XXIV

BATALLA EN EL CLARO

Espoleados con fuerza, los caballos corrieron como si huyesen del infierno de Hades. Después de dar un pequeño rodeo para evitar encontrarse con la gente y los demás participantes, los muchachos recorrieron los tortuosos senderos que conducían al Bosque de Ella. Ni Tristán ni Sebastián dejaron que se asustaran sus caballos cuando el paisaje se volvió más tenebroso y las ramas de aquellos árboles parecieron abalanzarse sobre ellos como si quisieran capturarlos. Espolearon con más fuerza aún para ir todavía más deprisa.

Tristán le hizo una serie de indicaciones a Sebastián mientras se aferraba con fuerza a la grupa de su caballo. El animal sorteó varios árboles, superó una ciénaga de un increíble salto y siguió devorando terreno a gran velocidad.

—¡Rápido! ¡Ya se aprecia el claro a lo lejos! —exclamó Tristán cuando divisó una zona que resplandecía a lo lejos como la luz que se enciende al final de un túnel.

Apenas medio minuto después, los dos caballos se adentraban en el claro como una exhalación. Para su sorpresa, se toparon con un repentino fogonazo de luz que Sebastián tuvo tiempo de desviar con su escudo, antes de que los caballos frenasen en seco, asustados.

—¡Alto! ¡Alto!

Como era de esperar, los caballos se encabritaron, los dos jóvenes salieron despedidos y solo la rápida actuación de Ibrahim evitó que acabasen con unas cuantas costillas rotas.

—¡Tristán!

—¡Sebastián!

Las voces de Sophia y de Akers rompieron el silencio de incredulidad que había invadido el claro.

—¿Qué se supone que estáis haciendo aquí? —preguntó Ibrahim, una vez los posó suavemente en el suelo.

—¿Vosotros no estabais participando en los Juegos? —inquirió Akers.

—¡Rápido! ¡No hay tiempo que perder! —exclamó Tristán, poniéndose en pie. Al ver a Ibrahim y a Stel sanos y salvos, terminó de convencerse de que todas las referencias a Ella no eran más que habladurías sin sentido. Sería una hechicera, sí, pero no malvada.

—¡Vienen hacia aquí! —explicó Sebastián.

—¿Cómo? ¿Quién viene hacia aquí? —le preguntó Cassandra.

—¡Si tú lo hubieses vaticinado, ahora no andaríamos tan apurados de tiempo! —le espetó Akers.

Astropoulos y Celestine acallaron las quejas y tomaron las riendas de inmediato. Lo último que les interesaba en aquellos instantes era una disputa interna entre ellos. El sabio bombardeó a preguntas a los recién llegados, mientras que Celestine se encargó de ir preparando la estrategia con los tres hechiceros.

—¿Ocho, dices?

Tristán asintió.

—Éramos diez finalistas, así que ese es el número al que habremos de enfrentamos.

—¿Estáis seguros de que no vendrán acompañados? —insistió un desconfiado Astropoulos. Llevaba bajo el brazo un bulto envuelto en un saco de arpillera. No parecía muy dispuesto a separarse de él.

—La ayuda externa está prohibida —les informó Sebastián—, aunque no podemos garantizar que vayan a cumplir las normas…

—Un millón de atlancos es un millón de atlancos…

—Estoy de acuerdo —reconoció el anciano—. Mmm… ¿Cuántos de los ocho son hechiceros?

—Dos, si no me equivoco —informó Tristán, tratando de hacer memoria.

—Bueno, contamos en nuestro bando con cuatro hechiceros. —Contabilizó Astropoulos—. Esperemos que sea suficiente para frenarles.

—Yo creo que bastará… —apuntó el italiano—. También podremos apañárnoslas con la mayoría de los que vengan espada en mano.

—Es cierto —corroboró un confiado Sebastián—. Reconozco que solo uno me da verdaderamente miedo. Ese tal Scorpio…

—Sí, puede que tengas razón. Ese va a ser un enemigo duro de pelar.

No perdieron mucho más tiempo discutiendo. En el momento en el que Tristán y Sebastián se disponían a unirse al resto del grupo para ayudar a preparar la defensa. Astropoulos dejó el bulto en el suelo, junto a sus pies, y asió el brazo del segundo.

—Joven, necesito hablar contigo unos segundos —dijo con voz solemne.

