Capítulo 28

La mañana de Acción de Gracias, Rachel se despertó sobresaltada al darse cuenta de que, mientras se dedicaba a meter la pata hasta el cuello con Flynn, no había sabido nada de su padre desde que éste le envió el e-mail. ¿Iba a ir? Oh, mierda, se había quedado tan hecha polvo por lo que había pasado que no se había acordado de llamarlo.

Como era de esperar, su padre no respondió ni al teléfono de su casa ni al móvil.

Dagne fue la primera en llegar, con sus supuestamente famosas coles de Bruselas y coliflor gratinada, y se encontró a Rachel ordenando el salón. Dagne cruzó el salón y fue directa a la cocina sin abrir la boca.

Como era muy raro que su amiga hiciera algo sin hablar, Rachel la siguió.

Dagne estaba ante la nevera, con una cerveza en la mano.

—Hola —saludó Rachel.

—Hola —contestó, y bebió un largo trago de cerveza, luego dejó la botella sobre la barra con un fuerte golpe.

—¿Qué pasa?

—Glenn.

—¿Ha pasado algo? ¿Te está molestando?

Dagne puso los ojos en blanco, cogió la cerveza y se tomó otro trago antes de contestar.

—No es eso. —Se limpió los labios con el dorso de la mano—. ¿Recuerdas que teníamos una cita? ¿La noche que hicimos el hechizo? Pensé que había ido genial. Nos encontramos en Fratangelo's, nos tomamos un par de copas, fuimos a mi casa... y no he vuelto a saber nada más de él. Nada de nada.

—Pero eso fue sólo hace dos o tres días —le recordó Rachel.

—Cuatro días, muchas gracias. Creo que me ha dejado tirada. Y no trates de convencerme de lo contrario. Ese gilipollas pasa de mí, lo puedo notar.

—¿Y qué pasa con el hechizo? —tanteó Rachel, a pesar de haber decidido la noche anterior que, al menos para ella, todo eso no era más que un montón de paparruchas.

—No lo sé —contestó Dagne, contemplando pensativa el papel levantado de la pared de encima de la ventana—. Sólo tengo la extraña sensación de que algo no va bien... ¿Dónde está Flynn? ¿Va a venir?

Rachel aún no le había contado a Dagne su gran estupidez, y rápidamente dedicó toda su atención a las patatas que estaban cociéndose.

—Supongo —murmuró.

—Genial. Al menos una de nosotras va a pasarlo bien. No puedo esperar...

—¡Ho-la, ho-la!

Dagne miró a Rachel.

—Chantal —le informó ésta.

Chantal y Tiffinnae se presentaron con sus cinco hijos. Rachel no llegó a enterarse de qué niño era hijo de quién, pero después de pasearse mucho por el salón, comenzaron a desaparecer por la puerta principal. Ni Chantal ni Tiffinnae parecieron darse cuenta, ya que estaban muy ocupadas admirando las cosas de Rachel mientras ésta metía su nevera portátil, enorme y pesada, en la cocina.

—¿Te importa si vamos arriba? —gritó Chantal desde lo alto de la escalera.

Dagne abrió la nevera portátil y comenzó a revisar el contenido.

—Oh, tarta de calabaza. Y mira esta cazuela de judías verdes —dijo, abriendo mucho los ojos—. ¿Dónde está el pavo? ¿Quién se encarga del pavo?

Alguien llamaba a la puerta.

«¡Flynn! ¡Por favor, que sea Flynn!»

—Yo —contestó Rachel—. Está en el horno. —Casi tiró a Dagne en su prisa por llegar a la puerta. Nerviosa, la abrió de golpe con una gran sonrisa... pero no había nadie.

Sin embargo, pudo oír claramente las risas de los niños en el otro lado de la casa.

Rachel cerró la puerta, volvió a la cocina y echó una ojeada al pavo mientras Dagne trataba de meter en la nevera toda la comida que Chantal y Tiffinnae habían llevado. Volvieron a llamar a la puerta, y Rachel le dijo a Dagne que no hiciera caso.

—Son los críos —explicó.

Pero cuando Chantal y Tiffinnae finalmente bajaron, oyó a Tiffinnae.

—Pero pasa, Jason —decía—. ¿Ibas a quedarte ahí fuera esperando que a alguien se le ocurriera que podías estar aquí?

