9

El Rojo

¡Aquí estaba! Mientras la cronometraba con su reloj, Bassett comparó la súbita liberación de sonido con la trompeta de un arcángel. Las murallas de las ciudades bien pudieran desmoronarse ante tan vasta e imperiosa llamada. Por enésima vez trató de analizar en vano la tonalidad de aquel enorme tañido que se expandía por tierra hasta dominar los lejanos reductos de las tribus circundantes. La escarpada garganta de donde surgía resonó con la creciente marea de sonido hasta que éste se desbordó, inundando tierra, cielo y aire. Con la veleidosa fantasía de un enfermo, Bassett lo asemejó al poderoso grito de un titán de tiempos remotos vejado por la desgracia o la cólera. La nota se elevaba más y más, desafiante y exigente, con una intensidad de volumen tal, que parecía destinada a oídos allende los estrechos confines del sistema solar. Había en ella, asimismo, como un clamor de protesta por la ausencia de oídos capaces de escuchar y comprender su mensaje.

En su obsesión, se esforzaba aún el enfermo por analizar el sonido. Poderoso como un trueno, melodioso como una campana de oro, diáfano y dulce como el rasgueo de una tensa cuerda argentina…; pero no, no era ninguno en particular, ni siquiera una mezcla de todos ellos. No tenía términos ni símiles en su vocabulario y experiencia con que describir aquel sonido en su totalidad.

Transcurrió el tiempo. Los minutos se convirtieron en cuartos de hora, éstos en medias horas, y todavía persistía el sonido, siempre cambiante desde su inicial impulso vocal y sin recibir nunca un nuevo impulso…, desvaneciéndose, debilitándose, extinguiéndose del modo tan grandioso e inesperado como había nacido. Se convirtió en una confusión de murmullos, rumores y colosales susurros. Lentamente se replegó, sollozo a sollozo, regresando al gran seno ignorado que le había dado vida, hasta alternar quejosos murmullos de cólera con murmullos igualmente seductores de placer, intentando dejarse oír aún para comunicar algún secreto cósmico, algún mensaje de trascendencia y valor infinitos. Se fue reduciendo a un sonido fantasmal que había perdido su amenaza y su promesa, para convertirse en algo palpitante en la mente del hombre enfermo minutos después de haber cesado. Cuando dejó de oírlo por completo, Bassett miró su reloj. Había transcurrido una hora antes de que la arcangélica trompeta se desvaneciera en un silencio total.

¿Era ésta entonces su torre oscura?, reflexionó Bassett, recordando sus lecturas de Browning, con la mirada fija en sus manos esqueléticas consumidas por la fiebre. Esta fantasía le hizo sonreír al imaginar a Childe Roland llevándose a los labios su cuerno guerrero con un brazo tan débil como el suyo[23]. Se preguntó si habrían transcurrido meses o años desde la primera vez que oyó la misteriosa llamada en la bahía de Ringmanú. Ni aunque lo hubieran matado habría sido capaz de responder. ¡Había sido tan larga la enfermedad! En estado consciente sabía que habían pasado meses, muchos meses; pero le era imposible calcular la duración de los largos intervalos de delirio y estupor. Se preguntó por la suerte que habrían corrido el capitán Bateman y su buque negrero, o si el alcohólico contramaestre del Nari habría muerto ya de delirium tremens.

De estas vanas especulaciones Bassett pasó al inútil recuerdo de todo lo ocurrido desde aquel día en la bahía de Ringmanú en que oyera por primera vez el sonido y se internara en la jungla en su búsqueda. Sagawa había protestado. Todavía podía recordar su extraña carita de mono llena de miedo, su espalda cargada de cajas de especímenes y en sus manos la red de cazar mariposas y la escopeta de naturalista de Bassett, mientras se expresaba tembloroso en la jerga inglesa de los Mares del Sur:

—Yo mucho miedo entrar selva. Mucho hombre malo esconder en selva.

Bassett sonrió tristemente al recordarlo. El pequeño porteador de Nueva Hanover[24], a pesar de estar aterrorizado, se había mostrado fiel, siguiéndole sin vacilar cuando se adentró en la isla en busca del origen del maravilloso sonido. Bassett había concluido que no podía tratarse de ningún tronco hueco que lanzase sus ecos de guerra desde las profundidades de la selva. Errónea había sido sin embargo su siguiente conclusión, en el sentido de que la causa u origen no podía hallarse a más de una hora de camino y que podría estar de vuelta a media tarde para que lo recogiera el bote del Nari.

—Gran ruido no bueno. Gran ruido espíritu malo —había declarado Sagawa.

Y Sagawa tenía razón. ¿Acaso no le habían cortado la cabeza ese mismo día? Bassett se estremeció. Sin lugar a dudas, Sagawa había sido asimismo devorado por los muchos hombres malos que habitaban en la selva. Podía recordarlo aún como lo vio por última vez, sin la escopeta ni el equipo de naturalista de su amo, tendido en el estrecho sendero donde lo habían decapitado apenas un momento antes. Sí, todo había ocurrido en un minuto. Instantes antes, al mirar atrás, le había visto Bassett caminando lenta y pesadamente bajo los fardos. Luego habían empezado sus propias dificultades. Contempló los mal cicatrizados muñones del índice y corazón de su mano izquierda y los frotó contra la hendidura de la parte trasera de su cráneo. Con un movimiento tan rápido como el destello del hacha, había apartado la cabeza a tiempo y desviado parcialmente el golpe con su mano levantada. Dos dedos y una fea herida en el cuero cabelludo fueron el precio pagado por su vida. Con uno de los cartuchos del diez voló la cabeza del salvaje que había estado a punto de acabar con su vida; con el otro acribilló a los bosquimanos inclinados sobre Sagawa, comprobando con satisfacción cómo la mayor parte de la descarga alcanzaba al que huía con la cabeza del porteador. Todo había sucedido en un instante. En el estrecho sendero de jabalíes únicamente quedaban el bosquimano muerto, los restos de Sagawa y él. A ambos lados de la oscura selva no llegaba ni ruido de movimiento ni rastro alguno de vida. Pero la conmoción sufrida había sido terrible e imborrable. Por primera vez en su vida había matado a un ser humano, y una sensación de náusea le embargó al contemplar el resultado de su obra.

Entonces había comenzado la persecución. Bassett se retiró siguiendo el sendero por delante de sus perseguidores, los cuales se hallaban entre él y la bahía. Era imposible precisar su número. Por lo que se dejaban ver, lo mismo podía tratarse de uno que de un centenar. Que algunos de ellos se habían refugiado en los árboles y se movían por la bóveda selvática, de eso estaba seguro; pero lo más que llegaba a vislumbrar era un aleteo de sombras de cuando en cuando. No podía oír vibración de arco alguno; pero a menudo, sin saber exactamente su procedencia, diminutas flechas pasaban cerca de él silbando o chocaban contra los troncos y caían revoloteando al suelo junto a él. Tenían puntas de hueso y terminaban en un haz de plumas de colibríes que brillaban con iridiscencia de piedras preciosas.

Una vez —y ahora, al recordarlo tras tanto tiempo, soltó una risita entre dientes— percibió por encima de él una sombra que se inmovilizó inmediatamente al levantar él la vista. Aunque no podía distinguir nada, decidido a probar suerte, disparó contra ella una abundante carga de perdigón. Aullando como un gato furioso, la sombra cayó rompiendo orquídeas y helechos arbóreos hasta estrellarse a sus pies con un ruido sordo; y, todavía chillando de rabia y dolor, le clavó los dientes en el tobillo de una de sus botas. Él, por su parte, en rápida reacción, silenció eficazmente los aullidos con el otro pie. De tal modo se había habituado a la violencia desde entonces, que Bassett se rió divertido al recordarlo.

