XV
AMULETOS Y HECHIZOS
—¡Lo conseguí! —exclamó sonriente Ibrahim, mostrando en alto el Amuleto de Elasipo.
Celestine frunció el entrecejo y le espetó, nada convencida:
—A mí no me engañas. Eso tampoco vale. ¡Tienes que poner más empeño. Ibrahim!
—Es la segunda vez que superamos la prueba y nos dices que no es válido —protestó el muchacho egipcio, haciendo aspavientos con sus brazos.
—Es la segunda vez que conseguís el amuleto, no que superáis la prueba —le corrigió la hechicera—. ¿Acaso crees que Strafalarius os brindaría la oportunidad de utilizar una piedra como arma arrojadiza? ¡No me hagas reír!
—Pero esta segunda vez…
Celestine meneó la cabeza, a punto de perder la paciencia. Según había explicado a Ibrahim y Stel, la verdadera magia no radicaba tanto en la potencia de un amuleto como en la capacidad del propio hechicero porque un amuleto no era más que un canalizador de energía. Efectivamente, podía recargarse e incrementar el poder de un hechicero, pero no era imprescindible para realizar magia porque esta brotaba del interior de uno mismo; el hecho de tener un amuleto no te hacía ser mejor o peor hechicero. A pesar de todo. Stel se mostraba reacio a creer que no pasaba absolutamente nada si un amuleto se descargaba por completo.
—¿Convertirse en una vulgar piedra? —había preguntado con sorpresa Celestine, ante el comentario de Stel—. ¿De dónde sacas una idea tan absurda? Eso es una soberana estupidez. Me atrevería a afirmar que es una invención de Strafalarius para mantener bajo control a los hechiceros. Piénsalo bien… Haciéndoos recargar el amuleto en la Torre de Elasipo, en su torre, logra teneros a todos cerca y controlados. Un amuleto se puede descargar, pero jamás será un objeto inservible. ¡Menuda tontería!
Celestine era consciente de la ardua labor que tenía por delante. A los escasos conocimientos mágicos de Ibrahim tenían que sumarse los prejuicios de Stel. No obstante, el tiempo apremiaba. Si, como les había anunciado Stel, Fedor IV había fallecido, Botwinick Strafalarius no tardaría en actuar, más aún ahora que ya sabía dónde estaba el Amuleto de Elasipo. Por eso, era necesario que los muchachos aprendiesen a hacer magia de verdad.
Para acelerar el proceso. Celestine había ideado un exhaustivo plan de formación. Durante las primeras horas les había enseñado a concentrarse, algo fundamental para poder llevar a cabo cualquier práctica mágica; así, un tiempo de relajación y meditación seguido de unas pruebas de concentración visual y de tacto habían bastado para dar comienzo al primer ejercicio.
En el claro que había junto a su casa, Celestine había escogido un par de piedras planas de forma redondeada y de unos cincuenta centímetros de diámetro. Después de obligar a Ibrahim y Stel a vaciar de bayas mágicas sus bolsillos e introducirlas en dos tarros de cristal, les pidió sus amuletos. Completamente desarmados, los dos muchachos vieron cómo la hechicera hacía elevar las dos piedras a cinco metros del suelo en dos partes distintas del claro.
—Como ya habréis deducido, vuestra misión será recuperar vuestros amuletos —les había dicho.
Ibrahim y Stel se cruzaron miradas de indignación. ¿Cómo se suponía que debían hacerlo? Sin amuleto y sin bayas, ¡era imposible! Además, no había nada en el claro que les permitiese acercarse ni lo más mínimo a las piedras y, por mucho que uno se subiera encima del otro, los amuletos estaban demasiado elevados. Enfurecido, Stel no tuvo una idea mejor que lanzar unas cuantas pedradas contra la pequeña plataforma volante sobre la que descansaba su amuleto. Así, después de varios intentos, consiguió desestabilizarla lo suficiente como para que el objeto cayese por su propio peso. Aquella solución disgustó mucho a Celestine. Pero su paciencia se terminó cuando Ibrahim, después de pasarse un buen rato con la mirada clavada en la piedra flotante, sin parpadear, vio cómo la piedra se volteaba y el amuleto caía en sus manos. Por mucho que asegurase que había convocado a las fuerzas del viento, aquello no había sido más que un simple golpe de suerte. Efectivamente, un repentino soplo de aire había hecho que el amuleto cayese como una bola de plomo.
—La magia se basa en autodominio, concentración y determinación —les recordó por enésima vez—. Es decir, debéis tener bien despejada vuestra mente, centraros con todas vuestras fuerzas y…
—Llevar a cabo aquello que queremos conseguir —completaron los dos muchachos al unísono.
