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Los favoritos de Midas[2]

Wade Atsheler ha muerto…, muerto por su propia mano. Decir que fue algo totalmente inesperado para el pequeño circulo de sus amistades sería una afirmación inexacta; sin embargo, ni a uno sólo de sus íntimos llegó a ocurrírsenos jamás la idea. Mejor dicho, nos habíamos preparado para ella de un modo incomprensible, inconsciente. Antes de perpetrarse la acción, su mera posibilidad nos era absolutamente ajena; pero cuando supimos que había muerto, nos pareció, sin saber por qué, que no sólo la comprendíamos, sino que la habíamos estado esperando desde hacía tiempo. Esto, en un análisis retrospectivo, era fácilmente explicable teniendo en cuenta sus graves problemas. Y digo «graves problemas» después de pensarlo bien. Joven, atractivo, con la seguridad que le daba su posición de mano derecha de Eben Hale, el gran magnate de los ferrocarriles urbanos, no podía tener razón alguna para quejarse de los favores de la fortuna. No obstante, ya veníamos observando cómo su terso ceño se surcaba de arrugas, cual si un pesado fardo o una desolación devoradora le royese las entrañas. Habíamos visto clarear y platearse sus negros y espesos cabellos como trigo verde bajo el sol abrasador y la sequía pertinaz. ¿Quién podría olvidar, en medio de las alegres compañías que hacia el final buscaba con creciente avidez…, quién podría olvidar, repito, los profundos ensimismamientos y las negras depresiones en que se sumía? En tales ocasiones, cuando la marea del buen humor se encabritaba y anegaba todo, de pronto, sin ton ni son, sus ojos se apagaban y su ceño se fruncía, al tiempo que, con los puños apretados y el rostro ensombrecido por los espasmos de algún sufrimiento interior, parecía luchar denodadamente al borde del abismo contra un peligro desconocido.

Ni él hablaba nunca de su preocupación ni nuestra discreción nos permitía preguntarle. Pero dio igual. Aunque lo hubiéramos hecho y él hubiera hablado, ni nuestra ayuda ni nuestra fuerza hubieran servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien fue secretario confidencial —o, más bien, hijo adoptivo y socio del negocio a todos los efectos—, no volvió a frecuentar nuestra compañía. Por lo que ahora sé, ello no se debía a que le desagradase estar con nosotros, sino al hecho de que sus preocupaciones se habían incrementado tanto, que ya no podía responder a nuestra alegría ni encontrar alivio entre nosotros. El porqué de todo esto éramos incapaces de comprenderlo entonces, ya que, cuando se verificó oficialmente el testamento de Eben Hale, todo el mundo supo que Atsheler pasaba a ser el único heredero de los muchos millones de su patrono, estipulándose además que la gran fortuna se le otorgaba sin condición, traba o restricción alguna para su disfrute. Ni un solo título de la sociedad, ni un céntimo en efectivo les fue legado a los parientes del fallecido. En cuanto a los familiares directos, una asombrosa cláusula establecía expresamente que quedaba a la discreción de Wade Atsheler la entrega a éstos del dinero que él juzgase conveniente y en las ocasiones que creyese aconsejables. De haberse dado algún escándalo en la familia del fallecido o de haber llevado sus hijos una vida de desenfreno y desobediencia, pudiera en tal caso haber existido una cierta lógica para esta insólita decisión; pero la felicidad doméstica de Eben Hale era proverbial en la comunidad, y habría tenido uno que ir a buscar muy lejos para encontrar unos hijos e hijas más sanos. Respecto a su esposa…, baste decir que aquellos que mejor la conocían solían llamarla cariñosamente «la madre de los Gracos»[3]. Ni que decir tiene que el inexplicable testamento llegó a ser el asombro y admiración del momento; pero el expectante público se quedó defraudado al no iniciarse impugnación alguna.