Inmediatamente, Rachel salió de la cocina.

—Jason, perdona; pensaba que eran los niños otra vez.

—¿Los niños de quién? —quiso saber Chantal al instante, poniendo un cejo serio y defensivo.

—Entra, Jason —dijo Rachel sin hacer caso de Chantal, y le cogió la mano.

Lo acompañó hasta el sofá, donde él se sentó en el borde, tímidamente.

—¿Tenía que traer algo? No he traído nada.

—No te preocupes, hay de sobra —afirmó Rachel cubriendo el resoplido de disgusto de Chantal—. Siéntate y haz como si estuvieras en tu casa.

—Bueno, yo no he venido con las manos vacías —bufó una voz masculina ligeramente afeminada. El señor Gregory había llegado.

—¡Mira lo que ha traído el señor Gregory! —gritó Chantal, y alzó una caja con varias botellas de vino—. ¡Hum, nos lo vamos a pasar bien! —le dijo a Tiffinnae.

—A Clara le gustaba el vino —explicó el señor Gregory—, pero yo no hago nada con él. Por cierto, al entrar en el jardín, me han atacado con bolitas de barro —añadió mientras se sacaba el abrigo y se lo pasaba a Dagne sin ni siquiera mirarla.

Chantal fue hasta la puerta, la abrió de par en par y sacó la cabeza.

—¡RAY, SHON, DRA! —aulló—. ¡MÁS VALE QUE NO ESTÉIS HACIENDO BOLAS DE BARRO U OS ARRANCARÉ LA PIEL A TIRAS! ¿ME OÍS?

Si Rayshondra la oyó o no, nunca se supo, porque Chantal cerró la puerta de golpe al instante y luego volvió al salón.

—¿Es nueva esa camisa, Jason? —le preguntó amablemente.

Rachel aprovechó ese momento para presentarles a Dagne.

Todos la saludaron, excepto Jason, que murmuró algo con la cabeza gacha. Entonces Chantal se ofreció para ayudar a Rachel en la cocina, pero ella insistió en que no era necesario, porque no se atrevía a dejar que Chantal se acercara a su cocina; sin embargo, la otra estaba decidida. Así que Rachel, Chantal, Tiffinnae y Dagne entraron juntas en la cocina, dejando al señor Gregory y a Jason en el salón.

No tardaron mucho en oír gritar a Sandy.

—¡Feliz Acción de Gracias!

—¡Feliz día de Acción de Gracias! —respondió Rachel, mientras salía a saludarla. El señor Gregory sujetaba la puerta para que Sandy pudiera pasar con las dos bolsas de comida y las muletas.

—Holaaaaaaa —canturreó ésta.

—Jason, ¿le puedes echar una mano a Sandy con las bolsas? —preguntó Rachel. El chico se levantó, se acercó a Sandy y le miró el pie.

—Pensaba que tenías mal el otro —comentó. Rachel estaba de acuerdo; dos semanas antes el pie vendado había sido el otro.

—Oh, y lo tenía mal —confirmó Sandy alegremente—. Pero ¿te puedes creer que ahora me he torcido este tobillo con tan mala fortuna que casi no puedo andar? —rió—. Justo cuando pensaba que me iba a deshacer de estas malditas muletas! Pero una noche, tuve uno de mis ataques, ya sabes, y me levanté para ir al cuarto de baño; está medicina que me tomo te hace orinar cada diez minutos, es un fastidio total. Bueno, como sea, me levanté, pero me dolía tanto la cabeza por la sinusitis que casi no podía ni pensar; estaba oscuro y yo intentaba encontrar el interruptor, entonces me golpeé contra un taburete, lo que hizo que me tambalease hacia atrás —explicó, reconstruyendo el trágico accidente—, y ¿quién lo iba a decir?, como aún no tenía el tobillo derecho lo suficientemente fuerte después de torcérmelo, ¡me torcí el izquierdo para compensar!

Durante un momento, todos se quedaron callados, mirándola incrédulos.

—Chica, eres un caso —comentó Chantal desde el comedor, moviendo la cabeza.

—Lo sé —repuso Sandy sonriente.

Chantal soltó un bufido y regresó a la cocina, con Sandy cojeando tras ella.

Jason, con las bolsas aún en la mano, miró a Rachel.

—¿Qué tengo que hacer con esto? —preguntó, tendiéndole las bolsas.