¡Pero qué noche la siguiente! No era extraño que hubiese acumulado tal variedad de fiebres malignas, pensó al evocar aquella noche de vigilia y tormento, cuando el dolor de sus heridas no era nada comparado con las innumerables picaduras de los mosquitos. Era imposible escapar de ellos, y no se atrevió a encender un fuego. Le llenaron literalmente el cuerpo de veneno, de manera que, al amanecer, con los ojos casi cerrados a causa de la hinchazón, había continuado a ciegas su camino, sin importarle mucho si le cortaban la cabeza y asaban su cuerpo como le había ocurrido a Sagawa. Veinticuatro horas habían hecho de él un guiñapo tanto física como mentalmente. Hasta tal punto le había enloquecido la tremenda inoculación de veneno recibida, que apenas conservaba la lucidez. En varias ocasiones dieron resultado las descargas efectuadas contra las sombras que le perseguían. Las picaduras de mosquitos e insectos diurnos aumentaban su tortura, mientras que sus sangrantes heridas atraían enjambres de repugnantes moscas que se adherían a la carne como sanguijuelas y a las que había de espantar y aplastar.

Aquel día oyó de nuevo una vez el sonido maravilloso, y aunque estaba aparentemente más distante que los tambores de guerra de la espesura, los dominaba por completo. Y entonces fue cuando se equivocó. Creyendo haber sobrepasado su fuente y que ésta se encontraba por tanto entre él y la playa de Ringmanú, había retrocedido en aquella dirección sin comprender que se internaba cada vez más en el misterioso corazón de la inexplorada isla. Aquella noche, reptando entre las retorcidas raíces de un árbol banian[25], se quedó dormido de agotamiento y a merced de los mosquitos.

Siguieron días y noches, vagos como pesadillas en su memoria. Una imagen que recordaba con claridad era aquella en que se encontraba súbitamente en medio de un poblado, contemplando cómo los viejos y los niños corrían a esconderse en la selva. Todos habían huido menos uno. Muy cercano y por encima de su cabeza, un lamento semejante al de un animal herido y aterrorizado le sobresaltó. Y al alzar la vista vio a una muchacha —o mujer joven más bien— colgada de un brazo, bajo el tórrido sol. Quizá llevase así varios días, según parecía indicar su hinchada lengua colgante. Estaba todavía viva y le miraba con ojos de terror. Demasiado tarde para ayudarla, decidió Bassett al observar las piernas hinchadas, que mostraban claramente que le habían machacado las articulaciones y quebrado los huesos principales. Resolvió pegarle un tiro; y ahí se acababa el recuerdo. No conseguía acordarse si lo había hecho o no, ni por qué se encontraba en aquel poblado o cómo había logrado escapar de él.

Muchas imágenes inconexas pasaron por la mente de Bassett al rememorar aquel período de su terrible odisea. Recordaba haber irrumpido en otra aldea de una docena de cabañas y ahuyentado a todos sus habitantes a punta de escopeta, excepto a un viejo demasiado débil para huir, el cual le escupió gimoteando y gruñendo mientras abría un horno enterrado y sacaba de entre las calientes piedras un cerdo asado que despedía un delicioso aroma a través de su envoltura de hojas verdes. Fue en aquel lugar donde se apoderó de él una furia destructiva gratuita. Después de comer, cuando se disponía a partir con uno de los cuartos traseros del cerdo en la mano, incendió deliberadamente el tejado de paja de una choza con su lupa.

Pero era la selva, húmeda y ruidosa, lo que obsesionaba a Bassett sobre todo. El mal era algo palpable en ella, siempre en penumbra. Raramente conseguía un rayo de sol penetrar su enmarañado techo situado a treinta metros de altura. Y bajo aquella bóveda había en el aire un rezumar de vegetación, un monstruoso y parasitario goteo de formas de vida decadentes que se enraizaban en la muerte y que de ella vivían. Y cruzando todo aquello huía sin rumbo, constantemente perseguido por las sombras escurridizas de los antropófagos, espíritus del mal que no osaban enfrentarse a él cara a cara, pero que sabían que, tarde o temprano, les serviría de alimento. Bassett recordó que entonces, en sus momentos de lucidez, se había comparado a sí mismo con un bisonte herido acosado por coyotes de la planicie demasiado cobardes para acometerle mientras le quedasen energías, aunque seguros de su fin inevitable, momento en que se darían el festín. Del mismo modo que los cuernos y cascos del bisonte mantenían a distancia a los coyotes, así hacía su escopeta con aquellos isleños de las Salomón, sombras crepusculares bosquimanas de Guadalcanal[26].

Llegó el día de las praderas. Súbitamente, como segada por la espada divina de la mano de Dios, terminaba la selva. Su borde perpendicular, negro como su infamia, medía treinta metros de arriba abajo. Y en el mismo límite comenzaba la hierba; una hierba de pastos, tan fresca, suave y tierna, que hubiera alegrado los ojos y el ganado de cualquier hacendado, y que se extendía a través de leguas y leguas de aterciopelado verdor hasta la espina dorsal de la gran isla, la imponente cadena montañosa provocada por algún remoto cataclismo, a la que las erosivas lluvias del trópico habían serrado y roído sin llegar a borrarla. ¡Qué hierba! Entró en ella arrastrándose unos diez metros, hundió su rostro en ella, la olió y rompió en un acceso de llanto involuntario.

Y, mientras lloraba, se había dejado oír el maravilloso tañido (si es que tañido —como pensara a menudo desde entonces— podía considerarse un término adecuado para describir un sonido tan enorme y tan conmovedoramente dulce). Era dulce cual ningún otro sonido jamás oído, y enorme, de una resonancia tan poderosa, que diríase surgida de un monstruo de broncínea garganta. Y, sin embargo, su llamada a través de la extensa sabana era como un bálsamo para su ánimo atormentado por el dolor y el sufrimiento.

Recordaba que quedó tendido en la hierba, las mejillas húmedas, aunque sin sollozar ya, escuchando el sonido y maravillándose de que hubiera podido oírlo en la playa de Ringmanú. Algún extraño fenómeno de las presiones y corrientes de aire, pensó, habrían hecho posible que el sonido llegase tan lejos. Tales condiciones podrían no volverse a repetir en mil o incluso diez mil días; pero tuvieron que darse precisamente el día en que él desembarcó del Nati para recoger insectos durante unas horas. Buscaba de manera especial la famosa mariposa de la selva, que mide unos treinta centímetros de un extremo a otro de sus alas, de un ambiguo color aterciopelado como el oscuro techo de la selva, donde acostumbra a vivir y de cuyas alturas sólo se la puede abatir con una descarga de perdigones. Éste era el motivo por el que Sagawa llevaba la escopeta del calibre veinte.

Dos días y dos noches tardó Bassett en atravesar penosamente aquella faja de pradera. Aunque la persecución había cesado al borde de la selva, había pasado grandes penalidades. Y hubiera muerto de sed de no haber sido por una copiosa tormenta que le hizo revivir el segundo día.

Y entonces había aparecido Balatta. Bajo las primeras sombras, donde las sabana daba paso a una tupida selva montañosa, Bassett se desplomó resignado a morir. Al principio la muchacha dio un grito de júbilo al verle indefenso y parecía dispuesta a saltarle los sesos con una gruesa rama. Quizá fue su misma indefensión lo que la atrajo, y quizá fue su propia curiosidad humana la que le hizo contenerse. El caso es que se contuvo, pues al abrir los ojos bajo el golpe inminente vio que ella le examinaba con atención. Lo que le impresionaba especialmente de él eran sus ojos azules y su piel blanca. Tranquilamente, la muchacha se puso en cuclillas, le escupió en el brazo y con las yemas de los dedos restregó la suciedad de días y noches de selva y barro que cubría la blancura prístina de su piel.

