Capítulo 10
Rachel comenzaba a sentirse ligeramente deprimida.
No era por su trabajo temporal, que, dicho fuera de paso, no consistía en transcribir historias clínicas, como le habían hecho creer, sino un montón de informes de autopsias atrasados. («Fecha de nacimiento, 16 de agosto de 1939. Sujeto totalmente desarrollado, hombre adulto negro. Piernas sin nada que destacar. Brazos sin nada que destacar. Torso sin nada que destacar...»)
Eso era suficiente para deprimir a cualquiera, pero aunque leer sobre partes del cuerpo sin nada que destacar de la gente no era exactamente lo mejor para su ego, no era eso lo que deprimía a Rachel. Tampoco lo era su plan para perder peso, que, por si alguien estaba interesado en saberlo, no funcionaba en absoluto, por muchas visitas al gimnasio que hiciera y a pesar de su general estado de pobreza. Vale, sólo llevaba en ello un par de semanas, pero aun así...
Tampoco era porque acabara de recibir su factura de los gastos de la casa, en la que constaba un retraso en el pago de cuarenta y cinco días. Lo que la hacía ascender a ciento setenta y cinco dólares más las multas y los intereses por impago.
La razón era que Flynn había desaparecido. Como si lo hubieran borrado de la faz de la Tierra. Un día se lo iba encontrando por todas partes y al día siguiente era como si nunca hubiese existido. Lo que, pensó Rachel, no era del todo improbable. A pesar de lo que dijera Dagne, se estaba acercando al final de su experimentó de una semana de «creer de verdad» y a Flynn no se le veía el pelo.
Según sus treinta y un años de experiencia hasta el momento, lo más probable era que Flynn, exactamente como Rachel había temido, se hubiera quedado horrorizado, o peor, hubiera creído realmente que Myron era su pareja. De acuerdo, de acuerdo, hubo un tiempo en que Myron había sido su pareja, pero ya no lo era, aunque, viéndolo con los ojos de Flynn, bueno... Rachel pensaba que más le valía abrir la caja de las galletas y metérselas directamente en vena, porque Flynn no iba a volver.
Claro que, debido a su nueva situación de pobreza, no tenía ninguna caja de galletas.
En vez de eso, leyó su horóscopo en el periódico: «Algunas ideas parecen nuevas e interesantes, pero es mejor dejarlas sin explorar».
Perfecto. Eso sí que la hacía sentir muchísimo mejor con lo de la brujería. Lo que le faltaba, vamos.
Con un suspiro de resignación, Rachel dejó el horóscopo y se fue a preparar para irse a su clase de tejido.
Se puso una falda negra, larga hasta los tobillos, y un jersey gris ajustado y corto, que creía que la hacía parecer más delgada; se hizo un moño bajo y se puso los pendientes de amatista que había comprado en la isla de Skye durante un viaje de investigación que no la había llevado a ningún lado, y sus botas nuevas bordadas Donald J. Pilner.
Así era, se había comprado a crédito unas botas nuevas y extremadamente caras en un momento en que estaba en las últimas de dinero, pero tenía el trabajo de las autopsias y, en último instancia, podía pedir un préstamo a Robin o a Rebecca. Al menos, esperaba poder hacerlo. Pero necesitaba desesperadamente esas botas para sentirse un poco mejor.
Finalmente, se envolvió en el chal color lavanda que se había hecho el sábado. Al menos, sus pinitos en brujería no habían sido totalmente infructuosos: había conseguido un bonito chal. Pero no se rendía. Aún no. Y en un acto de semidesesperación, se puso un poco de vainilla mexicana detrás de una oreja. Realmente estúpido, pero tampoco era que nadie fuera a ir oliéndola y preguntándole dónde compraba su perfume. Además, descubrió que el perfume de vainilla le resultaba muy relajante.
