4
Un fragmento curioso
[El capitalista y oligarca de la industria que aquí se menciona, Roger Vanderwater, ha sido identificado como el noveno de la estirpe de los Vanderwater que controlaron durante siglos las fábricas algodoneras del Sur. Este Roger Vanderwater floreció en las últimas décadas del siglo XXVI después de Cristo, que fue el siglo quinto de la terrible oligarquía industrial que se levantó sobre las ruinas de la primitiva República.
A partir de evidencias internas, estamos convencidos de que la narrativa que presentamos a continuación no fue reproducida por escrito hasta el siglo XXIX. No sólo era ilegal escribir o imprimir tales cosas durante aquel periodo, sino que la clase trabajadora era tan analfabeta que únicamente en casos raros sus miembros sabían leer y escribir. Era el reino de la autoridad, en cuyas palabras la gran masa del pueblo era descrita como «animales de rebaño». Se perseguía implacablemente cualquier intento de aprender a leer o escribir. De los códigos de la época podría citarse aquella infausta ley que convertía en un crimen capital la mera enseñanza del alfabeto a un miembro de la clase trabajadora por parte de un individuo de cualquier clase. Era necesario circunscribir tan severamente la educación a la clase dirigente si ésta quería continuar con el poder.
Uno de los resultados de lo anterior fue el auge de los cuentistas orales. Estos eran profesionales pagados por la oligarquía, y sus cuentos eran legendarios, míticos, románticos e inofensivos. Mas como el espíritu de la libertad nunca llegó a desaparecer, algunos agitadores, so capa de cuentistas, predicaban la rebelión a la clase esclavizada. Que la narración siguiente fue prohibida por los oligarcas, podemos demostrarlo consultando los archivos del tribunal de la policía criminal de Ashbury, donde, el 27 de enero de 2734, un tal John Tourney, declarado culpable de haberla contado en un antro de bebidas para obreros, fue sentenciado a cinco años de trabajos forzados en las minas de bórax del Desierto de Arizona. — NOTA DEL EDITOR.]
Escuchad, hermanos míos, y os recitaré el cuento del brazo. Era el brazo de Tom Dixon, y Tom Dixon era un tejedor de primera en la fábrica de aquel maldito patrono llamado Roger Vanderwater. Los esclavos que trabajaban en la fábrica la habían bautizado con el nombre de «las Calderas de Satanás», y supongo que ellos sabrían por qué. Estaba situada en Kingsbury, al otro extremo de la ciudad, donde Vanderwater tenía su palacio de verano. ¿No sabéis dónde está Kingsbury? Hermanos, hay muchas cosas que ignoráis, y es triste. Se debe a que ignoráis que sois esclavos. Cuando acabe de contaros esta historia, me gustaría formar con algunos de vosotros una clase para enseñaros el lenguaje escrito e impreso. Nuestros amos saben leer y escribir y tienen muchos libros, y por ello son nuestros amos y viven en palacios y no trabajan. Cuando los esclavos aprendan a leer y escribir —todos ellos—, se volverán fuertes; entonces utilizarán su fuerza para romper las cadenas, y ya no habrá más amos ni más esclavos.
Kingsbury, hermanos míos, se encuentra en el antiguo estado de Alabama. Durante trescientos años, los Vanderwater han sido los dueños de Kingsbury, con sus barracones de esclavos y sus fábricas, además de los esclavos y las fábricas que poseen en muchos otros sitios. Vosotros habéis oído hablar de los Vanderwater —¡y quién no!—; pero yo voy a contaros cosas de ellos que ignoráis. El primer Vanderwater era un esclavo, como vosotros y como yo. Sí, habéis oído bien. Era esclavo, aunque eso fue hace trescientos años. Su padre era un mecánico de la casa de esclavos de Alexander Burrell y su madre lavandera de la misma casa. Es absolutamente cierto. Os digo la verdad. Es histórico. Está escrito, palabra por palabra, en los libros de historia de nuestros amos, que vosotros no podéis leer porque ellos no os permiten aprender a leer. Fácilmente comprenderéis por qué no se os permite aprender a leer cuando se pueden encontrar en los libros tales cosas. Ellos lo saben, y son muy prudentes. Si llegaseis a leer tales cosas, podríais faltar al respeto a vuestros amos, lo cual sería peligroso… para ellos. Pero yo me he enterado porque sé leer, y lo que os cuento lo he leído con mis propios ojos en los libros de historia de los amos.

