XXV
EL DESCENDIENTE DE GADIRO
Astropoulos, Cassandra y Sophia abandonaron la vivienda del árbol tan pronto vieron a Celestine regresar al claro. Habían seguido todo desde las ventanas, temblando con cada embate y temiendo por la vida de sus amigos. Afortunadamente, el hechizo que sufrió Sebastián solo le había provocado un desmayo. Lamentablemente, nada se pudo hacer por Jachim Akers. El Gran Mago había actuado a conciencia. La daga con la que le había atacado provocaba una muerte lenta, pero segura. A pesar de todos los problemas que había causado a la Atlántida, a pesar de su comportamiento y sus delirios de poder, todos lamentaron su muerte. Al fin y al cabo, había conseguido enmendar buena parte de sus errores y había ayudado a derrotar a un terrible enemigo.
Pero el trabajo de los tres Elegidos en la Atlántida no había concluido aún, tal y como se encargó de recordar Cassandra. La segunda parte de la profecía decía así: «Y tú. Diáprepes, ocaso de la monarquía estéril, de tus entrañas emergerá el nuevo rey que será señalado por el fruto de la magia». En la Atlántida, había un monarca cuyo trono no le correspondía. Branko, y solo un objeto sería capaz de sacar a la luz la verdad: la Corona de Gadiro. Por eso no había tiempo que perder. Mientras Celestine se ocupaba de Sebastián, los demás dieron sepultura a Akers y a Strafalarius.
Poco antes del mediodía, regresaron a Nundolt. Absolutamente todos, incluida Celestine, abandonaron el claro y ponían rumbo a la pequeña aldea donde se concentraba la multitud y, por supuesto, el todavía rey Branko. Al principio, la hechicera había sido reticente a acompañarlos, después de todo lo que se había dicho de ella. Sin embargo, los tres Elegidos garantizaron su seguridad y, por si fuera poco, contarían con Sebastián y su poderoso escudo.
Una media hora después, llegaban a Nundolt entre el regocijo y la sorpresa de los presentes. Lo cierto es que nadie comprendía de dónde salían. Reconocían los rostros de Tristán y Sebastián por haber participado en los Juegos, y el de Remigius Astropoulos por el puesto que ostentaba. Ahora bien, ¿qué hacía allí la pitonisa chiflada? Unos pocos reconocieron a los otros dos Elegidos, pero casi nadie sabía quién era Stel y, mucho menos, Celestine. ¿Acaso esa era Ella, la temible bruja? Muchos estaban convencidos de que no podía serlo, no parecía una bruja malvada…
La gente se apartaba a su paso, mientras se sucedían todo tipo de comentarios y murmullos. Así fue como llegaron al escenario central, donde fueron recibidos al son de trompetas y timbales.
Branko y la alcaldesa de Nundolt observaron con cierto escepticismo al grupo desde su privilegiada posición. Ni que decir tiene que no esperaban ver llegar a tanta gente y, mucho menos, tanto rostro desconocido. Fue Roland Legitatis quien se quedó de piedra al ver a los tres Elegidos de nuevo juntos y a Stel, seguidos por… ¡Remigius Astropoulos y Cassandra! ¿Qué clase de broma era aquella? ¿De dónde habían salido? ¿Quién era esa mujer que los acompañaba? ¿Y el otro muchacho? En pocos segundos obtendría la respuesta.
—Remigius, ¿qué se supone…? —empezó a decir Legitatis en un susurro, cuando se hallaba lo suficientemente cerca—. ¿Dónde está Strafalarius?
—Ha muerto —anunció el sabio en el mismo tono de voz.
—¿QUÉ?
—Roland, esto es importante.
—¡Claro que es importante!
—No lo entiendes… Es una historia muy difícil de explicar y tenemos muy poco tiempo —le advirtió Astropoulos—. No es a Branko a quien corresponde el trono atlante sino a…
—¡No digas sandeces! ¡Es el heredero de Gadiro! ¡Por algo era el líder de los rebeldes!
—En eso estás muy equivocado… —replicó Astropoulos. Lo dijo con tanta convicción que Legitatis empezó a temerse lo peor. ¿Strafalarius muerto? ¿Branko no era el verdadero heredero de la corona? ¿Qué estaba pasando? Pensaba que las cosas no podían ir a peor, pero estaba visto que se equivocaba—. Tienes que confiar en mí. Roland.