—Ya las cojo —respondió ella, preguntándose qué fuerza maléfica la habría poseído para aceptar hacer de anfitriona el día de Acción de Gracias. En ese momento, no se le ocurría una idea peor. Miró hacia el reloj que había en la repisa. La una y media. ¿Dónde estaría Flynn?

Mientras preparaba la comida, no quitaba ojo de la ventana, esperando que él apareciera. Cuanto más tarde se hacía, más claro veía que no iba a acudir.

Y no iba a hacerlo porque ella había ido y había soltado la palabra que empieza por A, y él se había llevado un susto de muerte. Eso resultaba tan propio de ella, fastidiarlo todo haciendo algo estúpido. Y no la ayudaba nada que Dagne se le acercara de vez en cuando y le susurrara: «¿Dónde está Flynn?».

El nerviosismo hizo que Rachel se olvidara del pan, y hasta que Tiffinnae preguntó si alguien más notaba olor a quemado no se acordó; soltó un chillido, fue corriendo al horno y sacó dos barras de pan francés quemadas.

El olor inundó la cocina, y las mujeres empezaron a abrir las ventanas mientras Sandy las dirigía desde el taburete de la barra. En la confusión, la salsa que Chantal estaba haciendo se estropeó, y Dagne tiró su cazuela, lanzando coles de Bruselas por todo el suelo.

La comida se estaba convirtiendo en un desastre. Pero entonces alguien llamó a la puerta y Dagne miró a Rachel con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Aquí está! —canturreó.

Sí, sí, tenía que ser él, ¡sólo era que llegaba tarde!

—¿Quién es? —preguntó Tiffinnae.

Rachel ya iba hacia la puerta y no contestó. La abrió de golpe, sonriendo, convencida de que sería Flynn.

Pero no lo era.

—Feliz día de Acción de Gracias, señor Valicielo —saludó inquieta al verle la cara muy roja.

—Bueno. ¿Ha visto lo que han hecho? —exigió saber el señor Valicielo, pasando de saludos y haciendo gestos hacia su casa.

—¿Quién ha hecho qué?

—¡Esos niños! —soltó furioso.

Sin ningunas ganas, Rachel atravesó la puerta, salió al porche y miró al patio del señor Valicielo. Oh, no. Su pequeño rebaño de ciervos y su rana se hallaban boca abajo y no quedaba ni un molinillo en pie. Lo único que había sobrevivido era el conejo de cemento.

—Ay —exclamó Rachel con una mueca de dolor—. ¿Qué ha pasado?

—¿Qué ha pasado? —repitió él gritando—. ¡Sus niños! ¡Voy a llamar a la policía!

—¡No, señor Valicielo, por favor, no lo haga! —gritó Rachel—. Son los hijos de mis invitadas, y estoy segura que no tenían mala intención, pero les haremos entrar...

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Chantal desde detrás de Rachel, y ésta gimió cuando la mujer salió al porche.

—¡Esos niños han destrozado mi jardín! —gritó el señor Valicielo, señalando el estropicio.

—¿Los niños de quién?

—¡No lo sé! ¡Niños! ¡Niños de aquí!

—Si insinúa que mis hijos han hecho eso, será mejor que se vaya preparando, hombrecillo —replicó Chantal, moviendo la cabeza de un lado al otro al ritmo del dedo que agitaba antes el señor Valicielo.

—¡No sé de quién son los niños! —contraatacó el señor Valicielo—. Sólo sé que eran niños. ¡Niños negros!

—Oh, no, ojalá no hubiera dicho eso —repuso Rachel, pero nadie la oyó bajo el aullido primigenio de Chantal.

—¿Y porque hay unos niños negros en el barrio cree que ellos han tenido que hacerlo? —preguntó, dándose con el puño en las enormes caderas.

El señor Valicielo tuvo al menos el buen sentido de mostrarse asustado, pero eso no lo detuvo. Y, antes de darse cuenta, Rachel se hallaba entre Chantal y el señor Valicielo, con los brazos extendidos para separarlos, pidiendo a Tiffinnae que dejara de animar a Chantal, y muy molesta con Jason y el señor Gregory, que se habían quedado tras la puerta mosquitera, mirando como dos conejitos asustados.