El nombre del primer Vanderwater no era Vanderwater, sino Vange, Bill Vange, hijo del mecánico Yergis Vange y de la lavandera Laura Camly. El joven Bill Vange era fuerte. Podía haberse quedado con los esclavos y haberles conducido a la libertad; pero prefirió, en cambio, servir a los amos, y fue bien recompensado por ellos. Comenzó todavía muy niño sirviendo de espía en el propio barracón de su familia. Se sabe que denunció incluso a su padre a causa de unas palabras sediciosas. Está comprobado. Yo he leído con mis propios ojos los documentos. Era un chico demasiado inteligente para dejarlo entre los esclavos. Alexander Burrell lo sacó de allí siendo todavía un niño y le enseñaron a leer y escribir. Le enseñaron muchas cosas y le hicieron ingresar en el Servicio Secreto del gobierno. Naturalmente, dejó de vestir el uniforme de los esclavos, excepto en las ocasiones en que se disfrazaba para introducirse entre ellos y desvelar sus secretos y conspiraciones. Fue él quien, cuando tenía tan sólo dieciocho años, hizo procesar y ejecutar en la silla eléctrica a aquel gran héroe y camarada llamado Ralph Jacobus. Todos, por supuesto, habéis oído el nombre sagrado de Ralph Jacobus, pero lo que no sabíais es que su muerte fue causada por el primer Vanderwater cuyo nombre era Vange. Yo lo sé. Lo he leído en los libros. En ellos hay muchas cosas tan interesantes como ésta.
A partir de la ignominiosa muerte de Ralph Jacobus, el nombre de Bill Vange comenzó a sufrir frecuentes cambios. Fue muy conocido como «Vange el Taimado». Alcanzó puestos elevados en el Servicio Secreto y se le recompensó magníficamente, pero sin entrar a formar parte de la clase dirigente. Los hombres estaban dispuestos a admitirle entre ellos, pero sus mujeres se negaban. Vange el Taimado servía bien a sus amos. Conocía bien a los esclavos, pues había sido uno de ellos. Con él no valían sus astucias. En aquellos tiempos, los esclavos eran más valerosos que ahora, y estaban siempre luchando por su libertad. Pero Vange se movía sin parar, siempre al corriente de sus planes y complots para hacerlos fracasar y llevar a los cabecillas a la silla eléctrica. En 2255 le cambiaron de nuevo el nombre. Fue ese año cuando tuvo lugar el Gran Motín. En el territorio al oeste de las Montañas Rocosas, diecisiete millones de esclavos lucharon con denuedo para derrocar a sus amos. De no haber existido Vange, ¡quién sabe si no lo habrían conseguido! Pero Vange era extremadamente activo. Los amos le dieron el mando supremo. En ocho meses de lucha perecieron un millón trescientos mil esclavos. Vange, Bill Vange o Vange el Taimado les dio muerte, suprimiendo así el Gran Motín. Y fue recompensado con munificiencia; pero tan manchadas de sangre quedaron sus manos que en adelante se le conoció como «Vange el Sanguinario». Ya veis, hermanos, las cosas tan interesantes que pueden encontrarse en los libros cuando se sabe leer. Y os aseguro que hay otras muchas cosas aún más interesantes en ellos. Y si os aplicáis al estudio conmigo, en un año podréis leer esos libros. Incluso algunos de vosotros seréis capaces de hacerlo al cabo de seis meses, ya sin ayuda de nadie.
Vange el Sanguinario vivió muchos años, y siempre, hasta el fin de sus días, fue admitido en las asambleas de los señores. Sin embargo, nunca pasó a formar parte de la casta superior, pues había nacido en una casa de esclavos, ¿comprendéis? ¡Ah, pero recibió una buena recompensa! Llegó a tener una docena de palacios residenciales. Y él, que no era un señor, poseía millares de esclavos. Tenía una gran embarcación de recreo que era un auténtico palacio flotante, y era dueño de una isla en medio del mar, donde trabajaban diez mil esclavos en sus cafetales. Pero tuvo una vejez solitaria, pues vivía aislado, odiado por sus hermanos esclavos y menospreciado por aquellos a quienes había servido, que rehusaban aceptarle como a un igual. Los amos le despreciaban, en definitiva, por haber nacido esclavo. Murió muy rico; pero tuvo una muerte horrible, atormentado por su conciencia y arrepentido de sus acciones y de la sangre que manchaba su nombre.
