X

EL CORAZÓN DEL GUERRERO

Al ver los gruesos troncos y las viviendas que se camuflaban en ellos, Tristán se había detenido en seco. Desde que decidiera regresar a Nundolt para reencontrarse con Alexandra, había puesto todo su empeño en llegar al pequeño pueblo escondido en los bosques de Elasipo. Una vez allí, sintió que su corazón se desbocaba mientras que su estómago se reducía a la mínima esencia.

Hasta entonces no se había preocupado por su aspecto físico, que era más bien lamentable. Su ropa, plagada de desgarrones, dejaba entrever numerosas heridas en torso y brazos, llevaba el pelo sucio y enmarañado y, además, lucía varios cortes en la cara y sangre reseca en el cuello… Parecía un joven soldado que regresaba a casa después de un duro combate. Al menos, esa debió de ser la impresión de los pocos habitantes de Nundolt con los que Tristán se cruzó de camino a la casa de Alexandra. Ninguno de ellos reconoció en él al valiente muchacho que se adentró en el Bosque de Ella y que rescató sana y salva a la joven Alexandra.

Afortunadamente, quien sí lo había reconocido fue la propia Alexandra.

—¡Por todos los cielos. Tristán! —había exclamado, abriendo los ojos de par en par y tapándose la boca con ambas manos al abrir la puerta de su casa—. ¡Estás herido! ¿Qué te ha pasado?

—Es una larga historia… —contestó el muchacho, mientras la muchacha lo invitaba a pasar.

Al ver entrar al joven, la madre de Alexandra puso el grito en el cielo, pues pensó que era un enviado de Ella que venía a por su hija… Cuando lograron calmarla, prepararon un barreño con agua caliente y la propia Alexandra se dispuso a limpiar las heridas del cuerpo del italiano. A pesar de ser un chico valiente y aguerrido. Tristán puso cara de sufrimiento y se quejó de vez en cuando. Fue una sutil estrategia para ahondar un poco más en el corazón de Alexandra.

—¡Lo siento, lo siento! —se había excusado ella hasta cinco veces, en las que el muchacho había suspirado exageradamente.

—No te preocupes… —la disculpaba él, con expresión afligida.

Durante algo más de media hora. Alexandra se ocupó de desinfectar sus heridas. No sin cierta dosis de teatro —algo que le valió alguna que otra caricia en la mejilla—, Tristán le había contado el ataque que había sufrido por parte de los cuervos y sus sospechas de que Ella podía estar tras todo aquello.

—¿Y dices que tu amigo Ibrahim ha regresado al bosque? —inquirió la muchacha, horrorizada—. ¡Eso es espantoso!

—Lo sé…

Tristán se remontó más atrás en el tiempo y le contó la misión que les habían asignado, la aventura que habían vivido en Gadiro y cómo se había enfrentado al imponente minotauro. Entonces, la madre de Alexandra insistió en que se quedara a cenar.

—Debes recuperar fuerzas, tienes un aspecto muy desmejorado desde la última vez que te vi —le había dicho para tratar de convencerlo.

No hubo que hacer un gran esfuerzo. El muchacho terminó degustando un excelente plato de verduras y unas perdices estofadas que estaban para chuparse los dedos. Mientras comía, había aprovechado para narrar el resto de su sorprendente viaje a las entrañas de las minas de Gorgoroth y cómo habían desenmascarado a Mel.

—Después de todo lo que nos has contado, no me extraña que consiguieses rescatar a Alexandra —reconoció la madre, mientras llevaba unos platos a la cocina—. Nunca te estaré lo suficientemente agradecida…

—Oh, no fue nada —repuso Tristán con modestia.

—Dime, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó Alexandra con voz melosa, dejando a un lado el tema del Bosque de Ella. Su recuerdo aún le producía pesadillas por la noche. Acercó su silla ligeramente a la de Tristán.

El muchacho se quedó obnubilado mirando aquellos ojos azules como el mar y un mechón rizado que le caía como una cascada por la frente. Su exuberante cabello moreno la hacía aún más atractiva.

