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Una invasión sin precedentes
Fue en el año 1976 cuando el conflicto entre China y el resto del mundo alcanzó su punto culminante. Fue por este motivo por lo que se aplazó la conmemoración del Segundo Centenario de la Independencia Americana. Por la misma razón, muchos otros planes de las naciones de la tierra se torcieron y complicaron, y fueron finalmente aplazados. El mundo se dio cuenta bruscamente del peligro, a pesar de que, durante más de setenta años, de manera inadvertida, los acontecimientos habían estado perfilándose precisamente en esta dirección.
El año 1904 señala de manera lógica el inicio del proceso que, setenta años más tarde, habría de provocar la consternación de todo el planeta. La guerra ruso-japonesa tuvo lugar en 1904, y los historiadores contemporáneos observaron ya con preocupación que ese acontecimiento anunciaba el ingreso de Japón en el concierto de las naciones. Lo que en realidad señalaba, sin embargo, era el despertar de China. Este despertar, esperado durante mucho tiempo, había sido finalmente desechado. Los países occidentales habían tratado de estimular a China, pero habían fracasado. A causa de su innato optimismo y su suficiencia étnica, habían concluido por consiguiente que la tarea era imposible, que China no se despertaría jamás.
Pero hay algo que no habían tenido en cuenta, y es que, entre ellos y China no existía un lenguaje psicológico común. Sus procesos mentales eran radicalmente distintos. No compartían el mismo vocabulario interno. Cuando la mente occidental se internaba en la mente china se encontraba enseguida en un laberinto insondable. Del mismo modo, cuando la mente china se internaba en la mente occidental, inmediatamente se tropezaba con un muro incomprensible y sin sentido. Era una pura cuestión lingüística. No había medio de comunicar las ideas occidentales a la mente china. Y China continuó dormida. El progreso y los logros materiales de Occidente eran para ella un libro cerrado; y tampoco Occidente era capaz de abrir el libro. En lo más recóndito de su conciencia, en la mente de la raza angloparlante, existía, por así decirlo, una capacidad de reacción ante los monosílabos anglosajones; por su parte, en los complejos entresijos de la conciencia china, existía una capacidad de reacción ante sus propios jeroglíficos. Pero si la mente china se revelaba incompetente ante los monosílabos anglosajones, lo mismo le ocurría a la mente angloparlante respecto a los jeroglíficos chinos. Sus entramados mentales estaban tejidos de modos totalmente distintos. Eran mundos intelectuales aparte. Y así fue como el progreso y los logros materiales de Occidente no lograron alterar el pesado sueño chino.
Entonces apareció Japón con su victoria sobre Rusia en 1904. Ahora bien, la raza nipona constituía un fenómeno paradójico entre los pueblos orientales. Japón, curiosamente, poseía una capacidad de absorción respecto a todo lo que Occidente ofrecía. Asimiló con rapidez las ideas occidentales, y las digirió y puso en práctica con tanta habilidad que, súbitamente, se reveló como una potencia mundial en todo su esplendor. No existe explicación alguna sobre esta peculiar receptividad de los japoneses con respecto a una cultura extranjera como la occidental. Sería lo mismo que tratar de explicar cualquier mutación biológica del reino animal.
Una vez derrotado decisivamente el gran Imperio Ruso, Japón inició de inmediato su grandioso sueño de conseguir un imperio propio. Habiendo convertido a Corea en granero y colonia, obtuvo, por medio de tratados de privilegio y de su astuta diplomacia, el monopolio de Manchuria. Pero Japón no se sentía satisfecho y dirigió su mirada hacia China. Allí había un vasto territorio, poseedor de los más enormes yacimientos mundiales de carbón y hierro, espina dorsal de la civilización industrial. Aparte de los recursos naturales, el otro gran factor de la industria es el trabajo. En aquel territorio existía una población de cuatrocientos millones de almas, equivalente a un cuarto de la demografía total del planeta. Es más, los chinos eran unos trabajadores excelentes, factor que, unido a su filosofía (o religión) fatalista y a su carácter impasible, les convertía en soldados espléndidos sólo con dotarles de una organización adecuada. Ni que decir tiene que Japón estaba preparado para suministrarles dicha organización.
