II

UNA FATAL NOTICIA

Aunque ver cómo se iluminaba un punto rojo que señalaba que se abría una cuarta cámara, esta vez en España, había sorprendido mucho a Pietro Fortis, la recuperación de los anillos originales había relegado la noticia a un segundo plano. De hecho. Roland Legitatis había llegado incluso a insinuar que, muy posiblemente, todo se debía a una avería del ordenador central. En cualquier caso, la prioridad en aquellos instantes era restablecer el perímetro de seguridad para mantener la Atlántida protegida y oculta a los ojos del resto del planeta, algo que sucedería a la mañana siguiente, cuando llegasen los anillos originales. Bien es verdad que el precio para conseguirlo había sido muy alto, aceptar el regreso del pueblo rebelde al continente, condición que nunca apoyaría el rey.

Durante todo el tiempo que había ocupado el cargo como jefe de seguridad del Palacio Real, Pietro Fortis nunca hasta entonces había vivido unos momentos tan convulsos. Días atrás, el propio Roland Legitatis le había hablado de una antigua profecía que anunciaba la llegada de tres Elegidos, tres muchachos procedentes de tres culturas distintas, que estaban destinados a ayudar a la Atlántida en la mayor crisis de toda su historia.

Aunque Fortis siempre había sido un tanto escéptico en lo que a profecías se refería, no era menos cierto que habían aparecido tres muchachos; por el Consejo de la Sabiduría había sabido que Mneseo y Diáprepes eran los territorios atlantes donde se encontraban las cámaras por las que los muchachos podían haber accedido al continente. Por eso, partió junto con otros siete hombres al inhóspito territorio de Diáprepes. La expedición había resultado un auténtico desastre: Likos y Futsis habían caído en manos de los licántropos y aquella misma mañana habían aparecido cuatro de sus hombres en el cauce del río Mela. Y, por si no tuviera suficiente, ahora ese puntito rojo que aún seguía parpadeando en el mapamundi… Precisamente por eso, había hecho llamar a Sophia y Stel a última hora de la tarde.

—Bien, recapitulemos —dijo Fortis mesándose su grasiento cabello. Unas marcadas bolsas bajo sus ojos delataban lo poco que había descansado últimamente—. Entonces, llegasteis a Mneseo desde unas cámaras ubicadas en Creta, el Valle de los Reyes y Roma respectivamente. Y lo hicisteis con pocas horas de diferencia.

—Así es.

Sophia asintió. Había explicado con todo lujo de detalles cómo había encontrado la cámara escondida bajo el Palacio de Cnosos, en Creta, y cómo había superado las difíciles pruebas del camino de la sabiduría. No había olvidado contarle su desagradable encuentro con los membranosos, el espectacular combate de Tristán con la serpiente gigante para salvarle la vida y el posterior rescate por parte de Roland Legitatis y sus hombres.

—Y después fuisteis conducidos a Atlas, a este mismo palacio —murmuró Fortis—. Yo no os vi llegar porque estaba de camino de… Diáprepes.

—¿Cómo es Diáprepes? —preguntó de pronto el joven Stel, que había seguido toda la conversación con atención. Estaba claro que, como todo buen atlante, jamás había puesto sus pies allí—. ¿Es tan espantoso como cuentan?

—Mucho peor, ni te lo imaginas —contestó Fortis. No obstante, cambió rápidamente de tema, pues no tenía intención alguna de revivir aquellos recuerdos—. Y después tuvisteis aquella reunión en la que os enviaron a Gadiro a buscar oricalco para forjar unos nuevos anillos, ¿no es así?

—Efectivamente, y eso es lo más sospechoso de todo —comentó Sophia, ajustándose ligeramente las gafas.

—¿Por qué dices eso? —inquirió Fortis. Stel la miraba atentamente, pues ya sabía a qué se refería la muchacha.

—Astropoulos nos indicó expresamente que fuésemos a Gunsbruck en busca de oricalco. Sin embargo, cuando nos presentamos ante Mathias «el Herrero», este nos advirtió que para forjar cada uno de los anillos precisaba que los metales fuesen de la máxima pureza.