Cuando llegó a la clase con la caja de hilos sobre los que pensaba hablar, la mayoría de sus alumnos ya estaban en el aula. Sandy estaba regalándole el oído al señor Gregory con su último brote de diverticulitis; Chantal y Tiffinnae discutían sobre los progresos que esta última había hecho en clase hasta el momento, que eran casi nulos, dada su tendencia a hablar y a molestar a los otros cuando estaban intentando tejer, y Jason estaba sentado en silencio, con una pila de lo que Rachel supuso que serían folletos y catálogos de viaje; se recordó que debía mencionarlos durante la clase.
Saludó a todos, fue hacia el frente del aula y dejó la caja. En la pizarra había un mensaje enganchado para ella; era de la secretaria de la escuela y decía que Dave y Lucy se retrasarían un poco, y que un nuevo alumno se había apuntado a su clase.
—¡Qué guay, chica! —exclamó Chantal mientras Rachel leía la nota—. ¡No me negarás que te llevas algo entre manos!
Rachel la miró. Chantal estaba imitando a algún pájaro, describiendo un pequeño círculo e inclinando la cabeza para admirar el chal de Rachel.
—¿Te gusta? —preguntó ésta, orgullosa, y se lanzó un extremo sobre el hombro, de una forma muy teatral—. Me lo he hecho este fin de semana.
—¿Tú has hecho eso? —exclamó Tiffinnae.
—Bueno... quiero decir que le he cosido los flecos y los dobladillos.
—¿Qué es? ¿Seda?
—Seda afelpada —contestó Rachel—. Hoy voy a hablar un poco de eso y de los diferentes hilos y hebras, y de cómo han evolucionado a través de los años.
Ni Chantal ni Tiffinnae parecían muy entusiasmadas con la perspectiva, y el señor Gregory gruñó, pero Rachel no supo si a ella o a Sandy.
Organizó sus notas y sus dibujos y, mientras estaba revisándolos, oyó que se abría la puerta y alzó la mirada; eran Dave y Lucy. Sonrió, y los saludó con la mano y volvió a lo suyo.
Cuando por fin estuvo preparada, echó un ojo al reloj del aula, vio que era hora de comenzar y se subió a la tarima. Sólo entonces miró hacia la clase, sonriendo... y sintió que el corazón le daba un vuelco.
¡Había funcionado!
Fue casi un milagro que no comenzara a dar saltos de alegría, porque allí estaba, sentado en la última fila, junto a Jason, con un blazer azul marino y una camisa blanca almidonada metida en unos pantalones vaqueros. Iba calzado con unas botas de aspecto muy europeo. Su cabello, bonito y espeso, rozaba el borde del cuello de la camisa, y su sonrisa, blanquísima, le hacía resaltar el bronceado de la piel. Y, lo más interesante, parecía, al menos desde donde ella estaba, que tuviese un ojo morado.
—Parece que tenemos sangre nueva entre nosotros —observó Chantal.
Debía de haber entrado detrás de Dave y Lucy, pero eso ahora no importaba; toda la clase la estaba mirando, y luego miraron a Flynn.
—¡Ah! —exclamó Rachel alegremente, maldiciendo en silenció el pequeño temblor de su voz; por no mencionar su variado vocabulario.
Chantal se volvió en la silla (lo mejor que pudo, ya que era al menos dos tallas mayor que la silla) y observó a Flynn.
—¿Cómo te llamas?
—Flynn —contestó él, inclinándose hacia adelante en la mesa—. Flynn Oliver.
—¿Y de dónde has sacado esa funerala?
—¿Perdón?
—Quiere decir el ojo morado —le aclaró Tiffinnae.
—Ah. Un pequeño contratiempo, me temo.
Chantal parpadeó y miró a Tiffinnae. Ambas miraron al señor Gregory, que se encogió de hombros.
—¿Eres inglés? —preguntó entonces Chantal.
—Lo cierto es que sí. —Como Chantal seguía mirándolo, Flynn carraspeó—. Esto... de Londres, en concreto. Pero eh, ah,... nací... y me crié, como quien dice... en, ah, bien, en Butler Cropwell.