Rachel le rogó al señor Valicielo que volviera a su casa, y le prometió que se aseguraría de que todos los niños se quedaran dentro de casa, y que iría a limpiar su jardín en cuanto acabaran la comida de Acción de Gracias. Luego rogó a Chantal que por favor hiciera entrar a los niños antes de que el señor Valicielo llamara a los polis y les estropeasen el día.

Cuando por fin consiguió que cada uno se fuera por su lado, furiosos, Rachel se apoyó contra la barandilla del porche, preguntándose qué demonios estaba pasando.

—Rachel.

La voz casi le hizo pegar un brinco, y estuvo segura de que algo debía de haber ido terriblemente mal en el departamento de hechizos, porque su pesadilla se acababa de completar.

Se volvió despacio, y se echó el pelo hacia atrás, tratando de sonreír.

—Ho...la, papá. Creía que ya no venías.

Aaron frunció ligeramente el cejo, y alargó la mano hacia la barandilla, como si necesitara algo en lo que apoyarse.

—Bueno, pues aquí estoy. ¿Vas a invitarme a entrar?

Eso era lo último que necesitaba, lo último último. Pero allí estaba él, de pie, con su abrigo de cachemira y su bufanda, un fedora en la cabeza y un traje, a juzgar por los pantalones y los zapatos que veía por debajo del abrigo. Pero incluso bajo toda esa ropa, Rachel pudo ver que estaba más delgado, y que su rostro estaba más demacrado que hacía un par de meses.

Sin embargo, a pesar de lo que había presenciado hasta el momento, su padre no parecía especialmente molesto. Aunque tampoco especialmente contento. Más bien... confuso. ¿Confuso? Eso sí que resultaba extraño; su padre podía parecer muchas cosas, pero confuso no solía contarse entre ellas.

—¿Hola?

Rachel reaccionó.

—Claro, papá. —Y fue hacia él para abrazarlo—. Pero tengo que avisarte de que toda mi clase de tejido está aquí...

—Ya lo sé; lo decías en tu mensaje electrónico.

—Es cierto —repuso débilmente—. Pero... no son... no son exactamente el tipo...

Y entonces, Aaron, en una rara demostración de afecto, le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra él.

—Me he hecho una idea hace un instante, mi niña —la informó con una sonrisa torcida—. No tienes que preocuparte por mí; ni me sorprende ni me escandaliza. Sólo me alegro de verte. Estás estupenda, ¿sabes?

—¿Q...qué? —tartamudeó Rachel—. ¿Qué?

Aaron soltó una risita y la besó en la sien.

—He dicho que estás estupenda.

Rachel no podía recordar la última vez que su padre le había dicho algo agradable sobre su apariencia, y lo miró totalmente atónita.

Su padre se echó a reír. ¡A reír!

Aaron había hablado con Bonnie sobre ese viaje. Después de la sarcástica respuesta de Rachel a su mail, él no veía que se pudiera hacer nada hasta que su hija cambiara radicalmente de actitud. Pero Bonnie lo había convencido de que un día de Acción de Gracias tranquilo con su hija era lo que necesitaban: podrían relajarse, charlar, y él podría escuchar.

Aaron deseaba realmente aclarar las cosas con Rachel. Era su niña pequeña. Así que se preparó para ello: todo un día escuchando y luchando por mantener la boca cerrada.

Pero evidentemente, Bonnie y él habían vuelto a malentender a Rachel; su sarcasmo no era tal, sino la verdad y, mientras miraba a su alrededor, Aaron se preguntó quién diablos sería toda aquella gente.

Se sentó al extremo de la mesa que le había comprado a Rachel en una tienda elegante de Nueva York, mirándolos, frente una comida espantosa (el pavo estaba terriblemente seco, la salsa tenía grumos, al acompañamiento le faltaba algún ingrediente básico; lo único que valía algo era el vino).

Había dos mujeres negras, que, aunque resultaban muy entretenidas, no eran exactamente a quienes habría esperado ver inclinadas sobre los telares que Rachel debía de emplear para dedicarse a hacer de ángel terrestre, enseñando a la gente cómo hacer tapices o lo que fuera.

