Capítulo 2

Providence, Rhode Island

Dos semanas más tarde

Todo comenzó con una botella de vino y una acalorada discusión sobre qué hechizo utilizar.

Dagne Delaney, la mejor amiga de Rachel, había ido a cenar, y Rachel le dijo que pensaba que su hechizo sonaba como una cancioncilla infantil, y sugirió que, ya que Dagne era novata en el asunto de la brujería, quizá necesitara estudiar un poco más para no hacer algo realmente estúpido.

Como era de esperar, Dagne no se tomó nada bien la sugerencia de Rachel.

Pero a ésta no le iba eso de la magia blanca. Había que reconocer que, más de una vez, había tratado de explicarle a Dagne que pensaba que lo de ser bruja era algo un poco excesivo.

Sin embargo, cuando Dagne comenzaba alguna gran aventura, tendía a no oír muy bien. A no ser, claro, que le dijeras que su hechizo era una mierda, y entonces oía perfectamente cada una de las palabras, las memorizaba y las repetía con expresión herida, como si le hubieras criticado los zapatos o algo así.

A pesar de que Dagne era delgada, rubia pelirroja y bonita, el tipo de chica que Rachel solía evitar, se habían conocido en la Universidad de Brown hacía unos años, cuando ambas estudiaban historia, y rápidamente descubrieron que compartían la fascinación por las cosas raras.

Rachel seguía siendo estudiante de historia (o, como su padre decía, una PERPETUA estudiante de historia), pero Dagne se había cansado, había decidido que con su sueldo de peluquera no se lo podía permitir, y que, bien pensado, estaba más interesada en la peluquería que en la historia. Y, aunque había acabado estando más dedicada a los masajes terapéuticos que a la peluquería, Rachel y ella habían continuado siendo amigas.

Por eso Dagne estaba ahora en casa de Rachel, dándole la lata con lo de la brujería. Eso en concreto había comenzado cuando Rachel había vuelto de Nueva York, después de la peor pelea que había tenido nunca con su padre. Había cometido el error de estudiar su carta astrológica para ver qué estaba pasando, y concluyó que los planetas la empujaban a hacer algunos cambios. Cuando le enseñó la carta a Dagne, los ojos de ésta casi se le salieron de las órbitas, y le dijo: «Chica, sí que tienes que hacer algunos cambios serios».

Luego se había presentado esa noche, dispuesta a hacer por ella los cambios que Rachel necesitaba. Evidentemente después de la cena, que Rachel todavía estaba preparando.

Dagne se sirvió una copa de vino.

—¿Y qué se te ha ocurrido? —preguntó.

—Nada —suspiró Rachel, preparando la ensalada.

Dagne se acercó para picar un trozo de pimiento rojo.

—Eh, que ensaladera más guay.

Sí, una ensaladera guay. Una ensaladera muy bonita. Cristal tallado, borde dorado y un fondo de dibujos de la encantadora campiña francesa pintados a mano.

—Un regalo de Myron —comentó Rachel—. Debía de haber rebajas en la tienda del museo.

Myron era su ex novio. Ahora era sólo su amigo y conservador ayudante a tiempo parcial del Museo de Preservación de la Historia de Rhode Island. En vez de devolverle el dinero que le debía, había adquirido la costumbre de regalarle cosas de la tienda del museo.

—He estado pensando en eso —dijo Dagne con toda seriedad—. ¿Te has fijado en que Marte y Mercurio están en recesión? Eso hace todo taaaan evidente. Quiero decir, es prácticamente imposible tratar de avanzar en tu vida con eso encima, ¿no?

¿Quién podía discutir la teoría de la recesión?

—Todo apunta hacia un replanteamiento. Cualquiera que fuese tu plan, piénsalo de nuevo.

Rachel resopló mientras añadía rodajas de champiñones a la ensalada.

—¿Qué plan? ¡No tengo ningún plan! Mi período de prácticas ha concluido, casi no tengo con qué pagar las facturas ni el teléfono, y mi padre no tiene ninguna intención de ayudarme.

—Ésa es la otra cosa —repuso Dagne alegremente—. Júpiter se está acercando al Sol, lo que, evidentemente, afectará a tus ingresos, así que hacia final de mes deberías estar forrada.

