8
Estado de guerra
I
Era un hombre joven, no mayor de veinticuatro o veinticinco años, y tal vez hubiera montado su caballo con el natural donaire propio de su juventud de no ser por su aire tan tenso y felino. Sus ojos negros vagaban por doquier, inspeccionando incluso los movimientos de las ramas más altas por donde saltaban los pajarillos, registrando constantemente la cambiante perspectiva de árboles y arbustos que se ofrecía a su vista, y tornando siempre a mirar la maleza que iba surgiendo a ambos lados de su caballo. Pero la actitud vigilante de su mirada corría parejas con la de su oído, aunque cabalgaba en medio de un silencio sólo interrumpido por el lejano retumbar de artillería que llegaba del oeste. Su eco había estado resonando monótono en sus oídos durante horas y únicamente su cese hubiera despertado su atención. Porque su cuidado se centraba en el aquí y ahora. Atravesada en el arzón de la silla colgaba una carabina.
Tal era la tensión del jinete que una bandada de codornices, al levantar bruscamente el vuelo bajo el hocico del caballo, le sobresaltó hasta el punto de hacerle frenar al instante y llevarse casi la carabina al hombro. Esbozó una sonrisa atolondrada, se repuso y continuó su camino. Marchaba tan tenso, tan absorto en su tarea de observación que ni enjugaba el sudor que le irritaba los ojos y descendía inadvertido por sus mejillas hasta salpicar el fuste de la silla. Una mancha de sudor reciente empapaba la cinta de su sombrero de soldado de caballería. También su caballo ruano[22] estaba empapado como él. Era mediodía y hacía un calor asfixiante. Ni siquiera los pájaros y las ardillas se aventuraban a salir al sol, ocultos en umbrosos escondrijos entre los árboles.
Hombre y caballo iban cubiertos de hojarasca y empolvados por el amarillo polen, ya que no salían al descubierto a no ser que fuera absolutamente necesario. Caminaban entre los árboles y la maleza, y antes de cruzar un claro de hierba seca o un trecho de pastos de montaña desnudo, el hombre invariablemente se detenía y se asomaba. Iba siempre en dirección norte, aunque seguía un camino tortuoso, y era del norte de donde más parecía recelar lo que buscaba. No era cobarde, pero su valor era sólo el de un hombre civilizado corriente que intenta seguir viviendo.
Al ascender una pequeña ladera, el sendero de ganado que seguía estaba tan poblado de maleza, que se vio obligado a desmontar y a conducir el caballo de la brida. Pero al desviarse la vereda hacia el oeste, la abandonó y se dirigió de nuevo hacia el norte por la cresta de la montaña cubierta de robles.
La cima terminaba en un descenso abrupto tan escarpado, que tuvo que descender en zigzag la empinada falda, resbalando y dando traspiés entre hojas secas y enmarañados matorrales, y con un ojo vigilante puesto en el caballo que le seguía y que amenazaba con caérsele encima. Chorreaba de sudor, y el polvo del polen, con su acre picor metiéndosele por boca y nariz, aumentaba su sed. Por más que tratara de evitarlo, su desencanto era ruidoso, aunque se detenía con frecuencia, jadeante en medio del seco calor y atento a cualquier señal de peligro que viniera de abajo.
Al acabar el descenso, se encontró en una llanura donde el bosque eran tan espeso que le impedía apreciar su extensión. Aquí el tipo de arboleda cambiaba, y el hombre pudo volver a montar. En lugar de los retorcidos robles de la ladera, eran árboles altos y frondosos, de gruesos y rectos troncos, los que se levantaban del húmedo y rico suelo. Sólo de cuando en cuando aparecía el matorral, fácil de sortear, encontrándose, en cambio, claros sinuosos propios de un parque natural, donde había pastado el ganado hasta los días en que lo ahuyentara la guerra.
Su avance se hacía ahora más rápido, a medida que descendía al valle, y al cabo de media hora se detuvo junto a una vieja valla al borde de un claro. No le agradó que estuviera tan despejado; pero tenía que atravesarlo para alcanzar la franja de árboles que señalaba las orillas del río. No había más que unos cuatrocientos metros a través del claro, mas la mera idea de aventurarse al descubierto le repugnaba. ¡Quién sabía cuántos rifles podían estar al acecho entre los árboles del río… teniéndole a él como blanco indefenso!