También a él le había impresionado el aspecto de Balatta, que no tenía nada de corriente. Bassett se rió en silencio ante el recuerdo, ya que ella se mostraba tan inocente en su desnudez como Eva antes del episodio de la hoja de higuera. Rechoncha y menuda a la vez, de miembros asimétricos y músculos fibrosos como cuerdas, y con una suciedad acumulada desde la infancia salvo por las ocasionales lluvias, era el prototipo de mujer más carente de belleza que jamás contemplaran sus ojos de científico. Sus pechos delataban madurez y juventud a un tiempo; y, aunque no fuera por otra cosa, su sexo lo indicaba el único adorno que lucía: un rabo de cerdo que le atravesaba el lóbulo de la oreja izquierda. El rabo cortado era tan reciente que aún goteaba sangre sobre el hombro de la muchacha, donde iba secándose como gotas de cera. Pero ¡y su rostro! Un conjunto de retorcidas y apergaminadas facciones simiescas horadadas por las ventanas de una nariz mongólica y abierta hacia arriba, por una boca que, partiendo de un labio superior enorme, se convertía precipitadamente en una retraída barbilla, y por unos ojos quejumbrosos que se quedaban fijos y parpadeantes como los de los monos del zoo.

Ni siquiera el agua que le trajo en una hoja de árbol, ni el rancio y casi podrido pedazo de cerdo asado, podían paliar en lo más mínimo su horripilante fealdad. Después de comer débilmente un rato, cerró los ojos para no verla; pero ella se los abría una y otra vez para contemplar sus pupilas azules. Entonces se había oído el sonido. Más cerca, Bassett sabía que estaba mucho más cerca, aunque asimismo comprendía que, a pesar del penoso camino recorrido, todavía estaba a muchas horas de distancia. Su efecto sobre la muchacha fue asombroso. Con el rostro vuelto, se encogió, gimiendo y castañeteándole los dientes de miedo. Cuando al fin cesó al cabo de una hora, Bassett cerró los ojos y se quedó dormido mientras Balatta le espantaba las moscas.

Al despertarse era de noche, y ella se había marchado. Pero Bassett, consciente de estar cobrando fuerzas y demasiado inoculado ya del veneno de los mosquitos para que se incrementase la inflamación, volvió a cerrar los ojos y durmió de un tirón hasta el amanecer. Poco después regresó Balatta en compañía de media docena de mujeres, las cuales, pese a ser feas, no lo eran tanto como ella. Ésta parecía evidenciar por su conducta que le consideraba un hallazgo de su propiedad, y el orgullo que mostraba al exhibirlo hubiese resultado ridículo si su situación no hubiera sido tan desesperada.

Más tarde, después de lo que a él le pareció un horrible viaje de muchas millas, al desplomarse ante la casa del hechicero, junto a la sombra del árbol del pan, Balatta había dado claras muestras de considerarle como una posesión suya. Ngurn, de quien Bassett se enteraría más tarde que era el hechicero, sacerdote y curandero del poblado, quería su cabeza. Algunos de aquellos simiescos y rientes parlanchines, tan faltos de ropa y de aspecto tan bestial como Balatta, querían su cuerpo para asarlo. Por aquella época Bassett no entendía su idioma —si es que podía dárseles ese nombre a los groseros sonidos que emitían para expresar ideas—; pero comprendió perfectamente el motivo de discusión, sobre todo cuando le tocaban, palpaban y pellizcaban su carne como si se tratase de un artículo del mostrador de una carnicería.

Balatta llevaba ya las de perder en la discusión cuando ocurrió el accidente. Uno de los salvajes, que examinaba con curiosidad la escopeta de Bassett, logró amartillarla y apretar el gatillo. El culatazo que recibió en la boca del estómago como consecuencia del retroceso no fue precisamente lo más grave; en cambio, la descarga, a un metro de distancia, voló literalmente la cabeza de otro de los que discutían.

Incluso Balatta huyó con los demás, y antes de que volviesen, pese a que la cabeza le daba vueltas por el inminente ataque de fiebre, Bassett había recobrado el arma. Después de lo cual, aunque los dientes le castañeteaban por los escalofríos y sus ojos turbios apenas le permitían ver, logró conservar el conocimiento hasta conseguir intimidar a los bosquimanos con las simples magias de la brújula, el reloj, la lupa y las cerillas. Por último, con el debido teatro y solemnidad, mató a un cochinillo con su escopeta. Tras lo cual se había desmayado.

Imagen 15

Bassett flexionó los músculos de sus brazos para comprobar las fuerzas que pudieran subsistir en una debilidad tal, y lenta y vacilantemente consiguió ponerse en pie. Estaba terriblemente demacrado; y, sin embargo, durante las distintas convalecencias de todos aquellos meses de larga enfermedad, jamás había logrado recobrar un grado de vigor como el de ahora. Lo que temía era una recaída como las que había sufrido con tanta frecuencia. Sin medicinas, sin quinina siquiera, había conseguido sobrevivir hasta ahora de los ataques combinados de diversas fiebres palúdicas sumamente perniciosas y malignas. ¿Pero cuánto tiempo aguantaría? Esta era su eterna pregunta. Porque, como auténtico científico, no se resignaba a morir hasta haber descubierto el misterio del sonido.

Apoyado en una cayada, caminó vacilante los pocos pasos que le separaban de la cabaña del hechicero, en cuyas tinieblas reinaban la muerte y Ngurn. Para Bassett, aquel lugar resultaba casi tan desagradable por su hedor y oscuridad como la selva. Sin embargo, allí solía encontrar a su amigo e interlocutor favorito, Ngurn, siempre dispuesto a contarle cosas o a discutirlas con él, sentado entre las cenizas de la muerte y haciendo girar pacientemente, entre el humo, las cabezas humanas que pendían de las vigas. Porque, durante los intervalos de lucidez en su larga enfermedad, Bassett había llegado a dominar las simplicidades psicológicas y las complejidades articulatorias del idioma de Ngurn, Balatta y Gngngn; este último era el estúpido joven jefe a quien el hechicero gobernaba a su antojo y que, según rumores, era su propio hijo.

—¿Hablará hoy El Rojo? —preguntó Bassett, tan acostumbrado ya a la macabra ocupación del viejo hasta el punto de llegar a interesarse por el proceso de curación de cabezas.

Ngurn examinó con ojos expertos la cabeza de la que se ocupaba en aquel momento.

—Necesitaré aún diez días antes de poder darla por terminada —manifestó—. Nadie ha conseguido nunca preparar cabezas como éstas.