—Debemos darnos prisa… —contestó este—. Puede que lleguen en…

—Sé quién eres y qué has venido a hacer a la Atlántida —dijo el anciano, cortando de raíz aquello que estaba a punto de decir Sebastián.

El rostro del joven palideció.

—¿Usted sabe…? ¿Sabe qué fue de mis padres? ¿Sabe quién los asesinó?

De pronto, las prisas se habían esfumado.

—Lo sé, Sebastián. Lo sé.

El joven lo miró, demandando impaciente una explicación que no llegaba.

—¿Quién fue? ¿Aún vive?

—Escucha, Sebastián. Hay algo más importante que debes saber…

—¡No! ¡Escúcheme usted! —explotó el joven, que se extrajo un pliego de papel de su bolsillo y se apresuró a desdoblarlo—. Hace unos días recibía esta carta de un tal Apostólos Marmarian. En ella dice que nací en la Atlántida y que mis padres… mis verdaderos padres fueron asesinados. ¡Exijo saber si toda esta historia es cierta y, de serlo, quién lo hizo!

Astropoulos tomó la carta de sus manos y la leyó con interés.

—Todo lo que cuenta esta carta es verdad, Sebastián. En cuanto a la identidad de la persona que acabó con la vida de tus padres, la sabrás a su debido tiempo, créeme. No quiero que cometas una estupidez…

—Así que está vivo…

Astropoulos hizo oídos sordos a aquel comentario.

—No obstante, en esta carta también se indica que estás llamado a hacer cosas grandes…

Sebastián frunció el entrecejo.

—¿Y usted sabe…?

Astropoulos tragó saliva y miró fijamente al joven.

—Lo que Apostólos Marmarian no podía decirte en esa carta era que debías convertirte en rey de los atlantes.

Los ojos de Sebastián no podían mostrar mayor sorpresa.

—¡Venga ya! Aquí en la Atlántida ya tienen un rey que, si no ando mal informado, acaba de ser coronado y… —acertó a articular. Todo aquello le parecía una broma de muy mal gusto.

—Y precisamente ha ocupado el lugar que a ti te corresponde —le interrumpió el anciano.

—Pero ¿cómo voy a ser rey yo? He vivido toda mi vida en una pequeña localidad, lejos de este lugar…

—Protegido de todos aquellos que desearían verte muerto —completó con brusquedad Astropoulos, que sabía que no tenía mucho más tiempo para seguir discutiendo—. Poco después de tu nacimiento, una profecía anunciaba la muerte del último descendiente de Atlas y que el nuevo rey nacería en el territorio de Diáprepes, tal y como sucedió. Fedor IV, último de la estirpe de Atlas, fallecía hace unos días sin descendencia…

—¿Y usted cree que yo soy su sucesor? —inquirió con ironía Sebastián.

—No lo creo… Lo afirmo. Según me ha dicho Jachim Akers, tienes la marca de Poseidón.

—¿La marca de Poseidón?

—Un pequeño tridente…

—¡Es una mancha de nacimiento! No me irá a decir que debo ser rey por el mero hecho de tener un lunar…

Astropoulos gruñó. Oía los gritos de los demás a sus espaldas. El tiempo se le agotaba.

—¡Por supuesto que no! Eso es una prueba más… Tus padres fueron asesinados… y no solo fue por una mancha de nacimiento.

Astropoulos era consciente de que aquel había sido un golpe bajo, pero no había tenido más remedio.

—Escucha, Sebastián —dijo Astropoulos en tono paternalista. Se agachó y extrajo una hermosa corona del saco de arpillera que se hallaba a sus pies—. Marmarian no mentía cuando afirmaba que estabas llamado a hacer cosas grandes. Él lo sabía y dio su vida por ti. Tus padres hicieron lo mismo. Puedo decirte con total seguridad que esta corona te corresponde…

—Pero…

—¡Remigius, necesitamos a Sebastián en su puesto ya! —exclamó Celestine.

—Hazlo por ellos —pidió encarecidamente el anciano a quien le temblaban ligeramente las manos. ¿Serían nervios? ¿Ansiedad? Tal vez incluso una reacción fruto de su avanzada edad.

