Apéndice

El medio social

Fin del héroe

individualista

Nacido en 1876, a Jack London le tocó vivir los tiempos difíciles del cierre de la Frontera. La expansión territorial podía darse por terminada alrededor de 1890. El avance del ferrocarril, que unió, en 1869, el Atlántico con el Pacífico, había contribuido decisivamente a la caída de la Frontera salvaje. La conquista del Oeste había concluido. Las tierras sin dueño, de océano a océano, habían desaparecido. Las grandes oportunidades parecían haberse extinguido. Era como si hubiera llegado el ocaso de la aventura, la hora final del héroe individualista e intrépido.

Crisis

económica

Una grave crisis económica vino a subrayar la conclusión de este capítulo de la historia norteamericana. Veinte años atrás, una vez apagados los ecos de la Guerra Civil (1861-1865), la depresión de principios de los setenta había permitido la creación de los imperios económicos de los Rockefeller, de los Carnegie, de los Armour, al mínimo costo posible. Ahora, la bancarrota de 1893-98, bajo la presidencia de Cleveland, comenzó afectando a los ferrocarriles y a los bancos, continuó con la industria, y determinó una caída en vertical de los productos del campo. El trigo alcanzó su más baja cotización en el mercado, y lo mismo ocurrió con el algodón, principal fuente de ingresos de los estados del Sur. Las fábricas comenzaron a parar, mientras masas de obreros eran arrojadas a la calle sin protección alguna.

El capital

y el trabajo

Howells, en una de sus sátiras sociales titulada Un viajero de Altruria (1894), manifestaba que, antes de los grandes cambios que siguieron a la guerra, un hombre que se quedase sin trabajo siempre podía encontrar otro, y, si fracasaba en un negocio, podía comenzar de nuevo en otra dirección. Y, en ambos casos, como último recurso, aún le quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el Oeste y obtener del Estado tierras para cultivar. Actualmente, en cambio, el campo estaba ya ocupado, las grandes extensiones de tierras estatales habían desaparecido entre las manos de los magnates del ferrocarril y de los especuladores, y el mundo de los negocios aparecía saturado. De ser un combate libre e individualista, la lucha por la vida se había convertido en una confrontación de dos fuerzas disciplinadas y organizadas: la del capital y la del trabajo.

Efectivamente, a partir de 1870, la economía norteamericana se había caracterizado por la formación y desarrollo de los trusts comerciales y financieros con el fin de eliminar la competencia y controlar los mercados al máximo. En el este y en el oeste medio, la industria y los negocios se habían concentrado en tranquilas ciudades mercantiles que, como Chicago, Filadelfia, Boston o St. Louis, se transformaron en populosos emporios industriales y financieros de trenes elevados, fábricas y oficinas, y con una abigarrada población inmigrante venida de todos los puntos de Europa.

«Capitanes

de industria»

Nombres —hoy mundialmente famosos merced a la hegemonía económica y política norteamericana— surgen por entonces, creando el mito de los muchachos pobres y emprendedores que se hacen millonarios. Pullman en la industria ferroviaria, Westinghouse en el sector eléctrico, McCormick en la maquinaria agrícola, Rockefeller con la Standard Oil, Carnegie con la Steel Corporation, Morgan en la metalurgia y Armour & Swift con las conservas cárnicas, entre otros, acumulan sus fabulosas fortunas sin reparar demasiado en la elección de medios. Son los «capitanes de industria», un tipo peculiarmente americano cuyo retrato imperecedero nos lo dejaría Dreiser en su Trilogía del deseo (1912-47). Símbolo del empresario imaginativo, audaz y sin escrúpulos, para él el negocio originaba su propia ley. Ni sentía responsabilidad social alguna ni reconocía ninguna obligación inherente a la posesión de un tremendo poder económico; aunque —preciso es confesarlo— su moral no era otra que la de la sociedad en que vivía. Las reglas de la libre competencia, una de las supuestas grandes ventajas del sistema capitalista, eran dejadas de lado cuando no resultaban convenientes. Una riqueza exorbitante se estaba concentrando en unas pocas manos. La plutocracia se hacía construir sus anacrónicos palacios de imitación europea; y los construían bien sólidos, como para indicar que estaban ahí para quedarse. La ambición, la codicia y también la ignorancia y el mal gusto del millonario americano podían alcanzar límites tales que los propios capitalistas europeos, en modo alguno ejemplares, se quedaban admirados.

La ley del

más fuerte

A la justificación calvinista de la riqueza como signo externo de elección divina vino a añadirse el darwinismo social de Herbert Spencer (1820-1903), cuyas teorías ejercieron una enorme influencia en Norteamérica. La lucha por la existencia, venía a decir el filósofo inglés, no sólo era natural sino saludable, y cualquier acción social o legislativa que la limitase sería antinatural y nefasta. Así, la ley de la supervivencia del más fuerte, vigente en la naturaleza, era igualmente válida en la sociedad humana. El rico obtenía su fortuna porque poseía la capacidad requerida para el éxito en la pugna por la riqueza; el pobre era presentado como una víctima de su propia falta de capacidad y de adaptación. Estas ideas sobre competición y selección eran enseñadas en las universidades, explicadas en los periódicos por escritores respetables y aceptadas por los miembros responsables de la sociedad. El spencerianismo o darwinismo social venía a ser, efectivamente, la razón de ser de la época y el evangelio del businessman [hombre de negocios].

Corrupción

y soborno

Por otro lado, los intentos populares de frenar los excesos de los monopolios por medio de una legislación adecuada eran derrotados o distorsionados mediante la corrupción y el soborno. Leyes y políticos no eran sino instrumentos del gran capital. Los políticos, tanto demócratas como republicanos, reconocían en el Big Business [Grandes negocios] la mejor fuente de financiación del partido. Servirle, por tanto, era útil y provechoso. Se trataba del laissez faire perfecto.

Las duras

condiciones

del trabajador

La industrialización se llevaba a cabo al menor coste posible: salarios bajos, largas jornadas y pésimas condiciones de trabajo. Los despedidos, accidentados o no, quedaban normalmente en la indigencia, sin derecho a compensación alguna, pasando a formar parte del ejército reservista de desempleados, el «submerged tenth» [diezmo oculto] descrito por London en su Guerra de clases. Es más: una inmigración de origen irlandés y centro-europeo, atraída frecuentemente con señuelos de fabulosas remuneraciones, vendría a empeorar las duras condiciones del trabajador, al constituir una mano de obra barata, poco exigente e ignorante.

Aparición

de los

movimientos

obreros

En estas circunstancias se inicia en Estados Unidos la aparición de los movimientos obreros, influenciados por las ideas sindicalistas alemanas y británicas. Entre 1876 y 1905, con mayor o menor fuerza militante, surgen las tres asociaciones sindicales más importantes. De ellas, sólo una, la American Federation of Labor, la más temperada en sus reivindicaciones, sería capaz de sobrevivir a la represión que precedió y acompañó a la entrada de Norteamérica en la Primera Guerra Mundial.

