Capítulo 16
El lugar donde se celebraba la fiesta del sábado estaba cerca de la avenida Blackstone, una zona rica de la ciudad llena de mansiones, dinero añejo y gente vieja con suficiente solera en la ciudad como para organizar fiestas masivas a las que podían llegar a acudir centenares de personas. Esa dirección en concreto pertenecía a una vieja casa colonial pintada de amarillo, que se hallaba separada de la calle por una pequeña colina cubierta de hierba tras una valla de hierro forjado.
Rachel condujo por el largo camino circular hasta la entrada e, inmediatamente, fue recibida ante la gran puerta por un hombre vestido con un traje de mayordomo a la antigua usanza, incluida la peluca blanca y la levita.
—¿Sí? —preguntó lacónico cuando Rachel bajó la ventanilla.
—Se supone que debo encontrarme con el del catering.
—¡Se les dijo a los del catering que todo el personal debía aparcar en la calle! —contestó, apuntando hacia la verja con su gran mano, enfundada en un almidonado guante blanco—. Cuando lo haya hecho, podrá encontrar a su gente siguiendo por aquel camino. —Y señaló el que daba a la entrada de servicio.
—¡Gracias! —dijo Rachel por la ventanilla mientras se alejaba—. Imbécil —murmuró entre dientes mientras desandaba el camino y salía a la calle.
Como era de esperar, tuvo que aparcar a dos mil kilómetros de allí, y, aparte de que hacía mucho frío, estaba en pleno síndrome premenstrual, reteniendo agua como una esponja. Lo único que llevaba para abrigarse era su chal color lavanda, así que, cuando llegó a lo alto de la colina, los dientes le castañeteaban. Rodeó la casa por el otro lado para no encontrarse con el mayordomo de opereta, y avanzó por el camino que llevaba a la entrada de servicio (sabía exactamente cuál era ese camino, porque había pasado sus primeros años en Houston, en una casa —la de su familia— de igual tamaño, donde tenían un guardia apostado en la puerta por razones que, cuanto más mayor se hacía, más ridículas le parecían).
Dado su mal humor y el castañeteo de sus dientes, lo raro fue que llegara a oír el maullido. Pero lo oyó y se detuvo de golpe. Sonaba, muy bajito. Miró alrededor, hacia los setos, y luego hacia los matojos que flanqueaban el exterior del garaje. Entonces lo volvió a oír, pero más alto, y, mientras se acercaba al garaje de cuatro plazas, vio al gato.
Inexplicablemente, el animal se hallaba encadenado a un árbol. Cierto, tenía una pequeña casita para gatos y un cuenco con agua, pero el gato estaba atado al árbol con una cadena. Ni siquiera sabía que fuera posible encadenar a un gato.
Y era evidente que al animal no le gustaba. Maulló a Rachel, y ésta inmediatamente se acercó a acariciarlo, pero el pobre animal estaba tan traumatizado que se alejó de un salto, tratando de meterse en su pequeña cárcel. Sin embargo, no lo logró debido al peso de la cadena. Rachel se le acercó muy despacio, susurrando «gatito, gatito, gatito...», hasta que pudo llegar a acariciarlo.
Resultó ser un terrible error, porque el gato estaba tan asustado que soltó un chillido gatuno que resonó en todo el barrio.
—No vamos a aguantar esto —le aseguró Rachel—. Pensaremos en algo. Dame unos minutos.
Y realmente tenía la intención de hacer algo, pero el sonido de cazuelas y sartenes entrechocando la sobresaltó y, al volverse, vio la cabeza de una mujer que asomaba por la puerta que llevaba a la cocina.
Rachel se sobresaltó; la mujer tenía el pelo alborotado y, en la blusa, lo que parecían huellas de dedos.
—¿Has venido a ayudar? —preguntó apresurada.
—Sí. Me llamo...
—Quítate ese chal y date prisa. ¡Esto es una pesadilla! —exclamó, y volvió a desaparecer.
Rachel se movió con rapidez; siguió a la mujer hasta un pequeño cuarto trastero junto a la cocina, donde vio unos ganchos con abrigos; colgó allí su bolso y el chal, y se estaba alisando la camisa cuando oyó a la mujer.
—Date prisa... ¿Cómo te llamas?
—Rachel.
—¡Rachel!, date prisa. Ya llevamos media hora de retraso.