Bassett se sonrió para sus adentros ante la resistencia del viejo a hablarle de El Rojo. Siempre era así. Nunca, ni por casualidad, le había revelado el hechicero ni ningún otro miembro de la extraña tribu el menor detalle acerca de las características físicas de El Rojo. Porque físicas tenían que ser sus cualidades para emitir aquel maravilloso sonido; y aunque lo llamaban El Rojo, Bassett no estaba seguro de que se refiriesen a su color. Desde luego, teñidas de rojo estaban sus acciones y exigencias, a juzgar por los vagos indicios que había podido reunir. Como le informara Ngurn, El Rojo no sólo era más brutal en su poder que los dioses de las tribus vecinas, siempre sedientos de sacrificios humanos vivos, sino que hasta esos mismos dioses eran sacrificados y vejados ante él. Era el dios de una docena de poblados aliados semejantes a éste, que era el poblado central y dominante de la federación. A causa de El Rojo muchas aldeas enemigas habían sido atacadas e incluso arrasadas totalmente y los prisioneros sacrificados a él. Esto se practicaba en la actualidad y se llevaba practicando desde tiempos inmemoriales, según la tradición oral transmitida a lo largo de generaciones. Cuando Ngurn era joven, las tribus del otro lado de la pradera habían llevado a cabo una incursión contra ellos. En el ataque de represalia, el hechicero y su tribu hicieron numerosos prisioneros. Solamente de niños, dieron muerte a más de cien, desangrándolos ante el dios; además de un sinnúmero de hombres y mujeres.

El Tronante era otro de los nombres que daba Ngurn a la misteriosa deidad. En ocasiones se le llamaba también El Gran Grito, la Voz Divina, El de la Garganta Canora, El de la Garganta tan Dulce como la del Pájaro de Miel, El Cantor del Sol, y El Hijo de las Estrellas.

¿Por qué el Hijo de las Estrellas? Pregunta inútil. Según el viejo Ngurn, El Rojo siempre había estado donde estaba ahora, siempre cantando e imponiendo su voluntad tronante a los hombres. Pero el padre de Ngurn, cuya cabeza envuelta en una maraña de hierbas secas colgaba ahora de las vigas por encima de las suyas, había mantenido algo distinto. Aquel anciano sabio creía que El Rojo había venido de la noche estrellada, pues si no, como él decía, ¿por qué los viejos y olvidados antepasados habrían transmitido el nombre de «Hijo de las Estrellas»? Bassett no podía menos de reconocer cierta coherencia en tal argumento. Pero Ngurn hablaba de los largos años de su existencia, durante los cuales había contemplado muchas noches estrelladas sin encontrar jamás estrella alguna en la pradera o en el interior de la selva, a pesar de buscarlas con ahínco. Es cierto que había contemplado estrellas fugaces, replicó al argumento de Bassett; como también había observado la fosforescencia de ciertos hongos, de la carne podrida y de las luciérnagas en la oscuridad de la noche, así como las llamas de las hogueras y el resplandor de las antorchas; ¿pero qué quedaba de la llama, del resplandor o de los rescoldos una vez consumidos? Recuerdos, ésa era la respuesta; recuerdos tan sólo de algo que había dejado de existir, como el recuerdo de apareamientos una vez realizados, como fiestas olvidadas, como deseos reducidos a sombras de deseos, llameantes, resplandecientes, ardientes, pero sin conseguir apaciguar ni satisfacer. ¿Qué fue del hambre de ayer, o de la carne asada del jabalí que la flecha del cazador no llegó a alcanzar, o de la doncella muerta antes de conocer varón?

Un recuerdo no era una estrella, afirmaba Ngurn; ¿cómo iba a serlo? Es más, durante una vida tan larga como la suya, nada había cambiado en el estrellado cielo nocturno. Jamás observó que faltase una sola estrella de su lugar acostumbrado. Por otro lado, las estrellas eran de fuego y El Rojo no; información esta última que, escapada involuntariamente, nada le aclaraba a Bassett.

—¿Hablará mañana El Rojo? —preguntó éste.

Ngurn se encogió de hombros dubitativo.

—¿Y pasado mañana? ¿Y el siguiente? —insistió Bassett.

—Me gustaría encargarme de conservar tu cabeza —dijo Ngurn cambiando de tema—. Es diferente de las otras. Ningún hechicero tiene otra igual. Además, yo la curaría bien. Me llevaría meses y meses. Pasarían muchas lunas, el humo sería muy lento. Incluso yo mismo buscaría los ingredientes para el ahumado. Y la piel no se te arrugaría. Quedaría tan suave como ahora.

Se puso en pie. De las vigas ennegrecidas por el ahumado de tantas cabezas y donde la luz diurna se convertía en oscuridad, tomó un envoltorio de hierbas que comenzó a abrir.

—Es una cabeza como la tuya —dijo—, pero está mal curada.

Bassett aguzó el oído al entender que se trataba de la cabeza de un blanco, pues hacía mucho tiempo que había deducido que aquellos bosquimanos nunca habían tenido contacto con los blancos. Ignoraban por completo la lengua franca del inglés, tan extendida por el Pacífico Sur occidental, y no conocían el tabaco ni la pólvora. Bassett había supuesto que sus escasos y preciosos cuchillos, hechos de trozos de aros de hierro, y sus pocas y aún más preciadas tomahawks, formadas con las hachas baratas de los traficantes, las habían capturado en sus incursiones contra los bosquimanos del otro lado de la sabana, y que éstos a su vez las habían conseguido de los salvajes que habitaban las playas de coral de la costa, los cuales tenían algún que otro contacto con los hombres blancos.

—Las gentes de más allá de la pradera no saben curar cabezas —explicó el viejo Ngurn, sacando del sucio envoltorio de hierbas una inconfundible cabeza de hombre blanco y poniéndola en las manos de Bassett.

Antigua lo era, sin lugar a dudas; y blanca, a juzgar por los cabellos rubios. Juraría que había pertenecido a un inglés, y a un inglés de otros tiempos, como lo atestiguaban los aretes de oro macizo que perforaban aún los arrugados lóbulos de sus orejas.

—Volviendo a tu cabeza… —dijo el hechicero, iniciando así su tema favorito.

—Te propongo un trato —le interrumpió Bassett, ocurriéndosele una nueva idea—. Te daré mi cabeza cuando muera si antes me llevas a ver a El Rojo.

—Tu cabeza será mía cuando mueras, de todos modos —le respondió Ngurn rechazando la propuesta. Y añadió con la franqueza brutal del salvaje—: Además, no te queda mucho de vida. Ya eres casi hombre muerto. Cada día te debilitarás más. No pasarán muchos meses antes de que tenga aquí tu cabeza dando vueltas y más vueltas entre el humo. En las largas tardes será agradable hacer girar la cabeza de alguien a quien se ha conocido tan bien como yo a ti. Y hablaré contigo y te contaré los muchos secretos que deseas saber. Pero entonces ya no importará, porque estarás muerto.

—¡Ngurn! —amenazó Bassett, súbitamente furioso—. Ya conoces al Pequeño Trueno que guardo en mi Hierro —alusión a su poderosa y muy terrible escopeta—. Te puedo matar cuando quiera y entonces nunca tendrás mi cabeza.

—Da igual. Gngngn o cualquier otro de la tribu la tendrá —le aseguró Ngurn tranquilamente—. Y tu cabeza estará aquí de igual modo, en casa del hechicero, dando vueltas y más vueltas entre el humo. Cuanto antes me mates con tu Pequeño Trueno, antes girará tu cabeza entre el humo.

Bassett supo entonces que había perdido la discusión.

¿Qué era El Rojo?, fue la pregunta que Bassett se hizo mil veces a lo largo de la semana siguiente, mientras parecía recobrar fuerzas. ¿Cuál era el origen del maravilloso sonido? ¿En qué consistía aquel Cantor del Sol, aquel Hijo de las Estrellas, aquella misteriosa deidad de hábitos tan sanguinarios como los de las bestias humanas de ensortijada cabeza y simiesco aspecto que la adoraban, y cuyo canto argentino, poderoso y dominador llevaba él oyendo tanto tiempo desde fuera de la zona prohibida?