Legitatis frunció el entrecejo.
—Mmm…
—Puedo demostrarlo. Solo necesito que me dejes dirigirme al público.
Aquello no le hacía mucha gracia a Legitatis. ¿Cómo podría justificar su intervención? ¿Cómo se lo tomaría el rey? Aún recordaba la amenaza de Branko de asesinar tres atlantes por cada día que no colaborase con él… Pero, claro, ¿qué rey haría eso a su gente?
—¿Sucede algo? —inquirió un extrañado Branko a sus espaldas. Esa conversación y aquel detalle no le hacían mucha gracia—. ¿Tenemos ya un ganador?
—Lo cierto es que…
—Lo cierto es que me gustaría hacer una breve intervención. Majestad. Como la máxima autoridad dentro del Consejo de la Sabiduría, sería muy importante poder dirigirme a toda esta gente para…
Branko hizo un gesto negativo.
—Lo siento… ¿Remigius? Sí, Remigius Astropoulos —recordó, haciéndose el interesante—. Supongo que sabrás que hoy celebramos la última prueba de los Juegos, organizados con motivo de mi coronación. No puedo consentir que esto se convierta en un miting ni nada por el estilo.
Astropoulos sabía que no iba a ser fácil convencerle.
—Claro, claro, no quisiera estropear un día tan especial —contestó el anciano—. Sin embargo, ya que mencionáis el tema de la prueba, ¿puedo haceros una pregunta al respecto?
El rey hizo un gesto condescendiente.
—¿Por casualidad no habrá tenido algo que ver Botwinick Strafalarius en la planificación de esta última prueba?
—Oh, ya lo creo que sí, forma parte del Comité Organizador… ¿Supone eso algún problema?
Astropoulos sonrió.
—La verdad es que ya no… Aunque os diré que Celestine, vulgarmente conocida como Ella, era uno de sus enemigos más acérrimos. No me extrañaría nada que él mismo os hubiese embaucado para intentar, con la excusa de una prueba, acabar con ella y aligerar su camino hacia el poder.
—¿De qué estás hablando?
No cabía duda de que las palabras de Astropoulos habían alterado a Branko.
—Oh, no debéis preocuparos. Al menos, no por el momento… —dijo el anciano, sopesando sus palabras—. Veréis, debo confesaros algo.
Branko lo miró con suspicacia. Así que todo había sido una maniobra de Strafalarius… Por cierto, ¿dónde estaba? Llevaba toda la mañana desaparecido. No importaba, cuando llegase Scorpio, le encomendaría un nuevo trabajo. Estaba claro que ese mago necesitaba que le enseñasen quién mandaba en la Atlántida. No podía consentir que lo manipulasen de esa manera. Desde luego, no pensaba reconocer que había sido engañado por el hechicero. Pero ¿por qué habría de confiar en la palabra de aquel anciano? Puede que la masa lo aceptase como rey, pero no las altas esferas. Afortunadamente. Dagonakis ya no era un problema. Strafalarius, pronto dejaría de serlo. En cuanto a Astropoulos…
—Poco antes de vuestro desembarco en tierras atlantes, fue descubierta una profecía escrita en una pared de una de las criptas que hay en el Templo de Poseidón —reveló el sabio, despertando nuevamente el interés de Branko quien, con su mirada, demandaba más información al respecto—. Decía, textualmente, lo siguiente: «Y tú, Diáprepes, ocaso de la monarquía estéril, de tus entrañas emergerá el nuevo rey que será señalado por el fruto de la magia»…
—¿Es eso cierto, Roland?
La mirada que le dirigió Branko le recordó su amenaza. Legitatis tembló al pensar que, si no le gustaba su respuesta, comenzase a matar gente allí mismo. Sabía perfectamente que esa profecía empezaba hablando de los Elegidos pero, si Astropoulos lo había omitido, sería por algo. Prefirió seguirle la corriente.
—Lo es. Majestad. Yo mismo lo vi con mis propios ojos.
—Si mal recuerdo —prosiguió el anciano—, los restos del rey Fedor IV fueron hallados en Diáprepes que, según esa profecía, sería el ocaso de la monarquía atlante. Asimismo, señala que el nuevo rey saldría precisamente de esas tierras, como así ha sido. Vuestros barcos desembarcaron en las costas diaprepenses, ¿no es cierto?