Fue hace tan sólo unos días cuando Eben Hale recibió sepultura en su suntuoso mausoleo de mármol. Y ahora Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció esta mañana en el periódico. Acabo de recibir una carta suya, echada al correo sin duda escasamente una hora antes de lanzarse a la eternidad. Esta carta, que tengo ante mi, es una relación de su propio puño y letra, a la que van unidos numerosos recortes de periódicos y facsímiles de cartas. Los originales de esta correspondencia están, según me dice, en manos de la policía. Me pide asimismo que haga pública la terrible serie de tragedias en las que sin culpa se ha visto envuelto, a fin de que sirva de aviso a la sociedad contra un peligro sumamente espantoso y diabólico que amenaza su propia supervivencia. He aquí, pues, el texto completo:

Fue en agosto de 1899, inmediatamente después de mi regreso de las vacaciones veraniegas, cuando ocurrió la desgracia. Entonces no nos dimos cuenta: todavía no habíamos aprendido a adaptar nuestras mentes a tan horribles posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la arrojó sobre mi mesa con una carcajada. Tras echarle un vistazo, también yo me eché a reír:

—Alguna broma pesada, señor Hale —dije—, y de muy mal gusto, por cierto.

Aquí encontrarás, querido John, una copia exacta de la carta en cuestión:

Sede de los F. de M.

17 de agosto de 1899

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

Deseamos que comprenda la necesidad de obtener, por medio de una parte cualquiera de sus vastas propiedades, la suma de veinte millones de dólares en efectivo. Esta cantidad es la que debe entregarnos a nosotros o a nuestros agentes. Observará que no le fijamos fecha alguna, pues no es nuestro deseo meterle prisa en este asunto. Puede incluso, si le resultase más fácil, pagarnos en diez, quince o veinte plazos; aunque no estamos dispuestos a aceptar ninguna entrega inferior al millón.

Debe creernos, querido señor Hale, cuando le decimos que nos hemos embarcado en esta empresa totalmente desprovistos de rencor. Pertenecemos a este proletariado intelectual cuyo número creciente señala de modo especial los últimos días del siglo XIX. Tras un exhaustivo estudio económico, nos hemos decidido a entrar en este negocio. Tiene muchas ventajas, entre las que cabe citar la de que podemos permitirnos grandes operaciones lucrativas sin capital alguno. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito, y esperamos que nuestras transacciones con usted sean igualmente agradables y satisfactorias.

Le rogamos preste atención mientras le explicamos nuestras opiniones más extensamente. En la base del actual sistema social se encuentra el derecho a la propiedad. Y este derecho del individuo a la tenencia de propiedad está demostrado que, en última instancia, descansa única y exclusivamente sobre la fuerza. Los caballeros armados de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra por la fuerza de la espada[4]. Seguramente estará usted de acuerdo en que esto es igualmente cierto por lo que respecta a todas las posesiones feudales. Con la aparición del vapor y la Revolución industrial nació la clase capitalista en el moderno sentido del término. Estos capitalistas se levantaron rápidamente por encima de la antigua nobleza. Los señores de la industria desposeyeron virtualmente a los descendientes de los señores de la guerra. El cerebro y no el músculo es hoy el ganador en la lucha por la vida. Pero el estado de cosas actual está, no obstante, basado en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los antiguos señores feudales saquearon la tierra con la espada y el fuego; los modernos magnates del dinero explotan al mundo por medio del dominio y la aplicación de las fuerzas económicas universales. La materia gris priva sobre la fuerza muscular, y los más aptos para sobrevivir son los que poseen el poder intelectual y comercial.

Nosotros, los F. de M., no nos resignamos a ser esclavos asalariados. Los grandes monopolios y carteles[5] (de los cuales usted forma parte) nos impiden alcanzar el lugar que por nuestra inteligencia nos correspondería ocupar entre ustedes. ¿Por qué? Porque carecemos de capital. Pertenecemos a la plebe; pero con una diferencia: somos los más inteligentes y no nos frena ningún estúpido escrúpulo ético ni social. Como esclavos asalariados, trabajando día y noche y viviendo con sobriedad, no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en mil doscientos— una suma de dinero suficiente para enfrentarnos con éxito a las grandes combinaciones de capital acumulado que actualmente existen. No obstante, hemos entrado en la competición y arrojado el guante al gran capital. Desee o no luchar, tendrá que hacerlo hasta el final.