Pero el aspecto más positivo, desde el punto de vista japonés, era el hecho de que los chinos fueran una raza hermana. El enigma incomprensible que para Occidente suponía el carácter chino no era enigma alguno para los japoneses. Lo que nosotros no podíamos nunca aprender y mucho menos entender, los japoneses lo comprendían perfectamente. Sus procesos mentales eran los mismos. Los japoneses utilizaban para pensar los mismos símbolos, y sus pensamientos seguían los mismo cauces característicos. Donde nosotros nos detuvimos, desanimados por el obstáculo de la incomprensión, los japoneses continuaron adelante en la exploración de la mente china. Tomaron el recodo que rodeaba el obstáculo y que nosotros no fuimos capaces de percibir, y se perdieron de vista en las ramificaciones del cerebro por donde nosotros no sabíamos cómo seguir. Al fin y al cabo, eran hermanos. En tiempos lejanos, el uno había tomado la lengua escrita del otro, y, muchísimas generaciones antes de ello, se habían separado ambos del tronco común mongol. Habían ocurrido cambios, es cierto, diferenciaciones provocadas por condicionantes diversos y por mezclas con otras sangres; pero, en el fondo de sus seres, incorporada en sus fibras, existía una herencia común, una identidad de especie que el tiempo no había borrado.
Y así fue como Japón se encargó de organizar a China. Durante los años que siguieron a la guerra contra Rusia, el Imperio Chino se vio invadido por una plaga de agentes japoneses. Mil millas más allá de la iglesia misional más avanzada, se afanaban los ingenieros y los espías nipones, disfrazados de culíes o so capa de buhoneros o de monjes budistas, anotando la capacidad hidráulica de cada cascada, los lugares más apropiados para la instalación de factorías, las alturas de sus picos y puertos de montaña, las ventajas y desventajas estratégicas, la riqueza agrícola de los valles, el número de cabezas bovinas de una región o la cantidad de obreros susceptibles de ser reclutados en levas forzosas. Jamás se vio censo igual, ni podía haber sido emprendido por nadie que no fuera el obstinado, paciente y patriótico pueblo japonés.
Poco tiempo después, no obstante, se abandonó toda esta política secreta. Los oficiales japoneses reorganizaron el ejército de China; sus instructores convirtieron a los guerreros medievales en soldados del siglo XX, habituados a la moderna maquinaria bélica y con un porcentaje de buenos tiradores superior al de cualquier ejército occidental. Ingenieros japoneses ahondaron y ensancharon el intrincado sistema de canales, levantaron fábricas y fundiciones, tejieron una red telegráfica y telefónica a través del Imperio e inauguraron la era del ferrocarril. Fueron estos mismos campeones de la civilización tecnológica los que descubrieron los grandes depósitos petrolíferos de Chunsan, las montañas de hierro de Whang-Sing, los yacimientos cupríferos de Chinchi y perforaron, además, los pozos de gas de Wow-Wee, la reserva de gas natural más importante del mundo.
A las asambleas imperiales asistían los emisarios de Japón, y eran hombres de Estado nipones los que aconsejaban a los estadistas chinos. A ellos se debió la reconstrucción política del Imperio. Fueron ellos los que desahuciaron a la clase culta, que estaba constituida por reaccionarios virulentos, sustituyéndola por funcionarios progresistas. En todas las poblaciones del Imperio se fundaron periódicos. Naturalmente, eran los japoneses los que dictaban la política editorial de estas publicaciones; política que recibían directamente de Tokio. Fueron estos periódicos los que contribuyeron decisivamente a la cultura y al progreso de la gran masa de población.
China había despertado al fin. Donde Occidente había fracasado, Japón triunfó. Éste había traducido la cultura y el progreso occidentales en términos inteligibles para la mente china. El propio Japón había asombrado al mundo con su súbito despertar. Pero, por entonces, su poderío se limitaba al que le proporcionaba una población de cuarenta millones de habitantes. El despertar de China, en cambio, con sus cuatrocientos millones, unidos a los avances científicos mundiales, era algo tremendamente asombroso. Convertida en el coloso internacional e instigada por Japón, enseguida se hizo oír su voz decidida en los asuntos tratados por asambleas internacionales. Y las orgullosas potencias occidentales escucharon respetuosas sus palabras.