Ella se apresuró y, atravesando una puerta interior, entró en lo que parecía una casa de locos. Hombres y mujeres corrían de un lado a otro en una cocina de tamaño industrial, mirando el interior de cazuelas y ollas, llevando bandejas y evitando chocar entre sí. La mujer estaba ante una pequeña mesa, con unas hojas de papel en una mano y una Coca-Cola Light en la otra. Echó una mirada a Rachel, de arriba abajo, y negó con la cabeza.
—¡Dije falda! ¿Qué tipo de imbécil se presenta con pantalones a un cóctel?
—Eh, esto... la agencia sólo dijo que debía ser negro.
—¡Dios mío! —La mujer golpeó la mesa con la Coca light, se volvió y rebuscó entre varias piezas de ropa que colgaban de unas perchas junto a ella. Finalmente, sacó una falda que parecía cinco tallas demasiado pequeña y se la tiró a Rachel mientras le miraba los pies—. Oh, fantástico, botas de tacón —gritó enfadada—. ¿Y a mí qué diablos me importa? Si al final de la noche los pies te están matando, ¡no será culpa mía! Hay un cuarto de baño al final del pasillo. ¡Ve a cambiarte!
Rachel miró la falda y después a la mujer, que parecía estar a punto de perder los estribos y que la miraba fieramente, desafiándola a discutir. Rachel no era tan tonta como para hacerlo, de modo que cogió la falda, dio las gracias y salió corriendo.
Por desgracia, tardó varios minutos en conseguir meterse en aquella prenda; no ayudaba mucho que estuviera hinchada como una foca. Al final, tuvo que conformarse con subir la cremallera. El botón no iba a poder abrochárselo de ninguna manera.
Finalmente, surgió del cuarto de baño con la falda tan apretada que casi no podía respirar. Por suerte, llevaba un jersey largo que cubría cualquier bulto desagradable, y botas hasta las rodillas. Se había recogido el pelo en una trenza a la espalda y, como había lanzado algún que otro hechizo caprichoso para protegerse, se había sentido bastante festiva, y se había echado purpurina dorada por el cabello, para que le diera un aire medieval.
Mientras no tuviera que inclinarse o sentarse, todo iría bien.
La mujer estuvo a su lado en un instante; le cogió los pantalones y le pasó un delantal, haciéndole un gesto para que se lo pusiera. Era blanco, y en la parte superior ponía «Queen Mary's Catering», y, alrededor de las letras, tenía bordados pequeños barquitos.
La mujer esperó impaciente a que Rachel se atara el delantal, y luego le puso una bandeja con bebidas en las manos.
—Soy Mary. Si tienes alguna pregunta sobre lo que sea, búscame. ¡No molestes a la anfitriona! Vas a servir bebidas. ¡Ahora, vete! —dijo y empujó a Rachel a través de las puertas batientes. Rachel pasó a través de ellas a trompicones, porque casi no podía mover las piernas dentro de la falda. Cuando estuvo segura de que no se iba a caer, se detuvo y echó una mirada alrededor.
No estaba preparada para lo que allí había.
Se encontró en un amplio salón, posiblemente una antigua sala de baile, cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra oriental. En el techo había molduras de yeso, a la vieja usanza, con querubines que formaban un círculo alrededor de la sala y otro alrededor de una enorme araña que colgaba del centro. Un cuarteto de jazz tocaba al fondo de la sala, situados junto a una pista de baile portátil que no podía medir más de unos dos metros. Frente a la amplia chimenea, había una barra de bar, atendida por dos camareros, y varias mesitas para dos.
Los anfitriones se debían de haber gastado un dineral para decorar la sala con motivos de Acción de Gracias: en las esquinas se veían cornucopias rebosantes de frutas, y de otras dos cornucopias en el bar brotaba lo que parecía ser champán. Además, unos curiosos y elaborados pavos de papel con plumas decoraban las mesas, y había otro enorme delante de la chimenea.
Y, para colmo, muchos de los invitados llevaban sombreros como los de los primeros colonos.
La llegada de Mary interrumpió su observación. La mujer pasó por la puerta con algo en la mano que olía divino.
—¿A qué estás esperando? —siseó a la espalda de Rachel. —¡Sal de en medio!
Rachel se lanzó entre los invitados.