Señor Hale, la defensa de nuestros intereses nos mueve a solicitarle veinte millones de dólares. Aunque somos lo bastante considerados para darle un plazo razonable en que cumplir su parte de la transacción, le agradeceríamos que no se retrasase demasiado. Cuando se avenga a nuestras condiciones, inserte un anuncio en la sección de asuntos personales de El Heraldo. A continuación le daremos las instrucciones para la transferencia de la suma mencionada. Sería preferible que lo hiciera antes del 1 de octubre. Si no lo hace, a fin de demostrarle que hablamos en serio, ese día mataremos a un hombre en la calle Treinta y Nueve Este. Será un obrero. A esa persona ni usted la conoce ni nosotros tampoco. Usted representa una fuerza de la sociedad moderna; nosotros otra: una nueva fuerza. Sin ira ni malicia, hemos entrado en batalla. Como fácilmente comprenderá, no somos sino una empresa de negocios. Usted y nosotros somos como dos muelas de molino: usted es la de arriba y nosotros la de abajo, y entre los dos reducimos a polvo la vida de este hombre. Sólo usted podrá salvarla si se aviene a nuestras condiciones y lo hace a tiempo.

Había una vez un rey que cuanto tocaba lo convertía en oro. Hemos tomado su nombre como distintivo oficial. Algún día, para protegernos de la competencia, lo convertiremos en marca registrada.

Tienen el gusto de saludarle,

LOS FAVORITOS DE MIDAS

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Tú mismo podrás juzgar, querido John, si no era para reírse de tan ridícula misiva. En cuanto a la idea, no podíamos menos de reconocer que estaba bien pensada, aunque era demasiado grotesca para tomarla en serio. El señor Hale dijo que la conservaría como una curiosidad literaria, y la echó en un cajón. Luego, enseguida nos olvidamos de ella, hasta que al poco tiempo —el 1 de octubre— recibimos por correo la siguiente carta:

Sede de los F. de M.

1 de octubre, 1899

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

Su víctima ha encontrado la muerte. Hace una hora, un obrero ha recibido una puñalada mortal. Antes de leer esta carta, su cuerpo se encontrará en el depósito de cadáveres. Puede ir allí a contemplar su obra.

En caso de que no ceda, y como prueba de nuestra seriedad en este asunto, el 14 de octubre daremos muerte a un agente de policía junto a la esquina de la calle Polk y la avenida de Clermont.

Muy cordialmente,

LOS FAVORITOS DE MIDAS

El señor Hale volvió a reír. Absorto como estaba por un negocio en ciernes con una sociedad de Chicago para la venta de todos sus ferrocarriles urbanos en esa ciudad, continuó dictando a su secretaria, sin prestar mayor atención al asunto. Pero, por alguna razón y sin saber por qué, un sentimiento de depresión se apoderó de mí. ¿Y si no era una broma?, pensé mientras tomaba maquinalmente el periódico de la mañana. Allí estaba, como correspondía a un oscuro individuo de la clase baja, en apenas media docena de líneas escondidas en un rincón, junto al anuncio de un medicamento:

Esta madrugada, poco después de las cinco, el obrero Peter Lascalle fue apuñalado en la calle Treinta y Nueve Este cuando se dirigía al trabajo. El asesino, un individuo no identificado, se dio a la fuga. La policía no ha podido descubrir móvil alguno para el crimen.

—¡Imposible! —exclamó el señor Hale cuando le hube leído la noticia. Pero era evidente que le preocupaba lo sucedido, pues media hora más tarde, aunque llamándose a sí mismo idiota por ello, me pidió que informase del asunto a la policía. En el despacho del comisario, a solas con él, sus risas aliviaron mi preocupación, e incluso salí de allí con la seguridad de que se iniciaría una investigación y se redoblaría la vigilancia de los alrededores de la calle Polk y la avenida Clermont en la fecha fijada. Y ahí quedó todo hasta dos semanas después, en que el correo trajo la siguiente nota:

Sede de los F. de M.