Periodismo,

educación

y religión

Los medios de comunicación de masas no tardaron en incorporarse al mundo de los grandes negocios. Amplias cadenas de periódicos, bajo el control de hombres como Scripps y Hearst, fundadores del periodismo a gran escala, se convirtieron en portavoces de los intereses de las poderosas corporaciones de Nueva York y Chicago. Algo semejante ocurrió con la educación, puesta al servicio del orden existente, y donde cualquier elemento que favoreciera la difusión de ideas socialistas, progresistas o meramente críticas del sistema, era expulsado de su seno sin contemplaciones. Y la religión institucional, tercer gran pilar del orden establecido, no sólo apoyaba al capitalismo, sino también, como en el caso de la anexión de Filipinas, estimulaba el imperialismo con el pretexto de la cristianización de los pueblos.

La depresión

económica

La depresión económica, entre 1893 y 1898, fue una prueba difícil para las clases trabajadoras y para el campo empobrecido. Un cuarto de la población obrera no especializada se quedó sin empleo. En 1894, la huelga en las factorías Pullman es reprimida con tropas federales, mientras dos columnas de desempleados, capitaneadas por Coxey desde el oeste medio y por Kelly desde California, marchan —jack London entre ellos— sobre Washington en petición de trabajo. El vagabundo, a menudo un ex obrero sin empleo, se convierte en una figura familiar del paisaje estadounidense. Si en Los vagabundos del ferrocarril London nos presenta unos bocetos de primera mano sobre las calamidades de este vagabundo, Crane y Dreiser, en las grandes ciudades del este, describen las colas de mendigos ante los refugios de caridad en busca de una sopa y un camastro en que dormir.

Imperialismo

En el mundo de la política, empapado de intereses económicos, algunos comienzan a echar de menos un mercado exterior de tipo colonial por donde pueda darse salida al excedente de producción y poner con ello fin a la crisis. En 1895, Theodore Roosevelt —futuro presidente de la nación e inventor de la política del palo grueso— había declarado: «Este país necesita una guerra…, ocupar nuevos mercados y… nuevos territorios.» La oportunidad se presentaría tres años más tarde en el conflicto con España a propósito de Cuba. Como resultado de esta «espléndida pequeña guerra» —un paseo militar de apenas diez semanas para la que era ya la primera potencia económica del mundo—, Estados Unidos entraba en la carrera de las grandes naciones imperialistas.

Progresismo

y represión

Dentro del país, las fuerzas progresistas, compuestas en su mayoría por una clase media urbana, conservadora en lo esencial, intentaban obtener del Congreso unas reformas de carácter económico y humanitario que pusieran coto a los excesos de un capitalismo brutal e insolidario. En modo alguno se oponían a la libre competencia propia del sistema. Rechazaban, claro está, la existencia de los grandes trusts y los sangrantes abusos en las condiciones de trabajo y despidos. Pero aún más temían a las agrupaciones laborales y al socialismo. Sus victorias en materia legislativa contra el Big Business fueron escasas e incompletas. Ello determinó una escisión en el movimiento. Unos se dirigieron a la derecha, prefiriendo el gobierno de los monopolios al del odiado socialismo; otros, en cambio, fueron más allá del progresismo, convirtiéndose en socialistas. Una depresión económica posterior, la de 1913-15, privó, sin embargo, a esta organización de sus fondos y de su atractivo. La Primera Guerra Mundial y la intervención norteamericana en ella, en 1916, contribuyó decisivamente a la supresión del movimiento hacia la izquierda. Como en 1898, una guerra exterior serviría para hacer olvidar el descontento doméstico. Con el pretexto de la seguridad interna y de la lucha contra la subversión, todo ello tras la pantalla de humo de la propaganda bélica, un millar y medio de personas fueron privadas de la libertad. Entre ellas, el líder socialista Eugene Debs, que había obtenido un millón de votos como candidato a la presidencia en 1912.

El escritor

La novela

de su vida

A menudo da la impresión de que la biografía de Jack London (1876-1916) es la sombra principal que oscurece su misma obra. Con razón, en un doble sentido, ha afirmado Kazin que «la novela más grande que escribió fue la historia de su propia vida». El nombre de Jack London es una evocación de la aventura; una aventura que le acompañaría a lo largo de su existencia, constituyendo el material esencial de su narrativa.

Y es que en los años centrales de su producción literaria, como un anticipo del Hemingway de los años 50, London se convirtió en el primer mito del novelista norteamericano de éxito, tanto en América como en Europa. Sus biógrafos recuerdan cómo los periódicos europeos del 24 de noviembre de 1916 dedicaron más espacio a la noticia de su muerte que a la del emperador Francisco José de Austria, fallecido el día anterior. Si en 1913 London podía jactarse de ser el escritor más famoso y mejor pagado, podría añadirse que, entre 1903 y 1920, fue asimismo el autor americano más leído fuera de Estados Unidos.

Hombre

de acción

Incluso para un país como Norteamérica, acostumbrado a que sus literatos sean frecuentemente hombres de acción, la vida de Jack London posee características que participan de lo extraordinario. Nacido en San Francisco, hijo ilegítimo de un pintoresco astrólogo itinerante que nunca le reconocería como suyo, su apellido lo recibió del hombre que se casó con su madre y le adoptó como hijo. Durante su infancia, después de algunos fracasos como granjeros, los London se asentaron por fin en Oakland, al otro lado de la bahía de San Francisco. La precaria situación familiar, con el viejo padrastro saltando de oficio en oficio y una madre neurótica aficionada al espiritismo, obligó a Jack, ya desde niño, a alternar la escuela con el reparto de periódicos en busca de algunos centavos extras que aportar a la casa. Pero pronto sus primeros alardes de hombría le llevarían a continuar su educación entre los golfos del puerto. Es aquí, en los muelles de Oakland, donde a los catorce años se inicia su atracción por el mar, su afición a la bebida y sus contactos con la delincuencia. De ladrón de ostras pasará, no obstante, a colaborar con la patrulla encargada de proteger los viveros que él antes había saqueado. Un esquife, adquirido con las ganancias obtenidas, le servirá para hacerle sentir el placer de la navegación, recorriendo la amplia bahía. Luego, a los diecisiete años, se enrola de marinero en un buque dedicado a la caza de focas junto a la costa de Japón y en el Mar de Bering. Corren los tiempos difíciles de la depresión y las ocupaciones son escasas y mal pagadas. A su regreso, tras los duros trabajos en la fábrica de yute y paleando carbón trece horas diarias en una central eléctrica, London se une al ejército de desempleados que marcha desde California sobre Washington en petición de empleo.