—¿Una copa? —preguntó a la primera pareja con la que se encontró.
—¡Querida, ya pensaba que nunca ibas a aparecer! —rió la mujer—. Querré un Manhattan, pero dile al barman que me ponga sólo un toque de vermú, de hecho preferiría que le echara más angostura que vermú —dijo, indicando con los dedos cuánto más.
—¡Claro! —repuso Rachel, mientras trataba de recordar lo que le había dicho la mujer.
—Y yo un Italian Nut. Con mucho hielo —pidió el hombre.
—¿Un Italian Nut?
—Sí. Un Italian Nut —contestó él con toda seriedad.
—¡Ahora mismo! —repuso Rachel con una sonrisa, y se dirigió hacia el bar, sabiendo ya entonces, que cien dólares no iba a ser ni mucho menos suficiente para pagar aquel trabajo. Había reconocido todas las señales de una fiesta de larga duración, ya que de adolescente había tenido que asistir a muchas semejantes.
Cuando llegó al bar, sonrió a uno de los camareros.
—Necesito un Manhattan con un toque de vermú. Y me ha pedido si podrías echar más angostura que vermú.
—Oído —dijo el barman, y comenzó a preparar la copa.
—Y un Italian Nut —dijo cuidadosamente.
—¡Oh, oh! —El barman se echó a reír—. Esa gente tiene más dinero que cerebro, ¿no? Para cuando acabemos, lo habrás oído todo, guapa. Por cierto, soy Mike.
—Rachel —contestó ella con una sonrisa.
—No estás nada mal, Rachel —comentó Mike con un guiño, y le pasó las dos copas.
El comentario la sorprendió tanto que casi retiró la bandeja antes de que él dejara las copas encima. Lo miró para ver si se estaba burlando de ella, pero él seguía sonriendo. Rachel le devolvió la sonrisa. Y con ella seguía cuando llevó las bebidas a la pareja.
Flynn estaba durmiendo tranquilamente cuando Joe lo despertó empujándole la cabeza contra la ventanilla del coche. Flynn abrió los ojos y soltó una palabrota.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó luego, mientas se frotaba el golpe de la cabeza.
—Ahí está —contestó Joe.
—Claro. No podía llegar un poco más tarde y dejarme dar una cabezadita, ¿verdad?
Joe se echó a reír.
—Tío, parece que nunca antes hayas tenido que trabajar durante un par de días enteros. ¿Al otro lado no tenéis que hacer turnos extras de vez en cuando?
—No te olvides de que estoy haciendo dos trabajos. Uno por el que me pagan muy bien, gracias, y luego, tu trabajo —replicó Flynn bostezando y ajustándose la corbata—. Evidentemente, estoy en deuda contigo por esta oportunidad, pero eso no hace que me guste especialmente dormir en el coche. ¿Cuál es él? —preguntó, mirando a través del parabrisas con los ojos guiñados.
Joe le pasó los prismáticos.
—El alto de traje negro.
Flynn miró a través de los prismáticos. Un hombre alto, vestido con un traje negro, estaba abrazando a una elegante mujer que llevaba una falda muy ajustada y tacones. Mientras los observaba, la mujer se apartó un poco, dijo algo y luego se puso de puntillas para besar al hombre. Él la agarró con fuerza por la cintura y la besó durante lo que pareció un tiempo excesivo para ser un hombre que acababa de enterrar a su esposa y al perro de su esposa, porque el pobre animal había tenido la mala fortuna de resultar también asesinado.
—¿Listo? —preguntó Joe cuando Flynn bajó los binoculares.
—Lo suficiente.
Joe le dio una palmada en el hombro.
—Ya sabes dónde encontrarme —comentó con una sonrisa. Flynn abrió la puerta del coche y, mientras salía, Joe se inclinó hacia él y añadió—: Eh, tráeme algo cuando vuelvas. Un sándwich de pavo o algo así. Y... un trozo de pastel de calabaza.
—Claro —repuso Flynn siguiéndole la broma, y cerró la puerta sabiendo perfectamente, al igual que Joe, que no tenía ninguna intención de llevarse nada de comida de esa elegante reunioncilla de Acción de Gracias. No era su estilo sisar comida.
