VII
EL ATAQUE DE LOS CUERVOS
Tristán e Ibrahim no tenían ni la más remota idea de a qué distancia podían encontrarse Nundolt ni el temido Bosque de Ella, pero el instinto les decía que tenían que avanzar en aquella dirección. El italiano asía con fuerza su espada, empleándola para apartar las ramas que se interponían en su camino. Mientras no vibrase, los dos muchachos estarían a salvo. Durante el camino, charlaron de cosas banales y recordaron lo mucho que habían cambiado sus vidas en los últimos días. Ahora que habían cumplido la misión que les encomendaran los atlantes, podían regresar a sus hogares.
—Eres muy valiente volviendo a los terrenos de Ella —dijo Tristán, apartando unas cuantas ramas a su paso.
—Sabes tan bien como yo que allí no sucedió nada malo —replicó el hechicero.
—¿Que no sucedió nada malo? ¡Esa bruja estuvo a punto de romperme las costillas! —exclamó Tristán, deteniéndose en seco. Recordaba muy bien el momento en el que el suelo se había abierto bajo sus pies y había quedado preso—. Eso, por no hablar de la caída que sufrí cuando…
—¡Habíamos entrado en su casa! —contraatacó el egipcio haciendo un ademán con ambas manos—. Es normal que se lo tomase a mal y tratara de defenderse. ¡Yo habría hecho lo mismo!
Tristán cercenó unas enredaderas con rabia y siguió adelante.
—¿Y qué me dices de Alexandra? —insistió el italiano—. Estaba tumbada sobre aquel altar de sacrificios, a punto de que le extrajeran la sangre para…
—¿Quién dice que aquello fuera un altar de sacrificios? —preguntó Ibrahim, soltando un bufido de exasperación—. Es gracioso lo que pueden lograr la imaginación de la gente y las habladurías.
Ibrahim soltó una carcajada, algo que enfureció aún más a Tristán.
—¡Qué! Ella misma reveló que le había dado a beber un extraño brebaje y que no recordaba nada más. Stel dijo…
—Sí. Stel dijo que podía haber sido para que luego no recordase nada —le interrumpió el hechicero, siguiendo a duras penas los pasos de Tristán. El bosque se hacía cada vez más frondoso y resultaba difícil ver más allá de unos cuantos metros—. Sin embargo, creo en su inocencia.
Tristán se volvió de pronto y le dirigió una mirada iracunda a su amigo.
—¿Crees que Alexandra mintió?
—No, no. No me malinterpretes —contestó Ibrahim—. Por el motivo que sea, creo que Ella tiene mala fama entre los atlantes, especialmente entre los habitantes de Elasipo.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que podrían tener razón?
El sonido de una rama al quebrarse les puso los pelos como escarpias. Se quedaron quietos, en silencio, conteniendo la respiración. La espada no había vibrado, pero el sentido común le decía a Tristán que las ramas no crujían porque sí. Permaneció atento, mientras Ibrahim se llevaba la mano al bolsillo. Dudaba entre tomar una baya que le aumentase la capacidad de visión o una que le permitiese oir mejor. Finalmente, se decantó por la segunda. Segundos después, su capacidad auditiva se multiplicó por diez y comenzó a percibir todo tipo de sonidos. Esperaba poder detectar los latidos del corazón de alguien, algún carraspeo o cualquier otro indicio de que había alguien escondido tras la espesura. Sin embargo, sus oídos captaron algo muy diferente.
—Oigo algo —anunció en un tímido susurro.
—¿El qué? —preguntó Tristán con ansiedad.
El hechicero cerró los ojos, tratando de concentrarse al máximo. Era un ruido intenso, muy difícil de identificar. De hecho, daba la impresión de que llegaba distorsionado; cuando menos, no debía estar aislado.
—Creo que ya capto algo —continuó el italiano—. Es como un zumbido…
—No es ningún zumbido. —Rechazó Ibrahim, pidiéndole silencio—. Yo diría que es… un aleteo. Sí, es como si un gran número de pájaros estuvieran batiendo las alas. Es curioso, pero no emiten ningún otro sonido…
Tristán alzó la mirada hacia el cielo, aunque sus ojos se toparon con el impenetrable amasijo verde de Elasipo. Las ramas estaban tan apelmazadas que no dejaban pasar un resquicio de luz.