Quizá más que a cualquier otro motivo, el repentino y extraordinario desarrollo de China fue debido a la calidad superlativa de su fuerza laboral. El chino era el ejemplo perfecto del trabajador industrioso. Siempre había sido así. En cuanto a las puras dotes para el trabajo, ningún obrero del mundo podía comparársele. El trabajo era para él tan natural como la respiración, del mismo modo que la exploración y conquista de lejanas tierras o la aventura espiritual lo habían sido para otros pueblos. La libertad misma no tenía para él otro significado que el acceso a un medio de trabajo. Labrar la tierra y afanarse sin descanso era todo lo que pedía de la vida y de sus gobernantes. Y el despertar de China había proporcionado a su numerosa población no ya el simple acceso, libre e ilimitado, a los medios de trabajo, sino a la maquinaria más perfecta y sofisticada.
¡China rejuvenecida! De aquí no había más que un paso a la China altanera. Así fue como descubrió en sí misma un orgullo nuevo y una voluntad propia. La dirección de Japón comenzó a irritarla; pero esta situación no duraría mucho tiempo. Aconsejada por Japón, al principio, había expulsado de su Imperio a todos los misioneros, ingenieros, instructores, comerciantes y profesores occidentales. Ahora comenzó a hacer lo mismo con los representantes análogos de Japón. A los consejeros políticos los cubrieron de honores y condecoraciones, y los devolvieron a su país. Occidente había despertado a Japón, y, con la misma moneda que éste había pagado a Occidente, pagaba ahora China a Japón. Japón recibió de su gigantesca protegida el testimonio de gratitud por los amables servicios prestados y, seguidamente, lo pusieron en la calle con todo el petate. Los países occidentales se rieron entre dientes. Japón, viendo deshecho su sueño dorado, se enfureció. China se burló de él. La sangre y las espadas del Samurái repararían la ofensa, y Japón, irreflexivamente, entró en guerra. Esto ocurrió en 1922. En siete sangrientos meses le fueron arrebatadas Manchuria, Corea y Formosa, y lo arrojaron en plena bancarrota a sus diminutas y asfixiantes islas superpobladas. Así salía Japón de la escena mundial. A partir de entonces, se entregaría al arte y su destino consistiría en deleitar al mundo con sus bellas y maravillosas creaciones.
Contrariamente a lo que se esperaba, China no se mostró belicosa. No albergaba sueños napoleónicos y se contentaba con dedicarse al arte de la paz. Tras un período de inquietud, se aceptó la idea de que si China había de ser temida, no sería en la guerra sino en el campo del comercio. Su tecnología continuó perfeccionándose. En lugar de un gran ejército permanente, desarrolló una milicia espléndida, eficiente y mucho más numerosa. Su marina, en cambio, de puro pequeña, era el hazmerreír del mundo; pero tampoco intentó fortalecerla. Los puertos comerciales del mundo nunca llegaron a recibir las visitas de sus navíos de guerra.

El peligro real residía en su extraordinaria fecundidad, y fue en 1970 cuando se lanzó la primera voz de alarma. Todos los territorios limítrofes con China llevaban algún tiempo quejándose de la inmigración de sus vecinos; pero sólo entonces se dio cuenta el mundo de que la población china era de 500 millones. Desde su resurgimiento ésta se había incrementado en cien millones. Burchaldter llamó la atención sobre el hecho de que existían más chinos que blancos. Se trataba de un simple problema de aritmética. Sumó las poblaciones de Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Australia, África del Sur, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Austria, Rusia Europea y toda Escandinavia. El resultado eran 495 millones. Y la población de China sobrepasaba en cinco millones este total. Las cifras de Burchaldter dieron la vuelta al mundo y éste se estremeció.
Durante muchos siglos la población de China había sido constante. Su territorio estaba saturado; es decir, debido a sus primitivos métodos de producción, el país podía mantener un límite máximo de población. Pero al despertarse e iniciar el desarrollo industrial, su capacidad productora aumentó enormemente. De modo que, en el mismo territorio, era capaz de albergar a una población mucho mayor. Inmediatamente la cifra de nacimientos comenzó a ascender y la de mortandad a descender. Antes, cuando la población sobrepasaba los medios de subsistencia, este exceso era barrido por el hambre. Ahora, en cambio, gracias a los avances industriales, sus medios de subsistencia se habían incrementado de manera colosal y el hambre había desaparecido. Como resultado de dicho incremento, la población aumentó.