15 de octubre de 1899

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor mío:

Su segunda víctima ha caído en la fecha prevista. No tenemos prisa; pero a fin de persuadirle mejor, de aquí en adelante mataremos semanalmente. No obstante, para protegernos de la interferencia policial, a partir de ahora le avisaremos poco antes o simultáneamente con el hecho. Confiando que al recibir ésta se encuentre bien de salud,

Le saludan

LOS FAVORITOS DE MIDAS

Esta vez fue el propio señor Hale quien tomó el periódico y, tras breve búsqueda, me leyó esta referencia:

UN VIL ASESINATO

Joseph Donehue, que acababa de ser designado para la vigilancia especial del distrito Once, recibió a media noche un disparo en la cabeza, a consecuencia del cual murió en el acto. La tragedia tuvo lugar a la luz del alumbrado público en la confluencia de la calle Polk con la avenida Clermont. Nuestra sociedad se encuentra verdaderamente desprotegida cuando los responsables de su seguridad caen vilmente asesinados en la calle. La policía se ha mostrado hasta ahora incapaz de obtener la menor pista.

Apenas leída la noticia se presentó el comisario acompañado de dos de sus más astutos sabuesos. La inquietud se reflejaba en sus rostros, y era evidente que se encontraban seriamente preocupados. Aunque los datos eran pocos y simples, hablamos largo tiempo, dando vueltas y más vueltas al asunto. Antes de marcharse, el comisario se mostró muy confiado en que todo se resolvería pronto y se perseguiría sin descanso a los asesinos hasta descubrirlos. Entretanto, consideraba oportuno destacar algunos policías para nuestra protección personal y unos cuantos más para vigilar la casa y el parque. Transcurrida una semana, a la una de la tarde, recibimos el siguiente mensaje:

Sede de los F. de M.

21 de octubre, 1899

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

Sentimos observar cuán equivocadamente nos juzga. Ha estimado usted conveniente rodearse de guardias armados por todas partes como si verdaderamente pensase que somos delincuentes comunes capaces de asaltar su casa y arrancarle por la fuerza los veinte millones. Créanos: nada más lejos de nuestra intención.

Tras recapacitar un poco con sensatez, se dará fácilmente cuenta de que su vida nos es preciosa. No tenga miedo. No le haríamos daño por nada del mundo. Nuestra norma de conducta consiste en cuidarle con cariño y protegerle de todo mal. Su muerte no tiene sentido para nosotros. Si lo tuviera, puede estar seguro de que no vacilaríamos un instante en destruirle. Piénselo, señor Hale. Cuando nos haya pagado, necesitará hacer economías. Despida a sus guardias y reduzca gastos.

Diez minutos después de recibir este mensaje, una niñera habrá sido estrangulada en el parque de Brentwood. Su cadáver podrán encontrarlo tras el seto que bordea el paseo que sale a la izquierda del quiosco de música.

Un cordial saludo de

LOS FAVORITOS DE MIDAS

Al instante siguiente el señor Hale estaba al teléfono, previniendo al comisario del asesinato inminente. Éste interrumpió la conversación y avisó a la Subcomisaría F para que enviasen fuerzas al lugar. Quince minutos más tarde, el comisario volvió a telefonear para informarnos que el cuerpo de la joven había sido encontrado aún caliente en el sitio indicado. Los periódicos de aquella tarde estaban llenos de sensacionales titulares sobre «Jack el Estrangulador», denunciando la brutalidad del crimen y quejándose de la negligencia de la policía. Nosotros estuvimos hablando en privado con el comisario, el cual nos pidió que guardáramos el asunto en absoluto secreto. El éxito, según nos dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, John, el señor Hale es un hombre de hierro. Se negó a capitular. Pero era horrible, John, terrible…, algo espantoso, esta oscura fuerza ciega. No podíamos luchar ni urdir un plan, ni hacer nada excepto cruzarnos de brazos y esperar. Y semana tras semana, con la regularidad de la salida del sol, llegaba la noticia de la muerte de alguien, hombre o mujer, completamente inocente, y muerto por nosotros exactamente igual que si lo hubiéramos hecho con nuestras manos. Una palabra del señor Hale y la matanza hubiera cesado. Pero su corazón se endureció y, mientras esperaba, sus arrugas se acentuaron, la boca y los ojos se hicieron más firmes e implacables y su rostro parecía envejecer por horas. Considero inútil hablar de mi propio sufrimiento durante esta horrible época. Aquí encontrarás las cartas y telegramas de los F. de M., así como los recortes de periódicos, etc., con las noticias de los diferentes asesinatos.

