Capítulo 9

Asunto: ¿Qué pasa?

De: Rebecca Parrish <reparrish72@aol.com>

Para: Rach <earthangel@hotmail.com>

Hola, Rachel. Hace tiempo que no sé nada de ti, y mamá me ha dicho que papá y tú tuvisteis una pelea y no le has hablado desde entonces. ¿Va todo bien? No dejes que te ponga nerviosa, porque la verdad es que, por lo general, no es más que un cordero con piel de lobo.

Por cierto, recibí un mail de Robbie y me decía que le habías dicho que tu relación con Myron es ¿estrictamente platónica? ¿Es eso CIERTO? ¡No lo sabía! ¿Por qué no lo sabía? ¡Exijo detalles!

Rebecca.

P. D. Las hierbas que me enviaste para las alergias de Grayson le han ido de maravilla. ¿Puedes conseguir más?

Asunto: Re: ¿Qué pasa?

De: <earthangel@hotmail.com>

Para: <reparrish72@aol.com>

Hola, Bec. Me alegro de que Gray esté mejor, y sí, puedo conseguir más hierbas. Hablaré con mi camello (ja, ja, jaa). También intentaré localizar un sitio en Texas que prepare esa mezcla concreta. En cuanto a papá, ya sé que a veces es un auténtico cabrón, pero eso no es nuevo. La mayor parte del tiempo nos llevamos bien. Pero hay ocasiones en que consigue ponerme de los nervios.

En cuanto a Myron, aquella noche bebiendo tequila en el rancho, ¡os dije a ti y a Robin que estaba «llegando» con él a un estado platónico! ¿¿¿¿Por qué ninguna de vosotras recordáis nunca nada de lo que os digo???? Pero no quiero hablar de eso, porque no hay nada de lo que hablar. Tuvimos un lío. Ahora somos amigos. Fin de una historia muy aburrida. Tengo que irme. ¡¡¡Saluda a Matt y Gray de mi parte!!!

Rachel... que, por cierto, ha conocido a un chico. Más o menos. (Lo cierto es que Dagne y yo hemos empleado un poco de magia para conjurarlo, pero ¡es TAAANNN guapo! Ya te contaré...)

Rachel tenía muchas cosas que hacer al día siguiente, jornada en la que, evidentemente, tenía que llover.

Su primera parada fue en Turbo Temps, adónde la había enviado la agencia de colocaciones. Con un poco de suerte, y de acuerdo, un poco de magia, Rachel esperaba conseguir algún tipo de trabajo a tiempo parcial. Aparcó, buscó su paraguas, abrió la puerta, peleándose con ésta y el paraguas, pasó a duras penas por el pequeño espacio que quedaba entre su Escarabajo y un monovolumen aparcado al lado, pisó un charco en el proceso y se caló la bota.

Sujetando la empapada hoja de la agencia, llegó al interior de Turbo Temps, donde inmediatamente una mujer le ladró que dejara el paraguas en el cubo. Lo hizo, luego volvió al mostrador y le entregó la hoja a la mujer.

Ésta la miró, hizo una mueca y montó todo un número aplanándola.

—Lo siento mucho —se disculpó Rachel—; está lloviendo.

La mujer la miró como si no la creyera, luego leyó la hoja de la agencia, la copia del currículo de Rachel adjunta y, sin decir una palabra, se volvió y apretó un par de teclas en el ordenador. Una antigua impresora comenzó a traquetear a su espalda y, durante todo ese rato, la mujer siguió mirando la pantalla. Cuando finalmente la impresora se detuvo, se volvió, cortó la hoja de la impresora y se la dio a Rachel.

—Llame antes de ir —dijo.

Rachel cogió la hoja y la miró.

Bajo la palabra «Cliente» se leía: «Centro médico Baumgartner. Trascripción de historias clínicas del borrador a copia final. Requisitos: mecanografía. Cincuenta palabras por minuto. Conocimientos de informática y de procesado de texto a nivel de usuario».

Rachel miró a la empleada, que tenía los ojos clavados en la pantalla del ordenador.

—Eso es todo lo que tenemos hoy —dijo ésta sin alzar la mirada—. Baumgartner le dará un papel que tendrá que traer aquí para recibir el pago. Si quiere cobrar, no se vaya sin que le den ese papel. ¡Y asegúrese de que alguien lo firma!

Lo único bueno de su visita a Turbo Temps fue que, a la salida, llovía con menos intensidad. Rachel tiró los papeles al asiento trasero y se dirigió a Tejidos Providence. Como los polis les habían fastidiado el aquelarre (sí, su sentido del humor seguía intacto), no había realizado el conjuro para la vista. Así que Dagne, demostrando una gran confianza en ella, le había dejado a Rachel su libro rosa de hechizos. «Mañana tengo que hacer unas cosas en eBay», le había dicho. Sinceramente, Dagne se pasaba tanto tiempo en eBay que era raro que no le hubieran otorgado una página honoraria o algo así.

—Prueba tú —había animado a Rachel alegremente.