—¿Podrían ser aves migratorias? A lo mejor están muy arriba y solo las podemos percibir…
Ibrahim meneó la cabeza.
—Están muy cerca —advirtió.
Segundos después, el propio Tristán no solo percibió el aleteo de los pájaros, sino que vio aparecer al primero de ellos, que fue a posarse sobre la rama de un haya. Su plumaje negro y su pico grueso del mismo color le conferían un aspecto siniestro. Claramente era un cuervo y tenía clavados sus ojos en los dos muchachos.
La espada del italiano permaneció tranquila, incluso cuando aquel pajarraco profirió un graznido que les puso la piel de gallina. No tuvieron ni la menor duda de que había sido una llamada, porque al instante emergió de las profundidades del bosque un ensordecedor aleteo. Pocos segundos después, como si de pequeños espectros se tratara, comenzaron a aparecer cuervos en las ramas de los árboles. Los dos muchachos no tardaron en verse rodeados.
—Esto me recuerda a la película de Los pájaros, de Alfred Hitchcock —dijo Tristán, horrorizado ante el panorama que los rodeaba. No apartaba su mano del cinto.
—Nunca oí hablar de ella. Como comprenderás, en Egipto no tenía ni tiempo ni dinero para el cine —dijo Ibrahim, mientras observaba cómo parecían estudiarles los cuervos, especialmente uno grande y cuyo plumaje parecía más oscuro si cabe que el de los demás. Sin duda, era el macho alfa.
—Pues en estos momentos, a mí también me hubiese gustado no haber oído hablar de ella… Es algo que no ayuda precisamente a que el cuervo sea considerado uno de los mejores amigos del hombre —reconoció Tristán, tragando saliva. También él se había fijado en aquel cuervo grande y llamativo—. O mucho me equivoco o ese cuervo no aparta la mirada de tu amuleto…
—¿No eran las urracas las que se sentían atraídas por los objetos brillantes?
Instintivamente, Ibrahim llevó su mano al amuleto para esconderlo bajo la túnica. Aquel gesto fue el desencadenante de todo.
Tristán sintió el escozor en su mano y rápidamente desenvainó la espada, al tiempo que el gran cuervo graznaba la señal de ataque. Al instante, cientos de cuervos batieron sus alas y se lanzaron al unisono en pos de los muchachos.
—¡Haz algo, Ibrahim!
Tristán solo pudo protegerse los ojos con una mano y asestar mandobles a diestro y siniestro con la otra. Aunque algunos cuervos cayeron, no tardó en sentir los primeros picotazos en los dedos.
Sin embargo, la peor parte se la llevó el hechicero egipcio. Él era quien tenía el amuleto que tanto había llamado la atención de aquel cuervo. Precisamente por eso, la mayoría de los pájaros se lanzaron a por él. Indefenso y sin saber cómo actuar, se echó al suelo y se hizo un ovillo. ¿Qué podía hacer él? De nada le valdría atacarlos uno a uno. Eran demasiados… Sintió varios picotazos en la base de la espalda.
Si pudiese transformarlos en ranas, por lo menos haría que desapareciesen sus terribles picos… Entonces, recibió otros tres pinchazos en el brazo. También le valdría la protección de una burbuja… Con una pompa así, él y Tristán quedarían lejos de su alcance y…
—¡Aprisa, Ibrahim! ¡Aprisa o no saldremos de esta!
—Como si fuese tan fácil…
El hechicero se encogió aún más. Sostuvo el Amuleto de Elasipo con todas sus fuerzas. Le daba la impresión de que los picotazos crecían en número y en intensidad. El dolor comenzaba a ser insoportable y deseó con todas sus fuerzas que desapareciese. Deseó con ahínco que aquellos pájaros asesinos se detuviesen, que parasen en ese preciso instante. Como si de una orden se hubiese tratado, los muchachos dejaron de sentir el angustioso dolor. Durante un segundo o dos, golpes sordos contra el suelo martillearon sus oídos hasta que el bosque recuperó un increíble silencio sepulcral.
Temeroso de alzar la cabeza por si algún cuervo se le lanzaba contra los ojos, Ibrahim aún se protegió el rostro con las manos. Poco a poco separó los dedos y, al ver el asombroso panorama que los rodeaba, sintió escalofríos.