—¿Y…?

—Y Mathias dijo que el oricalco de Gunsbruck solo tenía una pureza del veinte por ciento.

—Puede que Remigius cometiese un error… —contestó Fortis, tratando de justificar al anciano sabio.

—A mí me parece que es un error demasiado… grave —apuntó Stel.

—Yo estoy de acuerdo con él —dijo Sophia—. Apenas conozco a Astropoulos, pero me atrevería a decir que lo hizo a propósito.

Fortis frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que Remigius os envió a Gunsbruck para que no pudieseis forjar unos anillos adecuados? —preguntó un tanto escéptico—. Me han llegado ciertos rumores acerca de un complot, pero me cuesta creer que Astropoulos tenga algo que ver… Sobre todo porque está encerrado en una cárcel.

—No lo decía en ese sentido —le rectificó Sophia, sorprendida ante el encarcelamiento del sabio—. Más bien, creo que lo hizo para protegernos…

—¿Has dicho para protegeros?

Sophia asintió.

—Tiene su sentido —apuntó Stel—. El oricalco de la máxima pureza solía encontrarse en el norte de Gadiro, en las montañas que lindan con Diáprepes. Sin embargo, nos hubiese sido imposible encontrarlo. Aun en el caso de que hubiésemos logrado sobrevivir a las peligrosas criaturas que allí habitan, hace mucho tiempo que no se extrae oricalco de la máxima pureza. Creo que llegó a decirse que estaba agotado…

—No había caído en ello —asintió Fortis—. Pero, en ese caso, ¿por qué enviaros tan lejos? Aunque fueseis en otra dirección, el camino no está exento de peligros… ¿Qué ganaba con ello?

—¿Protegernos? —insistió Sophia, como si fuese obvio—. Tal vez quería mantener alejados de aquí los poderosos objetos que nos fueron otorgados…

Fortis hizo un chasquido con la lengua.

—Si mal no recuerdo, antes comentabas que tuvisteis un problema en las minas con un tal Mel Gorgoroth…

—Ya lo creo —asintió Stel, a quien aún le duraba el susto en el cuerpo.

—Tal vez, y solo es una hipótesis, Remigius os tendió una trampa en Gunsbruck…

—Es una posibilidad, pero muy remota —comentó la joven—. No tengo la impresión de que Remigius Astropoulos sea un tipo retorcido y ambicioso. Yo diría que esa descripción encaja más con Strafalarius.

Tanto Stel como Fortis le dirigieron sendas miradas reprobatorias.

—Será mejor que no vayas exponiendo tus opiniones por ahí con tanta libertad —le recomendó Fortis—. Podría causarte problemas.

—Luego me das la razón…

—Yo no he dicho eso —replicó de inmediato el jefe de seguridad.

—Pero lo has insinuado —insistió la muchacha mirándole fijamente. El silencio invadió la estancia durante unos segundos, antes de que la propia Sophia volviese a hablar—: ¿Hay alguna forma de hablar con Astropoulos?

—Es posible… —contestó Fortis, aliviado por el cambio de tema.

—Sería interesante que nos aclarase unas cuantas cuestiones —comentó Sophia—. Además, por lo que veo, debe de ser una de las personas que más sabe acerca de las misteriosas cámaras. Es posible que nos aclare por qué se ha abierto otra…

Aquella muchacha era sensata, además de muy inteligente. Seguramente, Remigius Astropoulos arrojaría más luz que oscuridad a sus dudas.

A la mañana siguiente, la ciudad amaneció cubierta por unos nubarrones oscuros que parecían dispuestos a descargar una buena tormenta. A pesar del mal tiempo, sus habitantes se habían ido congregando desde primera hora en la plaza de Platón. Aunque nadie sabía qué iba a acontecer, la inmensa tarima que se había instalado frente a la estatua era un claro indicio de que se anunciaría algo importante. Entre la gente corrían todo tipo de rumores: unos vaticinaban el regreso del rey Fedor IV, otros apostaban que se declararían varios días de fiesta para celebrar la llegada de los muchachos extranjeros, otros confiaban en una reducción de impuestos y, sobre todo, en que finalmente se iba a restablecer el escudo protector. En lo que todos parecían más o menos de acuerdo era que lo que se anunciaría aquella mañana sería bueno para los atlantes.