—Así es —reconoció Branko.
—Sin embargo, hay un último detalle que hace que la profecía no se haya cumplido totalmente.
El monarca frunció el entrecejo e hizo un gesto poco amistoso. No le gustaban las insinuaciones de Astropoulos.
—¿Acaso quieres decir que no soy el legítimo rey por la absurda interpretación de una profecía?
—¡En absoluto, Majestad! Simplemente digo que falta un detalle… La profecía indica que el nuevo rey será señalado por la magia —recordó el sabio.
Aquello pareció interesar a Branko. ¿Y si tuviese la oportunidad de recibir el valioso don de la magia?
—Bien, ¿qué sugieres? Porque, si vienes hablándome de esto, será que tienes algún tipo de proposición…
—En efecto —asintió Astropoulos, volviéndose un instante para recibir el fardo de manos de Sophia. Inmediatamente, lo desenvolvió y extrajo una preciosa corona de oro con perlas y brillantes engastados—. Esta es la Corona de Gadiro, Majestad. Se trata de un objeto de valor incalculable, cuya historia se remonta a la época del mismísimo Gadiro. Se cuenta que Poseidón obsequió a cada uno de sus hijos con un valioso objeto. Este le fue entregado precisamente a uno de sus dos hijos mayores.
—Pero ¿no fue Atlas el rey?
—Efectivamente —reconoció Astropoulos—. Sin embargo, uno de los grandes misterios de la historia atlante es precisamente ese. ¿Por qué siendo gemelos se decantó por Atlas y no por Gadiro? ¿Era Atlas verdaderamente el mayor? No seré yo quien ponga en tela de juicio el criterio de Poseidón. Si su decisión fue justa o no, nada podemos hacer ya. En cambio, sí podemos legitimar a nuestro rey ya que esta corona que tengo en mis manos fue creada para eso. Solo puede ostentarla el rey de la Atlántida.
El rostro de Branko se iluminó. La Corona de Gadiro era verdaderamente hermosa. Un tesoro. Sin lugar a dudas, quedaría maravillosamente sobre su cabeza.
—¿Me dotará de algún poder especial? —inquirió Branko, deseando ponerse la corona a toda costa.
—¿Qué más poder hay que poder hacer y deshacer como un rey, Majestad? —replicó el sabio.
Sus palabras terminaron por convencer a Branko. Sí, tan pronto fuese legitimado como rey, la primera medida que adoptaría sería prohibir el uso de la magia. Si él no podía usarla, nadie más lo haría.
—Tienes razón.
—Por eso. Majestad, me gustaría dirigirme a la población. Explicaré muy brevemente esta circunstancia y os invitaré a que os la pongáis —dijo Astropoulos, siendo lo más explícito posible—. Con ella, estaréis muy elegante para entregar el premio…
—Me has convencido. Remigius —declaró un sonriente Branko—. Adelante.
Astropoulos asintió y, con la Corona de Gadiro en sus manos, se volvió hacia el público expectante. Se encaminó al pequeño atril sonriente. Con sus palabras había conseguido embaucar a Branko. Su ego y sus ansias de poder le habían concedido ese tiempo para dirigirse a la multitud, un error que le iba a salir muy caro.
—Buenas tardes a todos —saludó, sonriente—, aunque la gran mayoría sabréis quién soy, no está de más recordaros que me llamo Remigius Astropoulos y presido el Consejo de la Sabiduría. Si no pertenezco al comité organizador de estos Juegos es porque he estado ausente durante unos días buscando este objeto que precisamente tengo en mis manos: la Corona de Gadiro.
»Su rastro se perdió hace muchos años. Siglos. Tal vez milenios. No obstante, veis que se encuentra en perfecto estado. Muchos os estaréis preguntando por qué cuento esto, cuando en realidad habéis venido a vivir el final de los Juegos. Bien, yo creo que esto será un magnífico broche final.
»Hace aproximadamente una semana, fallecía el rey Fedor IV, el último de la estirpe de Atlas. Que en paz descanse —dijo, inclinando levemente la cabeza un par de segundos—. Justo después del funeral, se celebró la coronación del nuevo monarca —prosiguió Astropoulos—. Sin embargo, hoy, día en el que concluyen los Juegos con los que se celebra esta reciente coronación y ante un público tan numeroso, creo que es un buen momento para legitimar a nuestro rey.