Durante esta época de transición y de desarrollo de su capacidad, los chinos no albergaron sueño alguno de conquista. No era una raza imperialista. Laboriosos, frugales y amantes de la paz, la guerra no era para ellos sino una tarea desagradable que, a veces, las circunstancias hacían necesaria. Y así, mientras los pueblos occidentales se entretenían en disputas y pendencias, enfrentándose los unos con los otros, China había continuado utilizando sus máquinas y creciendo sin cesar. En este momento estaba sencillamente rebosante, derramándose por los bordes de su Imperio y extendiéndose por los territorios vecinos con el movimiento lento, seguro e implacable de un glaciar.
Tras la alarma provocada por las cifras de Burchaldter en 1970, Francia presentó al fin su ultimátum. La Indochina francesa había sido invadida y ocupada completamente por inmigrantes chinos. Francia exigió un alto inmediato, pero, a pesar de ello, la avalancha continuó. Francia reunió un contingente de cien mil hombres en la frontera de su desgraciada colonia con China, y China, a su vez, envió una expedición de un millón de milicianos. Tras ellos venían las esposas, hijos y parientes con sus pertrechos y enseres, como un segundo ejército. Las fuerzas francesas fueron barridas como moscas. Los milicianos chinos acompañados de sus familias —un total de más de cinco millones— tomaron tranquilamente posesión de la Indochina francesa y se dispusieron a permanecer allí durante unos cuantos miles de años.
Indignada por el ultraje, Francia se dedicó a lanzar una flota tras otra contra la costa de China, llegando a arruinarse casi en el empeño. Como China no tenía marina, se limitó a replegarse cual tortuga dentro de su caparazón. Durante un año, los navíos franceses bloquearon las costas y se dedicaron a bombardear las poblaciones abandonadas y desguarnecidas. China permaneció inmutable. Ella no dependía del resto del mundo para nada. Colocándose fuera del alcance de los cañones franceses, continuó trabajando tranquilamente. Francia lloró y se lamentó, y, retorciéndose las manos de impotencia, dirigió un llamamiento a las estupefactas naciones. A continuación, desembarcó una expedición de castigo que se dirigió hacia Pekín. Era un cuerpo de doscientos cincuenta mil hombres y estaba formado por la flor y nata de Francia. Desembarcó sin oposición y se internó en el país. No se supo más de él. Las comunicaciones se interrumpieron al segundo día. Ni un solo superviviente regresó para contar lo ocurrido. Había desaparecido engullido por las cavernosas fauces de China. Eso era todo.
Durante los cinco años siguientes, la expansión de China por tierra se aceleró en todas las direcciones. Siam se convirtió en parte del Imperio y, a pesar de los esfuerzos de Inglaterra, Birmania y la península de Malaca fueron invadidas. Rusia, por su parte, sufrió la presión de las incontenibles hordas chinas a todo lo largo de los límites meridionales de Siberia. El procedimiento era sencillo. En primer lugar, se producía la inmigración china (o, mejor dicho, habiéndose producido de manera lenta y clandestina durante los años precedentes, ya estaba allí). A continuación venía el enfrentamiento armado y la liquidación de toda resistencia por un monstruoso ejército de milicianos seguidos de las familias con sus pertrechos domésticos. Y, finalmente, tenía lugar su asentamiento como colonos en el territorio conquistado. Nunca se había visto un método de expansión universal tan extraño y eficaz.
Tras la invasión del Nepal y Bután, toda la frontera septentrional de la India sufrió la presión de aquella terrible marea humana. Al oeste, Bojara, y al suroeste Afganistán, fueron engullidas. Persia, el Turquestán y toda Asia Central sintieron los efectos de la riada. Fue por aquella época cuando Burchaldter revisó sus cifras. Se había equivocado. La población de China debía andar por los setecientos u ochocientos millones —nadie sabía exactamente cuántos— aunque, de cualquier modo, pronto alcanzaría los mil millones. Burchaldter anunció que había dos chinos por cada hombre blanco en el mundo, y éste se echó a temblar. La superpoblación de China debía haber comenzado inmediatamente después de 1904. Se recordó que desde esa fecha no había vuelto a verse asolada por el hambre. Con un incremento de cinco millones anuales, la suma total en los setenta años siguientes habría sido de trescientos cincuenta millones. Pero ¡cualquiera sabía! Quizá era más. ¿Quién podía saber algo acerca de esta nueva y extraña amenaza del siglo XX? ¡China, la vieja China, rejuvenecida, fecunda y combativa!