Lo dijo como si fuera cosa hecha, sin ninguna duda. Lo único que Rachel tenía que hacer era levantarse a final de mes y ¡hale-jop! Dinero.

—¿Forrada? —preguntó Rachel acusadoramente, y se fue con la ensaladera hacia el comedor.

—Forrada —repitió Dagne muy seria—. Escucha a tu contable cósmico, Rachel.

Sinceramente, a veces Rachel se preguntaba si debería hacer caso de algo o de alguien que no fuera Dagne. Volvió a la cocina, cogió el vino y las copas, y lo llevó al comedor mientras Dagne trasladaba su bolso y la lasaña de tofu.

—Es verdad que hay algunas novedades buenas en mi horóscopo —convino Rachel mientras le acercaba la ensaladera a Dagne—. Cuando Marte salga de la recesión, a final de mes, debería armarla un poco en mi décima casa, lo que significa, redoble de tambores, por favor... ¡un nuevo empleo! —Alzó triunfal las pinzas de la ensalada y se las pasó a Dagne.

»La verdad —continuó—, creo que, una vez que Marte y Mercurio se despierten, van a empezar a ocurrirme cosas; nuevo trabajo, dinero nuevo, vida nueva. Sólo me quedará hacer un par de ajustillos.

—¡Como administrarte mejor!

Dagne lo afirmó de una manera tan tajante, que Rachel la miró sorprendida. Su amiga alzó las cejas, retando en silencio a Rachel a que la contradijera. Oh, claro, como si Dagne fuera un genio en eso de administrarse.

—Quiero decir... que deberías dejar de regalarlo —le aclaró Dagne.

Rachel se echó a reír.

—¡No lo regalo!

—Bueno, siempre estás prestando dinero a tus amigos —insistió, y ese Genio de la Administración debía de saberlo bien, porque había aceptado dinero prestado de Rachel en el pasado—. Pero ahora que te tienes que apañar sola, deberías pensar en ti en primer lugar.

—Muy bien —repuso Rachel, encogiéndose de hombros—. Administrar mejor el dinero. Pero lo más urgente es perder peso.

Dagne hizo una ligera mueca y fijó la vista en la ensaladera.

—Realmente es una ensaladera muy bonita —dijo—. Es sorprendente lo antiguas que pueden hacer que parezcan estas copias.

Guau. Al parecer sí que tenía que perder peso.

—No tienes que hacer como si no me hubieses oído —le espetó Rachel con petulancia.

—¡Creo que estás fantástica! —replicó Dagne—. ¡Las curvas son la última moda! Pero bueno... nunca va mal perder unos cuantos kilos antes de empezar un nuevo proyecto.

Augh. ¿Tan mal? Ya veía de qué le servía tanto trotar para deshacerse de los brownies del desayuno. Pero ese asunto de su peso no era ninguna novedad. Su padre lo mencionaba siempre que abría la boca. Su abuela no paraba de enviarle libros de dietas. Y su madre siempre hablaba con mucha cautela del asunto, como si Rachel fuera a deshacerse en un mar de lágrimas.

De acuerdo, era verdad. Cada año había ido ganando un poco de peso, hasta llegar a estar unos diez... vale, unos doce kilos por encima de lo que debería pesar. Eso no sería tan terrible si no tuviera dos hermanas mayores, Robin y Rebecca, que eran delgadas como palillos y muy hermosas. ¿Y por qué dejarlo ahí? Eran hermosas y ricas por derecho propio, además de estar casadas con unos hombres maravillosos y rodeadas de hermosos hijos.

Y ahí estaba Rachel, su hermanita gorda, de ojos demasiado separados, cabello demasiado rebelde como para darle algún estilo y unos pies demasiado grandes como para usar esos zapatos de tacón con tiras tan guays. ¡Mierda!

—Lo siento —dijo Dagne.

—No te preocupes —la tranquilizó Rachel con sinceridad—. Necesito algo, como un nuevo trabajo, que me dé una patada en el trasero y me obligue a perder peso. Sólo tengo que dejar de comprar toda esa comida basura que tanto le gusta a Myron.