A Ngurn no había conseguido sobornarle con la ineludible entrega de su cabeza cuando muriese. En cuanto a Gngngn, a pesar de ser un jefe estúpido, era demasiado necio y estaba demasiado dominado por Ngurn para tenerlo en cuenta. Quedaba Balatta, quien, desde el momento en que lo encontrara y le obligase a abrir de nuevo sus ojos azules ante su grotesca fealdad femenina, no había dejado de adorarle. Mujer al fin, hacía tiempo que Bassett había comprendido que el único camino para lograr que traicionase a su tribu era a través de su corazón femenino.

Él era hombre de gustos delicados. Nunca se había repuesto del horror inicial causado por la horripilante fealdad de Balatta. Incluso en Inglaterra, los encantos de las mujeres más bellas nunca le habían atraído demasiado. Ahora, no obstante, con la resolución propia del hombre capaz de llegar al martirio en aras de la ciencia, estaba dispuesto a sacrificar toda su refinada sensibilidad cortejando a la horrible y desagradable bosquimana.

Se estremeció, pero volviendo el rostro para ocultar la mueca de disgusto, tragó saliva y rodeó con su brazo los sucios hombros de Balatta al tiempo que sentía en su cuello y barbilla el contacto del áspero cabello untado de aceite rancio. Pero estuvo a punto de gritar cuando ella, rindiéndose a su caricia desde el principio del romance, comenzó a gemir y a farfullar extraños grititos guturales de placer semejantes a los de un cerdo. Era demasiado. El paso siguiente dado en aquellas singulares relaciones consistió en llevarla al río y someterla a un concienzudo baño.

Desde entonces se dedicó a ella como un auténtico galán, con tanta frecuencia y durante tanto rato como su voluntad conseguía dominar su repugnancia. Sólo ante el matrimonio, que ella ardientemente le proponía siguiendo las costumbres tribales, se resistía Bassett de plano. Por fortuna, los tabúes eran muy fuertes entre los salvajes. Ngurn, por ejemplo, nunca podía tocar ni los huesos ni la carne ni la piel del cocodrilo. Así había sido dispuesto al nacer. A Gngngn le estaba prohibido el contacto con mujer. Si tal contaminación ocurriese por casualidad, únicamente podría remediarse con la muerte de la hembra culpable. Desde la llegada de Bassett había ocurrido una vez, cuando una niña de nueve años que jugaba corriendo tropezó y dio contra el jefe sagrado. Ya nunca se la volvió a ver. En voz baja, Balatta le contó a Bassett que había tardado tres días y tres noches en morir ante El Rojo. En cuanto a Balatta, su tabú era el árbol del pan[27], cosa que el científico agradecía, ya que el tabú podía haber sido el agua.

También él se inventó un tabú especial. Explicó que sólo podía casarse cuando la Cruz del Sur alcanzara su punto más alto en el firmamento. Con sus conocimientos de astronomía conseguía así un respiro de casi nueve meses; y confiaba que en ese plazo estaría muerto o habría escapado hacia la costa tras descubrir el misterio de El Rojo y el origen de su maravillosa voz. Al principio se había imaginado que se trataría de alguna colosal estatua, como la de Memnón[28], a la que ciertas condiciones de temperatura solar le prestasen voz. Pero cuando, tras una expedición guerrera, trajeron a un grupo de prisioneros y los sacrificaron por la noche, bajo la lluvia, sin que el sol pudiera intervenir en absoluto, y El Rojo dejó oír su voz, Bassett descartó tal hipótesis.

En compañía de Balatta, a veces con otros hombres y mujeres, podía moverse libremente en la selva por tres de los cuadrantes de la brújula. Pero el cuarto, donde se encontraba la morada de El Rojo, le estaba prohibido. Se dedicó a cortejar a Balatta con mayor asiduidad, y se preocupó asimismo de que ésta se lavase con más frecuencia. Mujer en definitiva, ella era capaz de cualquier traición por amor. Y aunque su sola presencia le provocaba náuseas y su contacto le llevaba a la desesperación, aunque su horrible imagen le perseguía en sueños plagados de pesadillas, sin embargo comprendía la fuerza cósmica del sexo que la animaba y que la hacía valorar menos su propia vida que la dicha del amante al que esperaba unirse. ¿Julieta o Balatta? ¿Qué diferencia había intrínsecamente entre el producto delicado y tierno de la supercivilización y el prototipo bestial de cien mil años atrás? Ninguna.

Bassett era ante todo un científico, y después un humanista. En el corazón de la selva de Guadalcanal hizo un experimento con su relación amorosa como hubiera podido hacerlo con una reacción química en el laboratorio. Incrementó su fingida pasión por la bosquimana, intensificando al mismo tiempo su imperioso deseo de ser conducido a presencia de El Rojo. Reconocía que se trataba una vez más de la vieja historia en la que la mujer es siempre la perjudicada. Se le ocurrió esto un día en que estaban los dos pescando un negro pececillo, no conocido ni clasificado, de dos centímetros de largo, mitad anguila y mitad pez, hinchado de doradas huevas como de salmón, que vivía en las corrientes de agua y que se consideraba manjar exquisito ya fuera crudo o asado, fresco o podrido. Tendida de bruces en el pútrido suelo selvático, Balatta se aferró a los tobillos de Bassett, besándole los pies y emitiendo babosos gemidos que llegaron a provocarle escalofríos en la espalda. Le suplicó que la matase antes que exigirle tan dura prueba de amor. Le dijo que el castigo por infringir el tabú de El Rojo era una semana de tortura sin morir. Los detalles que ella añadió gimiendo, con el rostro hundido en el fango, convencieron a Bassett de que todavía le quedaba mucho que aprender sobre el horror que el hombre era capaz de desatar sobre su prójimo.

Pero no por ello cejó el científico en su empeño por resolver el misterio del canto de El Rojo, aunque fuera a expensas de la vida de la mujer, aunque tuviese ésta que sufrir una muerte lenta y horrible. Y Balatta, una simple mujer, cedió, y le condujo al cuadrante prohibido. Una abrupta montaña del norte se unía a otra similar por el sur para convertir al riachuelo en el que habían estado pescando en una lóbrega y profunda garganta. Siguiendo su curso, al cabo de una milla el camino se elevaba bruscamente hasta llegar a un collado de piedra caliza que despertó su interés como geólogo. Continuando el ascenso, aunque Bassett tenía que detenerse frecuentemente de puro agotamiento, alcanzaron unas cimas boscosas para después salir a una amplia meseta desnuda. El científico identificó su composición de arena negra volcánica, y pensó que un pequeño imán hubiera podido atraer una buena parte de los granos de agudas aristas sobre los que caminaban.

Y al fin, llevando a Balatta de la mano y tirando de ella, llegaron al lugar. Era un enorme pozo, evidentemente artificial, excavado en el centro de la meseta. A la mente de Bassett acudieron en tropel multitud de datos recordados y de asociaciones de ideas, lecturas de historia antigua y de manuales para navegantes de los Mares del Sur. Fue Mendaña[29] quien descubriera aquellas islas, bautizándolas con el nombre de Salomón por creer que había descubierto las fabulosas minas de este monarca. Se habían burlado de la ingenuidad infantil del viejo navegante; y, sin embargo, aquí estaba él, Bassett en persona, al borde de una excavación a todas luces como las de las minas de diamantes de África del Sur.