Verás incluso cartas dirigidas al señor Hale advirtiéndole de ciertas maquinaciones de sus adversarios comerciales y de los manejos secretos del capital. Los F. de M. parecían tener la mano sobre el pulso más íntimo del mundo de los negocios y las finanzas. Informaciones que nuestros agentes eran incapaces de obtener, ellos las tenían y nos las facilitaron. En un momento crítico de cierta transacción, una oportuna comunicación suya permitió ahorrarse al señor Hale cinco millones. En otra ocasión nos hicieron llegar un telegrama, que probablemente salvó a mi jefe de morir a manos de un anarquista chiflado. Capturamos al individuo a su llegada y lo entregamos a la policía, que le encontró encima un nuevo y potente explosivo en cantidad suficiente para hundir un acorazado.

No cedimos. El señor Hale se mantuvo firme hasta el fin. En servicios secretos desembolsaba a razón de cien mil dólares semanales. Se contrató la ayuda de los pinkertons[6] y de incontables agencias de detectives privados, además de los miles que teníamos en nuestra nómina. Nuestros agentes estaban por doquier, bajo cualquier disfraz, introducidos en todos los ambientes sociales. Siguieron multitud de pistas, cientos de sospechosos fueron encarcelados y, en diferentes ocasiones, se sometió a vigilancia a miles de individuos de conducta sospechosa; pero nada llegó a materializarse. En sus contactos con nosotros, los F. de M. cambiaban constantemente de método. Todos los mensajeros que nos enviaban eran arrestados en el acto. Pero éstos resultaban ser siempre personas inocentes, en tanto que sus descripciones de los individuos que les habían contratado nunca concordaban. El último día del año, recibimos este aviso:

Sede de los F. de M.

31 de diciembre de 1899

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

Siguiendo con nuestra política, en la que nos congratulamos de saberle tan bien versado, tenemos el gusto de informarle de que daremos el pasaporte de este valle de lágrimas al comisario Bying, a quien, con motivo de nuestras atenciones, ha llegado a conocer tan bien. Acostumbra a estar en su despacho a estas horas. Mientras lee usted ésta, él está expirando.

Un cordial saludo de

LOS FAVORITOS DE MIDAS

Solté la carta y me arrojé sobre el teléfono. Fue un gran alivio escuchar la enérgica voz del comisario. Pero mientras hablaba, sus palabras se apagaron hasta convertirse en una especie de sollozo gutural, pudiendo oír débilmente el ruido de su cuerpo al desplomarse contra el suelo. Luego, una voz extraña me saludó, envió recuerdos de parte de los F. de M. y cortó la comunicación. Como un rayo marqué el número de la Comisaría Central de Policía, pidiéndoles que acudieran inmediatamente en ayuda del comisario Bying a su despacho privado. Me mantuve al teléfono, y al poco rato me comunicaron que lo habían hallado agonizante en medio de un charco de sangre. No existía ningún testigo ni el asesino había dejado huellas.

Tras este suceso, el señor Hale incrementó inmediatamente su servicio secreto hasta alcanzar un cuarto de millón la cifra de gastos semanales. Estaba decidido a ganar. La cantidad de recompensas ofrecidas llegó a sumar diez millones. Evaluando correctamente sus recursos, podrás comprender la manera de utilizarlos. Eran los principios los que estaban en juego, decía; no el dinero. Y hay que admitir que su comportamiento corroboraba la nobleza de su empeño. Todos los departamentos policiales de las grandes ciudades trabajaban coordinados, e incluso el gobierno de los Estados Unidos intervino hasta convertir el caso en un asunto de Estado. Se asignaron fondos estatales para descubrir a los F. de M. y se puso en alerta hasta la última de las agencias gubernamentales. Todo fue en vano. Los Favoritos de Midas continuaron impasibles su detestable obra. Se salían con la suya y golpeaban sin fallar.