La Convención de 1975 se reunió en Filadelfia. Todos los países occidentales y unos cuantos orientales estaban representados, pero no se llegó a ninguna solución. Se habló de que todos los países otorgasen premios familiares para aumentar así la tasa de natalidad; pero las estadísticas pusieron en ridículo esta medida, al demostrar que los chinos llevaban ya demasiada ventaja en ese sentido. No se propuso medida práctica alguna para enfrentarse a China. Ésta recibió llamamientos y amenazas por parte de la Liga de Naciones, y eso fue todo lo que consiguió la Convención de Filadelfia. Y tanto la Convención como las naciones quedaron en ridículo ante China. Li Tang Fwung, la autoridad detrás del Trono del Dragón, se dignó responder:
—¿Qué le importa a China la Comunidad de Naciones? —manifestó Li Tang Fwung—. Somos la raza más antigua, honorable y regia. Tenemos que seguir nuestro destino. Es deplorable que nuestro destino no coincida con el del resto del mundo. ¡Qué le vamos a hacer! Mucho os habéis jactado de ser las razas superiores destinadas a poseer la tierra. Nuestra única respuesta es que eso habrá que verlo. Ni podéis invadirnos ni nos importan vuestros navíos de guerra. Es inútil que gritéis. Nuestra flota es pequeña. Como veis, su único fin es la vigilancia aduanera. El mar no nos interesa. Nuestra fuerza está en nuestra población, que pronto alcanzará los mil millones. Gracias a vosotros estamos provistos de toda la moderna maquinaria bélica. Podéis enviar vuestras escuadras. No nos vamos a inmutar. Enviad vuestras expediciones de castigo; pero antes acordaos de Francia. El desembarco de medio millón de soldados en nuestras costas pondría vuestras economías al borde de la quiebra. Y nuestros mil millones se los tragarían de un bocado. Podéis enviar un millón, o cinco, y nos los engulliríamos lo mismo. ¡Bah! Una fruslería, un pobre bocado. En cuanto a vosotros, Estados Unidos, podéis aniquilar, como habéis amenazado, los diez millones de culíes que hemos arrojado en vuestras costas. Al fin y al cabo todos ellos apenas equivalen a la mitad de nuestra tasa anual de nacimientos.
Así habló Li Tang Fwung. El mundo se quedó perplejo, impotente, aterrado. Había dicho la verdad. No había modo de atajar la fecundidad china. Si eran mil millones y su población se incrementaba en veinte millones al año, en veinticinco años sería de mil quinientos millones, es decir, igual al total de población mundial de 1904. Y no se podía hacer nada, ni había manera de contener la monstruosa y siempre creciente riada de vida. La guerra era inútil. China se reía del bloqueo de sus costas y hasta daba su beneplácito a una invasión. En sus gigantescas fauces tenían cabida todos los ejércitos de la tierra que se lanzasen contra ella. Y entretanto, la marea amarilla continuaba inundando Asia. China se reía leyendo en sus publicaciones las doctas lucubraciones de los despistados sabios occidentales.
Pero había uno de éstos con quien China no contaba: Jacobus Laningdale. No es que se tratase exactamente de un sabio, salvo en el sentido más amplio de la palabra. Jacobus Laningdale era esencialmente un científico, y, hasta entonces, un científico muy oscuro; en una palabra, un catedrático empleado en los laboratorios de la Oficina de Sanidad de Nueva York. La cabeza de Laningdale era muy semejante a cualquier otra; sólo que la suya había estado dándole vueltas a una idea. Era una cabeza, además, con suficiente prudencia como para guardar en secreto dicha idea. Así, en lugar de escribir un artículo para una revista, lo que hizo fue solicitar las vacaciones. El 19 de septiembre de 1975 llegó a Washington. Aunque era tarde, se dirigió directamente a la Casa Blanca, ya que tenía concertada una audiencia con el presidente Moyer. Con él estuvo encerrado durante tres horas. De lo que allí se habló el resto del mundo no tuvo noticias hasta mucho tiempo después. De hecho, por entonces, el mundo no estaba interesado en Jacobus Laningdale. Al día siguiente, el presidente convocó al Gabinete, y Jacobus Laningdale estuvo presente. Las medidas se mantuvieron en secreto; pero aquella misma tarde Rufus Cowdery, el secretario de Estado, abandonó Washington, y a primera hora de la mañana siguiente se embarcó para Inglaterra. El secreto que portaba comenzó a extenderse, aunque únicamente a nivel de jefes de gobierno. Posiblemente, sólo a media docena de personas por país le fue confiada la idea surgida de la cabeza de Jacobus Laningdale. Tras la difusión del secreto, se despertó una gran actividad en todos los astilleros y arsenales civiles y militares. Franceses y austríacos recelaron algo, pero fueron tan sinceros los llamamientos a la confianza hechos por sus gobiernos, que los ciudadanos dieron su consentimiento al desconocido proyecto en marcha.
