojos; nadie la había llamado nunca a ese teléfono, así que supuso que sería su madre.
«Papá —pensó—. Algo le ha pasado a papá.»
Corrió hacia el bolso y rebuscó en él hasta encontrar el móvil. Apretó más de un botón antes de dar con el que respondía a la llamada.
—¿Diga? —jadeó, oyó la voz al otro lado y sintió que el corazón se le hundía como una piedra.