—Roland Legitatis me prometió que nos dejaría regresar a nuestros hogares tan pronto cumpliésemos con nuestra misión —reconoció Tristán al cabo, apartando la mirada a un lado. Hizo una mueca, como si se arrepintiese de haber hecho tal petición.

—Entonces… ¿cómo es que estás aquí? ¿No deberías haber regresado a la capital?

Tristán alzó la mirada y volvió a toparse con aquellos ojos azules.

—¿Habrías preferido que me hubiese ido directamente a Atlas… sin pasar por aquí? —contestó él con malicia. En ese preciso instante, la madre de Alexandra regresaba con el postre: una generosa bandeja de pastelitos de chocolate.

—No —susurró Alexandra, guiñándole un ojo.

—Entonces, Tristán, cuéntame cómo es esa ciudad en la que vives… Roma —pidió la señora, tomando uno de los pastelitos de la bandeja—. Aunque siempre se nos ha dicho que el mundo que había más allá de nuestras fronteras estaba tan poco desarrollado que carecía de interés, debo reconocer que siento curiosidad por saber cómo es.

Tristán sonrió.

—Si soy sincero, yo diría que en el mundo hay muchos países tecnológicamente muy avanzados… incluso más que la propia Atlántida.

—¿En serio? —respondieron las dos sorprendidas.

Un griterío en el exterior interrumpió la conversación. Se quedaron unos segundos a la escucha hasta que finalmente Alexandra habló.

—¿Qué es lo que pasa? Parece como si el pueblo entero se hubiese echado a la calle…

Extrañada, su madre se acercó a la puerta y se asomó para ver qué ocurría. No hizo falta que se diese la vuelta para anunciarlo. El bullicio podía ser ensordecedor, pero era muy claro: al parecer el rey Fedor IV había fallecido y el líder rebelde había sido coronado rey.

—No puede ser… —murmuró Alexandra—, si lo que se dice es cierto, estamos perdidos…

—Aguarda —dijo Tristán, tratando de escuchar algún comentario más—. Hablan de unos Juegos.

—¿Unos Juegos?

—Sí. Tristán tiene razón —contestó su madre, antes de cerrar la puerta—. Al parecer ha sido una idea de un tal Branko. Si las noticias que llegan son ciertas, se trata del líder de los rebeldes que, en principio, contaría con todas las papeletas para ostentar la corona atlante. Si es así… ¡que Poseidón nos asista!

Tristán estaba sobrecogido. El rey había fallecido… No había tenido la oportunidad de conocerlo pues, a su llegada a la Atlántida, ya había desaparecido. No obstante, podía sentir su ausencia como un atlante más. De pronto, había perdido las ganas de comer pastelitos.

—Me he quedado helada… —confesó la madre de Alexandra—, no me esperaba en absoluto la muerte del rey… y mucho menos que ya se le haya buscado su sustituto. ¡El líder de los rebeldes, ni más ni menos!

—Supongo que, tal y como está la Atlántida, no habrán querido que estemos sin gobierno un solo segundo…

Su madre arqueó las cejas.

—Sí, pero decantarse por un recién llegado… ¡y encima rebelde!

—Lo cierto es que yo no soy quién para opinar —terció Tristán—. Sin embargo, a veces viene bien sangre fresca que aporte nuevas estrategias, ideas novedosas…

—Como esos Juegos de los que hablan, ¿no? —replicó la señora, no sin cierta ironía.

Tristán se encogió de hombros.

—Mamá, no la tomes con Tristán —le espetó Alexandra—. Él no tiene la culpa de lo que ha sucedido. No deja de ser una simple opinión.

—Lo sé y lo siento, Tristán —se disculpó la madre de Alexandra—. No era mi intención echártelo en cara. Solo que no termino de comprender esa idea de convocar unos Juegos justo después de la muerte de nuestro monarca. ¡Ni que lo estuviésemos celebrando!