Con la invitación que habían conseguido (a través de «contactos», según había dicho Joe) en la mano, subió por el camino de entrada hasta la escalera, donde un lacayo vestido con un traje de época le abrió la puerta. Entró en el vestíbulo de mármol e, inmediatamente, fue recibido por el señor Edward Feizel (de Feizel, Goldman y Bernstein) y presumiblemente, por la esposa de éste, ya que ambos eran como las fotos que Joe le había enseñado.
Los Feizel estaban celebrando una fiesta para sus clientes más lucrativos y sus consortes, lo que, al parecer, hacían anualmente con regularidad. Y, en todos los sentidos, era una fiesta espléndida.
Feizel miró a Flynn entrecerrando los ojos, rebuscando en sus archivos mentales. Flynn le entregó la invitación y, después de echarle una rápida ojeada, Feizel asintió con la cabeza.
—¡Aja! Cariño, éste es el hombre del que te he hablado. El señor Oliver, ¿me equivoco? —preguntó, tendiéndole la mano.
—Gracias, señor Feizel —repuso Flynn, estrechándosela y luego tendiéndosela a la esposa—. Buenas noches, señora, y gracias por permitirme asistir.
—¡Oh! —exclamó la esposa, y se tocó la oreja mientras le sonreía y lo observaba con unos grandes ojos marrones—. ¡Es usted muy bienvenido!
Los ojos de Feizel se abrieron un poco más.
—¿Es usted inglés? ¡Mierda! —exclamó, y se inclinó hacia Flynn para susurrarle—: ¡No sabía que Wasserman estaba metido en esa clase de líos!
—Lo cierto —repuso Flynn, inclinándose también hacia Feizel— es que no estamos totalmente seguros de que el señor Wasserman esté metido en ninguna clase de líos, así que será mejor que esto quede entre nosotros.
—Claro, claro —aceptó Feizel y se llevó un dedo a sus gruesos labios para indicar que, en efecto, iba a quedar entre ellos—. Pero entre usted y yo, Oliver, ese cabrón nunca me ha caído bien. —Le dio unas palmaditas a Flynn en la espalda—. La fiesta es por aquí —indicó, señalando una puerta doble que daba a lo que parecía una sala de baile—. Sírvase lo que quiera y que tenga un feliz día de Acción de Gracias.
—Gracias por venir —añadió la señora Feizel, aún sonriendo.
—Ah, gracias a usted —repitió Flynn, dedicándole un sutil guiño; se metió las manos en los bolsillos y avanzó para mezclarse con los invitados.
La sala ya estaba abarrotada, con la mitad de los invitados paseándose con una especie de ridículo sombrero al estilo de los primeros colonos, el mismo tipo de sombrero que una doncella trató de ponerle también a Flynn. Él lo rechazó educadamente, fue hacia el centro de la sala, miró alrededor y pensó que Joe babearía cuando supiera las bellezas que rondaban por allí. Había muchas, todas con vestidos ajustados que resaltaban sus esbeltas figuras.
Y también había un montón de tíos, la mayoría con trajes, lo que hacía casi imposible distinguir a uno de otro. Por suerte, la altura de Wasserman hacía que fuera fácil de localizar; curiosamente, ya estaba enfrascado en una conversación con otra mujer.
Flynn pensó que tenía tiempo de sobra para encargarse de Wasserman y, como tenía hambre, decidió ir hasta el bufé y servirse un plato lleno de gambitas a la plancha con pequeñas pastitas de hojaldre rellenas de lo que fuera y una taza de ese aguachirle negro que los americanos llamaban café.
Estaba acabando con la última gamba cuando oyó que una voz femenina le decía.
—Pero qué aburrido eres.
Flynn se volvió para ver quién le había hablado y se quedó agradablemente sorprendido; la mujer tenía una larga melena rubia, y llevaba un vestido negro muy ajustado que apenas le cubría el trasero, con un escote hasta casi el ombligo. Sujetaba un martini con largos y delgados dedos, y estaba chupando la aceituna.
Flynn sonrió y alzó la taza de café.
—Fuera hace bastante frío —explicó.
Ella se apartó la aceituna de los labios, la sumergió en el martini y, lentamente, se la volvió a llevar a la boca.
—Creo que no nos conocemos. Soy Marlene Reston.
—Charlie Windsor —dijo él, y le tendió la mano.