Y el viejo. Dios, ¿quién se le habría muerto? Era de lo más taciturno y, con cada expresión, con cada gesto, indicaba que le gustaría estar en algún otro lugar. Y Sandy, la pirada. Ésa sí que estaba como una cabra. Si le hablaba de alguna enfermedad más, Aaron le iba a cantar la caña y preguntarle si alguna vez había tenido cáncer, y luego contraatacar contándole sesión de quimio tras sesión de quimio, operación tras operación. Había un nombre para eso, para esa necesidad de estar enfermo todo el tiempo, estaba seguro. ¿Cuál era?

Pero Dagne debía de ser la más loca de todos, con toda esa mierda sobre brujería, y luego molestándose cuando todos se reían de ella.

El chaval vestido de negro lo fascinaba, porque Aaron no podía imaginarse de qué se suponía que iba. Desde donde estaba sentado, le parecía que el chico llevaba los ojos pintados. Y era evidente que estaba loco por Rachel, pero ¿quién podría culparlo?

Aaron no se sorprendió de lo encantadora que era su hija; siempre lo había sospechado. Tenía una sorprendente habilidad para tratar a todos y cada uno de aquellos dementes. Era el centro de atención, hacia el que gravitaba todo el mundo de forma natural. Nada que ver con la niña tímida que solía ser cuando estaba en casa, la que prefería quedarse a la sombra y dejaba a Becky y Robbie al frente. En su propia casa, ella era el rayo de sol.

Pero lo que más le asombró fue su raro talento. La chalada de Sandy le había enseñado un tapiz que Rachel tenía a medio hacer en el telar; al parecer, lo había sacado de la foto de una revista y había hecho todos los cálculos para poderlo tejer a tamaño reducido. Era una artista.

Guau. Era increíble la cantidad de cosas en las que se había equivocado durante sus casi sesenta años.

Sin embargo, su buen humor se vio enturbiado cuando el profesor apareció a mitad de la comida, muy satisfecho de sí mismo y con un pack de seis cervezas.

Primero se paró a saludar a los cinco niños, que estaban comiendo en platos de plástico y viendo una película. El muy gilipollas se inclinó para hablar con cada uno de ellos. ¡Como si a los críos les importara si los saludaba o no! La mayor de todos lo miró con el absoluto desprecio que se merecía.

Lo mismo hizo Aaron.

—¡Hola a todos! Soy el profesor Tidwell —anunció sonriendo, e hizo una pequeña reverencia.

Más que nada, lo miraron con curiosidad. Pero cuando llegó al extremo de la mesa, besó a Rachel en la coronilla. A Aaron no se le escapó la mueca de desagrado de su hija, o los ojos en blanco de Dagne.

El profesor siguió hasta la cocina, mientras Rachel explicaba rápidamente que se trataba de un amigo. Un instante después, él volvió con un plato y una silla, que colocó junto a Rachel; pidió que se le pasaran una serie de cosas, abrió una cerveza y luego miró a la gente de la mesa.

—Bien —dijo, interrumpiendo una conversación—, así que todos sois alumnos de Rachel. Una vez la supervisé mientras daba unas clases, siendo becaria, y es una profesora excelente. Seguro que todos estáis de acuerdo.

—Myron... —empezó Rachel, y Aaron, desde el otro extremo de la mesa, vio que se sonrojaba.

—No pasa nada, Rachel —la cortó el profesor, riendo—. No van a decir nada malo de ti mientras estés aquí sentada. —Volvió a reír. Nadie más lo hizo, pero el profesor Tidwell no lo notó, porque se había lanzado de lleno a devorar el pavo, como si llevara semanas en ayunas—. No, lo digo en serio —continuó con la boca llena—. Rachel tiene un don para enseñar.

—Eh, Myron, ¿has traído cerveza para los demás? —preguntó Dagne, y Aaron pensó que quizá la había juzgado demasiado duramente; tal vez aquella pequeña chiflada tuviera más juicio de lo que él había pensado.

—He traído seis. He supuesto que habría de sobra.

—Eso ha sido muy amable por tu parte —replicó Dagne con frialdad, y se ganó otro punto en la cuenta de Aaron—. ¿Alguien quiere algo más? Voy a la cocina.

—Yo me tomaría una de esas cervezas, si no te importa, Dagne —contestó Aaron con la vista clavada en el profesor.

—Claro que no, señor Lear —repuso Dagne, y el profesor alzó la cabeza de golpe, con los ojos muy abiertos, y miró a Aaron.

—Hola, Byron —saludó él—. Soy el padre de Rachel, Aaron Lear.