Corrían los tiempos del Gran Armisticio. Todos los países se comprometieron solemnemente a no entrar en guerra los unos con los otros. La primera acción concreta consistió en la movilización general de los ejércitos de Rusia, Alemania, Austria, Italia, Grecia y Turquía, los cuales iniciaron un movimiento hacia el este. Todas las líneas férreas en dirección a Asia estaban atestadas de trenes militares. China era el objetivo, eso era todo lo que se sabía. Poco después dio comienzo el gran despliegue marítimo. De todos los países partieron expediciones de buques de guerra. Y, flota tras flota, todas se dirigían a las costas de China. Las naciones dejaron vacíos sus astilleros. Enviaron desde sus anticuados cruceros y acorazados hasta los paquebotes, gabarras y lanchas guardacostas. No contentos con esto, involucraron a la marina mercante. Las estadísticas muestran que los diversos países enviaron a China cincuenta y ocho mil seiscientos cuarenta barcos mercantes, equipados con reflectores y cañones ametralladores.
Y China, entretanto, esperaba sonriente. Por tierra, a lo largo de sus fronteras, se alineaban millones de guerreros de Europa. Ella, por su parte, movilizó un número de sus milicianos cinco veces mayor, y aguardó la invasión. En su litoral, hizo lo mismo. Sin embargo, China estaba perpleja. Después de aquellos enormes preparativos, la invasión no se producía. No podía entenderlo. A lo largo de la vasta frontera siberiana reinaba la tranquilidad. A lo largo de sus costas, las ciudades y aldeas ni siquiera eran cañoneadas. Nunca en la historia universal se había visto una concentración tan formidable de escuadras de guerra. Las flotas de todo el mundo estaban allí, y, noche y día, millones de toneladas de navíos surcaban sus aguas costeras sin que nada ocurriese. Ni una sola tentativa. ¿Es que intentaban hacerla salir de su caparazón? China sonreía. ¿Pensaban tal vez cansarla o rendirla por hambre? China se sonrió de nuevo.
No obstante, si el primero de mayo de 1976 el lector hubiera estado en la ciudad de Pekín, a la sazón con una población de once millones de habitantes, habría sido testigo de un curioso espectáculo. Hubiera visto sus calles llenas de un bullicioso populacho amarillo, con sus coletudas cabezas inclinadas hacia atrás y sus almendrados ojos dirigidos al cielo. Y arriba, en el azul, habría podido contemplar un diminuto punto negro, el cual, por sus precisas evoluciones, hubiera identificado como una aeronave. De esta aeronave, en sus vuelos giratorios sobre la ciudad, caían unos extraños e inofensivos misiles: tubos de frágil vidrio, que se hacían mil añicos al estrellarse contra calles y tejados. Pero no tenían nada de mortíferos aquellos tubos de cristal. No ocurría nada. No había explosiones. Es verdad que tres personas murieron al recibir sobre sus cabezas el impacto de los tubos desde una altura tan grande, pero ¿qué eran tres chinos comparados con un índice de natalidad de veinte millones? Uno de los tubos, al caer perpendicularmente en el estanque de un jardín, no se rompió. El propietario de la casa lo sacó con cuidado, y, como no se atreviera a abrirlo, acompañado de sus amigos y de un grupo creciente de curiosos, llevó el misterioso tubo ante el magistrado del distrito. Este era un hombre de valor. Con todas las miradas fijas en él, rompió de un golpe el tubo con su pipa metálica. No ocurrió nada. Entre los que estaban muy cerca, uno o dos creyeron ver salir volando unos mosquitos. Eso era todo. La muchedumbre soltó una carcajada y se dispersó.