Astropoulos se volvió e hizo un gesto de saludo a Branko. Había llegado el momento de jugar la última carta.
—Esta corona que veis aquí es un objeto único. Fue creado en tiempos inmemoriales por el mismísimo Poseidón con un objetivo muy claro: legitimar a los reyes atlantes y perpetuar el poder de la monarquía en el continente. Por eso, tiene un poder tan especial como peligroso. No todo el mundo está capacitado para portarla: solo el verdadero rey de la Atlántida, aquel en cuyas sus venas fluya la sangre de los antiguos reyes, el legítimo rey, podrá colocársela en la cabeza… sin miedo a sufrir una muerte terrible.
Mientras Sebastián, que se encontraba entre el público presente, fruncía el entrecejo, Branko comprendió inmediatamente que el sabio se la había jugado. Hizo ademán de interrumpirle, pero comprendió que sería inútil. No tenía más remedio que dejarle hablar y, una vez concluyese, salir de la manera más airosa posible. Eso sí, si algo tenía claro era que Astropoulos acababa de firmar su sentencia de muerte. Qué lástima que no hubiese permanecido en la cárcel hasta que sus huesos se hubiesen consumido.
—Desde este púlpito y ante todo el pueblo atlante quiero ofrecer la Corona de Gadiro a nuestro rey —dijo el anciano sabio con voz potente para que todo el mundo pudiese oír con claridad sus palabras. Se volvió e invitó al monarca a acercarse hasta su posición—. Él declaró públicamente que era el descendiente directo de Gadiro y forzó una ceremonia de coronación rápida. Precisamente por eso, supongo que no tendrá inconveniente alguno en ponerse la Corona de Gadiro sobre su cabeza y demostrar al pueblo atlante que es su legítimo rey.
Branko sonrió forzadamente. El muy canalla lo estaba poniendo entre la espada y la pared. Tal y como había expuesto las cosas, ¡no había escapatoria posible!
—Ejem… Has hablado de una muerte terrible, ¿no?
—¡Oh! Efectivamente, se cuenta que la Corona de Gadiro es implacable con todo aquel que osa ponérsela y no es el verdadero rey —apuntó Astropoulos—. Desconozco cuáles son sus efectos si la persona que se la pone no es la adecuada, si distingue entre la buena y la mala fe, si la muerte es automática o se lanza una maldición… No lo sé. Tampoco sé si han sido muchas o pocas las personas que perdieron la vida por este motivo. Apostaría que no demasiadas, aunque eso es una opinión personal. En cualquier caso, no deberíais preocuparos. Sois el descendiente de Gadiro y, por lo tanto, el legítimo heredero al trono atlante…
—Bueno, han sido tantas generaciones de la estirpe de Atlas… Tantas generaciones de descendientes de Gadiro y tantos los años que han transcurrido desde entonces, que puede que hubiese algún error…
Astropoulos frunció el entrecejo.
—Que yo sepa, hace unos días no había dudas al respecto.
—Bueno… —La gente empezaba a pedir a voces que Branko se pusiese la corona.
—¿Significa eso que no estamos ante el verdadero descendiente de Gadiro? Entonces, ¿se ha engañado al pueblo atlante?
Branko se irguió y entornó la mirada, mientras el griterío de fondo iba en aumento. Astropoulos lo estaba atacando directamente y no podía consentirlo. Si tenía que entrar en su juego, lo haría. Además, ¿y si todo aquello no era más que una pantomima? ¿Y si lo único que buscaba el anciano era que confesase? Porque, en el hipotético caso de que estuviese diciendo la verdad, ¿cómo iba a poder causarle la muerte una vulgar corona? Ni que fuese capaz de desencadenar una tormenta para que le cayese un rayo encima…
—He estado al frente de los que vosotros llamabais rebeldes durante mucho tiempo —dijo, rechinando sus dientes—. He abierto las fronteras atlantes y estoy dispuesto a llevar a la gloria a nuestro continente.
—En ese caso, aquí tiene su corona… Majestad —dijo Astropoulos, tendiéndosela.