—Muy bien, veo que la teoría os la sabéis —asintió la hechicera, agitando su melena al viento—. Entonces, ¿cuál es vuestro objetivo?
—Hacernos con nuestros amuletos… —respondieron con pesadez.
—¡No! —El grito de Celestine los pilló tan desprevenidos, que ambos dieron un brinco—. ¡No queréis el amuleto! ¡Ese es vuestro error!
—Pero si nos has dicho…
—El amuleto es el fin, el premio. Pero ¿qué es lo que queréis realmente?
Ibrahim sonrió.
—Queremos llegar hasta él.
—O que el amuleto llegue hasta nosotros —apuntó Stel inmediatamente después.
Celestine se mostró complacida con la respuesta.
—¡Exactamente! En eso es en lo que tenéis que concentraros. Venga, intentadlo una vez más…
Ibrahim cerró los ojos y, tal y como les había enseñado Celestine, acompasó la respiración. Inspiró y espiró con fuerza, pausadamente. Consiguió dejar la mente en blanco. Entonces, se le apareció la imagen de la loseta de piedra. Sí, aquel era su destino. Ansiaba llegar allí con todas sus fuerzas. Lo deseaba más que nunca. Era tal la fuerza que sintió en su interior que casi no se dio cuenta de que, poco a poco, la piedra parecía aumentar de tamaño. Los segundos se transformaron en minutos cuando, de pronto, sintió que podía tocar la piedra con la yema de sus dedos. Estiró el brazo, la mano… los dedos, intentando aferrar el cordón del que pendía su amuleto. Ya estaba ahí; ya lo tenía, cuando oyó la voz exultante de su amigo.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Lo he conseguido!
¿Cómo era posible que Stel ya lo hubiese logrado? Fue entonces cuando se dio cuenta de dónde estaba. Durante los últimos dos o tres minutos, había permanecido tan concentrado que ni se había dado cuenta de que sus pies se habían despegado del suelo. ¡Estaba volando! Igual que si hubiese ingerido una baya amarilla, su cuerpo flotaba a poco más de cuatro metros del suelo.
En ese preciso instante, su concentración se rompió y se desplomó como un fardo pesado. La reacción de Celestine no fue suficientemente rápida como para abortar la caída, aunque si evitó males mayores.
—¿Estás bien? —preguntó Stel, preocupado ante la costalada que acababa de pegarse su amigo.
Ibrahim sacudió la cabeza.
—¿Cómo… cómo lo has conseguido?
Miró su mano derecha y, entre los dedos, se hallaba entrelazado el cordel del Amuleto de Elasipo.
—¡Bravo! —Aplaudió Celestine, visiblemente más contenta—. Eso ha estado mucho mejor, sí señor. Debo darte la enhorabuena especialmente, Ibrahim. Si bien es cierto que Stel ha sido más rápido, no requiere el mismo esfuerzo hacer bajar una piedra que ascender el propio cuerpo. Tan importante es la agilidad mental para buscar el camino más corto como la capacidad para hacer grandes cosas. Si seguís por esta línea, conseguiréis los dos objetivos. Ya lo veréis. Enhorabuena a los dos.
Más animados, los muchachos pudieron disfrutar de un almuerzo que les supo a poco. Celestine no era una mujer muy dada a las comidas abundantes. Más bien todo lo contrario. Al haberse visto obligada a vivir aislada, no había tenido más remedio que cultivar los alimentos que le brindaba la tierra. Precisamente por eso, comía principalmente frutas y verduras, y escasas veces probaba la carne y el pescado.
Apenas hubieron recobrado ligeramente las fuerzas, Celestine les preparó nuevos ejercicios para la tarde. De nuevo, sin amuletos y sin bayas, tendrían que levantar piedras con la mente, de una en una, al tiempo que las que iban alzando debían permanecer en el aire. En esta ocasión, el ejercicio les resultó mucho más fácil. Especialmente a Ibrahim a quien, después de haber conseguido volar, levantar piedras no le supuso gran cosa, incluso logró hacerlo a una gran velocidad, para alegría de la hechicera.
El sol se puso y las estrellas se dejaron ver entre las nubes de algodón que sobrevolaban el claro. Al ver tan animados a los dos jóvenes, Celestine les preguntó:
—¿Creéis que podríais elevar mi humilde mansión un par de metros?
Tanto Ibrahim como Stel contemplaron el gigantesco árbol, cuyo tronco se hallaba bien plantado en la tierra.
—¿Te refieres a arrancar el árbol de cuajo?
—Ni más ni menos.
Ibrahim se encogió de hombros.