—Yo…

Un sinfín de preguntas y cuestiones se agolpaban en la mente de Sebastián. La carta de Marmarian, el asesino de sus padres, su vida en Santillana del Mar, su futuro como rey de la Atlántida… Por si fuera poco, estaban a punto de sufrir un ataque. Pero, a pesar de todo, los ojos de aquel anciano imploraban que se pusiese aquella corona.

Y lo hizo.

Apenas se lo pensó dos veces. Tomó el valioso objeto y este encajó perfectamente en su cabeza.

—¿Está contento? —preguntó el muchacho, devolviéndole la corona.

El semblante de Astropoulos cambió. Se le notaba aliviado, como si se hubiese quitado un peso de encima.

—No lo sabes bien…

—¿Se puede saber qué está pasando? —protestó Celestine, que tuvo que ir personalmente en busca de Sebastián—. ¡No tenemos tiempo!

—Tienes razón, Celestine…

—¡Claro que tengo razón! ¡Estamos a punto de sufrir el ataque de Strafalarius y tú estás tan tranquilo!

Astropoulos se volvió hacia ella.

—No estoy tranquilo. No lo estaré hasta que todo esto termine… —Al ver que el muchacho se marchaba, le dijo—: ¡Sebastián! Ten mucho cuidado, la Atlántida te necesita…

A pesar de sus repetidas quejas, Astropoulos fue conducido al interior de la vivienda de Celestine junto con Cassandra y Sophia.

—Por mucho que te empeñes, no creo que estés suficientemente preparado para blandir una espada —le espetó Celestine con descaro.

—¡Será posible! —se quejó el anciano, con el saco de arpillera de nuevo bajo el brazo.

—Remigius, todo en esta vida tiene una edad —prosiguió la hechicera—. Si al menos estuvieses capacitado para hacer magia, aún serías de alguna utilidad. Pero como no es el caso, creo que lo mejor será que aguardes dentro, junto con Cassandra. Sophia… y la Corona de Gadiro.

El anciano sabía que sería inútil discutir, de manera que se marchó refunfuñando.

—Ya están muy cerca —anunció de pronto Akers quien, tras haber ingerido una baya verde, era capaz de captar sonidos a muy larga distancia—. Yo diría que son dos… o incluso tres.

—¿Y el resto? —preguntó Sebastián—. Tiene que haber más…

Akers se encogió de hombros.

—Solo he captado las voces de dos de ellos, aunque por la cadencia de los pasos yo diria que se trata de tres personas. De los demás aún no percibo nada…

—Puede que se hayan perdido… —murmuró Tristán, tomando posiciones.

—O habrán tomado otro camino más largo —comentó Ibrahim—. Hay muchas formas de llegar hasta aquí.

Celestine ordenó a los tres hechiceros que se escondieran en tres lugares distintos a las afueras del claro, entre los árboles, de manera que tuviesen perfecta visibilidad y pudieran controlar todos los puntos del claro. Tristán y Sebastián se colocaron, bastante juntos entre sí, del lado en el que más probablemente aparecerían los enemigos.

Y así fue.

Tal y como había apuntado Akers, eran tres personas. Tristán reconoció al que encabezaba la marcha de inmediato. Era Scorpio. Los rostros de los otros dos le sonaban vagamente.

Scorpio abrió los ojos sorprendido al reconocer a Tristán.

—Vaya, vaya… Mira quién está aquí —dijo, arrastrando las palabras—. Don espada y su inseparable escudero.

—Nadie saldrá herido si volvéis por el mismo sitio por el que habéis venido —contestó afablemente Tristán. Deseaba que así fuera, pero sabía que aquel energúmeno no se marcharía de allí sin presentar batalla.

—¿Bromeas? ¿Y dejar que un mequetrefe como tú se lleve toda la gloria?

La espada de Tristán vibró como nunca. El odio que debía profesarle a aquel individuo debía ser mayúsculo.

—La hechicera a la que debemos dar caza, jamás ha hecho nada malo —dijo el italiano, tratando de calmar la situación.

