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«Semper Idem»

El doctor Bicknell estaba de un magnífico buen humor. A causa de un pequeño accidente, un ligero descuido de nada, un hombre que podía haberse salvado había muerto la noche anterior. Aunque se trataba únicamente de un marinero, uno más de los innumerables ingresos de caridad, el administrador del hospital de urgencia llevaba inquieto toda la mañana. Lo que le preocupaba no era que el hombre hubiese muerto, pues conocía al médico demasiado bien para ello; su angustia se debía al hecho de que la operación se hubiera realizado con tal perfección. Tratándose de una de las más delicadas intervenciones, se había llevado a feliz término con tanta inteligencia como audacia. Todo había pasado a depender luego del tratamiento, de las enfermeras, del administrador. Y el hombre había muerto. Nada de particular, un ligero descuido, aunque suficiente para atraer la cólera profesional del doctor Bicknell sobre su cabeza y trastornar el trabajo del personal administrativo y médico durante las veinticuatro horas siguientes.

Pero, como ya se ha dicho, el médico estaba de un buen humor extraordinario. Cuando el administrador, temblando de miedo, le informó del inesperado desenlace, sus labios no llegaron a articular siquiera una sílaba de censura; más aún, estaban fruncidos de tal modo que de ellos salían fragmentos de un tarareo que únicamente interrumpió para interesarse amablemente por la salud de su hijo. El administrador, juzgando imposible que hubiera entendido el médico el quid de la cuestión, lo repitió de nuevo.

—Ya, ya —exclamó el doctor Bicknell, impaciente—; ya lo he oído. Pero ¿cómo va Semper Idem? ¿Se marcha ya?

—Sí. Le están ayudando a vestirse —respondió el administrador antes de continuar con su rutina cotidiana, feliz de que reinase aún la paz en el ámbito del hospital.

Era el restablecimiento de Semper Idem lo que tan ventajosamente compensaba al doctor Bicknell de la pérdida del marinero. Las vidas no significaban nada para él: eran los antipáticos aunque inevitables incidentes de la profesión; en cambio, los casos… ¡Ah! ¡Los casos lo eran todo! Las personas que le conocían solían tacharle de carnicero, pero sus colegas eran unánimes en la opinión de que no había hombre más audaz ni, al mismo tiempo, más competente ante la mesa de operaciones. No era una persona imaginativa. Carecía de emociones, de ahí que fuese incapaz de tolerarlas. Su naturaleza era exacta, precisa, científica. Para él los hombres eran meros instrumentos, sin ningún valor individual o personal. Pero como casos, era diferente. Cuanto más destrozado estaba un individuo, cuanto más precario era el hilo de su vida, tanta mayor importancia revestía a los ojos del doctor Bicknell. De buena gana cambiaba la cabecera de un poeta ilustre, víctima de un accidente corriente, por la de un anónimo vagabundo destrozado que contra todo pronóstico se agarrase a la vida, del mismo modo que un niño cambiaría un espectáculo de marionetas por el circo.

Así había ocurrido en el caso de Semper Idem. El misterio que rodeaba al personaje no le había interesado, ni su silencio, ni el velado romance que la prensa sensacionalista tan inútilmente trató de explotar en las diversas ediciones dominicales. El caso es que la garganta de Semper Idem había aparecido cortada. Eso era lo importante, y ahí era donde se centraba su interés. Con un corte de oreja a oreja, ni un cirujano entre mil habría apostado un céntimo por la posibilidad de salvar su vida. Sin embargo, gracias al raudo servicio de ambulancias municipales y al doctor Bicknell, a rastras le trajeron de nuevo al mundo que él había intentado abandonar. Los colegas del cirujano habían mostrado claramente su escepticismo cuando se les presentó el caso. Imposible, dijeron. Garganta, tráquea, yugular, las tres casi totalmente seccionadas y con una espantosa pérdida de sangre. A pesar de estos pronósticos, el doctor Bicknell empleó métodos e hizo cosas tales, que les dejaron boquiabiertos incluso en su capacidad de profesionales. Y he aquí que el hombre se había salvado.

Esta era la razón por la que aquella mañana en que Semper Idem iba a abandonar el hospital sano y salvo, el buen humor del doctor Bicknell no se había alterado en absoluto por el informe del administrador; y ahora se disponía alegremente a arreglar el caótico cuerpo de un niño que acababa de ser arrollado y destrozado bajo las ruedas de un tranvía.

Como muchos recordarán, el caso de Semper Idem despertó un alto grado de impertinente aunque comprensible curiosidad. Se le había encontrado en un alojamiento de los suburbios con la garganta abierta y su sangre goteando sobre los ocupantes de la habitación de abajo hasta el punto de interrumpir sus jolgorios. Era evidente que había actuado de pie, con la cabeza inclinada hacia delante, de modo que pudiera mirar por última vez una fotografía que estaba sobre la mesa apoyada contra un candelabro. Fue esta postura la que permitió al doctor Bicknell salvarlo. Tan tremendo fue el golpe de la navaja de afeitar que, de haber mantenido la cabeza hacia atrás, como debiera haberlo hecho para realizar su acción correctamente, con el cuello erguido y las elásticas paredes vasculares distendidas, con toda seguridad se habría casi decapitado.