Branko se quedó parado un par de segundos, dubitativo. Nadie podía ayudarle, ni la Guardia Real ni Scorpio… Si se echaba atrás, perdería toda su autoridad. Al final, ante el clamor popular, se vio obligado a coger la Corona de Gadiro con inseguras manos. Estaba convencido de que lo único que buscaba el sabio era amedrentarle. Sin embargo, no saldría de dudas hasta que se la pusiese sobre la cabeza. Y si era verdad… Prefería no pensar en lo que podía pasar. Sea como fuere, no descansaría hasta que Astropoulos pagase por lo que acababa de hacer.
Con una mirada llena de odio hacia el sabio, Branko asió la corona y, alzándola, se la ensartó en la cabeza.
Lo que sucedió a continuación pasaría a los anales de la historia atlante como algo único, inédito e indescriptible. La gente no huyó porque el asombro los dejó paralizados.
Un sonriente Branko saludó a la multitud con la corona luciendo sobre su cabeza. Dirigió una mirada desafiante a Remigius Astropoulos y, envalentonado al ver que nada sobrenatural ni extraño sucedía, se dispuso a hablar a la multitud. En el preciso instante en el que abrió la boca, sintió un fortísimo dolor de cabeza y un potente rayo de luz blanca asomó por su boca. Gritó de dolor. También sus ojos comenzaron a brillar y más rayos de luz brotaron de los dedos de sus manos y de sus orejas. La corona le presionaba la cabeza más y más, causándole un terrible dolor. Intentó quitársela y volvió a gritar. La luz brillaba con más y más intensidad e iba encontrando nuevos resquicios para salir del cuerpo de Branko: pecho, piernas, orejas, abdomen… Todo su cuerpo brilló, entre alaridos y jadeos entrecortados, hasta que un destello fulminante lo hizo desaparecer.
De pronto, la luz se desvaneció y la Corona de Gadiro cayó al suelo. El cuerpo de Branko había desaparecido. Legitatis se quedó de piedra ante lo que acababa de presenciar. Tuvo que frotarse los ojos para creerlo, como muchos de los que estaban allí.
Con la población atónita, los gritos de asombro terminaron por dar paso a los de miedo. Si lo que acababan de ver era real, si sus ojos no les engañaban… ¡Branko no era el legítimo rey de la Atlántida! Si eso era cierto, significaba que todo lo que habían vivido durante los últimos días era una mentira, un engaño. La invasión rebelde era un hecho —¡Branko reconoció haber robado los anillos!— y su líder había intentado hacerse con el control del continente.
—¡Todo ha sido un montaje!
—¡Muerte a los rebeldes!
Los ánimos se incendiaron rápidamente entre la multitud y, si no se hacía algo rápido para remediarlo, la cosa iba a terminar francamente mal. Fue Astropoulos quien tomó las riendas de nuevo y, con su intervención, logró aplacar la tensión. Se agachó y recuperó la corona, que aún permanecía en el suelo. Con decisión, la alzó a la vista de todos. Su gesto no pasó desapercibido para la multitud, cuyos gritos exaltados quedaron silenciados al instante. ¿Acaso aquel viejo chiflado pretendía ponérsela en la cabeza?
—No debéis alarmaros —anunció, en voz alta—. La Atlántida no ha vuelto a quedarse sin rey, porque Branko nunca lo ha sido. Así lo ha revelado la Corona de Gadiro.
—Entonces, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Cómo vamos a encontrar al verdadero heredero de la corona?
—¡Es verdad! Después de lo que hemos visto, ¡nadie querrá ponerse esa corona en la cabeza!
—¡Yo no lo haría ni loco!
Astropoulos sonrió, condescendiente.
—Y harías muy bien —dijo—. La Corona de Gadiro no es un objeto para tomárselo a broma, como tampoco lo es ser rey. La labor de un monarca ha de ser completamente desinteresada, alejada de cualquier afán que no sea promover el bienestar y la mejora de aquellos a los que representa. Branko nunca ha sido nuestro rey, porque nunca ha pensado en nosotros. Según él, quería devolver a la Atlántida el esplendor de antaño… convirtiéndose él en la persona más poderosa del mundo y eliminando a todo aquel que se interpusiera en su camino. Afortunadamente para la Atlántida, no va a ser así.
—Todo eso es muy bonito, pero… ¿de dónde va a salir nuestro futuro rey? —voceó alguien—. Si nadie se atreve a ponerse esa corona, ¡estamos perdidos!