Dos veces decidió salir y otras tantas se detuvo, aterrado por su propia soledad. El latido de la guerra, que llegaba del oeste, sugería la presencia de miles de combatientes; aquí tan sólo reinaban el silencio y él, y tal vez las mortíferas balas de un sinfín de emboscados. Y, sin embargo, su misión consistía en encontrar lo que temía encontrar. Debía continuar siempre adelante, hasta que un día, en algún lugar, se encontrara con otro hombre —u hombres— del otro lado, explorando como él, para informar, al igual que él, del encuentro.
Cambiando de parecer, siguió bordeando el bosque sin salir de él, durante algún tiempo, y se asomó de nuevo. Esta vez, en medio del claro, descubrió una pequeña alquería. No había señales de vida. De su chimenea no surgía ni traza de humo, ni ave alguna cloqueaba o se pavoneaba por el corral. La puerta de la cocina estaba abierta, y tanto tiempo y tan fijamente se quedó el hombre mirando su negro hueco, que tuvo la impresión de que la mujer del granjero iba a aparecer en él de un momento a otro.
Pasó la lengua por sus labios resecos cubiertos de polvo y polen, y, concentrándose mental y físicamente, salió a galope bajo el sol abrasador. Nada se movió. Pasó por delante de la casa y se acercó a la barrera de árboles y matorrales que crecían a la orilla del río. Un pensamiento continuaba obsesionándole: el impacto en su cuerpo de una bala invisible. Esta idea le hizo sentirse sumamente frágil e indefenso y se agazapó aún más sobre la silla.
Tras atar su caballo a un árbol, continuó andando unos cien metros hasta el riachuelo. Con una anchura de siete metros y sin corriente perceptible, su agua parecía fresca y tentadora; y él tenía mucha sed. Sin embargo, esperó, escondido entre la frondosa enramada, con los ojos clavados en el ramaje de la orilla opuesta. Para hacer soportable la espera, se sentó, con la carabina descansando en sus rodillas. Transcurrieron algunos minutos y lentamente fue cediendo la tensión. Al fin decidió que no había peligro; mas cuando se disponía a apartar los arbustos e inclinarse sobre el agua, se produjo un movimiento entre los matorrales de enfrente que le llamó la atención.
Podía tratarse de un pájaro. Pero esperó. De nuevo vio agitarse los matorrales y, a continuación, tan bruscamente que casi le provocó un grito de alarma, se apartaron los arbustos y un rostro se asomó entre ellos. Era una cara cubierta de una barba rojiza de varias semanas. Los ojos eran azules y muy separados, con unas arruguitas de buen humor en los rabillos claramente perceptibles a pesar de la expresión inquieta y cansada del rostro en general.
Todo ello podía observarlo con microscópica nitidez, ya que la distancia que le separaba era de sólo veinte pies. Y todo ello lo vio en los instantes que tardó en llevarse la carabina al hombro. Un vistazo al punto de mira bastó para comprender que el hombre que tenía ante sí podía darse por muerto. Era imposible fallar a tan corta distancia.
Pero no disparó. Lentamente bajó la carabina y siguió observando. Apareció una mano con una cantimplora y la barba pelirroja se inclinó para llenarla. Podía oír el gorgoteo del agua. Luego, brazo, cantimplora y barba pelirroja desaparecieron entre los arbustos, que se cerraron tras ellos. Esperó largo tiempo; luego, sin haber saciado su sed, volvió arrastrándose a su caballo, montó en él y atravesó lentamente el soleado claro, ocultándose en el bosque del otro lado.
II
Otro día de calor sofocante. Una alquería abandonada, amplia, con muchas dependencias y con un huerto se levanta en medio de un claro. Montado en su caballo ruano, con la carabina terciada en el arzón, surgió del bosque el joven de los negros ojos vigilantes. Al alcanzar la casa, dio un suspiro de alivio. Era evidente que allí había tenido lugar un combate al principio de la estación. Había por el suelo baquetas y cartuchos vacíos cubiertos de cardenillo, y la tierra, mientras estuvo mojada, había sido removida por cascos de caballos. Junto al huerto había unas tumbas con nombres y números. Del roble situado cerca de la puerta de la cocina, con las ropas hechas jirones y desgastadas por la intemperie, colgaban los cadáveres de dos hombres. Sus caras, secas y desfiguradas, no parecían ya rostros humanos. El caballo ruano bufó al pasar bajo ellos, y el jinete, tras acariciarlo y tranquilizarlo, lo ató unos pasos más allá.
Dentro de la casa encontró todo destrozado. Pisó cartuchos vacíos al pasar de una habitación a otra para observar desde las ventanas. Allí habían acampado y dormido muchos hombres, y, en el suelo de una habitación, descubrió las manchas inconfundibles de los sitios donde habían tendido a los heridos.