Dave, quizá sintiendo lástima por Flynn, aprovechó la oportunidad.
—¿Hay alguna regla que diga que a los nuevos debe aplicárseles el tercer grado? —preguntó riendo, y miró a Flynn volviendo la cabeza—. Soy Dave, y ésta es mi esposa, Lucy.
—¿Cómo estáis? —repuso Flynn educadamente, y Chantal y Tiffinnae juntaron las cabezas para cuchichear.
—Ellas son Chantal y Tiffinnae —continuó David, haciendo las veces de anfitrión—. Y aquí Sandy y el señor Gregory. El que está sentado a tu lado es Jason.
Flynn miró a Jason, que no apartó la mirada de su intenso escrutinio de la mesa que había junto al telar.
—¿Has decidido aprender a tejer? —prosiguió David riendo.
—Si a la profesora le parece bien, sí.
Todos miraron a Rachel.
—¡Claro! —afirmó ésta, con un entusiasmo un pelín excesivo—. ¡Bienvenido a la clase!
Pero... un momento... ¿qué estaba haciendo él allí? ¿Cómo podía saber que daba clases de tejido? Cierto, cierto... La noche de los tampones le había dicho que era profesora, pero... pero todos tenían los ojos clavados en ella.
—¡Muy bien! —comenzó, y miró sus notas meneando la cabeza. Con una sonrisa pegada al rostro, Rachel alzó la mirada—. Antes de ponernos a trabajar en los telares, voy a hablaros un poco sobre hilos.
Al instante, Sandy se irguió en su asiento, con papel y lápiz, dispuesta a tomar apuntes. Flynn se reclinó en la silla, con su sempiterna sonrisa en los labios.
—La semana pasada, hablamos de los orígenes del arte de tejer, y hasta dónde podemos rastrearlo.
El señor Gregory alzó la mano. Rachel ya se había percatado de que la historia le entusiasmaba.
—Sí, señor Gregory.
—Dijiste que nadie sabía realmente cuándo comenzó el proceso, ya que se han conservado muy pocos restos, pero que hay pruebas de que ya se hacían telas desde el siete mil o el ocho mil antes de Cristo, y que las primeras muestras de grandes tapices tejidos en Europa se remontan a justo antes del siglo XI y, por cierto, prometiste traer una foto.
Caray, era condenadamente bueno.
—La tengo aquí —contestó, y, de la caja, sacó la foto de un tapiz, la mostró un instante y se la dio a Chantal para que la fuera pasando—. ¿Y sabe alguien para qué se solían usar los tapices en la Europa medieval?
—¿Alfombras? —aventuró Dave.
—No, pero parecido —contestó Rachel.
—¿Para cubrir los muebles? —sugirió Sandy.
—Algunos tapices pequeños sí se usaban a veces para cubrir muebles, pero me refiero a los tapices grandes, con dibujos medievales y góticos; se usaban mucho para una cosa.
Los alumnos la miraron con cara de no tener ni idea. Rachel miró a Flynn.
—Quizá nuestro nuevo compañero sepa la respuesta.
Esa idea pareció sorprender a Flynn. Se sentó más derecho y miró alrededor.
—¿Los tapices? —repitió.
Rachel asintió con la cabeza.
—Bien, claro. Eran... cubrecamas.
—Esto... —Rachel hizo una mueca interna de dolor al tenerlo que corregir—. Supongo que podrían haberlo sido, pero sobre todo se colgaban de las paredes. Los tejedores confeccionaban unos enormes tapices muy gruesos para colgarlos de las paredes de los grandes castillos y evitar así las corrientes de aire en las salas.
—¿Cómo se supone que íbamos a saber eso? ¡Ninguno de nosotros ha estado nunca en un castillo! —protestó Chantal, y volvió la cabeza para mirar a Flynn—. ¿Tú has estado en algún castillo?