A juzgar por su expresión, el nombre del príncipe de Inglaterra no tocó ninguna tecla en la cabeza de la bonita rubia. Se echó la melena hacia un lado, puso su mano sobre la de Flynn y le recorrió la palma con los dedos, descaradamente.
—Es un placer, Charlie —repuso con un guiño—. ¿Estás con FG y B?
—En cierto modo... están vinculados con nuestra firma, al otro lado del Atlántico —contestó Flynn, y sonrió cuando ella le volvió a rozar la palma.
—Yo tampoco trabajo para ellos —explicó la chica, que ahora se dedicaba a remover el martini con la aceituna—. También estoy en una firma vinculada. Les encanta invitarnos a estas cosas, para recordarnos lo que nos perdemos por no trabajar con ellos.
—¿Y te lo estás perdiendo?
Marlene se encogió de hombros y miró alrededor.
—No lo sé. Quizá. Pero no soporto la idea de tener que acostarme con uno de los sapos que dirigen el cotarro. Y... ¿has venido solo? —preguntó ella, acercándosele casi de forma imperceptible.
—Sí, así es —respondió Flynn, y le dio un sorbo a su café—. Mi prometida está en Londres.
—¡Tch, tch, Charlie! ¡Solo en una fiesta y tan lejos de casa! —lo regañó juguetonamente, y lo miró a través de un par de pestañas muy espesas y muy falsas—. Realmente eres un chico muy malo. —La joven sonrió con descaro, y Flynn notó que algo se le animaba ligeramente bajo los pantalones.
Bueno, ¿qué le iba a hacer? Después de todo, no sólo era un pobre hombre, sino un hombre que, por desgracia, no había tenido ningún tipo de relación carnal desde hacía bastante tiempo. Y la clase de sonrisa que la chica le estaba dirigiendo estaba diseñada para captar toda su atención. Además, había tiempo de sobra para hacer su trabajo de vigilancia, ¿no?
Flynn sonrió malicioso.
—Sí, soy bastante malo, ¿no crees? Alguien debería castigarme por ello. ¿Qué castigo crees que merecería?
—¡Oooh, no sé! —ronroneó la chica, lamiendo la condenada aceituna—. ¿Te gustan las azotainas?
—Las adoro —contestó él, y le sonrió de medio lado mientras se acercaba más a ella... Pero un movimiento en la periferia de su campo visual le llamó la atención, y volvió la cabeza aún sonriendo.
Allí estaba Rachel, de pie ante él, con un delantal, mirándolo con la boca abierta. Durante un instante, ella se quedó inmóvil, pero luego se movió de golpe y desapareció entre la multitud.
¡Mierda! Aquello no era muy bueno, ¿verdad?
Desde el punto de vista de Rachel, era desastroso. Hubiera querido morirse allí mismo, en el centro de aquella elegante mansión, con toda aquella gente elegante, delgada y maravillosa rodeándola como a una ballena varada (¡y que se lo tuvieran que tragar, con sus estúpidos gorros en la cabeza!). Se imaginaba la escena: todos cóctel en mano, mirándola con expresiones de horror. «¿Crees que la pobrecilla está muerta?», preguntaría uno...
—Perdone, señorita. ¿Me puede traer un whisky con hielo? —le pidió un hombre.
Rachel volvió a la realidad, asintió secamente al hombre, fue hasta el bar y le pidió a Mike un whisky con hielo. Éste lo sirvió sin quitarle la vista de encima.
—¿Estás bien? Pareces un poco nerviosa.
—¿Yo? —preguntó Rachel y, distraídamente, se llevó una mano a la cara. Que le ardía, claro, porque, aunque Flynn fuera un imbécil, era ella la que se sentía como una estúpida. Y además, allí estaba ella, ¡metida en una falda que parecía a punto de reventar y con un absurdo delantalito! No era exactamente la imagen sexy que quería mostrar, ¿verdad? Sin embargo, Mike seguía mirándola, y Rachel, rápidamente, tuvo que decirle algo—. Sí, estoy bien. Sólo que hay demasiados pavos por aquí.
Mike lanzó una carcajada y le pasó la bebida.
—Ven a verme si necesitas algo que te anime un poco —le dijo con un guiño—. Tengo acceso a todo tipo de alcohol del bueno.
Rachel le sonrió agradecida, colocó el vaso en la bandeja, se volvió... y casi chocó con Flynn.