Con sus hijos, en cambio, la cosa fue diferente. Al no haber nacido esclavos, por decreto especial del Gran Oligarca de la época, John Morrison, fueron elevados al rango de señores. Es a partir de entonces cuando el nombre de Vange desaparece de las páginas de la historia para transformarse en Vanderwater. Así, Jason Vange, hijo de Vange el Sanguinario, se convierte en Jason Vanderwater. Pero esto ocurrió hace trescientos años, y los Vanderwater actuales olvidan sus orígenes, imaginándose que el barro de que están hechos es diferente del que estáis hechos vosotros, o yo, o el resto de los esclavos. Y yo os pregunto: ¿Qué derecho tiene un esclavo a convertirse en amo de otro esclavo? ¿Cómo puede el hijo de un esclavo ser señor de muchos esclavos? Dejo estas preguntas para que vosotros mismos les deis respuesta. Y no olvidéis que originariamente los Vanderwater eran esclavos.
Y ahora, hermanos míos, vuelvo a tomar el hilo de mi cuento para hablaros del brazo de Tom Dixon. La fábrica de Roger Vanderwater era llamada con razón «las Calderas de Satanás»; pero, como veréis, los hombres que en ella trabajaban eran seres humanos. También trabajaban allí mujeres y niños, niños pequeños. Todos tenían los derechos propios del esclavo que la ley les concede en teoría —porque, en la práctica, eran despojados de muchos de ellos por los dos capataces de la fábrica, Joseph Clancy y Adolph Munster.
Es una larga historia, pero no os la contaré toda, sino sólo lo del brazo. Ocurrió que, según la ley, una parte del salario de hambre que recibían los esclavos era retenida mensualmente y se formaba con ella un fondo. Dicho fondo servía para ayudar a los compañeros que tenían la desgracia de accidentarse o caer enfermos. Como sabéis, este dinero es normalmente administrado por los capataces. Así es la ley y así era como el fondo de «las Calderas de Satanás» lo administraban los dos capataces de infausta memoria.
Ahora bien, Clancy y Munster utilizaban este fondo en beneficio propio. Cuando ocurría algún accidente a un trabajador, sus compañeros, siguiendo la costumbre, le daban parte de este dinero; pero los capataces se negaban a pagarlo. ¿Qué podían hacer los esclavos? Tenían sus derechos según la ley, pero no tenían acceso a ésta. Los que se quejaban a los capataces eran castigados. Y vosotros sabéis perfectamente en qué consisten tales castigos: multas por el producto defectuoso que no lo es en realidad, precios abusivos en las cuentas del economato de la Compañía, malos tratos a la mujer y a los hijos, asignación de máquinas defectuosas en las que por más que se trabaje se saca un destajo miserable.
En una ocasión, los esclavos de «las Calderas de Satanás» protestaron a Vanderwater. Era la época del año en que pasaba varios meses en Kingsbury. Uno de los esclavos sabía escribir. Daba la casualidad de que su madre sabía escribir y le había enseñado en secreto, del mismo modo que su madre había hecho con ella. Así, pues, este esclavo hizo un escrito de protesta con todos los motivos de sus quejas, y los demás firmaron con una cruz. Y, puesto el franqueo apropiado, la misiva fue enviada a Roger Vanderwater, el cual no hizo nada excepto pasársela a los dos capataces. Clancy y Munster montaron en cólera. Por la noche dieron entrada a la guardia en el barracón de los esclavos, apaleándoles brutalmente con los mangos de los picos. Se dice que, al día siguiente, sólo la mitad de ellos pudieron trabajar en la fábrica. La paliza fue tal que el esclavo que sabía escribir murió al cabo de tres meses a consecuencia de ella. Pero antes de morir escribió una vez más. Ahora oiréis con qué fin.
Cuatro o cinco semanas después de este incidente, una cinta transportadora seccionó el brazo del esclavo Tom Dixon. Como de costumbre, sus compañeros le asignaron un dinero del fondo común, y Clancy y Munster, como de costumbre también, se negaron a pagarlo. El esclavo letrado, que ya entonces estaba muy grave, escribió una nueva lista de sus agravios. Y este escrito fue puesto en la mano del brazo seccionado de Tom Dixon.