Al principio, ésta se había reído, pero cuanto más pensaba en ello, más se decía: ¿y por qué no? De todas formas, ya estaba haciendo todo el trabajo; Dagne sólo estaba allí, dándole cosas para beber y luego diciéndole lo que tenía que recitar. Y, además, había visto otro conjuro para perder peso que quería probar.

En la tienda de tejidos, buscó la perfecta tela color lavanda. Supuso que tenía que ser de terciopelo o de brocado, algo con peso y, por tanto, con significado. Y en el penúltimo pasillo, encontró lo que estaba buscando. Era de seda afelpada y de un bonito tono lavanda. También era muy cara... así que Rachel ni siquiera miró su tarjeta de crédito mientras la cajera la pasaba. Ojos que no ven...

Un cuarto de hora más tarde, salió de la tienda con tres metros de seda afelpada y suficientes flecos de seda como para bordearlas. Supuso que tendría bastante no sólo para hacer un hechizo, sino también para un chal.

Desde allí, Rachel se dirigió al campus y a la biblioteca de la Universidad de Brown, donde pasó el resto de la húmeda tarde ante una mesa, rodeada de libros, trabajando en teorías para su tesis.

Cuando regresó a su casa, ya se había hecho de noche. Encontró una nota de Dagne pegada en la puerta, «He pasado a buscar una cosa», y, por un momento, Rachel sintió pánico, pensando que «cosa» equivalía a su libro de hechizos. Sin embargo lo encontró en el mismo lugar donde lo había dejado, sobre la barra de la cocina, con un par de páginas con la punta doblada. Se preparó macarrones precocinados con queso (no lo más sano exactamente, pero no tenía mucho más, sobre todo porque era evidente que Myron también había pasado por allí), luego fue al salón, encendió la tele y, un momento después, se levantó, dejó la tele encendida y se fue en busca de su libro de Pilates.

Un poco más tarde, regresó al salón vestida con su ropa de yoga, la colchoneta y el pelo recogido en lo que Dagne llamaba su peinado Mickey Mouse: dos pompones en lo alto de la cabeza. Con la TV Coreana de fondo, donde daban un programa de variedades con subtítulos asiáticos (le fascinaba que fueran necesarios), fue haciendo uno tras otro todos los ejercicios de su libro de Pilates hasta que sus músculos le pidieron clemencia. Ya estaba preparada para unos cuantos hechizos. Dagne siempre decía que la atmósfera era muy importante, así que Rachel recorrió la casa y reunió todas las velas que pudo encontrar.

Una vez las hubo encendido y las hubo colocado por la sala para crear el ambiente adecuado, apagó la tele, abrió el libro de hechizos por una de las páginas que había marcado, cogió la seda afelpada y el amuleto mágico de Dagne y los colocó juntos. Entonces buscó un platito, unas tijeras y cerillas.

Leyó varias veces el hechizo y se le ocurrió que si su abuela supiera lo que estaba haciendo, sufriría un infarto doble en ese mismo instante.

Pero se sentía muy atraída por aquel hombre, y estaba dispuesta a correr el riesgo... Aunque fuera un riesgo bastante extravagante.

De hecho, todo el asunto resultaba tan estúpido para su parte intelectual que volvió a leer el hechizo preguntándose si la posición de la luna o lo que fuera importaba realmente, como decía el libro. Recordó todo lo que Dagne le había dicho que tenía que hacer y, finalmente, se puso en pie, se soltó el pelo (por lo de la atmósfera), tendió la tela de seda sobre el suelo y cortó un par de centímetros del extremo. Cogió el resto de seda afelpada y se la puso sobre los hombros. Luego cogió una cerilla, la encendió y la acercó al trozo de tela que había cortado. Cuando éste prendió, lo dejó caer en el platito, y lo alzó ante ella, diciendo solemnemente: «De estas cenizas el humo se alzará, y mi color a sus ojos elevará».

Dejó el platito, cogió el amuleto y comenzó a moverlo sobre él mientras caminaba en círculos a su alrededor.

—Mi color mi verdadero amor verá —recitó, subiendo y bajando el tono de voz como había visto hacer en la serie «Embrujadas»—, y al instante de su deseo hacia mí sabrá.

Se detuvo allí, observó consumirse el tejido y trató de no arrugar la nariz, porque realmente apestaba. Luego siguió describiendo círculos, repitiendo el conjuro dos veces más. Una vez lo hubo recitado tres veces, dejó el amuleto y, tal como le había indicado Dagne, se detuvo ante la tela quemada y realizó sobre ella unos movimientos circulares con la mano, en plan bruja, para disipar el humo.

Un momento después, había acabado.

Con los brazos en jarras, miró el plato. ¿Se lo parecía a ella o todos esos hechizos eran un poco decepcionantes? Sería mejor si, de pronto, se viera el destello de un relámpago, o el ruido de un trueno sacudiera la casa. Pero por su experiencia hasta el momento, lo único que dejaban era porquería para limpiar.