Éste tuvo suficientes reflejos como para saltar hacia atrás y, en cuanto estuvo seguro de que Rachel no lo iba a bañar, se relajó y sonrió.
—¿Rachel?
«¡Piensa rápido, idiota!», le gritó a Flynn su cerebro.
—¡Oh! —exclamó Rachel con cara de sorprendida—. ¿Flynn?, ¿eres tú?
—¡No sabía que estarías aquí esta noche!
Eso era evidente. Pero ¿qué se había creído, que no iban a invitarla a una fiesta elegante en la parte más pija de la ciudad? ¿Aunque sólo fuera para servir las bebidas? Quizá se había olvidado de mencionar que estaba sin blanca, y a punto de vender su propia sangre para poder comer.
—Pues ¡ya ves! —repuso Rachel, en tono un poco alto—. ¡Aquí estoy! —Y se echó a reír... Por desgracia, sonó más como el relincho de un caballo.
Flynn sonrió, y parecía estar esperando a que dijera algo más.
Pero ella no tenía ninguna intención de hacerlo, porque sabía lo que le soltaría: algo totalmente lamentable, como «¿Por qué no me has llamado?». Y como no tenía ganas de hacer aún más el ridículo, sonrió.
—¡Bueno! ¡Me alegro de verte! —dijo finalmente, y pasó a su lado para irse.
—¡Espera! —le pidió él antes de que Rachel pudiera dar un paso, y ésta no pudo evitarlo: se volvió hacia él.
Flynn le miraba el pelo.
—Perdona, pero me ha parecido verte brillar algo en el pelo.
Rachel agarró la bandeja con fuerza.
—Así es —explicó, obligándose a sonreír y arrepintiéndose de haberse puesto nada en el pelo—. Es polvo de estrellas.
—¿Polvo de qué?
—Polvo de estrellas. Lo venden en una tiendecita... —«Espera, borra eso. No hay ninguna necesidad de mencionar de nuevo lo de la brujería.»—. Es para que me dé suerte. —¡Y vaya una suerte que estaba teniendo! Síndrome premenstrual, una falda tan estrecha que le estaba cortando la circulación de cintura para abajo y, por si fuera poco, ¡Flynn en una fiesta de gente de pasta donde ella sólo era la humilde camarera!
—¡Oh! —exclamó Flynn. Rachel casi podía ver girar los engranajes de su cerebro, casi podía oírlo pensar: «¿Cómo demonios me podré librar de ésta?».— Pues resulta muy... atractivo.
—Lo sé —respondió Rachel, haciéndose la listilla, y se alejó esperando que Flynn tuviera, al menos, la decencia de no mirarle el culo.
Entregó el whisky; oyó a una anciana decirle al hombre que lamentaba mucho su pérdida; pensó que, a juzgar por la expresión de éste, esa pérdida debía de ser de acciones, o algo así, y siguió andando; atravesó las puertas batientes, entró en la cocina y dejó la bandeja.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó.
Una de las chicas asintió y sacó uno del bolsillo de la camisa.
—No dejes que Queen Mary te vea, o te despedirá al instante —advirtió mientras le pasaba el encendedor.
Rachel asintió, fue hasta el fondo de la cocina, cogió unas cuantas gambas a su paso y salió al pequeño patio entre el garaje y las dependencias del servicio. Se metió una gamba en la boca, se inclinó hacia donde estaba el gato, con la cadena colgando, y le puso dos gambas delante.
—Date prisa —le dijo. Encendió el cigarrillo y observó al animal olisquear cautelosamente las gambas.
Oyó el sonido de sus pasos sobre la gravilla antes de verlo, y cerró los ojos imaginándose lo que él le diría: «Lo lamento mucho. Soy un idiota. Te adoro y eso me asustó...». O más posiblemente: «Perdón, pero ¿podrías apartar el coche? Me está cerrando el paso, y Rubia y yo nos vamos para ir a echar un polvo rápido».
Los pasos se detuvieron a su espalda. Le dio otra calada al cigarrillo y esperó a que él dijera algo demoledor.
—Ey, ¿va todo bien?
Bueno, eso no estaba mal como comienzo, mejor de lo que esperaba, quizá incluso siete en una escala de diez. Sólo había un pequeño problema. No era Flynn.
Era Mike, el barman.