—¿Y a mí qué me importa? Odio la magia, de manera que no tengo ningún problema en acabar con ella. Hay un millón de atlancos en juego…

Estaba claro que no había negociación posible con aquel tipo que, por si fuera poco, había empezado a blandir su espada amenazantemente. Unos gritos lejanos, en mitad del bosque, rasgaron el silencio. ¿Acaso las criaturas de barro habrían atacado a alguno de los participantes que aún no habían aparecido? No hubiese estado de más su ayuda para enfrentarse a esos tres individuos…

Aquel momento de incertidumbre fue aprovechado por Scorpio quien, sin dudarlo, se abalanzó sobre Tristán. El italiano lo esperaba, espada en mano. Al instante, los otros dos hicieron lo propio con Sebastián que, al verle armado con un pobre garrote y un escudo, lo consideraron una presa fácil.

Nada más lejos de la realidad.

Ni siquiera hizo falta que los hechiceros le ayudasen. Era tal la fuerza y el vigor con el que asía su escudo Sebastián que este desprendió un chispazo al recibir el primer impacto. Aquello enfureció a su contrincante quien, mientras el otro miraba, repitió tres veces más el golpe con todas sus fuerzas, pero el escudo lo repelía sin mayores consecuencias. Después, atacó con más rabia aún y no solo no provocó ni un rasguño al escudo, sino que en uno de los embates su espada se partió como si fuese de porcelana. Atónito por lo que acababa de suceder y completamente desarmado, fue el momento que aguardaba Sebastián para propinarle un garrotazo en la nuca con el que lo noqueó.

El segundo rio ante la incompetencia de su compañero, mientras mantenía un ojo clavado en el combate que enfrentaba a Tristán con su improvisado líder. Era consciente de que si el joven italiano vencía, él se llevaría toda la gloria por haberlo derrotado. Solo él. Animado por esa circunstancia, se lanzó en pos de Sebastián.

En aquella ocasión sucedió algo todavía más increíble. Fue visto y no visto. El escudo debió de actuar como un fuerte imán de manera que, cuando la espada golpeó su superficie, se quedó tan pegada que ni el hombre más fuerte del mundo habría podido separarla. Sebastián no lo dudó y, mientras su atacante intentaba inútilmente recuperar su arma, le asestó un garrotazo que lo dejó fuera de combate de inmediato.

A escasos metros de su posición, Tristán peleaba fieramente con su contendiente. El italiano aprovechaba su menor corpulencia para moverse con más agilidad, moviendo la espada como el caballero más experto. Se defendía, atacaba y volvía a defenderse, mientras soportaba las incontables provocaciones de su enemigo.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —decía—. Ese movimiento es más propio de las señoritas. ¡Pelea como un hombre!

Tras una de aquellas provocaciones, Tristán esquivó la embestida yéndose hacia un lado. Scorpio atacaba con tal ímpetu que cayó de bruces al suelo. Su reacción sorprendió por completo a Tristán, que vio cómo le lanzaba un puñado de tierra a la cara.

Cegado durante unos pocos segundos, su oponente arremetió de nuevo y, aunque la espada reaccionó por sí sola, Tristán no la asía con fuerza y salió despedida a varios metros de distancia. Estaba desarmado y completamente a merced de su enemigo, pero Sebastián acudió en su ayuda.

—¡Eh, Tristán! —chilló, llamando su atención.

Le lanzó el escudo mágico, que voló hasta él con gran precisión. En el preciso instante en que lo agarraba, la espada de su oponente estalló contra la superficie metálica. Con aquella defensa, Tristán rodó hasta recuperar la espada.

—Veo que necesitas la ayuda de tu amigo para intentar derrotarme. ¡Ni así lo lograrás!

Su bravuconería no fue más allá. Bastaron un par de movimientos eléctricos del italiano para desarmar a su rival, dejándolo tendido bocarriba.

—¿Qué hacemos con toda esta escoria? —preguntó Sebastián, señalando a los dos participantes que había dejado inconscientes.

—Atémoslos y dejémoslos amordazados —dijo Tristán—. No merece la pena hacer nada más.

—Me parece bien.

Las palabras de Sebastián quedaron ahogadas por los gritos de fondo de protesta de dos hombres y una mujer. Al parecer, las criaturas de barro habían cumplido con su cometido y habían atrapado a tres de los finalistas. Se debatían inútilmente en sus brazos, braceando y pataleando. Incluso intentaron clavar una daga en la espalda de una de ellas, pero aquello solo sirvió para enfurecerla aún más. Al final, los prisioneros terminaron en el interior de las jaulas colgantes que había próximas a la vivienda de Celestine.