Proceso de

concienciación

social

Esta experiencia, que concluiría para él en la prisión de Niagara Falls cumpliendo una condena de un mes por vagabundeo, marcaría uno de los hitos de su vida. Por un lado, contribuiría a hacer de él un experto conocedor del mundo al margen de la ley, conocimientos de los que —como se puede apreciar por su libro Los vagabundos del ferrocarril— se mostraría siempre orgulloso; por otro, estas correrías sirvieron para iniciar en él un proceso de concienciación social. London toma una decisión: enrolarse en el incipiente partido socialista de Oakland, y se jura al mismo tiempo que tratará de evitar por todos los medios convertirse en un trabajador manual. Como consecuencia de esta promesa, decide intentar el ingreso en la universidad, meta que conseguirá tras casi dos años de intensa preparación y sacrificios. Al cabo del primer semestre, no obstante, presionado por necesidades económicas y familiares, y desilusionado por la educación recibida, dejará sus estudios.

El oro

del Klondike

En agosto de 1897, a los pocos meses de las primeras noticias del descubrimiento de oro en el Klondike, London se embarca para Alaska. Es la oportunidad esperada; pero la suerte no le acompañará. A la llegada del invierno, él y sus dos compañeros acamparán en una cabaña abandonada junto a la desembocadura del río Stewart, a casi ochenta millas de Dawson por el curso helado del Yukón. Los largos meses invernales los repartirá entre la solitaria cabaña y el poblado de Dawson, y sus prospecciones mineras serían escasas e inútiles. El retorno lo efectuará en una balsa durante el deshielo primaveral, en un intrépido viaje de dos mil millas río abajo; forzado por el escorbuto, fracasado, y sin haber conseguido ver en sus manos el preciado metal. Pero es a partir de este momento cuando London decidirá definitivamente dedicarse a escribir.

Decisión

de escribir

e influencias

Aunque pueda parecer sorprendente a primera vista lo inesperado de esta súbita vocación, para comprenderla habría que seguir, a través de los testimonios autobiográficos legados por el autor, la andadura que le condujo por el camino de la literatura. Desde lo que significó para él el maravilloso descubrimiento infantil de Los cuentos de la Alhambra en la soledad de la granja familiar, hasta la voraz lectura de cientos de novelas de la biblioteca pública de Oakland. Más tarde vendrían las largas jornadas dedicadas a su formación intelectual y a la adquisición de un estilo, alternando Marx con Kipling, Spencer con Stevenson, Malthus con Poe o con Wells. Y ya descubierta la senda del éxito, la revelación de la filosofía de Nietzsche, la tercera gran influencia en su vida.

La lucha con

la máquina

de escribir

London había emprendido su práctica de escritor a los diecisiete años, con su temprano y aislado acierto en un concurso periodístico, al conseguir el primer premio con la descripción de un tifón, una experiencia vivida durante su labor de marinero en el Sophie Sutherland. Años después, a su regreso de Alaska, comenzarían los días agotadores y las noches en blanco, sentado ante la máquina de escribir alquilada, pugnando por convertirse en un escritor. En Martin Eden (1909), su bildungsroman autobiográfico escrito ya en la cumbre de su carrera, nos ha dejado London un cuadro vívido de la dura brega y de las miserias que acompañaron su iniciación literaria: los repetidos intentos de publicar sus relatos, los rechazos sistemáticos, la intensa penuria, las horas tesoneras de trabajo y estudio, la obstinación, los desalientos, los primeros triunfos… Y al fin, tras el enorme éxito de La llamada de lo salvaje (1903) y de El lobo de mar (1904), su conversión en uno de los autores más afamados y vendidos de Estados Unidos.

Ideología

política

y social

Seguramente, el aspecto más controvertido de Jack London sea su ideología política y social. Una ideología contradictoria y a menudo antitética, que haría que, paradójicamente, sus libros fueran tan apreciados en la Rusia soviética como —con algunas excepciones— en la Alemania nazi.

Actitud

filosófica

London pretendió ser algo más que un escritor para adolescentes. Para él era evidente que la actitud filosófica, la capacidad de comentar y generalizar sobre sus personajes en relación con la vida y con la sociedad, era una condición imprescindible para un autor que pretendiera ser tomado en serio. Por ello, tras asimilar las técnicas narrativas, trató de adquirir una filosofía que diera consistencia a su obra. Las lecturas de Darwin, Ernst Haeckel, Huxley y, sobre todo, del filósofo Victoriano Herbert Spencer, con su aplicación de los esquemas evolucionistas a la estructura social, le proporcionaron la base de su pensamiento. El principio de la lucha por la vida, de la supervivencia de los más fuertes y mejor dotados, del que el sistema de Spencer había hecho un dogma socioeconómico y moral, se convirtió en la piedra angular de la ideología de London. A ésta vendrían a incorporarse, con el descubrimiento de Nietzsche, sus doctrinas del superhombre y de la glorificación del esfuerzo y la voluntad.

Evolucionismo

y superhombre

Los presupuestos evolucionistas, prolongados por los seguidores de Spencer, incluían teorías que iban desde la naturaleza animal del hombre hasta la consideración de la sociedad como una jungla de implacables intereses conflictivos. Fruto de esta lucha por la vida y de la consecuente eliminación natural de los débiles e inadaptados, se alcanzaría una sociedad más perfecta y feliz. Pero, en esta jungla social darwinista, London introducirá su superman, de inspiración nietzscheana, que representa la obra maestra de la labor selectiva de la naturaleza y constituye al mismo tiempo un auténtico héroe física y moralmente superior.

Como en Martin Eden, su alter ego, el intento de escapar de una posición de clase inferior en un clima de fuerte competición capitalista llevó a London a aceptar como una revelación tanto el darwinismo social, tan en consonancia con su propio entorno, como la ideología de Nietzsche, con la que su temperamento de luchador individualista se sentía plenamente identificado. Evidentemente, su propia experiencia vital ejemplarizaba ambas ideologías a la perfección. Las penurias económicas de un hogar de clase media constantemente rozando el proletariado, el duro trabajo ante la máquina durante su adolescencia, sus contactos con los desheredados de la sociedad industrial y, finalmente, su triunfo como escritor gracias a su inmenso tesón constituían la más perfecta corroboración práctica de las teorías de Spencer y de Nietzsche. La escuela de la vida de Jack London era rica en datos empíricos con los que contrastar y armonizar las ideas que iba adquiriendo en el proceso de su autoeducación intelectual.

