IV

KRAK

Poco después de separarse de Sophia y Stel, Ibrahim y Tristán llegaron a un viejo embarcadero. No les extrañó su mal estado de conservación, pues era la tónica general en el continente atlante. Lo que sí les sorprendió fue encontrarse con un anciano de ojos lechosos que se disponía a salir a pescar. El aspecto sucio y desaliñado de los muchachos, unido a la afilada espada que portaba en el cinto el italiano, hizo que el hombre desconfiara de ellos nada más verlos.

—¡No tengo nada! —les gritó desde cierta distancia—. ¡Ni un mísero kropi!

Tanteó con sus temblorosas manos la escalerilla de metal corroído que daba a su bote y se apresuró a descender.

—Disculpe, señor —dijo Ibrahim tras engullir una de las bayas que le permitían comunicarse con los atlantes—. No buscamos su dinero, no somos malhechores. Simplemente queríamos saber si podría acercamos a la otra orilla.

El anciano alzó su arrugada cara y los miró con interés. Acostumbrado a que la gente lo llamara «viejo inútil», le había sorprendido que lo trataran con tanta educación; más aún, que lo llamaran «señor».

—¿Adónde os dirigís? —preguntó, ya desde la barca.

—A Elasipo —contestó Tristán—. Podríamos protegerle durante el trayecto…

El anciano frunció el entrecejo.

—¿Sois hechiceros?

—Mi amigo sabe hacer algo de magia. En casos de apuro resulta muy…

—Prefiero que esconda bien su amuleto y no lo use. —Gruñó el hombre, invitándolos a subir finalmente—. Vosotros remaréis… Y tú ten cuidado con esa espada. Mi barco es muy delicado y no quiero sufrir ningún contratiempo.

Agradecidos, los muchachos subieron a bordo del pequeño bote descascarillado. Tan pronto se acomodaron, se pusieron en marcha.

Aunque trataron de entablar conversación en un par de ocasiones, el anciano resultó ser bastante huraño y los mandó callar para que no espantasen su pesca. Afortunadamente, las aguas eran relativamente tranquilas y, a pesar de las apariencias, la barquichuela aguantó todo el trayecto sin mayor sobresalto.

Enseguida se dieron cuenta de los contrastes entre Gadiro y Elasipo.

Dejaron atrás el terreno escarpado y montañoso de las minas de oricalco, para adentrarse en un paraíso vegetal, de bosques tan poblados y frondosos que parecía extremadamente fácil perderse. Desde la orilla atisbaron la pareja de palmeras que franqueaban la salida del Bosque del Camino Único. Lo conocían bien, pues lo habían atravesado a la ida, y sabían lo peligrosos que podían resultar sus senderos cambiantes. Como no podían contar con la ayuda del Libro de la Sabiduría de Sophia, decidieron remar cauce arriba esperando encontrar una vía accesible que les condujese al corazón de Elasipo. El anciano les comentó que a unos quinientos metros llegarían a un pequeño amarradero. Aquella opción le iba bien, pues no quedaba lejos de una zona propicia para la pesca.

Allí se despidieron del marinero y siguieron el único sendero que había a la vista.

Botwinick Strafalarius regresó a su despacho después de haber estado supervisando durante una insufrible hora los últimos ejercicios de sus aprendices. Estaba convencido de que perdía el tiempo. A decir verdad, ni siquiera la magia de los hechiceros ya iniciados tenía un mínimo de calidad pero, sin ellos, debería dedicar mucho más tiempo a los aprendices, algo a lo que no estaba dispuesto. Strafalarius sabía que el futuro de la magia pasaba por que lograra hacerse con el Amuleto de Elasipo. Entonces, las cosas cambiarían radicalmente. Ya no sería necesaria la Orden de los Amuletos, porque él ostentaría el poder; tampoco serían necesarias las torres y, por supuesto, también sobrarían los aprendices…

En ese preciso instante, alguien llamó a la puerta.

—Adelante. —Gruñó la voz de Strafalarius.

La gruesa puerta de roble se abrió y uno de esos mocosos entró en la habitación. Miraba al suelo, tímido, mostrando su brillante pelambrera pelirroja. Traía un mensaje.

—Acaba de llegar esto para usted, señor —dijo al llegar al escritorio, temeroso de alzar la vista ante el Gran Mago.

—Gracias. Puedes retirarte.

Esa era la única utilidad que tenían los aprendices, pensó para sus adentros Strafalarius; eran meros recaderos. Acto seguido, rasgó el sobre y acercó el texto al candelabro que iluminaba su escritorio. Al leer las primeras líneas de la carta, frunció el entrecejo.