Imagen 16

Pero no era ningún diamante lo que estaba contemplando. Más bien se trataba de una perla, con la intensa iridiscencia de ésta, aunque de un tamaño tal que, fundidas en una todas las perlas del mundo desde sus orígenes, no la hubieran podido igualar. Tenía un color inimaginable en perla alguna o en cualquier otra cosa conocida. Era el color de El Rojo. Bassett supo inmediatamente que estaba ante El Rojo, una esfera perfecta de setenta metros de diámetro, y cuya cima se encontraba a más de treinta metros por debajo del nivel del borde del pozo. Comparó la calidad de su color con la de la laca. Es más, pensó que se trataba de algún tipo de laca aplicada por el hombre, aunque demasiado genial para ser obra de los bosquimanos. Más vivo que el rojo cereza, su riqueza cromática parecía que se debiera a una acumulación de rojos. Sus destellos iridiscentes a la luz del sol eran como si los emitiese desde las sucesivas capas rojas.

En vano intentó Balatta impedirle que bajara. La muchacha se arrojó al suelo; pero cuando él continuó por el sendero que descendía en espiral por la pared del pozo, ella le siguió gimiendo y encogiéndose de terror. Era patente que la esfera roja había sido desenterrada Como algo precioso. Considerando el escaso número de habitantes de las doce aldeas federadas, así como lo primitivo de sus métodos y herramientas, Bassett comprendió que el trabajo de miles de generaciones apenas habría bastado para ejecutar aquella enorme excavación.

Vio que el fondo del pozo se hallaba alfombrado de huesos humanos, entre los cuales, destrozados y sin rostro, se encontraban ídolos tribales de madera y de piedra. Algunos de ellos, cubiertos de dibujos obscenos y de símbolos totémicos, estaban tallados en sólidos troncos de árbol de quince y hasta de veinte metros de longitud. Advirtió la ausencia de tiburones y tortugas, tan frecuentes entre las deidades de las tribus costeras, y se sorprendió de la recurrencia constante de cascos guerreros. ¿Qué podían saber de cascos aquellos salvajes del corazón de las selvas de Guadalcanal? ¿Acaso los soldados de Mendaña llevaban cascos y habían penetrado hasta aquí siglos atrás? De no ser así, ¿de dónde habían sacado los bosquimanos la idea?

Caminando sobre la alfombra de ídolos y huesos, con la lloriqueante Balatta a sus talones, Bassett entró en la sombra de El Rojo y avanzó bajo su gigantesca proyección hasta tocarlo con las yemas de los dedos. Aquello no era laca, ni se trataba de una superficie suave como hubiera sido en el caso de la laca. Era, por el contrario, rugosa y estaba llena de poros, advirtiéndose en algunos sitios huellas de calor y fusión. Más aún, estaba hecha de metal, aunque diferente de cualquier metal o aleación conocidos por él. En cuanto al color, Bassett concluyó que no estaba superpuesto. Era el color del propio metal.

Exploró la superficie con las yemas de los dedos, que había mantenido inmóviles hasta entonces, y sintió que la gigantesca esfera cobraba vida y respondía. ¡Era increíble! ¡Un contacto tan ligero sobre una masa tan enorme! Sin embargo, bajo la caricia de sus dedos, se estremecía con rítmicas vibraciones, que fueron convirtiéndose en susurros, rumores y suspiros sonoros. ¡Pero era un sonido tan diferente! Tenue como un trémulo silbido, dulce como una caricia enloquecedora, mágico como la música del cuerno de un duende. Tal, pensó Bassett, sería el tañido de una campana divina que, a través del espacio, alcanzase la tierra.

Se volvió a Balatta con una súbita pregunta; pero la voz de El Rojo que él despertara la había arrojado de bruces gimiendo entre los huesos. Tornó a contemplar el prodigio. Era hueco, concluyó, y no estaba hecho de ningún metal conocido en la tierra. Los nativos antiguos tenían razón en llamarlo Hijo de las Estrellas. Sólo de allí podía provenir, y no era producto de la casualidad. Era obra del ingenio y la inteligencia. Una forma tan perfecta, con la oquedad que obviamente poseía, no podía ser el resultado del azar. Se trataba, sin duda, del fruto de unas inteligencias remotas e insospechadas y de un trabajo físico. Lo contempló maravillado mientras su mente ardía en hipótesis para explicar aquel lejano viajero que, tras aventurarse por la noche espacial entre las estrellas, se alzaba ahora ante él, exhumado por los pacientes antropófagos, con su poroso lacado a consecuencia del tremendo baño de dos atmósferas.

¿Pero no podía su color ser debido al efecto del calor sobre un metal conocido? ¿O era una cualidad intrínseca del metal? Le clavó la punta de su navaja para probar su constitución. Al punto, la esfera entera estalló en un poderoso y agudo murmullo de protesta, casi como un áureo campaneo —si es que un murmullo pudiera considerarse un campaneo—, muy agudo primero, casi inaudible luego, los dos extremos del registro de sonidos amenazando completar el círculo y convertirse en la tonante voz que tantas veces oyera más allá de la zona prohibida.

Olvidando el peligro que corría su propia vida y extasiado por la maravilla de aquel objeto insospechado y misterioso, alzó su navaja dispuesto a asestarle un fuerte golpe; pero la acción de Balatta se lo impidió. Trémula de terror, se había puesto a gatas y le asía de las rodillas, rogándole que desistiera. En un desesperado intento de impresionarle, se llevó el brazo a la boca y se clavó en él los dientes hasta el hueso.

Bassett apenas observó su acción, pero cediendo a impulsos compasivos abandonó el intento. Para él, la vida humana se había reducido a dimensiones microscópicas ante aquel colosal portento, testigo de existencias superiores y llegado de los confines de lejanos universos siderales. Como si se tratara de un perro, hizo levantarse a puntapiés a la pequeña bosquimana y la obligó a acompañarle alrededor de la base. Bassett fue descubriendo horrores en su recorrido. Entre otros, pudo reconocer incluso los restos desecados por el sol de la niña que violara accidentalmente el tabú personal del jefe Gngngn. Y entre los despojos de los muertos encontró todavía a alguien con vida. Verdaderamente se habían identificado los bosquimanos con el color rojo de la esfera, contemplando en ella su propia imagen y tratándola de aplacar y propiciar con aquellos sacrificios teñidos de sangre.

Continuando su vuelta, pisando continuamente los huesos humanos y las imágenes de ídolos que pavimentaban aquel antiguo osario de sacrificios, Bassett descubrió el dispositivo con el que conseguían que El Rojo lanzase su armoniosa y atronadora llamada por selvas y sabanas hasta la lejana bahía de Ringmanú. Era tan simple y primitivo como complejo y sofisticado era El Rojo. Un gran tronco de veinte metros de longitud, gastado por siglos de supersticioso cuidado y adornado con dinastías de dioses esculpidos uno sobre otro, cada uno con su casco y cada uno sentado en la boca abierta de un cocodrilo, pendía, por medio de sogas hechas de lianas trenzadas, de la punta de un trípode, formado también por grandes postes labrados con los grotescos y sonrientes antecesores de los modernos conceptos de arte religioso. Del gran tronco colgaban lianas, con las cuales los salvajes podían dirigir la fuerza del golpe. A modo de ariete, la punta del tronco podía ser lanzada contra la gran esfera iridiscente.

Allí era donde Ngurn oficiaba sus ritos religiosos para las doce tribus bajo su mando. Bassett estalló en ruidosas carcajadas casi histéricas al pensar que aquel maravilloso mensajero, lanzado con inteligencia a través del espacio, hubiera ido a caer en un reducto de bosquimanos para ser adorado por simiescos salvajes antropófagos y cazadores de cabezas. Era como si la palabra divina hubiera ido a caer en el fango abismal del fondo de los infiernos; como si los Mandamientos de Jehová, labrados en piedra, hubieran sido presentados a los monos de una jaula del zoo; como si el Sermón de la Montaña hubiera sido predicado en un ruidoso manicomio.