Socialismo

Más difícil de armonizar con su temperamento y experiencia, pero mucho más atractivo, más romántico y más sensacional, era el otro ingrediente esencial —el primero en orden cronológico— de la filosofía londoniana: su socialismo. El darwinismo social, a pesar de adecuarse con su temperamento y experiencia, tenía el inconveniente de ser una ideología conservadora aceptada y aclamada en Norteamérica desde la Guerra Civil. Más aún, era el credo del Establishment, la filosofía de las clases a las que él deseaba acceder pero a las que, en el fondo, despreciaba. Por el contrario, el socialismo, del que London oyó por primera vez entre los vagabundos y conoció después por la lectura de El manifiesto comunista y partes de El Capital, perseguido y denigrado por las clases dirigentes, constituía algo espectacularmente subversivo e iconoclasta para el joven rebelde en busca de una educación. Derribar violentamente el formidable edificio del Capital, sobre todo en el papel de líder, era para London la principal atracción de la ideología marxista.

Libros suyos como El pueblo del abismo (1903), Guerra de clases (1905) o Revolución y otros ensayos (1910) nos muestran al London preocupado por las cuestiones sociales, en un análisis marxista romántico del conflicto de clases y de la ineficacia capitalista. Pero en esta línea ideológica, su cima la alcanzará con esa extraña fábula de anticipación política, El talón de hierro (1908), donde, a partir de los conflictos sociales americanos y de la fracasada revolución rusa de 1905, London, con una gran imaginación, intuiría proféticamente ciertos aspectos de lo que habían de ser los fascismos europeos de casi veinte años después.

Su ambiguo

pensamiento

socialista

Que su pensamiento socialista era sumamente ambiguo y contradictorio, es algo en lo que sus críticos y biógrafos coinciden de manera casi unánime. Tanto sus incendiarios ensayos y conferencias públicas sobre política, como la famosa frase de despedida con que concluía sus cartas a miembros y simpatizantes del partido, «Tuyo para la Revolución, Jack London», obedecen más a su gusto por las actitudes exhibicionistas y arrogantes que a convicciones realmente sentidas. De ahí que Kevin Starr manifestara que «el socialismo de London siempre llevó dentro una vena de elitismo y mucho de pose. Le gustaba representar el papel de intelectual de la clase trabajadora cuando convenía a sus propios intereses».

En cualquier caso, su visión de la lucha revolucionaria era en mayor medida una empresa aventurera que un deseo convencido de sustituir una sociedad competitiva por una sociedad socialista. El énfasis, como vemos en El talón de hierro, está en la acción conflictiva, en la pugna por el triunfo; no en la puesta en práctica de la sociedad sin clases, en cuyo seno tanto sus héroes como él mismo perderían su razón de ser.

Un socialismo

elitista

y anglosajón

Un aspecto más de las flagrantes contradicciones dentro de su socialismo —aunque en consonancia con su darwinismo— era su obsesivo anglosajonismo. Para London, curiosamente, el socialismo no era un sistema para todos los hombres, sino tan sólo para unas razas elegidas. Su frase «Ante todo soy un hombre blanco y únicamente en segundo lugar un socialista» resume perfectamente su peculiar socialismo elitista. Entusiasta defensor de la preeminencia anglosajona, siempre consideró a negros, orientales, indios, mestizos —e, incluso, en ocasiones, a los latinos—, como razas inferiores en todos los aspectos. Así, cuando en 1904 cubre el puesto de corresponsal en la guerra ruso-japonesa para la compañía Hearst, en lugar de tener en cuenta la brutal represión zarista en los conflictos obreros y mirar con simpatía su derrota, se detendrá a examinar, entre perplejo y alarmado, la capacidad superior y las victorias de una raza amarilla sobre un representante de la raza blanca. Del mismo modo, diez años después, en el verano de 1914, confrontado esta vez con la revolución mejicana, veremos cómo sus prejuicios racistas le impiden comprender la causa de los revolucionarios, ensalzando en cambio, en los artículos para el Collier’s, la marcialidad y eficiencia de las tropas de intervención yanquis en defensa de los intereses petrolíferos americanos.

Laberinto de

contradicciones

¿Era London consciente del laberinto de contradicciones e incongruencias? Obviamente, sus conflictos ideológicos surgieron de la confluencia de su experiencia existencial con la apresurada formación autodidacta, al pasar ambas por el filtro de un ambicioso temperamento individualista. El resultado, como señala Lloyd Morris, sería «una profunda fisura en su naturaleza moral…, que determinó una alarmante inconsistencia en su vida y en su obra». En este sentido, su último biógrafo, el británico Andrew Sinclair, ha ahondado en ese sentimiento de degradación que se apoderó del escritor en la última etapa de su existencia.

Un giro

nefasto

Tras el avispero de pesadillas que significó la construcción del Snark y su fracasado intento de vuelta al mundo, con su secuela de enfermedades tropicales agravadas por el alcohol, la defectuosa arquitectura del yol y las desavenencias con la tripulación, un giro nefasto parece iniciarse en la vida del escritor. La aventura no sólo resultó un desastre, sino, más importante, sirvió para que London, modelo de sus férreos héroes, descubriera sus propias debilidades. El avanzado alcoholismo, con su corolario de problemas renales y hepáticos, estaba provocando la desintegración física y mental de un cuerpo del que años atrás se había sentido tan orgulloso. Su descuidada labor literaria, degradada por la constante necesidad de dinero, empezaba a ser ignorada por los críticos. Todo ello, unido a la mala conciencia en que se debatía por el abandono de sus ideales sociales, estaba minando aquella personalidad segura de sí misma, tesonera, romántica y, quizá, algo ingenua.

Problemas

existenciales

Sus protagonistas, llenos de orgullosa vitalidad, comienzan a vacilar respecto a la superioridad de la raza anglosajona. Tal vez, después de todo, estén condenados a desaparecer ante la mayor resistencia de las razas del sol. Tal es la pregunta que se hace el personaje central de El motín del «Elsinore» (1914). Jack London, en la cumbre de una fama oscilante, se pone a dudar de la validez de su triunfo. En vano tratará de camuflar sus problemas existenciales y su declive artístico con su prurito agronómico y su insaciable ansia de más y más tierras con que ensanchar su rancho. Las obsesiones suicidas reaparecen. La visión del Colt 44 colgado de la pared de su estudio le tienta. Y el escritor —de nuevo la paradoja de la realidad imitando al arte— parece seguir los pasos de su héroe Martin Eden. ¿Por qué?, ¿para qué?, parece preguntarse.