Cuando faltaba una media hora para el mediodía, una importante comitiva enfiló la calle de los Mercaderes en dirección a la plaza. Podía contarse al menos una docena de jamelgos engalanados, montados por jinetes de la Guardia Real. Vestían su uniforme habitual, en tonos verdes y dorados, con las capas rojas ondeando al viento. Como siempre, el yelmo les daba un toque de distinción. Escoltaban a varias personalidades. Los más curiosos distinguieron las figuras de Roland Legitatis y Archibald Dagonakis, cabalgando sobre sendos caballos blanco y negro respectivamente. Junto al consejero del rey y el comandante del ejército atlante iba una tercera persona que no reconocieron pero que, sin lugar a dudas, no era el monarca. Su rostro, marcado por una espantosa cicatriz, era más propio de un presidiario que de un invitado de la corte. Los rumores se intensificaron a medida que los recién llegados fueron accediendo a la tarima de la plaza. ¿Acaso iba a tener lugar una ejecución? Más de uno tragó saliva. El agudo sonido de una trompeta consiguió imponer un silencio sepulcral pocos minutos después.

—¡Queridos amigos de Atlas y de los demás confínes de la Atlántida! —La voz de Roland Legitatis sonó grave y potente, entre la multitud que se agolpaba a sus pies—. Hoy es un día muy importante para nuestro continente. Como bien sabéis, durante siglos hemos permanecido ocultos a los ojos del planeta gracias al escudo de protección de los anillos atlantes —recordó, alzando ligeramente el tono de su voz. La gente estaba al tanto de su reciente desaparición y, temiéndose lo peor, comenzó a murmurar—. Efectivamente, hace unos cuantos días robaron los anillos. Sin embargo, estoy aquí para anunciar que ya los hemos recuperado. Así pues, el escudo que nos protege, ¡vuelve a ser tan seguro como siempre!

Todos celebraron jubilosos lo que suponía su salvación. Entre la gente que se agolpaba en la plaza hubo abrazos, saltos y gritos de alegría, que ayudaron a eliminar la tensión acumulada durante los últimos días. Afortunadamente, iban a poder seguir viviendo tranquilos.

—Me alegra veros tan exultantes. No es para menos pues, sin la protección del escudo nuestra situación se había vuelto bastante delicada. —Se congratuló Legitatis tratando de hacerse escuchar, mientras se calmaban los ánimos. Tenía la boca pastosa y estaba nervioso. Tragó saliva—. Ahora… Ejem… Me gustaría compartir una noticia con vosotros. Muy lejos quedan los tiempos de la Gran Rebelión, casi perdidos en los anales de nuestra historia —dijo, cuando hubo suficiente silencio para hacerse entender. Era consciente de que la población atlante no se iba a tomar nada bien sus palabras y, por ello, tenía que venderlo de la mejor forma posible. Él había defendido siempre lo contrario y ahora estaba obligado a cambiar radicalmente su discurso—. Creo que ha llegado el momento de dejar a un lado nuestro odio y nuestros rencores, y pensar en el futuro. Han pasado muchas generaciones, quizá demasiadas, desde que los rebeldes fueran desterrados de la Atlántida. Como muchos ya sabéis, tras su marcha, instauraron una pequeña comunidad en las gélidas tierras de Siberia y allí han vivido en armonía desde entonces, siempre queriendo regresar al continente que vio nacer a sus antepasados.

»Aquella generación fue responsable de la Gran Rebelión, pero nada tiene que ver con la actual. Quiero anunciar que, desde hoy, no existen rebeldes y, por el poder que me ha conferido Su Majestad, queda sin efecto la ley que condenaba al exilio a los que apoyaron la Gran Rebelión… y a sus descendientes. Por eso, me gustaría dar la bienvenida a Branko, líder de los atlantes que han permanecido lejos de nuestras fronteras hasta el día de hoy.