Dagne frunció el cejo al oír eso, cogió el tenedor y lo clavó en la lasaña.

—En cuanto a ese asunto —comenzó muy seria—, deberías saber que Venus y Neptuno están a punto de colisionar, y cuando esos dos mundos chocan, cuidado, porque puedes encontrar al amor de tu vida. ¡Y no se llamará Myron para nada!

—Ya sé que su nombre no es Myron.

—¿Estás segura? Quiero decir que ese tipo te devorará; siempre está cogiendo prestadas tus cosas y tu dinero, ¿y qué consigues tú a cambio?

Rachel sintió que le ardía el rostro.

—Somos amigos —replicó, y se ocultó detrás de un buen trago de vino.

—Tú eres su amiga. Myron sólo se aprovecha.

—Eso no es cierto. Siempre me ha apoyado en mis estudios, cosa que nadie más ha hecho; y, además, se ha portado como un valiente en lo referente a mi padre. Me fue a buscar a la estación cuando volví de mi viaje de dos semanas al infierno, y no podía haber sido más comprensivo. Y mira todas las cosas que me ha regalado.

—Sólo digo que me parece raro que seas amiga del tío que te dejó.

—¡No me dejó! ¡Fue de mutuo acuerdo! —insistió Rachel—. Y sólo es un amigo. ¿Qué hay de malo en eso? Tampoco es que los hombres hagan cola ante mi puerta, Dagne.

—Lo harían si se lo permitieras —repuso ésta; y en ese momento fue cuando empezó la discusión, porque, inmediatamente, Dagne esbozó una gran sonrisa—. Y cuando yo acabe contigo, muchacha, ¡estarán haciendo cola!

Rachel supo en seguida lo que se proponía y, al instante, comenzó a negar con la mano.

—¡Para nada! Esas cosas de brujas son cosa tuya, no mía.

—¿Qué puedes perder? —preguntó Dagne alegremente.

—No —insistió Rachel.

—Oh, vamos —rogó Dagne.

—¡NO!

Eso duró toda la cena y otra copa de vino, hasta que Rachel empezó a sentirse bastante alegre y dispuesta.

Dagne cogió el enorme bolso de lona que llevaba a todas partes y sacó de él varias cosas, entre ellas un libro de hechizos encuadernado en piel rosa (que había comprado en eBay, informó orgullosamente, al parecer sin darse cuenta de la ironía de que alguien hubiera subastado un libro de hechizos); un cáliz plateado; una cuerda de cuero atada a un amuleto que, desde donde estaba sentada Rachel, parecía un símbolo de la paz, y varias velas de diferentes tamaños.

—En realidad, deberíamos estar fuera, ¿sabes? Invocando a la Madre Naturaleza y todo eso, pero hoy hace demasiado frío —explicó, y sacó un puñado de tierra—. Estoy casi segura de que no importa.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Rachel mientras Dagne ordenaba las cosas sobre la mesa del comedor.

—Preparo tu hechizo. Un poco de magia para traerte paz y prosperidad.

—¿Puedes hacer uno para conseguirme un caballero andante de reluciente armadura? —preguntó Rachel, bastante achispada—. Eso sería muy guay. Que sea alto. Moreno. Y disponible.

Dagne frunció las cejas ante su falta de seriedad.

—Podemos hacer un hechizo de amor, pero tendrás que tomártelo en serio o no funcionará. La magia blanca se basa en creer.

Rachel contuvo otra risita.

—Vale —dijo, y alzó la mano—. Me pondré seria. Y creeeeeeo. —Pero no creía, y tuvo otro ataque de hilaridad.

—¡Rachel!

—De acuerdo, de acuerdo.

Era evidente que Dagne se estaba molestando, así que Rachel trató de borrar la sonrisa de su rostro.

Su amiga ordenó las velas por tamaño, de más larga a más corta. Luego le dijo a Rachel que trajera otra botella de vino; ésta expresó sus dudas al respecto, pero Dagne insistió, y vertió una generosa cantidad del mismo en el cáliz, que aún tenía pegada en la base la etiqueta de Big Lots.

A continuación, puso la cuerda de cuero formando una línea bajo las velas, metió la mano en el bolso y sacó un minúsculo incensario de bronce; colocó en él una barrita de incienso y la encendió.