—Bueno, si los cálculos no me fallan, quedan en liza los dos hechiceros —dijo Sebastián.

—Creo… que estás… en lo cierto —corroboró Tristán, que estaba arrastrando a uno de los prisioneros, para dejarlos bien separados. Así no podrían ayudarse entre sí.

—En ese caso…

El fogonazo de luz vino desde el bosque. Fue tan repentino que Sebastián apenas tuvo reflejos para protegerse de él. El impacto fue tan brutal que, aunque el choque de energía recayó mayoritariamente en el escudo, el joven salió despedido varios metros. El grito desesperado de Astropoulos, que lo había visto desde un ventanuco, se oyó en todo el claro. Al caer, Sebastián quedó tendido entre los helechos, inconsciente.

—¡Sebastián! —exclamó Tristán, corriendo hacia su amigo—. ¡Eh! ¿Se puede saber qué os pasa? —gritó indignado, hacia donde debían hallarse Stel o Ibrahim—. ¡Se supone que debíais cubrimos!

Un nuevo hechizo voló en su dirección pero, esta vez sí, Tristán lo esquivó a tiempo. A pesar de su creciente indignación, no tuvo tiempo para protestar. La batalla entre los hechiceros comenzó en el momento en que Stel replicó con el mismo hechizo. Inmediatamente, dio comienzo un duelo de fuegos cruzados. Desgraciadamente para Stel, su oponente no compartía el mismo respeto que Celestine por las plantas y no tardó en prender fuego al árbol en el que se había subido el joven hechicero. Stel no tuvo más remedio que abandonar su escondite haciendo uso de la levitación y, aunque Ibrahim acudió en su ayuda, nada pudo hacer frente al ataque que recibió. Un rayo de luz idéntico al que habían disparado contra Sebastián, impactó en el pecho de Stel y cayó al suelo como un saco de patatas. Al otro lado del claro, Celestine respondía a los ataques de otro hechicero.

Ibrahim miró de reojo el cuerpo inmóvil de su amigo y se fue acercando poco a poco a su posición, sin apartar la mirada de su oponente. Era un hechicero joven, pero lo suficientemente experimentado y poderoso como para poder vencerle. La mirada gélida de sus ojos azules parecía dispuesta a exterminarle a la menor oportunidad.

Sin embargo, el egipcio no se amedrentó.

Con un leve susurro, consiguió extinguir el fuego que aún prendía cerca de Stel. En realidad, no fue más que una maniobra de despiste. Confiando en que la concentración de Ibrahim se había centrado en apagar el fuego, el otro aprovechó para atacar. Ibrahim contraatacó y repelió la luz azulada. La potencia del Amuleto de Elasipo era tan superior que el hechizo se volvió contra su ejecutor. Sucedió tan rápido, que este no tuvo tiempo de reaccionar y sintió cómo un latigazo impactaba en su costado. Sus ojos azules contemplaron con horror cómo su cuerpo se iba cristalizando. En algo menos de diez segundos, estaba completamente congelado.

Ibrahim respiró aliviado. Estaba a punto de volverse para acudir en ayuda de su amigo cuando lo vio. Sus pelos blanquecinos, su túnica de color violácea y sus inconfundibles ojos rojos: era Botwinick Strafalarius. Debió ser una aparición fantasmal entre los árboles, pues su reflejo se evaporó en décimas de segundo.

—Maldición… Está aquí y sabe que tengo el amuleto… —masculló Ibrahim, acercándose a Stel—. Vamos, amigo. ¡Espabila!

No le extrañó ver que su esfuerzo era inútil. Aquel hechicero también había dejado fuera de combate a Sebastián, a pesar de su escudo. Su magia era fuerte, lo más probable es que tuviese un amuleto de jade…

Entonces volvió a verlo. Ahora Strafalarius estaba a escasos diez metros de él. Sus ojos parecían brillar en la penumbra como carbones incandescentes. Alzó el brazo derecho… y extendió la palma de su mano, como si pidiese algo. Ibrahim frunció el entrecejo. Bastó un simple parpadeo para que la imagen del Gran Mago se desvaneciese por segunda vez.

El muchacho estaba seguro de que lo que estaba viendo era real, que no eran alucinaciones suyas. Sin embargo. Strafalarius no había intentado atacarle… aún. Decidió que saldría al claro, hablaría con Tristán y, en la medida de lo posible, ayudaría a Celestine en su interminable duelo.