Dio la casualidad de que Roger Vanderwater yacía enfermo en su palacio de Kingsbury; pero no aquejado por el tipo de males terribles que nos afectan a nosotros; no, hermanos. Simplemente un trastorno biliar, o tal vez un fuerte dolor de cabeza por haber comido o bebido demasiado. Pero siendo débil y blando a causa de los excesivos cuidados, esto era suficientemente grave para él. Este género de personas, criadas entre algodones toda la vida, son sumamente débiles y blandas. Creedme, hermanos: Roger Vanderwater con su dolor de cabeza se sentía tan mal, o creía sentirse tan mal, como Tom Dixon con su brazo arrancado de cuajo.
Ocurrió que Roger Vanderwater era aficionado a los cultivos experimentales, y que en su finca, situada a tres millas de Kingsbury, había conseguido sembrar una nueva variedad de fresas. Y estaba tan orgulloso de ello que, de no ser por su enfermedad, él mismo habría salido a recoger las primeras fresas maduras. Pero encontrándose mal, había mandado a su viejo esclavo jardinero que le trajera personalmente una caja de ellas. Todo esto se supo por el cotilleo de una fregona de palacio que dormía por las noches en el barracón de los esclavos. El capataz de la finca debiera haber sido el encargado de llevarle las fresas, pero estaba postrado en cama a causa de una pierna que se había roto tratando de domar un potro. La fregona trajo la noticia por la noche, y se supo así que llevarían las fresas al día siguiente. Entonces, los esclavos de «las Calderas de Satanás», que eran hombres y no cobardes, celebraron una reunión.
El esclavo que sabía escribir y que estaba muy grave a causa de la brutal paliza, dijo que él llevaría el brazo de Tom Dixon; y añadió que, puesto que iba a morir, poco importaba si adelantaba un poco su muerte. Aquella noche, pues, tras la última ronda de la guardia, cinco esclavos salieron del barracón sigilosamente. Uno de ellos era el que sabía escribir. Estuvieron escondidos entre los arbustos que flanqueaban la carretera hasta avanzada la mañana, hora en que el viejo esclavo de la granja pasaría por allí con su carro camino de la ciudad, llevando el precioso fruto para el amo. A causa de la vejez y el reúma del anciano jardinero por un lado, y de la rigidez y las lesiones del esclavo escriba por otro, los movimientos de ambos al caminar eran muy semejantes. Este último se puso las ropas del otro, inclinó el ala del sombrero sobre sus ojos y, subiéndose al carro, continuó el camino hacia la ciudad. Todo el día dejaron al viejo jardinero atado y escondido entre la maleza, hasta que, llegada la noche, le soltaron, y los cuatro volvieron a su barracón dispuestos a aceptar el castigo que les aguardaba por su huida.

Entretanto, Roger Vanderwater esperaba las fresas acostado en su fabuloso dormitorio y rodeado de maravillas y comodidades tales, que su contemplación habría cegado vuestros ojos y los míos, que jamás han visto cosas así. El esclavo que sabía escribir diría después que aquello parecía una visión del Paraíso. ¿Y por qué no? Ese dormitorio estaba hecho con el sudor y las vidas de diez mil esclavos, mientras que ellos se acostaban en cubiles propios de bestias salvajes. El esclavo entró en la estancia con las fresas en una bandeja de plata… ¿comprendéis? Roger Vanderwater quería hablar con él personalmente sobre las fresas.
El esclavo atravesó la maravillosa habitación con el paso tambaleante de un moribundo y se arrodilló junto a la cama del señor, sosteniendo ante sí la bandeja. Junto a él, un ayuda de cámara apartó las grandes hojas verdes que cubrían el fruto para que su señor pudiera contemplarlo. Y Roger Vanderwater, apoyado en su codo, vio entonces los frescos y hermosos frutos, brillantes como rubíes, en medio de los cuales se encontraba el brazo de Tom Dixon tal y como le había sido arrancado del cuerpo; aunque bien lavado, naturalmente, y muy blanco en contraste con el rojo de sangre de las fresas. Y vio asimismo, asido entre los rígidos dedos muertos, el memorial que le enviaban sus esclavos de «las Calderas de Satanás».