Pero aunque luchaba hasta el último aliento, el señor Hale no podía lavar la sangre que ensuciaba sus manos. A pesar de no ser técnicamente un asesino, aunque ningún jurado formado entre sus pares le habría condenado, con todo, la muerte de cada una de esas personas se debía a él. Como dije antes, una sola palabra suya y la carnicería hubiese cesado. Pero él se negaba a pronunciar esa palabra. Insistía en que la integridad de la sociedad estaba amenazada, que él no era un cobarde que abandonase su puesto y que era de estricta justicia el que unos pocos fueran sacrificados en aras del bienestar de la mayoría. Sin embargo, aquella sangre pesaba sobre su cabeza y cada vez le hundía más en un profundo pesimismo. Respecto a mí, me abrumaba la culpabilidad del cómplice. Niños, criaturas incluso de pocos meses y ancianos eran asesinados sin piedad; y las muertes ya no eran solamente locales, sino que se distribuían por todo el país. A mediados de febrero, estando sentados una noche en la biblioteca, se oyó un fuerte golpe en la puerta. Al ir a abrir, descubrí sobre la alfombra del pasillo el siguiente mensaje:

Sede de los F. de M.

15 de febrero de 1900

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

¿No llora su corazón ante la sangrienta cosecha de vidas que está recogiendo? Tal vez hemos sido demasiado abstractos en la manera de llevar nuestro asunto. Seamos más concretos.

La señorita Adelaide Laidlaw es una joven de talento y, según tenemos entendido, tan bonita como bondadosa. Es hija de su viejo amigo el juez Laidlaw, y hemos podido saber que cuando era niña usted mismo la tuvo en sus brazos. Es, además, la mejor amiga de su hija, a quien estos días está visitando. Pero cuando esta carta haya sido leída, su visita habrá concluido.

Un saludo muy cordial,

LOS FAVORITOS DE MIDAS

¡Dios mío! En los primeros instantes no comprendimos el terrible significado. Nos precipitamos corriendo por los salones sin encontrarla, hasta llegar a sus habitaciones privadas. La puerta estaba candada, pero la derribamos lanzándonos contra ella. Allí estaba tendida, con el vestido que acababa de ponerse para asistir a la ópera, asfixiada con los cojines del sofá. Su cuerpo conservaba aún el calor y tenía todavía el color de la vida en sus mejillas. Permíteme pasar por alto el resto de este horror. Todavía recordarás seguramente, John, las informaciones de la prensa.

Aquella misma noche, el señor Hale me llamó y, con toda solemnidad, me hizo jurar ante Dios que le apoyaría y que no cedería aunque aniquilasen a todos sus amigos y familiares.

Al día siguiente me quedé sorprendido por su buen humor. Había esperado encontrarle profundamente afectado por la última tragedia; pero pronto descubriría hasta qué punto lo estaba en realidad. Todo el día estuvo alegre y animoso, como si al fin hubiera encontrado una salida al espantoso problema. Al día siguiente le encontramos muerto en la cama, con una pacífica sonrisa en su demacrado rostro: asfixia. Con el consentimiento de la policía y de las autoridades, se hizo creer que había sido un ataque cardíaco. Consideramos prudente ocultar la verdad, cosa que nos ha servido de poco, de muy poco realmente.

Apenas acabábamos de abandonar la cámara mortuoria, cuando algo demasiado tarde llegó esta extraordinaria carta:

Sede de los F. de M.

17 de febrero de 1900

Señor EBEN HALE, potentado

Muy señor nuestro:

Sentimos tener que molestarle cuando todavía está tan reciente el triste suceso de antes de ayer; pero lo que queremos comunicarle es de primerísima importancia para usted. Hemos pensado que tal vez intente escapársenos. Aparentemente sólo hay una salida, que, sin duda, habrá usted ya descubierto. Pero deseamos informarle que incluso esta única salida está cerrada. Puede usted morir, pero morirá fracasado y con la conciencia de su fracaso. No lo olvide: Somos parte inseparable de sus pertenencias. En unión de sus millones, pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.