«Un soberbio

meteoro»

La morfina y la heroína han empezado a reemplazar el alcohol y los analgésicos. En una ocasión confiesa a su hermana su miedo a estar volviéndose loco. Finalmente, una noche, cerca ya de la madrugada, London se administra una sobredosis de sulfato de morfina y de sulfato de atropina, drogas que utiliza para combatir sus dolores renales y su insomnio. Quizá se trató tan sólo de un acto semiconsciente, provocado por el ramalazo de dolor insoportable, la oscura caída en la tentación. Pero ¿no había él defendido siempre el derecho inalienable del hombre a anticipar su muerte? De cualquier modo, como había ocurrido a menudo en su ficción, una broma del destino vendría a dar un giro inesperado a su decisión postrera. Y, así, lo que seguramente había sido calculado como una combinación fulminante para una muerte indolora y rápida, resultarían ser dos narcóticos antitéticos que prolongarían su agonía más de doce horas. Todos los intentos de salvar su vida fueron inútiles. London había dicho: «Preferiría ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente.»

De la aventura al aire libre al conflicto social

Una nueva

narrativa

Como caprichos goyescos, especialmente en la última fase de su narrativa breve, surgen de la pluma de London ciertos relatos que descubren aspectos nuevos de su imaginación. Se trata de asuntos extraordinarios, fantásticos o grotescos, en los que la típica aventura violenta londoniana reviste caracteres angustiosos o catastróficos. Frecuentemente vemos reflejadas en ellos las mismas ideas obsesivas de su producción novelística tardía, mezcladas con motivos de inspiración de Poe o H. G. Wells.

Del narrador

de aventuras

al escritor

comprometido

Pasar de sus cuentos del Klondike o de los Mares del Sur a estos otros relatos es cambiar el London de la aventura al aire libre por el London de la preocupación sociopolítica. Es la otra cara, menos conocida y más extraña, de este ambiguo e inquietante Jano literario, en torno al cual hay que girar para obtener una visión tridimensional completa de su figura y de su obra. Porque, así como en el apartado novelístico El talón de hierro (1908) venía a aportar un aspecto nuevo respecto a la temática de La llamada de lo salvaje (1903), en su narrativa breve, Un fragmento curioso (1910), complementa y enriquece la valoración del cuentista de Amor a la vida (1906) por la interesante novedad que introduce.

Pero el escritor comprometido y el escritor de acción no están en realidad separados cronológicamente. Aunque había conseguido su popularidad gracias a la narrativa de aventuras, lo cierto es que London nunca ocultó, ni pública ni privadamente, sus preocupaciones sociales y políticas. Y su obra, a medida que se afirma su reputación, irá descubriendo paralelamente esta otra faceta, tanto en forma ensayística como narrativa[31].

Dos tipos

de relatos

Aparte de los que por su temática entrarían en la categoría de realistas-naturalistas, como Semper Idem, o de «realismo de aventuras», como Estado de guerra y El Rojo (este último con un ingrediente de fantasía científica), los relatos aquí recogidos podrían calificarse, por sus contenidos, de «historias del futuro y del pasado remoto».

Historias

del futuro

La acción de estas «historias del futuro» adopta a menudo la forma de crónica, documento o ensayo histórico. Escritas y publicadas en su mayoría entre finales de 1906 y 1911[32], frecuentemente se desarrollan en un porvenir fantástico —hoy ya pasado, por cierto, con una excepción—, que, en algunos casos, es enfocado desde el punto de vista de un historiador ficticio que se sitúa en un futuro aún más lejano[33]. Este recurso de distanciamiento cronológico del narrador-historiador respecto a la acción narrada crea en el lector una ilusión de pasado histórico real respecto a lo que es ciertamente un improbable y fantástico futuro. Por otra parte, se refuerza así la apariencia de documento histórico o crónica, algo que conviene, además, a la acción generalmente colectiva de la narración.

Parábolas

didácticas

Consideradas por unos como «parábolas didácticas» y por otros como interesantes muestras de «propaganda radical» disfrazadas de ficción, un amplio sector de la crítica coincide en juzgarlas, por lo general, artísticamente inferiores a las narraciones del Klondike.

En el aspecto estilístico, hay que reconocer que estas fantasías anticipatorias carecen de la contundencia, rapidez y efecto de sus mejores cuentos de aventura pura y que les falta, a veces, la unidad e intensidad que caracteriza a éstos; pero presentan a cambio una imaginativa originalidad en su invención que las hace fascinantes. La imaginación ideológica de London introduce en ellas formas extrañas hiperbólicas que, si bien lastran y desvirtúan en ocasiones la escueta y ágil acción, le proporcionan a cambio una dimensión nueva. En un plano didáctico o propagandístico, ideas marxistas sobre la lucha de clases y el triunfo final de la hermandad socialista, junto a doctrinas de Nietzsche sobre el hombre superior, sirven para articular estos experimentos narrativos.

A un nivel formal, pues, el relato de acción compacta y de final inesperado se transforma en cuento con características de reportaje o informe sembrado de interpolaciones ensayísticas. La economía narrativa se despilfarra en retórica ideológica. El episodio único y extraordinario en el que se pone en juego la supervivencia del héroe individualista es sustituido por la presentación de un problema de tipo social y político que afecta a una colectividad.

Relatos

epistolares

En dos de estas historias, London recurre parcialmente a la forma epistolar, algo prácticamente desusado en el relato breve. Este recurso, que en su esplendor novelístico del siglo XVIII servía para objetivar la narración y profundizar en la psicología del personaje, es utilizado aquí, paradójicamente, como vehículo directo de las ideas sociales de London. En gran medida, los favoritos de Midas o Goliah —lo mismo que Nariz-Partida y Cara-Peluda en La fuerza de los fuertes— nos traen la voz del propio autor. Estamos ante una retórica radical análoga a la de su novela, El talón de hierro, sus ensayos de Guerra de clases o su conferencia «Revolución». En estas cartas, como en los diálogos y discursos de los personajes de los otros cuentos, London reitera sus temas favoritos acerca de la injusticia social, la explotación capitalista o el culto al salvador providencial

El final

En cuanto al final ese desenlace inesperado, retorcido y trágico —que todavía encontraremos aquí, por cierto, en Semper Idem y Estado de guerra—, en el que descansa en gran medida todo el tenso desarrollo de la aventura al aire libre, se convierte en los relatos de anticipación en una mera distensión narrativa. El interés del cuento pasa a centrarse en el planteamiento, en la idea motivadora —huelga general, guerra bacteriológica, extorsión por medio del asesinato al azar, etc.—, que se irá exponiendo, paso a paso, de manera más o menos dramática, sin tener en cuenta el desenlace que, con frecuencia, carece de interés o resulta anticlimático.

El nuevo

héroe

La nueva forma del relato determina, asimismo, un tipo diferente de caracterización. Ya no se trata del protagonista central que lucha denodadamente por la supervivencia en medio de unas condiciones naturales hostiles. El aventurero solitario del entorno fronterizo o salvaje ha desaparecido. En su lugar, tenemos aquí a unos seres extraños —suicidas, terroristas, científicos megalómanos—, representados por alguna idea fija, a veces anónimos, frecuentemente sin entidad apenas y, en algunos casos, reducidos simplemente a una voz, como Goliah, los favoritos o el cuentista oral de Un fragmento curioso.