Al salir de nuevo, condujo al caballo detrás del establo y penetró en el huerto. Una docena de árboles se hallaban cargados de maduras manzanas. Comenzó a llenar sus bolsillos al tiempo que comía. Un pensamiento le asaltó entonces y echó una mirada al sol, calculando la hora de su regreso al campamento. Se despojó de la camisa y atando las mangas hizo con ella una bolsa, la cual procedió a llenar de manzanas.
Cuando se disponía a montar su caballo, el animal aguzó súbitamente las orejas. El hombre prestó también atención, pudiendo escuchar un ruido apagado de cascos sobre la tierra blanda. Se acercó cautelosamente a la esquina del establo y se asomó. Una docena de jinetes, cabalgando dispersos, se aproximaban desde el otro lado del claro, encontrándose ya tan sólo a unas cien yardas de distancia. Al llegar a la casa, unos desmontaron mientras los otros continuaban en sus monturas, mostrando así que su estancia sería breve. Parecían estar deliberando sobre algo, pues podía oírles discutir acaloradamente en la odiosa lengua del invasor extranjero. Transcurrió algún tiempo, pero no parecían llegar a un acuerdo. Guardó la carabina en su funda, montó a caballo y esperó impaciente, equilibrando sobre el arzón la camisa de las manzanas.
Al oír pasos que se acercaban, clavó sus espuelas en el ruano tan violentamente que provocó en el animal un quejido de sorpresa al tiempo que saltaba hacia delante. Al doblar la esquina del establo vio al intruso, un simple muchacho que no aparentaba más de diecinueve o veinte años a pesar del uniforme, quien dio un brinco hacia atrás para evitar ser atropellado. En el mismo instante, el ruano torció bruscamente, vislumbrando el jinete a los sorprendidos hombres junto a la casa. Pudo ver cómo algunos saltaban ya de sus caballos y se llevaban los rifles al hombro. Pasó la puerta de la cocina y los secos cadáveres que se columpiaban a la sombra, obligando a sus enemigos a rodear la fachada de la casa. Se oyó una detonación de rifle, y después otra; pero él corría de prisa, agazapado en la silla e inclinado hacia delante, mientras con una mano sujetaba la camisa de las manzanas y con la otra guiaba el caballo.
El palo superior de la valla estaba a casi metro y medio de altura, pero el hombre conocía bien a su ruano y lo saltó a plena carrera acompañado de varios disparos dispersos. A ochocientos metros de distancia en línea recta estaba el bosque, y el ruano iba acortando la distancia a grandes brincos. Ahora disparaban todos. Tan nutrido era el fuego de sus armas, que no podía distinguir los disparos aislados. Una bala le atravesó el sombrero sin que lo advirtiera, pero sí se dio cuenta cuando otra atravesó las manzanas del arzón. Y apretó los dientes y se agazapó aún más cuando una tercera bala, disparada baja, se estrelló contra una piedra entre las patas del caballo y rebotó por el aire, zumbando en sus oídos como un fantástico insecto.
Los disparos fueron amainando a medida que se vaciaban los cargadores, hasta que, finalmente, cesaron por completo. El joven respiró aliviado. Había salido ileso de aquella descarga cerrada. Volvió la vista atrás. Habían agotado los cargadores. Pudo ver cómo algunos volvían a cargar mientras otros corrían hacia la parte trasera de la casa en busca de sus caballos. Mientras miraba, vio que dos ya habían montado y aparecían de nuevo rodeando la casa a galope tendido. Y, en el mismo instante, vio al hombre de la inconfundible barba rojiza, el cual, rodilla en tierra y llevándose el rifle al hombro, se preparaba sin prisas para el difícil disparo.
El joven hundió sus espuelas en el caballo, se pegó a la silla, y comenzó a zigzaguear en su huida a fin de dificultar la puntería del otro. Pero el disparo no llegaba. A cada salto del caballo, el bosque se abalanzaba a su encuentro. Sólo estaban ya a doscientos metros y el disparo se demoraba.
Fue entonces cuando lo oyó, y fue lo último que oiría jamás, ya que estaba muerto antes de estrellarse contra el suelo, en la interminable caída desde la montura. Y los que lo presenciaban desde la casa lo vieron caer, vieron rebotar su cuerpo al golpear la tierra, y vieron el estallido de las rojas manzanas, que se dispersaron rodando en torno a él. Ante la inesperada erupción de manzanas, soltaron una carcajada y aplaudieron alegremente la certera puntería del hombre de la barba rojiza.