—Ibrahim…

La voz de Strafalarius, grave y chirriante como si llegase de ultratumba, le puso los pelos de punta. Se volvió y, por tercera vez, sus ojos se cruzaron con los del Gran Mago.

—Tuviste la oportunidad de unirte a mí y, sin embargo, escogiste a Ella… —pronunció Strafalarius, enseñando en su rostro surcado de arrugas una repugnante mueca—. No soy hombre de segundas oportunidades, así que lamento decirte que la oferta que te hice ya no sigue en pie. No obstante, si me entregas el Amuleto de Elasipo, te dejaré que regreses a tu hogar y no te haré daño.

—¡No te creo! —le espetó el muchacho—. ¡No eres más que un vulgar asesino! En cuanto te entregase el amuleto, acabarías conmigo y mis amigos. ¡No!

—¡Oh! Tus palabras me ofenden, Ibrahim —le replicó, torciendo el gesto—. ¿Qué te hace pensar eso? ¿Acaso no fue Remigius quien os envió a Gadiro en una misión sin sentido? ¡Todos sabemos que ya no hay oricalco de calidad!

Ibrahim dio un paso hacia atrás, en dirección al claro.

—Quisiste acabar con nosotros en la minas. Ese tal Mel Gorgoroth…

—No sé de quién me hablas —contestó Strafalarius, exagerando el rostro de sorpresa.

—Lo sabes muy bien. Sí que lo sabes.

—Te recuerdo que fue Astropoulos quien os encargó aquella misión inútil que…

—Y tú quien nos recomendó que pasáramos por la Torre de Elasipo. ¡No trates de embaucarme! —le contestó Ibrahim con energía—. Sé muy bien que quieres que los hechiceros recarguen los amuletos para así tenerlos controlados. ¡Y también sé lo que le hiciste a Apostólos Marmarian!

Un espeso silencio se apoderó del bosque durante unos segundos, solo interrumpido por algunas explosiones al otro lado del claro.

—Ya veo… Ha sido esa bruja quien te ha contado toda esa sarta de mentiras… Una bruja que…

—¡También fuiste tú quien inventó la historia de Ella! —le espetó Ibrahim con furia—. Cuando descubriste su escondite y te viste incapaz de derrotarla, intentaste acabar con ella enviando a pobres desdichados ofreciéndoles un rápido ascenso si conseguían borrarla del mapa. ¡Qué cobarde! Y todo porque Celestine se negó a entregarte a un pobre e inocente bebé al que querías matar porque se interponía en tu camino hacia el poder.

Los ojos de Strafalarius brillaron con más intensidad que nunca. Ibrahim esperaba el ataque del Gran Mago de un momento a otro. El muchacho estaba seguro de que intentaría exterminarlo. Pero el Gran Mago, en lugar de atacarle frontalmente, dio vida a los cinco árboles que rodeaban al joven hechicero. Las ramas comenzaron a moverse vigorosamente, unas se entrelazaron entre sí, estrechando el cerco en torno a su víctima, mientras que otras comenzaron a acecharle, intentando atraparle.

—Entrégame el Amuleto de Elasipo y salvarás tu vida… Es la última oferta que te hago.

—¡Jamás!

Entonces, el ataque de las ramas se volvió más virulento. Ibrahim tuvo que emplear su magia para defenderse. Cuando no estaba frenando la embestida de una de ellas, esquivaba a otra que pretendía atraparle. Los ataques se volvieron más y más insistentes hasta que finalmente una de las ramas embistió a Ibrahim por detrás. Defendiéndose de otro ramazo, se echó hacia atrás y… ¡zas! quedó atrapado como una mosca en una telaraña.

A partir de aquel instante, la batalla estaba perdida. Una segunda rama lo atenazó por la cintura, mientras otras más pequeñas iban atando sus extremidades, inmovilizándolo por completo.

—Te lo advertí, estúpido muchacho. Debiste hacerme caso —dijo Strafalarius, torciendo la boca en lo que debía ser una sonrisa irónica—. ¿Sabías que la muerte por asfixia es una de las más desagradables?

Ibrahim se agitó más aún al ver que una de las ramas se dirigía al cuello y, de un fuerte tirón, le arrebató el Amuleto de Elasipo.