—Ah... lo cierto es que sí. Mi madre me llevó a visitar el castillo de Windsor cuando era niño.
—Windsor. Ahí es donde vive la reina —informó Tiffinnae a todos los presentes.
—¡No es cierto; vive en Buckingham! —soltó el señor Gregory con desdén.
—La verdad —intervino Rachel—, es que creo que se turna entre Buckingham y Windsor, e incluso hasta Balmoral, en Escocia, y algunos sitios más. ¿Estoy en lo cierto, Flynn?
Todos se volvieron a mirarlo, y Flynn esbozó una sonrisa totalmente encantadora.
—Bueno... lo cierto es que no he tenido acceso a su itinerario, así que no puedo asegurarlo.
—¿Estás seguro de que eres inglés? —soltó Chantal.
—Buena pregunta. Lo consultaré con mis padres en cuanto pueda.
Eso hizo que todos, excepto naturalmente Jason, se echaran a reír.
—Quizá si os hablara un poco sobre tapices —sugirió Rachel, y se lanzó.
Al final de su charla, cuando era evidente que todos estaban ya hartos de oír hablar de telares e hilos, Rachel les dejó hasta el final de la clase para que trabajaran en sus proyectos. Dave y Lucy en seguida tomaron a Flynn bajo su protección; Rachel hasta lo vio tejer un poco, mientras ella ayudaba a Jason, que había olvidado todo lo aprendido la semana anterior.
—¡Me alegro de que se haya acabado! —informó Chantal a toda la clase cuando el reloj dio las nueve—. Me he pasado la clase oliendo a galletas y estoy a punto de comerme mi propio brazo.
—Yo también las he olido —corroboró Sandy, asintiendo—. Las puedo oler a un kilómetro de distancia, porque soy alérgica al chocolate.
El señor Gregory puso los ojos en blanco y suspiró profundamente mientras salía por la puerta. Dave y Lucy se fueron tras él, Lucy sacudiendo tristemente la cabeza y comentando qué mala suerte para Sandy tener tantos problemas. Sandy, pegada a sus talones, estuvo entusiastamente de acuerdo y comenzó un discurso sobre otra de sus enfermedades en beneficio de Lucy.
Naturalmente, Chantal y Tiffinnae se tomaron su tiempo, mientras lanzaban disimuladas miradas a Rachel y hacían ruiditos en plan «ñam-ñam» a Flynn.
—No hagas nada que yo no haría —le advirtió Chantal a Rachel, bromeando, cuando finalmente recogieron todas sus cosas.
Por fin, ella y Tiffinnae se marcharon, partiéndose de risa.
Rachel confió en no estar roja como un tomate, que era como se notaba en ese momento, y miró insegura hacia Flynn.
Oh, Dios, se había olvidado de Jason, que se estaba poniendo de pie sin ganas y recogía su montón de folletos de viaje. Mierda. La aparición de Flynn la había dejado tan desconcertada que se había olvidado también de eso.
Durante un momento, Jason se quedó de pie, incómodo, mirando a Flynn por el rabillo del ojo y recogiendo nervioso los folletos.
—Jason, lo siento muchísimo —exclamó Rachel, y fue hacia donde se hallaba el chico, que se pasaba los folletos de una mano a otra—. Quería pedirte que enseñaras los folletos a la clase. ¿Puedo verlos?
Jason miró de reojo a Flynn y se encogió de hombros.
—No... no pasa nada.
—De verdad, me encantaría verlos. Por favor —le pidió, y le puso la mano sobre el brazo. Pero Jason no podía apartar los ojos de Flynn y, sin pensarlo, Rachel también lo miró, suplicante.
Él pareció entenderlo al instante, y se puso en pie, mirando los folletos con curiosidad.
—¿Qué tienes ahí, folletos de viaje? Me gustaría echarles una ojeada, si no te importa. Siempre me estoy comiendo el coco tratando de pensar adónde ir de vacaciones.
Rachel sonrió agradecida.
Jason miró a Rachel.