—No hay que ser tan catastrofísta, amigo —replicó el sabio—. Es cierto que la Corona de Gadiro es exigente. Solo una persona, ¡una!, puede tener el honor de llevarla. Afortunadamente para nosotros, esa persona se encuentra aquí presente, entre nosotros.
—¿Cómo?
—¡Quién es!
—¡Dónde está!
La noticia no tardó en correr entre la muchedumbre, que comenzó a inquietarse. ¿Se atrevería alguien a ponerse la Corona de Gadiro? Solo por la valentía, ya merecía ser coronado rey…
—Hace veinte años, una mujer tuvo una visión —anunció Astropoulos, haciendo una pequeña pausa. Nadie, a excepción de Sophia, Tristán e Ibrahim se dio cuenta de cómo se sonrojó Cassandra—. Percibió con total claridad los designios del futuro y grabó aquella profecía en la pared de una de las criptas del Templo de Poseidón. Esa mujer fue tachada de loca a pesar de que su madre, Padme Puppis, fue una excelente hechicera. Esa mujer también está aquí, se llama Cassandra y le pediría encarecidamente que subiese a este escenario.
Al oír el nombre de Cassandra, se desencadenó un murmullo entre la multitud. ¿Cómo era posible que aquella mujer hubiese hecho una predicción dos décadas atrás? Siempre habían oído que estaba chiflada. No había más que ver su excéntrica manera de vestir, sus ojos de dos colores… Pero, aun así, los atlantes habían visto tantas cosas últimamente que, a aquellas alturas, ya nada les extrañaba. Lo único que esperaban era que no fuese ella la persona que debían coronar. Podían aceptarla como pitonisa, pero nunca como reina. ¡Aquello sería demasiado!
Una vez Cassandra se situó junto a Astropoulos, el anciano siguió hablando:
—En esa visión de la que os hablaba, Cassandra predijo la llegada de unos Elegidos. Si mi memoria no me falla, lo hizo en los siguientes términos: «Cuando las nubes y la oscuridad rebelde se ciernan sobre el reino atlante, se abrirán las puertas y los Elegidos acudirán en su rescate. Serán de sangre joven y vendrán abanderando los tres grandes poderes: Fuerza, Sabiduría y Magia. La Fuerza se asociará a uno de los mayores imperios de la Historia. La Sabiduría será proporcionada por una civilización culta en grado sumo. En cuanto a la Magia, difícil es seguir su rastro, pues tiene muchas vertientes y orígenes».
»Esos Elegidos tienen nombre y también están hoy aquí: Sophia, Tristán e Ibrahim —anunció, invitándoles a acompañarle—. Llegaron a la Atlántida desde tres puntos muy distintos del planeta. Sin ellos, la profecía nunca se hubiera cumplido.
Astropoulos explicó brevemente la historia de cada uno y cómo Sophia había colaborado en la recuperación de la Corona de Gadiro, mientras que Ibrahim y Tristán —sin olvidar la aportación de Stel y, sí, también de Jachim Akers— habían logrado acabar con la tiranía de Botwinick Strafalarius. La gente no daba crédito a cuanto estaba escuchando. ¿Un complot del Gran Mago para hacerse con el poder? Después, tuvo que explicar cómo Strafalarius lo había planificado todo desde el principio y había intentado acabar con la vida del heredero de Gadiro, matando a sus padres y a su tutor. Tampoco se olvidó de Celestine y cómo la pobre mujer se había visto obligada a vivir apartada, bajo la identidad de la bruja Ella, ante la amenaza del Gran Mago.
Sin embargo, lo verdaderamente importante, lo que la gente ansiaba, era saber quién era su rey.
—Con mucho sufrimiento y esfuerzo, todas estas personas han logrado destapar esta trama que luchaba por el poder de la Atlántida —prosiguió Astropoulos con solemnidad—. Falta una de ellas. Sí, esa en la que todos estáis pensando… La profecía terminaba con estas palabras: «Y tú, Diáprepes, ocaso de la monarquía estéril, de tus entrañas emergerá el nuevo rey que será señalado por el fruto de la magia». ¿Quién iba a pensar que el nuevo rey, el descendiente de Gadiro, nacería precisamente en Diáprepes?
»Pues sí, el heredero de Gadiro vino al mundo en Diáprepes. Pero lo hizo hace veinte años, antes de que aquel maravilloso territorio fuera pasto de las llamas. Ese muchacho se vio obligado a abandonar nuestro continente para salvar su vida de las malvadas intenciones de Botwinick Strafalarius y ahora ha regresado. ¡Él es Sebastián!