Del mismo modo que Pekín, toda China fue bombardeada con tubos de vidrio. Las diminutas aeronaves, lanzadas desde los navíos de guerra, sólo llevaban dos hombres a bordo; y mientras sobrevolaban ciudades, pueblos y aldeas, el uno pilotaba la nave y el otro arrojaba los tubos de cristal.
De haber podido contemplar de nuevo Pekín seis semanas más tarde, en vano hubiera buscado el lector sus once millones de habitantes. Unos pocos ciertamente hubiera podido encontrar; unos cientos de miles, quizá, con sus cuerpos pudriéndose en casas y calles desiertas, o apilados en las carretas fúnebres abandonadas. En cuanto al resto, hubiera tenido que buscarlos por las carreteras y caminos del Imperio. Y ni tan siquiera habría encontrado a todos huyendo del apestado Pekín, ya que detrás de ellos, al borde del camino, iban dejando cientos de miles de cadáveres sin sepultura que jalonaban su huida. Y lo mismo que en Pekín, ocurrió en todas las poblaciones, grandes y pequeñas, del Imperio. La epidemia alcanzó a todos. Pero no se trataba de una epidemia, ni de dos, sino de una veintena de ellas. Toda suerte de virulentas infecciones mortíferas rondaban el país. Demasiado tarde comprendió el gobierno chino el significado de los gigantescos preparativos, de las formaciones militares internacionales, de los vuelos de las diminutas aeronaves y de la lluvia de tubos de vidrio. Las proclamas gubernamentales eran inútiles. Nada podían hacer para contener a los once millones de miserables apestados que huían de la capital propagando la infección por todo el país. Médicos y funcionarios de sanidad morían en sus puestos, mientras la muerte, suprema conquistadora, cabalgaba sobre los decretos del Emperador y de Li Tang Fwung. También sobre ellos pasó su caballo, ya que Li Tang Fwung pereció durante la segunda semana, y el Emperador, escondido en el Palacio de Verano, murió en el transcurso de la cuarta.
De haberse tratado de una sola epidemia, China tal vez hubiera podido hacerle frente; pero nadie era inmune a una veintena de ellas. El que se escapaba de la viruela, caía víctima de la escarlatina. El que era inmune a la fiebre amarilla, se lo llevaba por delante el cólera; y si era inmune también a éste, era barrido por la peste negra o bubónica. Pues todos estos gérmenes, bacterias, microbios y bacilos, cultivados en los laboratorios de Occidente, eran los que habían caído sobre China en la lluvia de cristales.
Desapareció toda organización. El gobierno se desmoronó. Decretos y proclamas eran inútiles cuando los funcionarios que los promulgaban y firmaban en un momento estaban muertos al día siguiente. Y tampoco los enloquecidos millones de personas, espoleadas por la muerte en su huida, eran capaces de detenerse a observar estas leyes. Huían de las ciudades para infectar el campo, y adondequiera que huían, llevaban consigo las epidemias. El cálido verano estaba encima —Jacobus Laningdale había elegido la estación sagazmente—, y la peste se propagaba y enconaba por doquier. De lo que se sabe sobre lo ocurrido, gran parte son conjeturas y gran parte se debe a los relatos de los escasos supervivientes. Por todo el Imperio huían en confusión gigantescas masas enloquecidas. Los vastos ejércitos que China había reunido en sus fronteras se dispersaron. Las granjas fueron asaltadas en busca de alimentos y no se plantaron nuevas cosechas, mientras que las tierras ya sembradas eran abandonadas sin que llegaran nunca a recolectarse. Pero lo más espectacular, tal vez, eran las huidas. Eran desbandadas de millones las que cargaban contra los límites del Imperio, siendo rechazadas hacia el interior por los colosales ejércitos de Occidente. Era asombrosa la carnicería producida entre las masas enloquecidas en las fronteras. Una y otra vez tuvo que retroceder la línea de vanguardia veinte o treinta millas para escapar del contagio de las multitudes agonizantes.