Querido Botwinick:

Me temo que tengo muy malas noticias. Esta misma mañana, mientras anunciábamos el regreso de los rebeldes, los hombres de Branko nos han comunicado que habían encontrado los restos de Fedor IV. Desconfiaría de ellos, de no haber sido porque lo han hallado en una caverna en Diáprepes. Todos sabemos el riesgo que supone adentrarse en la tierra de los licántropos. Nunca debí permitir que fuese solo…

Únicamente contamos con la espada de Su Majestad como prueba, por lo que no es suficiente para certificar su fallecimiento. Debemos recuperar los restos mortales del monarca, por lo que viajaré a la zona en las próximas horas.

Asimismo, pongo en tu conocimiento que los muchachos han cumplido la misión que les fue encomendada y, en un tiempo récord, han traído unos nuevos anillos forjados en Gunsbruck. Según tengo entendido, solo han regresado Sophia y Stel. Desconozco por qué no han venido con ellos los otros dos chicos. No debes preocuparte, porque me han confirmado que se encuentran bien. En cuanto vuelva de Diáprepes, me ocuparé de este asunto.

Recibe un saludo afectuoso,

Roland Legitatis

Strafalarius levantó la cabeza y apartó la vista del candelabro. Sus ojos rojos nunca se encontraban a gusto cuando los exponía a un exceso de luz. Se mordió el labio y se movió nervioso en su butaca. ¿Los Elegidos habían cumplido la misión? Eso solo podía significar que el inútil de Mel Gorgoroth no había conseguido el Amuleto de Elasipo. ¡Estaba rodeado de idiotas! ¿Es que no había nadie competente en la Atlántida? Enrabietado, dio un puñetazo en su mesa y las velas del candelabro a punto estuvieron de caer sobre el tablero.

Nervioso, se puso en pie y comenzó a pasear por el despacho como un león enjaulado. ¿Y qué significaba eso de que solo habían regresado a Atlas Sophia y Stel? Si a los otros dos muchachos no les había sucedido nada, ¿dónde demonios se habían metido? Ahora que el Amuleto de Elasipo estaba en la Atlántida, no le hacía ninguna gracia la idea de no saber dónde… ¿Y si lo tenía quien no debía? Además, si se confirmaba la muerte Fedor IV, debía actuar, aunque esta vez no confiaría en nada: él mismo, a través de su magia, se encargaría de localizar el Amuleto.

—Veamos… —dijo en voz alta, frotándose ambas manos con fruición mientras pensaba—. Teniendo en cuenta que Ibrahim no estaba en Atlas, lo más probable era que regresara por el mismo camino de la ida y, por tanto, debía encontrarse en algún punto entre Gadiro… y Elasipo.

Estas últimas palabras le hicieron sonreír. Si Ibrahim estaba en Elasipo, la búsqueda iba a resultar más fácil de lo esperado porque los árboles podrían ayudarle; sus ramas y raíces interconectadas por todo Elasipo podrían determinar en pocas horas, a lo sumo un día o dos, dónde se encontraba el muchacho egipcio. Pero si no estaba en esas tierras, debería pedir ayuda a las sombras. O, mejor aún, a los cuervos.

Estaba anocheciendo. Era el mejor momento para llamar a Krak, su cuervo favorito: acataría sus órdenes y guiaría a las demás aves para sobrevolar los bosques de Elasipo. Sí, los cuervos se convertirían en su aliado perfecto para esta ocasión.

Se acercó a su escritorio y de uno de los cajones extrajo algo muy parecido a un silbato. Acto seguido, apagó las velas del candelabro y se dirigió a la ventana. Abrió las dos hojas y se asomó ligeramente. Sintió el frescor del aire azotando su rostro y respiró aliviado al ver la calma que rodeaba las inmediaciones de la torre.

Sin apenas moverse, se llevó el pequeño artilugio a la boca y sopló con suavidad por uno de sus orificios. Apenas un par de minutos después, un ave de plumas negras y brillantes entró en la habitación como una bala de cañón y fue a posarse sobre el hombro derecho del hechicero albino.

Strafalarius extrajo su amuleto, que comenzó a desprender un color ambarino. El cuervo miraba embobado aquel destello y no tardó en quedarse relajado. El Gran Mago procedió a darle las pertinentes instrucciones y a describirle los principales rasgos del joven egipcio y la piedra que tanto ansiaba. El cuervo asintió levemente, como si hubiese entendido todo cuanto le acababan de decir y acatase las órdenes. Entonces, el amuleto de oricalco dejó de brillar. Strafalarius regresó a la ventana y Krak se agitó nerviosamente.

—¡Encuéntralo!

El cuervo despegó de inmediato y batió sus alas en dirección al bosque. Sus graznidos avisando al resto de sus congéneres no tardaron en perderse en las penumbras de la noche.

Una vez más. Strafalarius estrechaba el cerco en tomo al Amuleto de Elasipo.

Esta vez sí sería suyo.