El corazón del joven dio un brinco. Mientras oía hablar a Astropoulos, los latidos de su corazón se habían acelerado pensando en la posibilidad de que le mencionase. Al fin y al cabo, toda la historia estaba girando en torno a su persona. ¡Él mismo, con toda su inocencia, se había probado la corona hacía unas horas! Pero cuando escuchó su nombre… ¡Rey de la Atlántida! ¡Eso era imposible! Tenía que ser una equivocación, ¿cómo…?
Animado por sus amigos, fue conducido al escenario donde, entre gritos de aclamación y sorpresa por su juventud, quedó a la vista de todo el mundo.
—Pero yo… Esto es imposible. Debe de haber una equivocación. Yo solo quería averiguar qué fue de mis padres y…
—No se trata de ningún error —dijo Astropoulos—. Según me reveló Jachim Akers instantes antes de morir, tienes una marca de nacimiento muy especial, en el costado… Un pequeño tridente.
—Sí, pero eso no tiene nada que ver.
—¡Oh! Ya lo creo que tiene que ver —intervino Sophia—. Esa es precisamente la marca de Gadiro… hijo de Poseidón. No olvides que el tridente era su fuente de poder.
—Suena tan increíble…
—Es increíble, pero cierto —asintió el sabio—. Esta corona te pertenece.
Sebastián abrió los ojos como platos al ver que Astropoulos le tendía la Corona de Gadiro. ¿Tenía que ponerse esa corona otra vez? ¿Después de lo que acababa de sucederle a Branko? Por mucho que ya se la hubiera probado, no estaba en absoluto convencido…
—Tranquilo, no te sucederá nada… más allá de ser coronado como el verdadero rey —lo animó Sophia, una vez más.
Sebastián tomó la Corona de Gadiro con sus manos temblorosas. Se sentía como en una nube y apenas tenía consciencia de lo que estaba sucediendo. Todo había sucedido con tanta rapidez en las últimas horas… Hacía solo unas horas que partían del gélido territorio de Azaes para defender a Ibrahim… ¡y ahora querían coronarle como rey!
Cerró los ojos y sus puños. Cuando quiso darse cuenta, ya tenía la Corona de Gadiro colocada en su cabeza y la gente lo aclamaba entusiasmada. Alguien lo llamó, mientras él no hacía otra cosa que esperar a que el rayo fulminante acabase con su vida.
—Majestad… —repitió la voz.
—¿Eh? Yo…
—Majestad, ¿me permitís la túnica? —pidió Astropoulos.
Las manos de Sebastián se habían cerrado con tanta tensión al recibir la Corona de Gadiro sobre su cabeza que ni se había dado cuenta que lo habían hecho asiendo los ropajes del sabio.
—Oh, lo siento… Yo…
—Relájese, Majestad —dijo la voz de Tristán e, inmediatamente, Sebastián se volvió.
—¡No te burles! —le espetó.
—Aunque no lo parezca, han transcurrido ya cerca de ocho minutos y no ha pasado nada —informó el italiano a cuyo lado ya se había acercado Alexandra—. ¡Vaya, esto sí que es una pasada! ¡Todo este tiempo he estado junto al rey de la Atlántida! ¡Y yo sin saber nada!
A pesar de que ostentaba la corona y de que todo el mundo debía rendirle pleitesía, más relajado, el nuevo monarca no dudó en seguirle la corriente.
—¡Y no olvides que mi escudo te salvó la vida!
—¡No lo dudo! ¡Aquel proyectil era de lo más peligroso!
El clima de alegría y las risas se fue contagiando entre todos los presentes. Ya nadie se acordaba de los Juegos ni de si había habido un ganador. Aunque no fuesen conscientes de ello, lo cierto es que sí lo había habido. Todos y cada uno de los atlantes habían ganado con aquellos Juegos. Gracias a ellos, ahora contaban con un rey joven, legítimo y señalado por el mismo Poseidón a través de la Corona de Gadiro. Gracias a los Juegos, se había lavado el nombre de Celestine; gracias a los Juegos, se había destapado el ambicioso plan de Strafalarius y se había acabado con él.
Todo ello, gracias a los Juegos… y a los Elegidos.