—Sí… Igual que la de morir ahogado bajo el agua. —Acertó a decir Ibrahim—. Y ya conseguí salvarme en aquella ocasión.

—¡Oh! En ese caso creo que ya has agotado tu cupo de la suerte… —dijo Strafalarius, sonriendo al ver que las ramas se iban pasando el amuleto, acercándoselo cada vez más.

Ibrahim era consciente de que tenía razón. Esta vez había ganado. En unos segundos, el Amuleto de Elasipo estaría en sus manos y entonces tendría todo el poder.

Una última rama. Un metro. Esa era la distancia que separaba a Strafalarius de la gloria que había perseguido en los últimos veinte años. Extendió la mano, dispuesto a hacerse con ese objeto que tanto codiciaba y que, a partir de ahora, le haría invencible. Medio metro.

Centímetros…

Entonces sucedió algo increíble. Ibrahim sintió un fortísimo golpe de viento que parecía querer arrancarle la cabeza. Las ramas se agitaron, pero permanecieron bien agarradas a los árboles, aprisionándole, apretando más y más. En cambio, a Strafalarius el golpe de viento huracanado lo pilló completamente desprevenido. Para cuando quiso darse cuenta, volaba descontroladamente de espaldas. Logró frenarse en el aire, instantes antes de golpear de lleno contra el tronco de un árbol.

—No permitiré que te salgas con la tuya. Botwinick.

La voz estalló como un trueno a espaldas de Ibrahim.

—¡Tú! ¡Sucio traidor!

El Amuleto de Elasipo había pasado a un segundo plano en la mente de Strafalarius; en aquellos instantes solo tenía ojos para Jachim Akers, que lo desafiaba sin temor alguno desde la distancia.

—He hecho cosas terribles. He cometido numerosos errores… Y el primero de todos, seguirte —reconoció con contundencia el joven hechicero—. Pero aún tengo tiempo para enmendar todos mis fallos… ¡Aunque sea lo último que haga!

—¡Y así será!

Ibrahim vio cómo Akers lanzaba el primer ataque. —El segundo, si se tenía en cuenta la oleada huracanada con la que había evitado que Strafalarius se hiciese con el poderoso amuleto—. Sin embargo, fuese el conjuro que fuese, el Gran Mago lo repelió con la misma facilidad que si hubiese sido ejecutado por un niño. El egipcio no pudo ver mucho más. Su amuleto había desaparecido entre las hierbas pero, gracias a Celestine, sabía que podía hacer magia sin él. Eso sí, más le valía concentrarse al máximo en frenar el ataque de las ramas, si no quería morir ahogado en pocos minutos.

Strafalarius lanzó un conjuro imposible. Un simple susurro bastó para que todas las hojas del árbol que tenía a su lado se desprendiesen de sus ramas y volasen en dirección a Akers, como afiladas cuchillas. El hechicero pudo detener a duras penas la acometida con un hechizo defensivo. A pesar de su esfuerzo, dos o tres hojas le alcanzaron, causándole profundos y dolorosos cortes en la piel. Pero ¿qué eran unos pocos cortes comparado con lo que sufrió el rey Fedor IV a manos de los licántropos? Recordaba muy bien sus últimas palabras antes de morir. Se sacrificó para que él pudiese dar a conocer la verdad. Afortunadamente, ya la había compartido con otros y, con un poco de suerte, todo el mundo lo sabría. Sin embargo, aún le quedaba vengarse de aquel que por tan mal camino le había llevado.

Strafalarius era muy poderoso y Akers lo sabía. Por eso, tenía que ser efectivo y buscar el momento oportuno. Antes de que Strafalarius le tomase la delantera de nuevo, optó por realizar una maniobra arriesgada. Si le salía bien, aún tendría fuerzas para rematar al Gran Mago con un último encantamiento. Si le salía mal, apenas le quedarían fuerzas para defenderse…

—¿Es miedo lo que veo en tus ojos? —inquirió Strafalarius, tratando de desestabilizarle.

—Qué más quisieras…

Akers, lejos de romper su concentración, lanzó con fuerza su encantamiento inmovilízador contra las piernas de su oponente. Una chispa de esperanza le iluminó el rostro al ver cómo surtía efecto la magia y, poco a poco, se iba paralizando cada centímetro del cuerpo de Strafalarius. Inmediatamente después, le lanzó el segundo conjuro que tenía previsto: una lengua de fuego.