—¿Señor Lear? —De repente, Myron ya no parecía tan seguro de sí mismo—. Esto... no... no sabía que vendría. —Se puso en pie, se limpió las manos en los pantalones y se apresuró a ir hasta Aaron saludarlo.

—No quería perdérmelo —repuso Aaron arrastrando las palabras y traspasando a Myron con la mirada.

Él otro le soltó rápidamente la mano, volvió ante su plato y se quedó callado, lo que permitió que una de las mujeres negras se preguntara por qué su salsa se habría secado tanto.

—Puede ser la luna —opinó Dagne con un suspiro.

Todos la miraron con cara de póquer, y entonces una de las mujeres se levantó.

—Al menos nos queda el postre —dijo, y comenzó a retirar platos de la mesa.

El resto de la tarde, Aaron se aburrió terriblemente. Los invitados de Rachel rondaban por el salón, algunos mirando un partido de fútbol sin sonido; el chaval de negro trató de jugar con los niños (pero por lo que se oía, tenían que estar todo el rato explicándole cómo tenía que jugar); una de las mujeres negras, Chantal, estaba derrengada, después de haber estado en casa del vecino, poniendo en su sitio todos los ciervos.

El profesor trató de charlar con Aaron, pero éste estaba demasiado harto de él como para conversar, y contestó sus estúpidas preguntas («¿A usted también le gusta la historia?» «Rachel será una gran profesora, ¿no cree?» «Me gustan los St. Louis Cardinals... oh, ¿cuándo se han ido a Arizona?») con palabras de una o dos sílabas. Aaron intentó seguir el partido, pero no pudo evitar notar que Rachel parecía muy nerviosa: no dejaba de mirar por la ventana y luego desaparecía en la cocina.

Nadie se sintió tan aliviado como Aaron cuando, finalmente, todos comenzaron a irse; al fin sólo quedaron el profesor, Dagne y Rachel.

El profesor fue el primero en marcharse.

—¡Bueno, será mejor que me vaya! Mañana tengo que trabajar. —Echó una nerviosa mirada a Aaron y luego besó a Rachel en la mejilla—. Gracias por la comida.

—De nada —repuso ella, mirando al suelo—. Por cierto..., ¿me has traído el móvil?

Él tipo hizo una mueca y chasqueó los dedos.

—Ya sabía que me dejaba algo —contestó—. Te lo traeré mañana. Tengo un par de cosas que te quiero dar.

Aaron podía imaginar qué serían. En cuanto el profesor se hubo marchado, Dagne recogió sus cosas.

—Me alegro de haberlo conocido, señor Lear.

—Lo mismo digo, Dagne. No te metas en líos con eso de la brujería —repuso Aaron guiñándole un ojo.

Dagne suspiró y movió la cabeza.

—Ya es demasiado tarde, me temo —contestó, y miró a Rachel—. ¿Recuerdas lo que hicimos el otro día? Pues creo que la pifié. Me parece que hemos conseguido que funcione al revés...

—Vale, oye, te llamo después —la interrumpió Rachel rápidamente, mientras la acompañaba a la puerta. Salieron juntas; Aaron pudo oír que discutían de una forma bastante acalorada, y luego Rachel dijo adiós y volvió a entrar, más nerviosa que antes.

—¿Pasa algo?

—No —contestó Rachel en seguida, negando con la cabeza—. Sólo es... —El teléfono interrumpió lo que fuera a decir, y ella prácticamente se lanzó en plancha para cogerlo—. Un momento, papá —dijo mientras cogía el auricular—. ¿Sí? —contestó sin aliento, y al instante le cambió la cara a peor—. Ah, sí. Hola, Mike... Lo siento, estoy un poco descolocada. He tenido un montón de gente en casa —explicó y se metió en la cocina, alejándose de Aaron.

Un hombre. Ése era el motivo de tantos nervios. Aaron no había criado tres hijas sin aprender todas las señales que indican ansiedad por un hombre. Pero bueno, no era por el idiota ese del profesor, así que ya estaba contento.

Lo cierto era que, en general, estaba bastante contento. Estaba satisfecho con Rachel; era un poco rara, pero Aaron estaba empezando a valorar su singularidad.

Sí, pensó que se quedaría esa noche y charlaría tranquilamente con su hija. Y escucharía. Si se olvidaba de eso, Bonnie lo mataría.