Transcurrieron las lentas semanas. Las noches, por decisión propia, las pasaba Bassett en el suelo de cenizas de la casa del hechicero, bajo las cabezas siempre balanceantes que se curaban con lentitud. El motivo de ello radicaba en el hecho de estar este lugar vedado para la mujer, sexo inferior, por lo que constituía un refugio contra Balatta, la cual se mostraba cada día más importuna y peligrosamente enamorada a medida que la Cruz del Sur ascendía en el firmamento, señalando la inminencia de sus nupcias. Bassett se pasaba el día en una hamaca colgada a la sombra del gran árbol del pan junto a la choza del hechicero. Había interrupciones en este programa, como cuando yacía inconsciente día y noche en la casa de las cabezas durante los devastadores ataques de fiebre. Constantemente se esforzaba por combatirla, por continuar viviendo, por recuperarse y fortalecerse, en espera del día en que estuviera suficientemente fuerte para desafiar la sabana y la faja de selva más allá, hasta alcanzar la playa, donde encontraría alguna goleta o algún queche negrero que le devolviese a la civilización y a los seres civilizados, a quienes informaría acerca del mensaje de otros mundos y del lugar donde se encontraba, adorado por bestiales criaturas, en el oscuro corazón de la selva de Guadalcanal.

Otras noches, tumbado junto al árbol del pan antes de acostarse, Bassett pasaba largas horas contemplando cómo se ocultaban lentamente las estrellas por el oeste, tras el negro muro selvático que circundaba el claro de la aldea. Dotado de unos conocimientos de astronomía algo más que aceptables, se complacía con una obsesión enfermiza en conjeturas acerca de los habitantes de aquellos mundos desconocidos que rodeaban soles increíblemente lejanos, fascinado por aquellas casas luminosas de cuyas oscuras criptas de materia surgía la vida cual tímido visitante. No podía comprender los límites de tiempo y espacio. Las revolucionarias especulaciones sobre el radio no habían logrado afectar su firme fe científica en la conservación de la energía y en la indestructibilidad de la materia. Siempre debió haber estrellas y siempre las habría. Y sin duda, en aquel fermento cósmico, todo tenía que ser comparativamente semejante, formado de la misma substancia o substancias, salvo por las mutaciones del fermento. Todo debía obedecer o compartir las mismas leyes que, sin excepción, gobernaban la experiencia humana. Por tanto, concluyó, planetas y vida eran atributos de todos los soles, del mismo modo que lo eran de este sol de nuestro sistema.

Incluso mientras él yacía allí, bajo el árbol del pan, con su inteligencia escudriñando los espacios siderales, todo el universo debía estar expuesto de igual manera al incesante escrutinio de innumerables ojos como los suyos —aunque con obvias diferencias—, provistos de inteligencias como la suya, que buscaban una respuesta a la pregunta sobre el sentido de la creación del universo. Con tales razonamientos sintió nacer en él un espíritu de fraternidad con aquella augusta compañía, aquella multitud cuya mirada estaba siempre fija en el tapiz del infinito.

¿Quiénes eran, cómo eran aquellos seres tan lejanos y superiores que habían tendido un puente en el cielo con su gigantesco, iridiscente y melodioso mensaje? También ellos seguramente, mucho tiempo atrás, siguieron el camino que el hombre tan recientemente —por el calendario del cosmos— acababa de iniciar. Y para poder enviar tal mensaje a través del abismo espacial, tenían que haber llegado sin duda a aquellas cimas que el hombre, con lágrimas, esfuerzos y sudores de sangre, trataba de alcanzar tan lentamente, en medio de la oscuridad y confusión de tantos pareceres. ¿Y cómo eran tras la conquista de las cimas? ¿Habían conseguido la Hermandad? ¿O habían descubierto que la ley del amor llevaba consigo el castigo de la debilidad y la decadencia? ¿Era la vida una pugna? ¿Era válida para todo el universo la implacable ley de la selección natural? Y, lo que resultaba más urgente e importante, ¿sus avanzadas conclusiones, sus conocimientos adquiridos tanto tiempo atrás, se encontraban encerrados en el vasto corazón metálico de El Rojo, a la espera del primer terrícola que los leyese? De una cosa estaba seguro: la sonora esfera no era una gota de rojo rocío desprendida de la dorada melena de ningún sol incandescente. Era algo deliberado, no obra del azar, y contenía la palabra y la sabiduría de las estrellas.

¡Qué máquinas, elementos y fuerzas dominadas, qué conocimientos, misterios y controles del destino podrían encontrarse en ella! No cabía duda que, si tanto podía encerrarse en algo tan simple como la piedra fundacional de un edificio público, aquella enorme esfera debería guardar vastas crónicas, descubrimientos ni siquiera soñados por el hombre, leyes y fórmulas que una vez dominadas harían que la vida humana en la tierra se elevara, tanto a nivel individual como colectivo, hasta alturas inconcebibles de inocencia y poder. Era el más grande regalo otorgado por el Tiempo a la ciega humanidad, insaciable en sus aspiraciones. ¡Y era él, Bassett, quien había obtenido el inestimable honor de ser el primero en recibir aquel mensaje de los hermanos interestelares del hombre!

Ningún blanco, y mucho menos ningún salvaje de otras tribus extrañas, había visto a El Rojo y seguido con vida. Tal era la ley que Ngurn le explicara. Bassett, por su parte, había respondido que existía algo llamado hermandad de sangre. Pero el hechicero afirmaba solemnemente que no, que incluso la hermandad de sangre era inaceptable para El Rojo. Solamente el hombre que hubiera nacido en la tribu podía mirarlo y continuar con vida. Ahora, en cambio, la situación era distinta, puesto que su violación del secreto era únicamente conocida por Balatta, cuyo temor a ser inmolada en castigo le mantenía los labios sellados. Lo que tenía que hacer era reponerse de las abominables fiebres que le debilitaban y alcanzar la civilización. Luego volvería al frente de una expedición y, aunque hubiera que aniquilar a toda la población de la isla, extraería del interior de El Rojo el mensaje universal enviado de otros mundos.

Pero las recaídas de Bassett se hacían más frecuentes, sus cortas convalecencias cada día más débiles y sus períodos de coma más largos, hasta que un día comprendió que, a pesar de los últimos dictados optimistas propios de una constitución física tan formidable como la suya, no llegaría nunca a cruzar la sabana, atravesar la peligrosa selva costera, ni alcanzar el mar. Su vida se iba apagando conforme la Cruz del Sur se alzaba en el cielo, hasta que incluso Balatta se dio cuenta de que su amado moriría antes de la fecha nupcial fijada por su tabú. El propio Ngurn salió solemnemente a recoger las plantas para conservar la cabeza de Bassett, y le anunció con orgullo sus intenciones para cuando estuviera muerto, haciendo gala de la perfección de su arte. En cuanto a Bassett, no se asustó por ello. Ya llevaba demasiado tiempo sintiendo dentro de sí cómo la vida le abandonaba, para dejarse dominar por el miedo de su inminente extinción. Continuó alternando estados de inconsciencia con períodos de semilucidez, irreales como un sueño, en los cuales se preguntaba inútilmente si había visto realmente a El Rojo o se trataba de una pesadilla producto del delirio.