Nosotros somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia social e industrial. Nos volvemos contra la sociedad que nos ha hecho. Somos el triunfante subproducto de nuestro tiempo, el azote de una civilización degradada.

Somos el resultado de una perversa selección social. Respondemos a la fuerza con la fuerza. Sólo los fuertes prevalecerán. Creemos en la supervivencia de los mejor adaptados. Ustedes han hecho morder el polvo a sus esclavos asalariados y han sobrevivido. En una veintena de sangrientas huelgas, oficiales armados a sus órdenes han abatido a tiros a sus obreros como si se tratase de perros rabiosos. Con tales medios ustedes han continuado arriba. No nos quejamos de las consecuencias porque reconocemos que nosotros somos el resultado de la misma ley natural. Pero ahora surge la cuestión: Dadas las actuales condiciones sociales, ¿quiénes de nosotros sobrevivirán? Nosotros creemos ser los más aptos. Usted piensa que son ustedes. Dejemos que sean el tiempo y la selección natural los que decidan.

Un cordial saludo de

LOS FAVORITOS DE MIDAS

John, comprenderás ahora la razón de evitar las diversiones y la compañía de los amigos. ¿Pero hay algo que explicar? Creo que esta narración lo aclarará todo. Hace tres semanas que murió Adelaide Laidlaw. Desde entonces he vivido entre el temor y la esperanza. Ayer se hizo público el testamento oficialmente. Hoy me han comunicado que una mujer de clase media será asesinada en el parque de Golden Gate, en las afueras de San Francisco. Los periódicos de la noche traen la noticia del suceso, y sus detalles se corresponden con los que me comunicaron por anticipado.

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Es inútil. No puedo enfrentarme a lo inevitable. He sido fiel al señor Hale y he luchado con denuedo. La razón de que mi fidelidad haya sido recompensada así es algo que soy incapaz de comprender. Sin embargo, no puedo traicionar su confianza ni faltar a mi palabra transigiendo con la extorsión. No obstante, estoy resuelto a que no caigan más muertes sobre mi cabeza. Todos los millones que recibí últimamente los he testado en favor de sus herederos legítimos. Que los fornidos hombros de los hijos de Eben Hale pechen con su propio fardo. Cuando leas esto yo ya no estaré aquí. Los Favoritos de Midas son todopoderosos, mientras que la policía se muestra impotente. Por ella me he enterado de que otros millonarios han sido extorsionados o perseguidos del mismo modo. Su número es desconocido, porque cuando alguien se somete a tal chantaje sus labios quedan sellados para siempre. Los que no han cedido aún están recogiendo su cosecha de sangre. El encarnizado juego continúa. El Gobierno Federal no puede hacer nada. Tengo entendido que organizaciones similares se han extendido también por Europa. La sociedad se ve sacudida en sus cimientos. Naciones y principados parecen teas prestas para ser encendidas. En lugar de las masas enfrentadas a las clases, es una lucha de una clase contra las demás. Y nos escogen a nosotros, los guardianes del progreso humano, para derribarnos. La ley y el orden han fracasado.

La Administración me ha pedido que guarde el secreto. Lo he hecho hasta ahora, mas no puedo continuar haciéndolo. Se ha convertido en una cuestión de interés público, preñada de las más terribles consecuencias, y yo cumpliré con mi deber de informar del peligro antes de abandonar este mundo. Cumple, pues, mi última voluntad, John, y haz esto público. No te asustes. Es el destino de la humanidad el que está en tu mano. Que la prensa lance millones de ejemplares, que se difunda alrededor del globo, y que dondequiera que se reúnan los hombres para hablar, que lo hagan sabiendo que su vida peligra. Y luego, cuando sea plenamente consciente, que se alce la sociedad y arroje de sí esta abominación.

Un abrazo y un largo adiós de

WADE ATSHELER