En cierta ocasión, la peste se desató e hizo estragos entre los soldados alemanes y austríacos que vigilaban las zonas limítrofes del Turquestán. Pero tal eventualidad había sido prevista, y, aunque sesenta mil soldados europeos fueron afectados, el cuerpo internacional de médicos preparado al efecto pudo aislar y contener la infección. Fue durante este conflicto cuando se señaló la presencia de un nuevo germen epidémico que se habría originado por algún tipo desconocido de hibridación entre dos gérmenes, produciendo así un tercer germen distinto y terriblemente virulento. Sospechado primeramente por Vomberg, que fue infectado por él y murió, sería más tarde aislado y estudiado por Stevens, Hazenfelt, Norman y Landers.
Así fue como acaeció esta invasión sin precedentes de China. Para ese pueblo de mil millones no cabía esperanza alguna. Aprisionados en su vasto e infecto osario, y rota toda organización y cohesión social, estaban condenados a perecer. No tenían escape. Del mismo modo que por tierra, eran rechazados por mar todos los intentos de romper el cerco de sus fronteras. Setenta y cinco mil navíos patrullaban las costas. Durante el día, sus humeantes chimeneas oscurecían el horizonte marino mientras que por la noche las luces de sus reflectores escudriñaban la oscuridad en busca de la más insignificante embarcación fugitiva. Resultaban lastimosos los intentos de escape de las inmensas flotas de juncos. Ni uno consiguió atravesar la línea de los vigilantes perros del mar. Así, mientras la peste cumplía su cometido, la moderna maquinaria bélica mantenía su cerco de hierro alrededor de la desorganizada masa china.
Pero los antiguos métodos bélicos habían quedado en ridículo, reducidos a un mero papel de vigilancia patrullera. China se había burlado de la guerra y se había topado con ella, pero en forma de guerra ultramoderna del siglo XX, una guerra de científicos y de laboratorio; la guerra, en fin, de Jacobus Laningdale. Los cañones de cien toneladas eran juguetes comparados con los proyectiles de microorganismos lanzados desde los laboratorios, verdaderos mensajeros de la muerte, ángeles destructores que se paseaban victoriosos por el Imperio de los mil millones de almas.
Durante todo el verano y el otoño de 1976, China fue un infierno. No había manera de escapar a los microscópicos proyectiles, capaces de alcanzar los más recónditos lugares. Cientos de millones de muertos permanecían insepultos, los gérmenes se multiplicaban y, hacia el final, millones morían de hambre diariamente. La falta de alimento, por otra parte, debilitaba a las víctimas, destruyendo sus defensas naturales frente a los gérmenes. El canibalismo, el asesinato y la locura reinaban por doquier. Y así fue como pereció China.
Las primeras expediciones no se realizaron hasta febrero del año siguiente, aprovechando la época de mayor frío. Eran expediciones pequeñas, formadas por científicos y comandos militares; pero penetraron en China desde todos los ángulos. A pesar de haberse tomado toda clase de precauciones contra la infección, bastantes soldados y algunos médicos se contagiaron. Pero la exploración continuó impertérrita. Encontraron China devastada por completo y convertida en un desolado desierto habitado por perros salvajes y bandidos desesperados que habían sobrevivido a la catástrofe. A todos los supervivientes se les daba muerte dondequiera que se les encontrase. Y entonces dio comienzo la gran tarea: el saneamiento de China. Fueron precisos para ello cinco años y cientos de millones del erario. Seguidamente, comenzó la ocupación; pero no por zonas, como había propuesto el barón Albrecht, sino de modo heterogéneo, siguiendo el democrático programa norteamericano. Fue una vasta y feliz mezcla de nacionalidades la que se asentó en China en 1982 y en los años que siguieron: un experimento grandioso y afortunado de cruzamiento de razas. Hoy conocemos los espléndidos resultados conseguidos en los campos de la técnica, del intelecto y del arte.
En 1987, una vez disuelto el Gran Armisticio, se recrudeció la vieja querella entre Francia y Alemania a propósito de Alsacia y Lorena. Los nubarrones de la guerra se tomaron negros y amenazantes a principios de abril, y el 17 del mismo mes fue convocada la Convención de Copenhague. Reunidos allí los representantes de las naciones de la tierra, todos los países se comprometieron solemnemente a no utilizar nunca entre sí los métodos bélicos de laboratorio que habían sido empleados en la invasión de China.
(Selección del libro de Walt Mervin, Ciertos ensayos históricos).