El científico

salvador

La aventura individualista se hace colectiva. Si el héroe es un individuo, lo hallamos inserto en una sociedad como dirigente o promotor de una idea salvadora o destructora. Es el científico, representado por Goliah o Jacobus Laningdale, poseedor de la panacea universal para alcanzar un mundo feliz o descubridor del arma contundente capaz de barrer al enemigo de la raza blanca. El protagonista eficiente se ejemplifica asimismo en el cirujano frío y brillante, orgulloso de su habilidad para recomponer la máquina humana y despectivo de su valor espiritual.

Hay algo ambiguo en la actitud de London respecto a sus científicos. En uno de los cuentos publicados póstumamente, un personaje declara en cierta ocasión: «La mayoría de los hombres son necios y, por tanto, tienen que cuidar de ellos los pocos que son prudentes»[34]. Pero ¿quiénes son estos seres prudentes que tienen que dirigir a la gran masa de necios? Para London, socialista y hombre capaz de albergar las ideas más contradictorias, es evidente que existe una jerarquía natural: blanco, anglosajón, científico. El doctor Bicknell, Jacobus Laningdale, Goliah…, ¿no son ellos los nuevos mandarines, los salvadores, que, escondidos en las sombras, manejan con sus inteligencias superiores los hilos que mueven a la humanidad, convertida, en mayor o menor medida, en su juguete experimental?[35].

Se da un curioso paralelismo entre estos seres superiores y el propio autor. London, al objetársele en una ocasión la discrepancia entre su ideología política y su racismo anglosajón, habría respondido: «¡Qué diablos! Yo soy ante todo un hombre blanco y luego un socialista»[36], afirmación que es como un eco de una de las frases que sirven para caracterizar al protagonista de El Rojo: «Bassett era ante todo un científico, y luego un humanista». Y del mismo modo que el socialismo de London no era obstáculo para su egotismo racial, en Bassett, su humanismo no impedirá que el científico se muestre dispuesto a aniquilar, si es preciso, a todos los habitantes de la isla con tal de desentrañar el misterio de la esfera roja. Reminiscencias seguramente de los científicos de H. G. Wells[37], estos superhombres de la ciencia y del poder se sitúan más allá del bien y del mal: «Recuerde que soy un científico, [dice Goliah] y que una sola vida o un millón de ellas no significan nada para mí…». O como advierten los favoritos de Midas: «Pertenecemos a ese proletariado intelectual…, somos los más inteligentes y no nos frena ningún estúpido escrúpulo ético o social». Científicos o intelectuales, salvadores o destructores, ellos son los superhombres y demiurgos de estas visiones del mañana.

Historias del pasado y del futuro

Utopia y

anti-utopia

La utopía y antiutopía (o distopía) es un modo narrativo al que London gusta de acercarse. De hecho, es un tipo de ficción que se adapta perfectamente a una imaginación como la suya, preocupada por la realidad social y por los medios para su modificación. Frecuentemente vemos ambas combinadas, como en El Talón de hierro[38], donde London encuadra la distopía en la utopía. Es decir, una situación miserable y catastrófica (distopía) es presentada desde una época social feliz y armónica (utopía), si bien esta última no es nunca descrita, sino tan solo mencionada o bosquejada.

La violencia, que es una constante en la narrativa londoniana, es a la vez la característica esencial de la sociedad antiutópica y el único medio posible para alcanzar la sociedad utópica. Al contrario que sus correligionarios socialistas, London estaba seguro de que la «Hermandad Humana» (Brotherhood of Man) únicamente podría conseguirse mediante la acción revolucionaria violenta, y nunca por medio de las urnas. Los narradores o «comentaristas» de Goliah o de Un fragmento curioso escriben desde la utopía, una vez pasados los horrores de la violencia que han conducido a ella. Pero London no está interesado en describir propiamente ese Estado utópico, sino la situación de caos y violencia que le ha precedido: la antiutopía. Las narraciones aquí recogidas ilustran esta afirmación.

La huelga

general

Situada su acción treinta y tantos años en el futuro respecto a la fecha de su composición, La huelga general representaría el primer pasó —el menos improbable, tal vez— en esta serie de anticipaciones utópicas. Estamos en una Norteamérica en la que, según las previsiones marxistas, las posiciones de los dos grandes grupos sociales, burguesía y proletariado, se han radicalizado. Los sindicatos conservadores se han desintegrado, y en su lugar ha surgido una combativa organización obrera radical, que será la que desencadene la victoriosa huelga general.

Aunque partiendo de una situación ideal como es ese eficiente complot obrero, el relato se desarrolla dentro de un realismo plausible gracias a las circunstancias actuales que London incluye en él. Pero como utopía que es, La huelga general va más allá del puro entretenimiento literario. Su mayor o menor tratamiento realista resulta irrelevante en cierta medida. La narración persigue ante todo un fin didáctico, y viene a ser una especie de ilustración de los frutos que, según London, podría conseguir una clase trabajadora organizada y militante frente a los abusos del Capital.

Sin embargo, es evidente que, en la vida real, London no se hacía ilusiones respecto al triunfo pacífico de las fuerzas del trabajo, y que, como en todo relato utópico[39], hay en éste un elemento irónico implícito. Así, en una entrevista concedida a un periódico de entonces, London había manifestado:

«La Historia enseña que las clases dominantes nunca están dispuestas a ceder sin pelear. Los capitalistas tienen en sus manos los gobiernos, los ejércitos y las fuerzas de orden. ¿No cree usted que harán uso de estos medios para continuar en el poder? Yo sí»[40].

En el mismo relato, por otra parte, las frases finales del narrador burgués —«La tiranía de las organizaciones obreras se está convirtiendo en algo humanamente insoportable. Hay que hacer algo»— dejan entrever una dura reacción por parte de la clase dirigente.

Goliah

En Goliah introduce London el motivo del líder salvador como mecanismo de la utopía. En lugar del superman del Gran Norte, se nos presenta al científico dispuesto a salvar a la humanidad de la inicua administración de la plutocracia.

Goliah es la apoteosis del nuevo superhombre. Sabio, maquiavélico y con ideas socialistas, es al mismo tiempo una imagen idealizada y distorsionada más de ese Jack London revolucionario al que Orwell calificó una vez de «socialista con los instintos de un bucanero y la educación materialista del siglo XIX»[41]. Para Goliah, lo mismo que para London, cualquier medio es bueno para alcanzar el fin deseado, aunque este fin sea la felicidad comunista. Para ambos, la falta de ética de los medios se justifica por la bondad del fin.