Alexandra meneó la cabeza.

—Tal vez lo hacen precisamente para levantar nuestro ánimo —aventuró la muchacha—. Si es así, creo que sería todo un acierto. Últimamente no atravesamos nuestro mejor momento…

—Podría ser… —aceptó su madre, nada convencida—. No tengo ni idea de en qué consistirán, pero conmigo que no cuenten.

Alexandra rio.

—No te lo tomes a mal, mamá, pero imagino que serán pruebas para gente joven y atlética… ¡Como tú! —exclamó, volviéndose hacia Tristán—. ¡Seguramente tú sí que podrías participar!

—Oh, no lo creo —reconoció el muchacho—. Seguramente, solo podrán participar atlantes. Además…

La muchacha se levantó de la silla con tanto ímpetu que a punto estuvo de tirarla.

—¡Piénsalo! —le rogó, ahogando un susurro—. Sería la excusa perfecta para que te pudieses quedar un poco más en la Atlántida…

El guiño de Alexandra le hizo sentirse más ilusionado que nunca. ¿Le estaba pidiendo que se quedase un tiempo más en la Atlántida? Si así fuese, ¡claro que lo haría! Si participando en esos Juegos podía permanecer un poco más de tiempo en aquel extraño continente, ¡lo haría sin dudarlo!

Aunque la casa era pequeña, Alexandra y su madre le prepararon un lecho donde poder pasar la noche. Tristán no tardó en retirarse a descansar y, ya tumbado, se perdió en alegres pensamientos. ¿Y si, además, ganaba? Ni siquiera sabía en qué consistían los Juegos, pero no estaba de más soñar un poco…

El griterío despertó a Tristán, quien a duras penas pudo despegar sus ojos legañosos. Dormía tan profundamente que se sintió completamente desorientado. Por un instante, había olvidado dónde se encontraba… hasta que la imagen de Alexandra volvió a dibujarse en su mente. ¿Qué hora era? ¿Acaso los habitantes de Nundolt aún seguian manifestándose por la muerte de Fedor IV? ¿No iban a dejarle dormir?

En ese preciso instante, la puerta de la casa se abrió y la luz del sol irrumpió en el salón con tanta fuerza como la propia Alexandra. Apenas pudo percibir que iba vestida con una camisola a juego con sus ojos y unos pantalones ajustados.

—¡Veo que ya te has despertado! —exclamó la muchacha, viendo cómo Tristán se ponía torpemente en pie.

—Como para no hacerlo, con todo ese jaleo… —protestó el italiano, que empezaba a darse cuenta de que ya era de día y que no tenía más remedio que ponerse en marcha.

—¡No es para menos! —soltó Alexandra, sin poder contener la emoción—. Tal y como se rumoreaba, se han presentado oficialmente los Primeros Juegos Atlantes… ¡y dan comienzo dentro de tres días ni más ni menos!

Tristán sacudió la cabeza, sorprendido.

—¿Tres días? —repitió—. En ese caso, no creo que pueda participar…

—¡Te equivocas! —le corrigió Alexandra, dando una sonora palmada—. Cualquier persona está invitada a participar, siempre y cuando formalice la correspondiente inscripción y esté presente el día de la inauguración.

Tristán se cruzó de brazos. Aquello se ponía interesante.

—¿En qué consisten las pruebas, si puede saberse?

—No lo han querido revelar. Solamente han dicho que hay que estar dentro de tres días en la bahía de Kun, una pequeña localidad ubicada en las lagunas de Mneseo, donde tendrá lugar la primera prueba. ¡La expectación va a ser máxima!

Tristán se pellizcó el labio. Tres días… Tenía tiempo suficiente para llegar hasta aquel lugar. Él tenía buenas aptitudes para el deporte, portaba una magnífica espada y había sido capaz de derrotar una gigantesca serpiente marina, precisamente en Mneseo. ¿Por qué no iba a estar preparado para hacer frente a cualquier tipo de prueba?

—Está bien —asintió el italiano—. Participaré.