Lo limpió todo, luego cogió el libro de hechizos y se fue al dormitorio. Dejó el libro en la cama y regresó al salón a por las velas. Se llevó media docena al cuarto de baño, otra media docena a la habitación y abrió el agua para llenar la bañera. Se desvistió, añadió al agua gel espumante, decidió que allí no había suficiente luz y miró por la puerta abierta hacia su habitación, buscando los candelabros altos que le había regalado Myron. Qué raro... no estaban allí.

Rachel se envolvió en una toalla de baño y llevó a cabo una rápida búsqueda por la casa, pero no pudo encontrarlos. Supuso que los habría dejado arriba, en la habitación de invitados, y decidió dejarlo correr. Tenía suficientes velas y, además, la bañera se estaba llenando.

Volvió rápidamente al baño, cerró el grifo y estudió su último hechizo. Ése era por seguridad; un intento de perder su trasero, también conocido como Ben y Jerry.

Fuera, en la calle Slater, la lluvia se había ido transformando en una espesa llovizna y se estaba formando niebla. Aparcado fuera de la casa, bajo las ramas de un viejo sicómoro que necesitaba una poda urgente, Flynn observaba las ventanas de la casita de Rachel.

Había pensado en llamar a la puerta y presentarse, y estaba ya ideando una buena excusa cuando vio a Rachel, que por lo visto era de las que no bajaban las persianas, tirada en el suelo, haciendo algo raro con las piernas, mientras en la tele se veían imágenes de asiáticos sentados.

No quería molestarla en medio de lo que fuera que estuviera haciendo, pero tampoco quería quedarse en el coche, como un pervertido.

Sin embargo, mientras trataba de decidirse, Rachel apagó la tele y volvió a desaparecer. Flynn salió de su coche alquilado y se puso la gabardina..., pero entonces Rachel reapareció con un enorme libro en las manos. Lo dejó y volvió a marcharse, y en seguida regresó de nuevo con un montón de velas. Algo le dijo a Flynn que esperara. Algo le dijo que volviera a meterse en el coche.

Fascinado, la observó encender las velas, soltarse aquella especie de orejas de caniche, dejar suelta lo que parecía una hermosa melena ondulada y abrir el enorme libro. La vio arrodillarse ante él, estudiarlo durante lo que le pareció una eternidad y luego reírse una o dos veces.

De repente, Rachel se puso en pie.

Flynn no acababa de entender qué podía estar haciendo. Ella desapareció de su vista un momento, al agacharse, pero en seguida se levantó con una tela sobre los hombros. Luego prendió fuego a algo, a otra tela, le pareció, y lo dejó caer sobre un plato. A continuación comenzó a dar vueltas alrededor del plato, moviendo algo sobre él.

Flynn dejó escapar un largo y silencioso suspiro. Quizá se había vuelto loco debido al agotamiento, pero juraría que la chica estaba haciendo algún tipo de brujería.

Se quedó tan extasiado que, cuando ella acabó su extraño acto y se fue hacia la parte trasera de la casa, él lo hizo también, metiéndose sigilosamente en el oscuro pasaje entre las casas.

Sabía que lo que estaba haciendo no sólo era indecente sino también ilegal, y si lo pillaban, podía perder su trabajo y ser devuelto de una patada al otro lado del Atlántico. Sabía todo eso, pero el hombre que había en él estaba demasiado intrigado como para prestar mucha atención a las leyes del país y, escondido entre los cubos de basura de los vecinos, la observó salir envuelta en una toalla de un cuarto de baño iluminado por velas; la vio de nuevo con el libro, llevar a cabo una especie de danza alrededor de dos velas, con su hermosa espalda al descubierto, y luego la observó desaparecer en el cuarto de baño.

En ese momento, Flynn recuperó parte de la cordura; una parte escasa, pero la suficiente como para hacerlo regresar al coche.

Se quedó sentado ante el volante, con la mirada perdida, imaginándola desnuda en el baño, haciendo alguna cosa de brujería.

Eso había sido impresionante. Y había conjurado en él todo tipo de imágenes de sexo estilo Wiccam (fuera lo que fuese el sexo estilo Wiccam, pero de momento estaba más que cachondo y dispuesto a aceptar cualquier teoría). Eso le había hecho ver a aquella atractiva joven bajo una luz totalmente nueva.

Una luz que, curiosamente, era de un hermoso tono lavanda.

Una hora más tarde, Flynn se encontró con Joe en la cafetería donde la gente del lugar solía leer poesía. Estaba sentado al fondo, entre las sombras. Tan camuflado en la oscuridad que a Flynn le costó encontrarlo. Se sentó con él, pidió una taza de té a la camarera, que lo había seguido, y luego sonrió a Joe.

—¿Has tenido suerte? —preguntó éste.

Flynn negó con la cabeza.

Joe gruñó.

Estoy empezando a pensar que voy a tener que hacerlo por ti, chaval.

Flynn se echó a reír y le dio unas alegres palmadas en la espalda.

—Si haces eso, tienes mi palabra de que te enviaremos de vuelta a casa de una sola pieza, o al menos en no más de dos. Palabra de boy scout... tío.