En el hospital, durante todo el tiempo invertido en el forzado regreso a la vida, ni una sola palabra salió de sus labios. Tampoco pudo averiguarse nada de él por medio de los detectives destacados por el jefe de policía. Nadie le conocía, ni le había visto, ni oído hablar de él con anterioridad. Pertenecía estricta y únicamente al presente. Tanto sus ropas como sus pertenencias eran las de un trabajador de lo más pobre; sus manos, las de un caballero. Pero no se le encontró encima ni un solo papel escrito que sirviera para descubrir su pasado o su modo de vida…, salvo por un detalle.

Y este detalle era la fotografía. Si es que se trataba de un retrato auténtico, la mujer cuya mirada franca se clavaba en el observador desde su portafotos de cartulina debía haber sido una criatura extraordinaria por cierto. Era el trabajo de algún amateur, pues la policía no pudo descubrir en ella la firma o el sello de ningún estudio de fotógrafo profesional. En un ángulo de la cartulina, con delicada letra femenina, había escrito: «Semper idem; semper fidelis»[1]. Y la mujer parecía hacer honor a la dedicatoria. Como muchos recordarán, era un rostro inolvidable. En los periódicos de entonces aparecieron hábiles reproducciones en fotograbado; pero tal procedimiento no sirvió para otra cosa que para despertar la insaciable curiosidad del público y ocupar grandes espacios en la prensa popular.

Entre el personal del hospital, así como entre el gran público, y a falta de otro nombre mejor, al rescatado suicida se le conocía por Semper Idem. Y con él se había quedado. Periodistas, policías y enfermeras le dejaron por imposible. No fueron capaces de sacarle una sola palabra, a pesar de que el brillo consciente de su mirada demostraba que su audición era perfecta y que su cerebro comprendía las preguntas que le hacían.

Pero este apasionante misterio en modo alguno influía en el interés del doctor Bicknell cuando éste entró en la habitación para despedirse de su paciente. Él, como médico, había efectuado prodigios en el caso de este hombre, algo sin precedentes en los anales de la cirugía. No le importaba quién era ni a qué se dedicaba, y era muy probable que no volviera a verle nunca; pero, como el artista que contempla su obra acabada, también él deseaba ver por última vez el trabajo de sus manos y su inteligencia.

Semper Idem continuaba mudo. Parecía deseoso de marcharse. Ni una sola palabra pudo el médico obtener de él, cosa que le dejó indiferente. Examinó con cuidado la garganta del convaleciente, deteniéndose en la horrible cicatriz con la prolongada y cariñosa atención de un padre. No era un espectáculo especialmente agradable. El fuerte trazo que circundaba la garganta, como si el hombre a todas luces acabase de escapar a la soga del verdugo, y que desaparecía por debajo de ambas orejas, daba la impresión de completar su terrible periferia por la nuca.

Sin romper su obstinado silencio mientras se sometía al examen del médico como un león amarrado, Semper Idem dejaba traslucir tan sólo su deseo de desaparecer de la mirada de la gente.

—Bueno, no le entretengo más —dijo finalmente el doctor Bicknell, apoyando una mano en el hombro del individuo y echando una última mirada a su propia obra—. Pero permítame darle un pequeño consejo. La próxima vez que lo intente, levante la barbilla así. No la deje caer ni se degüelle como un ternero. Con limpieza y decisión, ¿entendido? Con limpieza y decisión.

Un destello de comprensión brilló en los ojos de Semper Idem, e instantes después la puerta del hospital se cerró tras él.

Había sido un día atareado para el doctor Bicknell y la tarde estaba muy avanzada cuando encendió el cigarro que precedía a su despedida de la mesa de operaciones, sobre la cual los heridos casi parecían pedir a gritos que los acostasen. Acababan de despachar al último de ellos, un viejo trapero con el omóplato roto, y las primeras espirales de humo comenzaban a envolverle en su fragancia, cuando por una ventana abierta les llegó de la calle el sonido urgente de una sirena de ambulancia, seguido de la inevitable entrada de la camilla con su horrible carga.

—Póngalo sobre la mesa —indicó el médico, volviéndose un instante para depositar su cigarro en lugar seguro—. ¿De qué se trata?

—Suicidio…, degollación —respondió uno de los enfermeros—. Encontrado por la callejuela Morgan. Pocas esperanzas, me parece, doctor. Está casi muerto.

—¿Eh? Bueno, le echaremos una ojeada de todos modos —y se inclinó sobre el hombre en el momento en que el corazón, tras un débil latido final, dejó de palpitar.

—¡Es Semper Idem que ha vuelto! —exclamó el administrador.

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—Ya —replicó el doctor Bickenll—, y se ha ido de nuevo. Nada de chapuzas esta vez. Bien hecho, sí señor, bien hecho. Siguió mi consejo al pie de la letra. Aquí ya no hago falta. Llévenselo al depósito.

El doctor Bicknell tomó el cigarro y lo encendió de nuevo.

—Éste —dijo con una mirada al administrador entre las bocanadas de humo—, éste iguala el marcador por el que perdió usted anoche. Ahora estamos empatados.