—Vale. —Y los esparció sobre la mesa—. Estos son de Inglaterra e Irlanda —indicó, señalando unos folletos en los que ponía: Irlanda, 2000 y Rutas en coche por Inglaterra: los Costwald—. Me gustan mucho, porque las fotos son muy buenas —explicó, abriendo uno y mostrándoles una bonita foto de una casita con techo de paja de algún lugar de Inglaterra—. Y éstos —continuó, cogiendo tres folletos más— son de España. Los conseguí hace un par de años, pero creo que no quiero ir allí. De todas formas, hay unos edificios muy bonitos...
Mientras Jason hablaba, Rachel se sentó en el extremo de la mesa. Sólo había conversado con Jason un par de veces, pero sabía que había algo en él que no acababa de funcionar. Le parecía un niño en el cuerpo de un joven, alguien que soñaba con una gran aventura, pero que no tenía ni la capacidad ni el valor de hacerla realidad.
Pero lo que realmente la sorprendió fue la expresión de auténtica compasión en el rostro de Flynn, que estaba escuchando a Jason, y le hacía preguntas y comentarios sobre los folletos.
En los labios de Rachel se fue dibujando una sonrisa. Un hombre guapísimo y ¡bueno!
Cuando Jason acabó con los folletos, se los metió bajo el brazo y miró al suelo.
—Bueno, creo que será mejor que me vaya. La semana que viene traeré mis libros.
Rachel no tenía ni idea de a qué libros se refería, pero asintió igualmente.
—Una idea estupenda.
Jason miró a Rachel y, con una leve sonrisa, salió del aula con la cabeza gacha, sin siquiera mirar a Flynn.
Cuando hubo cruzado la puerta, Rachel se volvió hacia Flynn con una gran sonrisa.
—Gracias. No tenías por qué hacerlo.
—¿Hacer qué? Me gusta mirar folletos.
—¿Y tejer? ¿Realmente estás interesado en tejer?
Flynn soltó una risita tímida y se pasó la mano por el pelo, apartándose luego un mechón que le cayó sobre el ojo.
—¿Sinceramente?
—Sinceramente.
—No estoy seguro de que sea mi pasatiempo favorito..., pero debo admitir que he obtenido una especie de perversa satisfacción de toda esa charla sobre tramas y urdimbres... y que estoy totalmente hechizado por los profesores de tramas y urdimbres.
—¿Ah, sí?
—Completamente. Tengo montones de revistas sucias y vídeos en los que se ve a profesores de tramas y urdimbres sentados a sus telares.
Oh, Dios, ahí estaba de nuevo la alarma; Rachel se rió y se frotó la nuca.
—¿Y... cómo me has encontrado?
—¡Rachel! —protestó entre risas, y cogió el borde del chal de ella para sentir su tacto—. ¡No puedes pedirme que revele mis secretos! Me considero muy afortunado de haber encontrado al menos un lugar del que no puedes escapar o colgarte de otro tipo para evitarme completamente, sin levantar habladurías. Y espero que recompenses mis diligentes esfuerzos para encontrarte, accediendo a tomar un café conmigo.
Rachel sonrió; Flynn miró el borde del chal lavanda que sostenía entre el índice y el pulgar.
—Es hermosísimo —comentó, mientras alzaba la mirada—. Un color... precioso. Te queda de maravilla. La verdad es que tú eres una preciosidad.
Rachel se sonrojó con tanta intensidad que se olvidó de alegrarse de que su hechizo del color hubiera funcionado.
—Entonces, ¿qué? ¿Me permites que te invite a una taza de café?
—De acuerdo —contestó ella, sintiéndose curiosamente más ligera que el aire, de repente delgada, bonita y real.
—Y quizá un poco de pastel —propuso él, mientras se ponía en pie y le cogía la mano—. Llevo un par de días con ganas de comer pastel de mantequilla y ron. ¿No es raro?
Qué poco se imaginaba él lo raro que era en realidad.