Es verdad que alcanzó al Gran Mago y que las llamas lamieron sin contemplaciones sus barbas hasta dejarlas completamente chamuscadas. Sin embargo, seguramente por el efecto del calor, el conjuro paralizante no produjo el efecto deseado. Akers no lo supo hasta que fue demasiado tarde.

Exhausto por el esfuerzo realizado, el hechicero se acercó tambaleante hasta Strafalarius. Una baya de la muerte habría sido lo más justo en ese caso, pero no la tenía. Un sencillo conjuro de sueño eterno bastaría para que las ambiciones de Strafalarius se marchasen con él al más allá. Con esa intención. Akers se acercó hasta él. Alzó ambas manos y se las impuso sobre su aparentemente inmovilizada cabeza.

En el momento en el que pronunciaba las palabras mágicas, sintió una dolorosa punzada y una fuerte opresión en el pecho. Abrió los ojos por la sorpresa y se topó con la sonrisa maliciosa de Strafalarius y con su mano derecha, que le ensartaba una pequeña daga entre las costillas, bajo el corazón.

—A veces, una buena interpretación es mejor que un mal hechizo…

Con un sutil empujón, se deshizo de un moribundo Akers.

Y entonces volvió a verlo. Estaba escasamente a un metro del cuerpo de Akers. El Amuleto de Elasipo brillaba como una hermosa gema, deseosa de acudir en manos de su nuevo dueño. Había esperado tanto aquel momento que, ahora sí, se abalanzó sobre el amuleto. Sus ojos lo contemplaron con admiración. Sus manos la acariciaron con devoción. Era tal la satisfacción que sentía que no pudo evitar darle un beso y relamerse con las mieles del éxito. La piedra tenía un regusto un tanto amargo, pero era el más dulce y sabroso que había probado en toda su vida.

—Y a veces, una buena ilusión es mejor que la cruda realidad.

Strafalarius se volvió, sorprendido por aquellas palabras, y sus ojos se encontraron con ella. Con Ella. Los años la habían respetado, pero era difícil olvidar aquellos ojos. Se mostraba despreocupada, tranquila, con una piedra sobre su mano derecha. ¿Acaso pretendía defenderse con un pedazo de roca? Las cosas no podían pintar mejor. La primera persona que se cruzaba en su camino después de tener el Amuleto de Elasipo era el único testigo de lo que había sucedido veinte años atrás. Ella sería la primera víctima de su nuevo reinado.

No tardó en reparar en un detalle. La piedra que Celestine lanzaba y cogía una y otra vez con su mano le era familiar. Era… era… ¡el Amuleto de Elasipo!

—Pero… es imposible… yo… —balbuceó Strafalarius, dirigiendo una mirada a sus manos.

Y entonces vio una piedra de un tamaño similar al preciado amuleto, de un color grisáceo con manchurrones negros.

—Ya te lo he dicho: una buena ilusión es mejor que la cruda realidad —repitió Celestine—, tan cruda, que acabas de firmar tu sentencia de muerte.

Strafalarius frunció el entrecejo y empezó a temerse lo peor.

—No…

—Sí —asintió—. Es exactamente lo mismo que le hiciste a mi maestro. Tú tendrás la misma muerte pero, a diferencia de él, no te irás satisfecho. Te dijo que jamás podrías hacerte con el Amuleto de Elasipo, y así ha sido. Nunca has podido conseguirlo. Has estado cerca, sí. Pero no lo has conseguido. Ese falso amuleto que acabas de besar y con el que te acabas de relamer, no es más que una piedra impregnada con jugo de baya de la muerte. Y ya sabes el efecto que causa una vez entra en contacto con la lengua…

El Gran Mago empezó a sentir un sudor frío recorriéndole la frente. Las manos le temblaron descontroladamente y su respiración se agitó.

—Por… favor…

Las palabras salían con dificultad de su hinchada boca. El corazón se desbocó, latiendo a gran velocidad.

—Me temo que el amuleto le pertenece a alguien mucho más digno que tú. Hasta nunca. Botwinick Strafalarius.

Unos segundos después, el cuerpo sin vida del Gran Mago se desplomó junto al moribundo Akers.