A pesar de ser uno de los miembros más distinguidos del partido, la ideología socialista de London no era precisamente muy ortodoxa. Como señala Foner, al escribir el «establecimiento del Socialismo por medio de la dictadura, el asesinato y otras formas de violencia…, London mostraba su falta de comprensión de los principios básicos del Socialismo, el cual rechazaba toda política terrorista, anarquista [o] individualista…»[42].

En Goliah, por otro lado, como en sus otros relatos de anticipación, la psicología humana es simplificada. Todo se reduce a una cuestión de eficiencia. El mundo será mejorado hasta alcanzar la felicidad por medio de medidas drásticas simples, como la eliminación de unos cuantos capitalistas, la destrucción de las armas bélicas o el aislamiento de los inadaptados irrecuperables. Es más, London manifiesta su inconsistencia respecto a afirmaciones anteriores: El cambio no se deberá ya a la cooperación de unos cuantos «intelectuales, idealistas y trabajadores con conciencia de clase» que hagan tambalear el podrido edificio social por medio de la palanca del socialismo[43], sino la obra de un salvador providencial con su panacea de tipo nuclear.

Los favoritos

de Midas

Utilizando convenciones de folletín policial sensacionalista, Los favoritos de Midas nos acerca a un terreno vecino de la antiutopía. Valiéndose del chantaje moral, un terrorismo de intelectuales se abate sobre los grandes plutócratas como una maldición inexorable. London deja claro que esta plaga moderna no es producto del azar, sino consecuencia del sistema capitalista, que con su corrupción e injusticias sentó el ejemplo: «Somos la culminación de la injusticia industrial y social. Nos volvemos contra la sociedad que nos ha hecho.

Somos el triunfante subproducto de nuestro tiempo, el azote de una civilización degradada.»

En esta fuerza destructora, amoral y, paradójicamente, justiciera, pone esta vez London el acento y la bravata de un superman colectivo invencible que se atreve a desafiar a ese titán maldito que es el Capital. Envés de Goliah, distópico e hiperbólicamente profético, este proletariado intelectual parece cernerse como el próximo dictador del mundo.

Un fragmento

curioso

Si en la aventura al aire libre la naturaleza hostil asumía a menudo el papel de antagonista del héroe, en los cuentos de anticipación, este papel es desempeñado casi invariablemente por el capitalismo. Unas veces lo encontraremos en un plano de equilibrio de fuerzas con sus enemigos que tratan de derribarlo; otras, enquistado en el poder, como dueño y señor de la sociedad, convertido en una casta oligárquica tras haber aplastado a su enemigo secular. Tal es el caso de Un fragmento curioso, seguramente el mejor ejemplo de antiutopía en la narrativa breve de London.

Siguiendo la misma línea temática de El Talón de hierro, se describen en este cuento las últimas consecuencias de la teoría marxista de la explotación capitalista. Estamos ante una sociedad reducida a dos clases separadas por un abismo: la gran burguesía, convertida en una casta aristocrática, y la clase trabajadora, reducida a la más abyecta esclavitud.

En una fantástica versión pendular de la Historia, en el siglo XXVI, London nos devuelve a los tiempos más oscuros de la baja Edad Media. Los oligarcas, combinación de Césares decadentes y señores feudales, han convertido a sus siervos-proletarios en meras bestias de carga. Una siniestra represión reina en el mundo, donde un nuevo «Talón de hierro» fascista pisotea el rostro del trabajador. Sabemos, no obstante, que un día surgirá la revolución «renacentista» que pondrá fin al oscuro Medievo capitalista. Este período se supone alcanzado en el momento en que se «edita» la narración central, ya que esta distopía, como la novela coetánea paralela, El Talón de hierro, se nos presenta dentro del marco narrativo de la utopía. Es decir, «la terrible oligarquía industrial» descrita ha sido suprimida, y el cuento del brazo cortado ya no es más que «un fragmento curioso», histórico en 4427.

Ahora bien, como antiutopía que es, London refleja en su relato, hiperbólicamente, ciertas condiciones reales de su tiempo, con lo que el mañana lejano y fabuloso nos devuelve irónicamente al crudo presente[44].

Una invasión

sin precedentes

La antiutopía adopta la forma de guerra futurista en Una invasión sin precedentes. Si en Los favoritos de Midas se trataba de la extorsión a cambio de las vidas de unos cuantos seres anónimos, y si en Goliah se llegaba a un mundo feliz a cambio de unos miles de muertos, en Una invasión…, London aborda el exterminio de millones para proteger la seguridad de la raza blanca.

Seis años antes de la aparición de este cuento, en un artículo sobre una de las cuestiones candentes de la primera década del siglo XX, «El peligro amarillo», London presentaba un balance de la amenaza que supondría para la supremacía blanca una China superpoblada y convenientemente puesta al día en el campo tecnológico:

«La amenaza para el mundo occidental no está en el hombrecillo de piel marrón [el japonés], sino en los cuatrocientos millones de amarillos, en el supuesto de que aquél se decidiera a organizarlos. Los chinos no están cerrados a las ideas nuevas. Son trabajadores eficientes, buenos soldados, y poseen las materias primas para la edad de la máquina. Con una dirección capaz podrían ir lejos, y el japonés no sólo está preparado, sino también dispuesto a suministrársela. ¿Habría algún motivo que impidiera a japoneses y chinos emprender una aventura tan formidable como la nuestra, e incluso más singular?»[45].

En este alarmante vaticinio de guerra bacteriológica escrito a finales de 1906, quizá sorprenda al lector algún acierto interesante como el del asombroso rejuvenecimiento y capacidad tecnológica de Japón[46]. El racista London, durante su época de corresponsal en la guerra ruso-japonesa de 1904, había observado asombrado cómo un eficiente pueblo oriental derrotaba estrepitosamente a un representante de la raza blanca. Esta experiencia le hizo meditar y, tras las reflexiones vertidas en su artículo, se le habría ocurrido esta fantasía de ciencia-ficción.

Con un estilo de crónica o documento histórico —de «ensayo histórico» es calificado—, el relato se desarrolla paso a paso, en un tempo lento impregnado de suspense. El terrible genocidio es descrito a la vez con la fantasía propia de la literatura de anticipación y con el detalle realista del hábil reportero.

La fuerza de

los fuertes

La fuerza de los fuertes participa tanto de la parábola y el cuento filosófico como de la narración prehistórica post-darwinista, entonces en boga[47]. Con una ambientación análoga a la de su novela Antes de Adán (1907), cuando el hombre acaba de abandonar su refugio arbóreo para vivir en cavernas, London nos presenta algo original e inesperado que lleva al mismo tiempo el sello inconfundible de su estilo.

