XVII
PREGUNTAS SIN RESPUESTAS
Después de que Jachim echara a correr como alma que lleva el diablo tras ver a Botwinick Strafalarius, los tres jóvenes se quedaron un rato preguntándose qué habría sucedido entre ambos para que el joven hechicero reaccionase de esa manera. Aunque el aspecto del Gran Mago no era de lo más amable y sus ojos rojos suscitaban temor a todo aquel que los miraba, no era motivo suficiente para semejante huida. También cabía la posibilidad, tal y como planteó Sebastián, de que no fuera a Strafalarius a quien mirara Jachim, sino a otra persona.
—Un tipejo como Tyrion, secundado por sus compinches, me infunde más respeto que ese estrambótico anciano —concluyó Sebastián.
—Oh, no sabes lo que estás diciendo, amigo —le contradijo Tristán, meneando la cabeza. Había llegado a oír cosas espantosas del Gran Mago y de su enorme capacidad de poder.
Alexandra reaccionó ante las palabras de Sebastián.
—¿A qué Tyrion te refieres? —preguntó, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué has querido decir?
—Ha sido un ejemplo como otro cualquiera. —Se anticipó Tristán, quien hubiese preferido no tocar ese tema—. No creo que se refiera a nadie en particular…
—Claro, qué casualidad… Un ejemplo cualquiera llamado Tyrion —replicó Alexandra, cruzándose de brazos—. Por cierto, ¿vas a decirme a qué Tyrion te estás refiriendo?
—Bueno… Tampoco fue para tanto… ¿Acaso lo conoce? —le preguntó a Tristán.
—¡Ajá! —exclamó Alexandra. Se cruzó de brazos y, con el entrecejo fruncido, dirigió una mirada severa a Tristán—. Me prometiste que le dejarías en paz.
El italiano esbozó una sonrisa pícara.
—En realidad eso fue lo que hicimos, dejarle en paz…
Alexandra, a quien aquella sonrisa no le inspiraba ninguna confianza, exigió una explicación. Solo entonces, los dos muchachos le comentaron cómo Tyrion y sus amigos habían tratado de arrebatarles los huevos a pedradas.
—¿Ves esa brecha que tiene Sebastián en la cabeza? —preguntó el italiano, señalando el aparatoso vendaje de su amigo. Su enfado había ido creciendo a medida que recordaba lo que había pasado—. Bien, pues agradéceselo a tu querido Tyrion.
Y es que el comentario de Alexandra lo había indignado. ¿Cómo podía sentir un mínimo de compasión por alguien tan impresentable como Tyrion? ¿Acaso tenía sentido? Hacía tan solo unos días la había abandonado en el bosque a merced de las criaturas de barro, donde aquella malvada bruja había estado a punto de sacrificarla. El mismo lugar al que se había dirigido su amigo Ibrahim…
Aquellos pensamientos le pusieron de muy mal humor. Tristán meneó la cabeza y, enfurecido, se dirigió al puesto de comida más cercano para calmar su estado de ánimo con dos buenas salchichas especiadas.
—Vaya, no sabes cuánto lo siento —lamentó la muchacha, mirando de reojo a Tristán. Su rostro compungido era todo sinceridad—. No pretendía…
—No tienes por qué preocuparte —la tranquilizó Sebastián, que hizo ademán de seguir al italiano. Él no era el único a quien la aventura vivida aquel día le había abierto el apetito notablemente—. Estas cosas pasan… Sobre todo cuando hay jugosos premios de por medio.
Sin embargo. Sebastián cambió rápidamente de tema. Ni siquiera una jornada tan intensa como aquella iba a hacerle olvidar el motivo por el que estaba allí. Como ya suponía. Alexandra no había oído hablar nunca de ese hechicero llamado Apostólos Marmarian.
—Es una pena que Strafalarius se haya marchado ya —comentó la muchacha, mordisqueando el bocadillo que acababa de comprar—. Seguramente él habría podido darte algo más de información. Al fin y al cabo, es la persona más influyente en el ámbito de la magia. Y si dices que ese tal Marmarian era hechicero…
—La verdad, no creo que Ibrahim se hubiese mostrado muy de acuerdo contigo —apuntó Tristán, encogiéndose de hombros.
—¿Qué más da la opinión de Ibrahim? —le espetó Alexandra, frunciendo el entrecejo—. ¿Acaso él va a poder ayudarle en algo? ¿Va a decirle qué fue de sus padres o de ese tal Marmarian?