—Aire —exclamó en un sonoro susurro— para el cambio, la liviandad y la libertad.

—Me apunto a eso —soltó Rachel alegremente.

—¡Chist! —le chistó Dagne, luego se echó un poco de vino encima y se apartó; le indicó a Rachel que fuera al otro lado de la mesa—. Ahora. ¿Vas a tomártelo en serio?

—Sí, de verdad que sí —contestó ella, asintiendo enfáticamente con la cabeza ante la expresión escéptica de la otra.

—Será mejor que sea verdad —le advirtió, y le pasó a Rachel un encendedor de chimenea—. Primero, haremos el encantamiento para perder peso. Enciende las velas, de la larga a la corta, y di esto mientras lo haces: «Como mengua la luna, así disminuiré yo».

Rachel cogió el encendedor y miró las velas.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. El resto está en tu mano.

Qué suerte para Dagne que Rachel hubiese bebido suficiente vino como para pensar que todo aquello no era más que un poco de diversión prohibida. Cogió el encendedor y prendió la vela más alta.

—Como mengua la luna —dijo Rachel en voz baja mientras seguía encendiendo las otras velas—, así disminuiré yo. —Al acabar miró a Dagne.

Ésta echó una ojeada al libro de hechizos, se encogió de hombros, cogió el encendedor y lo guardó en el bolso.

—Ahora, a por el siguiente. Prosperidad.

Le pasó el cáliz a Rachel, y luego cogió el puñado de tierra.

—¿Qué es eso? —preguntó Rachel.

—Tierra. La desmenuzas en el vino y dices: «Añado esta tierra a mi vino, y conoceré la prosperidad». Y luego te lo bebes.

—Espera, espera... ¿Estás diciendo que tengo que beber tierra?

—¿Quieres tener trabajo?

Rachel suspiró, cogió el puñado de tierra y, después de dedicarle un ceño a Dagne, repitió solemnemente las palabras.

—Añado esta tierra a mi vino y conoceré la prosperidad. —Fue dejando caer la tierra en el vino.

Al ver que no cogía el cáliz inmediatamente, Dagne le dio un pequeño empujón, y al final, con renuencia y haciendo una mueca, Rachel lo levantó, aguantó la respiración y se lo bebió lo más deprisa que pudo.

¡Eh... era agradable! Chasqueó los labios y le pasó el cáliz sobre la mesa a una sonriente Dagne.

—¡Muy bien! —Dagne tomó la cuerda de cuero y el amuleto, que, visto más de cerca, resultó ser un minúsculo símbolo de la paz de alpaca.

—Tienes que hacer tres nudos. Y decir: «Igual que ato estos nudos, que encuentre un corazón que se una al mío...».

—Oh, por favor...

—Sólo tienes que hacerlo, Rachel — suspiró Dagne.

Rachel frunció las cejas, cogió el cordón e hizo un nudo flojo.

—Igual que ato estos nudos —comenzó mientras hacía otro—, que encuentre un corazón que se una al mío. —Acabó con el tercer nudo, se enrolló el símbolo de la paz en el dedo y luego se lo desenrolló y le devolvió la cuerda a Dagne—. ¿Y ahora qué pasará? ¿Va a llamar a la puerta en cualquier momento? ¿Qué pinta tengo?

—No, espera —repuso Dagne pensativa—. Esto no está bien.

—¿Qué no está bien? He hecho tres nudos, como me has dicho.

—No, el hechizo —contestó Dagne mientras cogía el libro y empezaba a pasar las hojas.

—Quizá te has olvidado de la parte en la que tenemos que bailar alrededor de la hoguera —sugirió Rachel.

—¿Te quieres callar ya?

—No, en serio. ¿No bailáis alrededor de una hoguera o algo así?

Dagne suspiró.

—Cállate, ¿vale? Tengo que consultar una cosa.

Rachel se dejó caer sobre la silla, con ansias de un poco de chocolate.

—¡Aja! ¡Eso es! —exclamó su amiga excitada mientras señalaba una página con el dedo—. ¿Tienes pétalos de rosa?