Iniciado como una ilustración de las ventajas de la cooperación social, el relato enseguida pasa a convertirse en una fábula sobre la corrupción, explotación y derrumbamiento del sistema capitalista. Así, cuando Tres-Patas cerca las primeras tierras y ante la sorpresa de la tribu declara que son suyas, se está cometiendo el primer crimen legal de la historia de la sociedad humana: la apropiación indebida de algo que pertenece a todos. Es más, la acción de Tres-Patas parece una fabulación de la frase de Rousseau en su Discurso sobre los orígenes de la desigualdad humana: «El primero a quien, tras cercar un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío” y encontró personas lo suficientemente ingenuas para creerle, ése fue el verdadero fundador de la sociedad civil.»

Luego vendrá la sátira de los monopolios, las plusvalías, la supresión de las libertades, el patriotismo con el mantenimiento del enemigo externo, el militarismo, la religión organizada al servicio del poder, la propaganda y la represión del descontento interno.

Considerada por Foner «entre las mejores parábolas de la literatura norteamericana»[48], La fuerza de los fuertes nos trae a la memoria una fábula más reciente: Rebelión en la granja (1945), de George Orwell. Orwell, que conocía bien la obra de London, representó por medio de animales esa terrible parodia de la degeneración de la revolución bolchevique; London, con su tribu prehistórica, ilustró imaginativamente el nacimiento y corrupción de la sociedad capitalista.

La narración realista y de aventuras

Semper Idem, por su forma, y Estado de guerra y El Rojo, por sus contenidos, están más cerca del relato de aventuras propiamente londoniano. Sin embargo, al tratarse en el primer caso de una narrativa naturalista y en los otros dos de cuentos de acción con algún ingrediente atípico, se distinguen todavía del grueso de su producción mejor conocida. Y aunque en lo que respecta a Semper Idem y Estado de guerra, ambos se basan en una anécdota muy simple con una muerte inesperada al final, análoga a la de muchos de sus cuentos de aventuras, ni Semper Idem es una aventura, ni Estado de guerra es una guerra definida, ni, finalmente, El Rojo se limita a ser una aventura típica de los mares del Sur.

Semper Idem

Escrito y publicado en la época en que se dedicaba especialmente a sus ficciones del Klondike, Semper Idem es una buena muestra de la versatilidad de su autor. London aparece como un narrador efectivo con un gran dominio técnico del relato corto. Escueto, sobrio y escalofriante, Semper Idem es un brillante acierto. En su media docena de páginas escasas, con un estilo tenso, nervioso y objetivo, se nos dan los datos esenciales referentes a la situación y a los dos personajes principales. Nada es superfluo y todo va dirigido al sorprendente y terrible final. Del mismo modo que nada sabemos del obstinado suicida, aparte de esa evidente, aunque oscura motivación pasional, nada se nos dice tampoco del doctor Bicknell fuera de su función de cirujano. El narrador parece únicamente interesado en subrayar su frialdad y su eficiencia científicas. El resto de esta restringida personalidad es ilustrado en su actitud hacia Semper Idem. Esa falta de solidaridad humana, esa obsesión por la eficacia y la frialdad con la que enciende de nuevo el apagado cigarro tras comprobar el resultado de su consejo, nos describen suficientemente su carácter. London nos presenta aquí una de sus visiones más crueles de un universo deshumanizado e indiferente, donde seres como el doctor Bicknell han impuesto su ética de la eficiencia. Hay, en efecto, algo que no funciona en esta sociedad que Semper Idem se empeña en abandonar.

Estado de

guerra

Análogo en cuanto a la economía de medios narrativos, aunque muy distinto de Semper Idem en cuanto al contenido, Estado de guerra es, de los relatos seleccionados, sin duda el que más se ajusta al modelo de cuento de acción londoniano de tenso y efectivo suspense y de rápido e inesperado final. Como en el mejor de sus relatos, La hoguera, nos encontramos aquí con el protagonista solitario y el motivo del viaje que es interrumpido bruscamente por la muerte. No obstante, a diferencia de aquél, tenemos en éste un elemento extraño en su trama que —al tiempo de servir de excusa para incluirlo entre estas fantasías de anticipación— rodea su acción de interrogantes: la omisión de circunstancias de tiempo y lugar. Como señala Dale L. Walker, «Estado de guerra plantea más interrogantes que soluciones. ¿Qué guerra? ¿Dónde ocurrió? ¿Cuándo? ¿Quién es el “odioso invasor”? ¿Cuál es su “odiosa lengua”? ¿Cuál es la misión del joven jinete? ¿Qué quiso decir London?…»[49]. Ni un solo nombre propio ni gentilicio. Es, sin duda, esa atmósfera de misterio y anonimato un ingrediente que contribuye eficazmente a hacer de este relato uno de los más bellos e interesantes.

El Rojo

Muy diferente de los anteriores, y algo así como el canto de cisne de la narrativa breve de London, es el relato que cierra esta antología. Curiosamente, del mismo modo que La hoguera (1908), el más logrado de sus cuentos de Alaska, fue escrito cuando parecía ya agotada esta vena; El Rojo (1918), compuesto seis meses antes de su muerte y sin figurar, por tanto, entre sus colecciones de relatos de los mares del Sur, es, sin lugar a dudas, el mejor y más perfecto de este último apartado.

Surgido a partir de una idea original de George Sterling, el amigo poeta de Jack London, este cuento podría considerarse estructuralmente como la combinación feliz de tres elementos: el motivo de los «mundos perdidos» a lo Sir Henry Rider Haggard y Conan Doyle, las propias experiencias de London en los mares del Sur y el ingrediente de la fantasía de anticipación.

Pero El Rojo es además una narración de oscuridad, misterio y muerte. Son frecuentes en ella las referencias simbólicas a la esfera, el giro y las tinieblas. Ahí están las alusiones a la torre oscura de Browning, la gran escalera en torno al pozo de El Rojo, las tinieblas de la espesura y el obsesivo girar de las cabezas entre el humo en la cabaña del hechicero. A este nivel simbólico, por otro lado, el recuerdo, quizá inconsciente, de Typee, de Melville, y de El corazón de las tinieblas, de Conrad, parece cernerse sobre el relato. Donde Marlow encuentra a Kurtz, símbolo del mal hueco, Bassett descubre la esfera roja. En cuanto a Melville, si su isla podía interpretarse como un Edén donde la Serpiente había penetrado ya, la selva de Guadalcanal de London es un oscuro infierno con su gigantesco agujero circular en el centro donde reina El Rojo, símbolo al mismo tiempo del mal y de la sabiduría inalcanzable, y que atraerá a Bassett hasta el final. Su sacrificio voluntario ante la Gran Esfera es el último elemento simbólico de sometimiento y entrega con la esperanza de alcanzar en la muerte, más allá del bien y del mal, el sentido final del universo.

Francisco CABEZAS COCA