—Claro que podría —dijo sin el mayor atisbo de preocupación. Su nivel de autoconfíanza había aumentado considerablemente las últimas horas—. Sin embargo, no veo motivo para hacerlo, ya que nos arriesgamos a quedarnos sin una cama en la que dormir esta noche y yo me encuentro verdaderamente cansado.
Los tres rieron al unísono.
—¡Así me gusta! ¡Determinación! —Aplaudió Celestine—. Recordad que con magia se pueden conseguir grandes cosas, mucho más que arrancar un árbol de su raíz…
Aquel fue el último consejo del día. Ibrahim y Stel apenas si tuvieron fuerzas para cenar. Poco después, se desplomaron exhaustos sobre sus respectivos lechos, sin siquiera quitarse las túnicas.
La imagen de Jachim Akers perdiéndose entre la multitud se paseó una y otra vez por la mente de Botwinick Strafalarius en su viaje de regreso a Elasipo. Porque era él, de eso estaba seguro. Si no, ¿por qué habría de salir corriendo nada más verle? ¿Dónde se había escondido ese granuja hasta entonces? ¿Tendría que ver algo en los planes expansionistas de Branko? Sí, eso era posible. Al fin y al cabo, Akers había sido quien le había traicionado.
El barco atravesó el canal principal de agua que separaba las localidades de Evemo y Elasipo. Meciéndose de un lado a otro, los recuerdos de Strafalarius afloraron con intensidad. La preparación del plan, la aparición del halo lunar, el robo de los anillos atlantes… Todo se había ejecutado al milímetro, pero se truncó en el último momento. Aún desconocía el motivo que había llevado a Akers a cambiar de opinión, pero estaba prácticamente seguro de que Branko tenía mucho que ver. Al menos, su presencia en aquel lugar era muy significativa… Más aún, cuando a su llegada a la Atlántida el propio monarca se había responsabilizado de la desaparición de los anillos. Había hablado de un contacto, pero no había desvelado de quién se trataba. Akers…
Si Branko estaba confabulado con Akers, tendría que actuar con premura. No podía permitir que ese traidor se fuese de la lengua, si es que no lo había hecho ya, y delatase sus planes. Claro que, ¿qué ganaría Akers? Probablemente nada, por eso había huido como una vulgar rata.
—Puedo ir en su busca, si así lo deseas —se ofreció Mahinder Gallagher con su voz melosa y siempre dispuesto a hacer cuanto fuese necesario por contentar al jefe de la orden.
—No, prefiero concentrar mis fuerzas en otros recursos. —Denegó el Gran Mago con la mirada perdida en las aguas azules del canal—. Con un poco de suerte se lo tragará una de esas horripilantes criaturas que habitan en Mneseo.
Ya se le había ocurrido la posibilidad de que Krak siguiese el rastro de Akers. Sin embargo, rápidamente había desechado la idea. Ese traidor le temía. Lo había visto en sus ojos justo antes de que echara a correr. No era de extrañar que hubiese buscado la amistad del muchacho italiano. Su espada era un arma poderosa, sin duda, pero, en cuanto él se hiciese con el Amuleto de Elasipo, no habría lugar en la Atlántida donde buscar refugio. Entonces saldaría unas cuantas cuentas pendientes: la de Akers… y alguna que otra más.
Precisamente por eso, su prioridad era hacerse con el Amuleto de Elasipo. Y ese era el mejor momento, aprovechando el revuelo provocado por la coronación del nuevo rey, la celebración de los Juegos…
Era una lástima que solo el joven italiano estuviese en Kun. Si hubiese aparecido también el muchacho egipcio, tal vez habría conseguido arrebatarle su amuleto. Pero no había sido así. Tal vez asistiese a la segunda prueba, en Azaes… Pero ¿y si no era así? ¿Y si Ibrahim decidía regresar a su país? Había asegurado que él quería quedarse pero ¿y si había cambiado de opinión?
Strafalarius suspiró y trató de desprenderse de la ansiedad que le oprimía el pecho. Krak le había informado que el muchacho estaba en Elasipo y, por el momento, no había razones para pensar que iba a abandonar la Atlántida. Pero si permanecía en Elasipo y no asistía a la segunda prueba, ¿cómo podría acercarse hasta el poderoso amuleto?
La solución le sacudió el rostro como una de las olas que acababa de golpear contra el casco de la embarcación. ¡Era tan sencillo! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Strafalarius sonrió. Si todo salía bien, y nada le llevaba a pensar lo contrario, el Amuleto de Elasipo sería suyo en menos de una semana. ¡Entonces él sería el dueño de la Atlántida!