Rachel puso los ojos en blanco.

—No.

Dagne miró a su alrededor y vio un ramo de lirios del Perú en un jarrón sobre el aparador.

—Ésos tendrán que servir —murmuró, y poniéndose en pie, rodeó la mesa y sacó una flor del jarrón.

—¡Eh!

—Sólo una —le aseguró Dagne; colocó el tallo sobre la mesa, cogió el cáliz y fue a la cocina.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Rachel.

—¡Limpiando esto y llenándolo de agua purificada! — explico. Un momento después, apareció con el cáliz en una mano, al parecer, con agua milagrosamente purificada. Con un gesto, le dijo a Rachel que se levantara.

—El primer hechizo era para encontrar al tío. Pero necesitas verlo. Quiero decir, realmente no puedes hacer nada si no sabes quién es, ¿no?

—Dagne...

Ésta le lanzó la flor.

—Parte los pétalos en pedazos pequeños y mételos en el agua —ordenó—, y luego, antes de bebértela de un trago, tienes que decir...

—¿Con los pétalos?

—Has bebido tierra, Rachel. Seguro que puedes beberte una flor. Pártelos y luego di: «De noche, al dormir, vislumbraré a aquel que mi corazón robará con su imagen de mis sueños».

El efecto del vino se le estaba pasando, y Rachel negó con la cabeza.

—El primero era mejor. Sencillo, directo. Éste ni siquiera es gramaticalmente correcto. Y, además, creo que te estás pasando.

—Pero son hechizos diferentes.

—No me importa. El primero ya servirá, ¡y no quiero beber flores!

—¡Venga, Rachel!

—No. ¡Esto es estúpido, y en mis sueños no voy a vislumbrar nada!

—Sí lo harás. Ya te he hecho un hechizo de sueño. ¡Hazlo! —ordenó Dagne, metiéndole en las manos el tallo de la flor.

—Oblígame si te atreves —replicó Rachel, cruzándose de brazos.

Dagne lanzó un gruñido hacia el techo.

—¡Muchísimas gracias, Rachel! ¡Mogollón de gracias! ¡Es mi primer intento serio de hacer magia benéfica y tú lo estás fastidiando todo! ¿Es que acaso te morirás si pruebas a hacerlo? ¿Te morirás si me ayudas un poco?

¡Oh, Dios, doña exagerada había hecho su aparición!

—¡Vale! —aceptó Rachel, y cogió la flor y el cáliz; partió los pétalos del lirio del Perú, los metió en el agua, alzó el cáliz y declamó con una voz merecedora de los premios Tony.

—De noche, al dormir, soñaré...

—¡Vislumbraré, vislumbraré! —la corrigió Dagne—. ¡Vuelve a empezar!

—¿Puedes ser un poco más mandona? De noche, al dormir, VISLUMBRARE —repitió en voz muy alta y clara— a aquel que mi corazón robará con su imagen de mis sueños. —Se tragó el agua y los pétalos, y dejó el cáliz en la mesa, dando un golpe.

Dagne le indicó que tenía un trozo de pétalo en el labio; Rachel se lo quitó.

—Ésta debe de ser la cosa más estúpida que he hecho nunca. Y eso que he hecho cosas estúpidas.

—Tómate otra copa de vino —le sugirió Dagne alegremente.

Después de eso, desde luego lo necesitaba.

Ambas acabaron tomándose otra, y Rachel convenció a Dagne para que le enseñara el ritual pagano de la danza. A pesar de los esfuerzos de Dagne por ser fiel a sus nuevas creencias, ambas acabaron tiradas en el suelo del salón, partiéndose de risa.

Y en ese momento decidieron que se imponían unos brownies rellenos.

Cuando Dagne se fue, Rachel se sentía más despreocupada y feliz de lo que se había sentido desde su regreso de Nueva York. Se cepilló los dientes, se puso su pijama de franela favorito y se metió en la cama con una novela sobre sir Adam Percy, un caballero andante inglés.

Esa noche, Rachel tuvo un sueño extraordinariamente vivido con este caballero, que, dicho sea de paso, se parecía mucho a Colin Farrell, montaba un caballo con malas pulgas y estaba muy enamorado de ella.