—Tomadlo y leedlo —dijo el esclavo que sabía leer.
Y mientras el señor tomaba el escrito, el ayuda de cámara, que se había quedado paralizado de sorpresa, asestó un puñetazo en la boca al postrado escriba. Éste no protestó, pues al fin y al cabo estaba muy débil y a punto de morir. Sin un ruido, cayó de costado y allí se quedó silencioso y sangrando por la boca. El médico, que había corrido en busca de la guardia de palacio, regresó con ella y, a la fuerza, pusieron de pie al esclavo. Pero al incorporarse, su mano asió el brazo de Tom Dixon que había caído al suelo.
—¡Lo haré arrojar vivo a los perros! —gritaba el encolerizado ayuda de cámara—. ¡Lo haré arrojar vivo a los perros!
Pero Roger Vanderwater, olvidando su dolor de cabeza y apoyado aún sobre el codo, ordenó silencio y continuó la lectura del memorial. Y mientras leía, en medio de un absoluto silencio, todos se quedaron de pie inmóviles: el encolerizado ayuda de cámara, el médico, la guardia palaciega y, en medio de ellos, el esclavo escriba sangrando por la boca y sosteniendo todavía en su mano el brazo de Tom Dixon. Y cuando Roger Vanderwater hubo terminado, se volvió al esclavo y le dijo:
—Si este papel contiene una sola mentira, te arrepentirás de haber nacido.
Y el esclavo respondió:
—Toda mi vida me he arrepentido de haber nacido.
Roger Vanderwater le miró atentamente. El esclavo le dijo:
—Me habéis hecho todo el mal posible. Ahora estoy a punto de morir. Dentro de una semana estaré muerto, así que no me importa que me deis muerte ahora mismo.
—¿Qué haces con eso? —le preguntó el señor, señalando el brazo; y el esclavo respondió:
—Lo llevo conmigo para enterrarlo. Tom Dixon era mi amigo y trabajaba en un telar junto al mío.
Poco queda ya que contar, hermanos. El esclavo y el brazo fueron devueltos al barracón. Ninguno de los esclavos fue castigado por lo que había hecho. En cambio, Roger Vanderwater llevó a cabo una investigación y castigó a los dos capataces, Joseph Clancy y Adolph Munster. Sus propiedades les fueron confiscadas. Se les marcó en la frente con un hierro al rojo vivo, se les cortó la mano derecha y se les dejó en libertad para que vagaran por los caminos mendigando hasta el fin de sus días. Y de este modo, el fondo comunitario fue administrado justamente durante algún tiempo… Durante algún tiempo nada más, hermanos; porque tras Roger Vanderwater vino su hijo Albert, que fue un amo cruel y que estaba medio loco.
Hermanos, aquel esclavo que llevó el brazo a presencia del señor era mi padre. Era un hombre valiente. Y del mismo modo que su madre le había enseñado a leer en secreto, así él me enseñó a mí. Cuando murió poco después a causa de la paliza, Roger Vanderwater me sacó del barracón de esclavos e intentó mejorar mi suerte. Tal vez hubiera podido convertirme en capataz de «las Calderas de Satanás», pero preferí ser recitador de cuentos para vagar por los caminos y poder estar siempre cerca de mis hermanos esclavos. Por esta razón me dedico a contar historias como ésta, en secreto, confiando en que no me traicionaréis. Porque si lo hicierais, vosotros sabéis tan bien como yo que me arrancarían la lengua y no podría volver a contar más historias. Así, pues, hermanos, mi mensaje es que se acerca el día feliz en que no habrá más ni señores ni esclavos en el mundo. Pero debéis prepararos primero para ese día aprendiendo a leer. Hay mucho poder en la palabra escrita. Y aquí estoy yo para enseñaros a leer, como habrá otros que se encargarán de proporcionaros los libros cuando yo haya partido siguiendo mi camino. Son libros de historia donde aprenderéis cosas sobre vuestros amos, y aprenderéis incluso a haceros tan fuertes como ellos.
[Nota del Editor: Este pasaje procede de la obra «Fragmentos y esbozos históricos», cuya primera edición, en cincuenta volúmenes, apareció en 4427. Actualmente, debido a su exactitud e interés históricos, ha sido reeditada por el Comité Nacional de Investigaciones Históricas.]