—Oh, lo dudo mucho —contestó el muchacho—. Ibrahim sabe tanto como yo de historia atlante. Sin embargo, sé de alguien que sí podría ayudarte…
Los ojos de Sebastián chispearon por la emoción.
—¿En serio? —preguntó, demandando con la mirada que le revelase la identidad de esa persona.
El italiano asintió.
—Una chica llamada Sophia.
Entonces Alexandra soltó un respingo.
—¿Te refieres a esa muchacha de la que no hacías más que despotricar?
Aquel comentario sirvió para entablar una nueva batalla dialéctica. Sebastián contempló divertido lo que parecía un ataque de celos en toda regla. Al cabo de un rato, dedujo que las cosas no iban a ir mucho más allá, por lo que pidió otra salchicha y esperó a que los ánimos se calmasen, algo que no tardó en suceder. No serían ni la primera ni la última pareja que tenían una discusión. Al final. Alexandra y Tristán se fundieron en un tierno abrazo.
—Siento haberme comportado como un estúpido —dijo Tristán, posando su mano sobre la nuca de la muchacha.
—Yo también lo siento…
—Ejem… No quisiera interrumpir, pero me habéis dejado en ascuas —les recordó Sebastián—. Me gustaría saber quién es esa tal Sophia y por qué crees que podría ayudarme.
Tristán miró de reojo a Alexandra, aunque esta vez la muchacha se abstuvo de hacer comentario alguno.
—Sophia es una chica de Creta que llegó a la Atlántida hace unos días, igual que Ibrahim y yo —comentó el italiano. Sebastián no pudo evitar alzar una ceja de incomprensión. ¿Cómo iba a saber una muchacha cretense algo acerca de sus padres?—. Ella podría ayudarte porque posee un libro…
—¿Un libro?
—Un libro… muy especial. Igual que tú tienes ese magnífico escudo, que sin duda te llevaste de la cámara de la que viniste, y yo conseguí esta poderosa espada, ella se hizo con el Libro de la Sabiduría. —Sebastián escuchaba cada vez más interesado: eso del Libro de la Sabiduría sonaba francamente bien—. Un libro capaz de dar respuestas a prácticamente cualquier cuestión.
Sebastián torció el gesto.
—Ya, pero mi problema es que no sé nada acerca de mis verdaderos padres, ni sus nombres, ni sus apellidos, ni dónde vivían… ¡Absolutamente nada! —se lamentó el joven—. La única referencia que tengo es la de ese tal Apostólos Marmarian, que fue designado mi tutor a la muerte de mis padres…
—Bueno, pues estoy seguro de que sabrá decirte algo más acerca de él. —Trató de animarle Alexandra, acariciándole la espalda cariñosamente.
Sebastián meneó la cabeza.
—Lo dudo mucho —dijo, bastante convencido—. Jachim me dijo que falleció hace ya veinte años. Eso debió de ser, aproximadamente, poco después de mi nacimiento. Intuyo que yo debí de abandonar la Atlántida a su muerte… si es que toda esta historia es cierta.
—En cualquier caso, no pierdas la esperanza —lo animó Tristán—. Seguro que cuando consultemos el Libro de la Sabiduría obtendremos algo de información. Pero eso tendrá que ser más adelante… ¡Nos espera un interesante viaje a Azaes!
Sebastián carraspeó.
—En realidad, antes tengo ganas de ver cómo superas la prueba de regresar a la posada a por tus cosas —dijo, sonriente—. Si no me equivoco, tienes una deuda pendiente con la posada, ya que tu cama no está en condiciones de ser usada como tal…
—¡Tienes razón! Lo había olvidado…
Los muchachos regresaron a la posada, donde Tristán tuvo que hacer cuentas con sus dueños. Para su fortuna, se lo tomaron bastante bien y optaron por sacar partido al hecho de que los dos hubiesen superado la prueba, por lo que decidieron exponer una de las camas del local como una pieza de museo. Aquello supondría una excelente publicidad ya que, a partir de aquel instante, ofrecería a sus clientes la posibilidad de lograr un sueño de auténticos héroes.
Superado ese pequeño trámite, los tres amigos se fueron a descansar. Al igual que la gran mayoría de la gente que había viajado hasta Kun, se marcharían al día siguiente a Azaes. Únicamente tendrían que salir al canal principal y de ahí dirigirse a la tercera circunvalación. El viaje no era excesivamente largo, pero solo se podía hacer en barco. Por eso, tendrían que madrugar si no querían pasarse todo un día haciendo cola, esperando a que les llegase el turno para poder embarcar.