Llegó al fin el día en que desaparecieron las brumas, descubrió su mente fresca y despejada, y pudo calibrar con exactitud la debilidad de su cuerpo. No podía mover ni brazos ni piernas. Tenía tan poco control de su cuerpo, que apenas era consciente de él. Muy ligero por cierto sentía el peso de la carne sobre el espíritu, y éste, en sus instantes de clarividencia, comprendió, precisamente por la claridad, que las tinieblas de la nada estaban próximas. Supo que el final se acercaba; supo que realmente había visto a El Rojo, el mensajero entre los mundos; supo que ya nunca podría llevar su mensaje a la civilización, aquel mensaje que tal vez llevaba diez mil años esperando a que alguien lo oyese en el corazón de Guadalcanal. Y Bassett, súbitamente decidido, mandó llamar a Ngurn y, a la sombra del árbol del pan, discutió con el viejo hechicero los términos del acuerdo sobre su última voluntad, su aventura final en vida.

—Ya conozco la ley, Ngurn —dijo en conclusión—. A aquel que no pertenezca a la tribu no le está permitido ver a El Rojo y seguir con vida. Yo no viviré de todos modos. Tus jóvenes guerreros habrán de llevarme a presencia de El Rojo, lo contemplaré, oiré su voz y luego moriré por tu mano, Ngurn. Así se cumplirán las tres cosas: la ley, mi deseo y una más rápida posesión de mi cabeza, para la cual aguardan todos tus preparativos.

A lo cual accedió Ngurn, añadiendo:

—Así es mejor. Es estúpido que un hombre enfermo que no puede curarse continúe viviendo por tan poco tiempo. Y para los vivos también es mejor que desaparezca. Tú has sido un gran estorbo últimamente. No es que a mí me desagradara hablar con alguien tan sabio como tú; pero ya hace muchas lunas que apenas hablamos. En cambio, te has aposentado en la casa de las cabezas y gruñes como un cerdo moribundo o dices muchas cosas en voz alta en tu idioma que no entiendo. Esto me causa desasosiego, pues me agrada meditar sobre los misterios de la luz y las tinieblas mientras hago girar las cabezas entre el humo. El ruido que hacías ha sido una molestia continua en mis estudios y meditaciones sobre la sabiduría final que haré mía antes de morir. En cuanto a ti, sobre quien ya se ciernen las tinieblas, está bien que mueras ahora. Yo te prometo que, en los largos días que han de venir, cuando gire tu cabeza sobre el humo, nadie de la tribu vendrá a molestarnos. Entonces te revelaré muchos secretos, porque soy viejo y muy sabio, y aún continuaré acumulando sabiduría mientras dé vueltas a tu cabeza entre el humo.

Así, pues, construyeron una parihuela, y a hombros de media docena de nativos partió en pos de la última pequeña aventura que habría de coronar la aventura total de su vida. Con un cuerpo del que apenas era consciente —pues hasta el dolor había desaparecido de él— y con una inteligencia despejada que le predisponía al éxtasis tranquilo de una viva lucidez mental, Bassett se tendió en la balanceante litera y fue despidiéndose del mundo que iba dejando atrás, contemplando por última vez el árbol del pan ante la casa del hechicero, la penumbra diurna bajo la espesa bóveda de la selva, la lóbrega garganta entre las escarpadas montañas, el collado de caliza y la meseta de negra arena volcánica.

Lo bajaron por el sendero espiral del pozo, girando en torno a El Rojo, que parecía estar siempre a punto de convertir su esplendoroso e iridiscente color en melodioso trueno. Lo transportaron sobre los huesos y restos de hombres e ídolos inmolados, en medio del horror de los que aún vivían, hasta el trípode de troncos con el gran ariete.

Una vez allí, ayudado por Ngurn y Balatta, Bassett se sentó erguido, oscilando débilmente a partir de la cintura; y sin pestañear, con mirada penetrante y omnímoda, contempló la esfera.

—Una vez, Ngurn —dijo, sin apartar los ojos de la resplandeciente y vibrante superficie, en la cual todas las tonalidades del rojo cereza iban y venían sin cesar, siempre dispuestas a transformarse en sonido, en sedosos susurros, en murmullos argentinos, en áureos acordes, en aterciopeladas flautas mágicas, en melódicas lejanías atronadoras.

—Esperaré —replicó Ngurn tras larga pausa, con el hacha dispuesta en su mano recatadamente.

—Una vez, Ngurn —repitió Bassett—. Haz que hable El Rojo para que pueda verlo y oírle hablar. Luego me golpeas, así, cuando levante la mano; pues cuando la levante, inclinaré la cabeza ofreciéndote la articulación del cuello para el golpe. Sin embargo, Ngurn, ya que voy a dejar de ver para siempre la luz del día, querría hacerlo con la voz maravillosa de El Rojo resonando en mis oídos.

—Y yo te prometo que no habrá otra cabeza tan bien curada como la tuya —le aseguró el hechicero mientras hacía una señal a sus hombres para que accionasen las cuerdas del gran badajo—. Tu cabeza será mi obra maestra.

Bassett se sonrió en silencio por el orgullo del viejo al tiempo que soltaban el gran tronco labrado, separado unos trece metros de la esfera. Un instante después, Bassett se perdía en un éxtasis ante la abrupta y atronadora liberación de sonido. ¡Pero qué trueno! Era melodioso, con el preciosismo de los instrumentos de metal Los arcángeles hablaban en él; su bella magnificencia superaba cualquier otro sonido; estaba dotado con la inteligencia de superhombres de los planetas de otros soles; era la voz de Dios, seductora e imperiosa. Y, por fin —¡el eterno milagro de aquel metal interestelar!—, Bassett veía con sus propios ojos cómo las tonalidades de color se transformaban en sonidos, hasta que toda la superficie visible de la gran esfera se convirtió en una titilante y vaporosa vibración en la que le era imposible discernir entre color y sonido. En aquel instante comprendió los intersticios de la materia y las interfusiones, conversiones y relaciones entre materia y energía.

El tiempo pasaba. Finalmente, un movimiento de impaciencia de Ngurn despertó a Bassett de su éxtasis. Se había olvidado completamente del hechicero. Una súbita inspiración le provocó un asomo de risa en los labios. Tenía la escopeta a su lado, en la angarilla. No tenía más que aplicar la boca de los cañones a su cabeza, apretar el gatillo y volársela en añicos.

Pero ¿por qué engañarle?, pensó Bassett. Cazador de cabezas, una bestia humana caníbal a medio camino entre mono y hombre, el viejo Ngurn al fin y al cabo había jugado limpio con él de acuerdo con sus luces. Ngurn no era más que un precursor en el terreno de la ética y la justicia, de la respetuosidad y la caballerosidad humanas. No, decidió Bassett; sería vergonzoso e innoble terminar engañando al viejo. Su cabeza pertenecía a Ngurn, y Ngurn la conservaría.

Y, alzando la mano e inclinando la cabeza conforme a lo acordado, Bassett ofreció limpiamente la articulación de la espina dorsal y se olvidó de Balatta, que no era más que una mujer, una simple mujer y ni siquiera deseada. Adivinó sin verlo el filo del hacha levantándose en el aire detrás de él. Y en el instante que precedió al fin, cayó sobre él la sombra de lo desconocido, el sentimiento de la inminente maravilla al derrumbarse las murallas de lo imaginable. Cuando supo que el golpe había comenzado, e inmediatamente antes de que el filo mordiese la carne y los nervios, casi le pareció contemplar el sereno rostro de Medusa[30]: la Verdad. Y, simultáneamente con la mordedura del acero y la ola de tinieblas, en un brevísimo instante de fantasía, tuvo la visión de su cabeza que giraba y giraba lentamente, sin cesar, en la casa del hechicero, junto al árbol del pan.