—¿Has hecho esto tú? —inquirió Tristán, sin dar crédito a lo que veía. Ni siquiera notaba las heridas y los cortes de los cuervos.
—Es posible… —contestó Ibrahim.
Los mismos cuervos que hasta hacía unos segundos se habían abalanzado sanguinariamente sobre sus indefensos cuerpos, yacían inmóviles a su alrededor. Montones y montones de cuervos inertes se agolpaban a la vera de los árboles y los helechos.
—¿Están… muertos? —preguntó el italiano, secándose un hilillo de sangre que le corría por la mejilla.
Ibrahim se agachó y, no sin cierta aprensión, tocó el cuerpo de un cuervo que había junto a su pie derecho. Estaba caliente y… sí, su corazón palpitaba. Hasta podía oírlo latir, ya que los efectos de la baya no se habían disipado aún.
—No, solo están inconscientes —contestó.
—No sé lo que les habrás hecho, pero empiezas a darme miedo… —murmuró Tristán.
Ibrahim sacudió la cabeza.
—Yo tampoco lo sé, pero será mejor que nos marchemos de aquí antes de que se despierten y vuelvan a la carga.
Sin recobrarse aún del susto, los dos muchachos se pusieron inmediatamente en marcha. Les dolía todo. Sin embargo, no tenían tiempo de lamentarse, pues debían salir de allí cuanto antes. Tomaron dirección noreste y se adentraron de nuevo en la espesura del bosque.
Recorrieron un trecho de algo más de un kilómetro sin abrir la boca, hasta que finalmente Tristán rompió el silencio.
—¿Qué me dices ahora? —dijo, deteniéndose en seco—. Primero esas criaturas de barro y ahora estos cuervos…
—¡Oh, venga ya! ¿Piensas que esto ha sido cosa de Ella?
Tristán puso cara de asombro.
—¿Tú no? ¿Qué más pruebas necesitas?
—En realidad ninguna… —contestó el egipcio—. Estoy contigo en que esos cuervos venían a por mi amuleto. Mira, ¡tengo el doble de heridas que tú! Sin embargo, no las tengo todas conmigo con que haya sido Ella.
El italiano profirió un bufido, poniéndose de nuevo en marcha.
—¡Venga ya!
—Hum… ¿te acuerdas de Mel Gorgoroth? —preguntó Ibrahim, al tiempo que su amigo asentía—. También vino en busca de mi amuleto… y no creo que tuviese relación alguna con Ella.
Apartaron unos ramajes y siguieron caminando.
—¿Qué pretendes decirme?
—Sencillamente, que hay más de una mala persona en la Atlántida —repuso el hechicero—. ¿Puede ser Ella una de esas personas? Sin duda… Aunque yo, personalmente, no lo creo.
—Entonces, si no es Ella, ¿quién ha sido?
Ibrahim no llegó a responder. En aquel preciso instante, llegaban a la intersección que separaba los caminos de Nundolt y del Bosque de Ella. Hacía solo unos días, los cuatro jóvenes habían pasado por allí; ahora, aquel punto separaría los caminos de los dos muchachos.
—¿No quieres limpiarte esas heridas y asearte un poco en el pueblo? —preguntó Tristán.
Ibrahim meneó la cabeza.
—Prefiero no perder demasiado tiempo y llegar antes de que anochezca —contestó—. Si, como creo, Ella es una buena persona, allí podré lavarme sin problemas. Si, por el contrario, estoy equivocado… ¿qué sentido tendría asearme ahora?
Tristán agachó la cabeza. No había nada que hacer ante la testarudez de su amigo, por lo que se dio por vencido.
—Mucha suerte, amigo —le deseó Tristán, dándole un fuerte abrazo.
—Sabré cuidarme —contestó Ibrahim, que le dio un puñado de bayas moradas para que pudiese comunicarse mientras permaneciese en la Atlántida—. En cambio, tú sí que necesitarás suerte si quieres conquistar a Alexandra…
El maltrecho egipcio le guiñó el ojo y dio media vuelta. Tristán vio cómo la espesura del Bosque de Ella se tragaba a su amigo. Deseaba de todo corazón que Ibrahim tuviese razón en sus suposiciones. De lo contrario, aquella podría ser la última vez que lo viese.