Las últimas palabras brotaron de su garganta como un torrente, como si hubiese decidido terminar cuanto antes, provocando la alarma de los atlantes. Todo el mundo permanecía en silencio, como tratando de asimilar las sorprendentes noticias que acababan de escuchar. Sin embargo, las protestas no tardaron en llegar. ¿Quería eso decir que se habían doblegado a los rebeldes?

—¡Entonces era cierto lo de la invasión! —gritó un hombre fornido.

—¡Queremos ver a nuestro rey! —exclamó una campesina, alzando su puño vigorosamente.

—¡Eso! ¡Queremos a Fedor IV! ¿No tendrán algo que ver los rebeldes con su desaparición? ¡Ese viene a usurpar su puesto!

—¡Fuera!

Legitatis dio un paso al frente y pidió calma a la gente alzando ambos brazos.

—¡Escuchad un momento, por favor! —pidió.

Se mesó su cabello pelirrojo y se pellizcó el labio bajo la atenta mirada de Dagonakis. Aunque sabía que no sería fácil que la gente aceptara el regreso de los rebeldes, en ningún momento se le había pasado por la cabeza que pudieran pensar que Branko venía a sustituir a Fedor IV. Se daba cuenta de que había escogido un mal momento para hablar, más aun cuando el monarca llevaba varios días desaparecido. ¿Y si se habían precipitado? ¿Y no debían haber dejado entrar los rebeldes en la Atlántida? Claro que, por otra parte, no habían tenido muchas más opciones… Branko les ofrecía los anillos originales. Los había robado, sí, pero por una buena causa. Pero ¿qué opinaría el rey? ¿No hubiese sido mejor esperar a su regreso para tomar una decisión definitiva? Sumido en un mar de dudas. Legitatis aprovechó un instante en el que la gente redujo el volumen de sus protestas para retomar la palabra:

—Branko y todos los que han venido con él, lo han hecho con intenciones pacificas. Solo desean lo mejor para nuestro continente.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —le espetó un hombre joven, de aspecto recio.

—¡Queremos a nuestro rey!

Legitatis sacudió la cabeza. No estaba dispuesto a dejar que las protestas volviesen a hacerle callar.

—Podéis creerme si…

En aquel instante. Branko se colocó a su vera y posó suavemente su mano sobre su hombro.

—Déjame a mí —pidió encarecidamente—. Supongo que a esta gente le debo una explicación.

—Está bien —aceptó Legitatis, haciéndose a un lado. Estaba tan agobiado que no dudó en cederle la palabra.

Al ver que Branko tomaba las riendas, los atlantes lo recibieron con un abucheo generalizado. El hasta entonces líder rebelde, capeó la situación esgrimiendo una simple sonrisa.

—Queridos amigos —saludó en tono cordial, sin borrar la sonrisa de su rostro—, como bien acaba de deciros Roland Legitatis, no hemos regresado a la Atlántida con malas intenciones ni con afanes revanchistas. Nada más lejos de la realidad. Si hemos cruzado medio mundo para venir hasta aquí ha sido porque, a pesar de la distancia y el tiempo que nos ha separado de nuestros orígenes, nos sentíamos tan atlantes como vosotros. —Sus palabras sonaron sinceras y captaron rápidamente el interés de la audiencia. El silencio se propagó por la plaza. Ahora solo se escuchaba la voz de Branko, clara y penetrante, que poco a poco iba calando los corazones de los atlantes—. Somos conscientes de que la Atlántida no atraviesa por sus mejores momentos. Sin embargo, nuestro deseo no es otro que el de devolverla al lugar que le corresponde, hacer que recupere todo su esplendor.

Costó arrancar, pero la gente terminó aplaudiendo su discurso y Legitatis respiró más tranquilo. Si sus vecinos aceptaban de buen grado a Branko y a los suyos, no habría revueltas y se mantendría la paz.

—¿Y qué hay de nuestro rey? —insistió uno de los presentes, atreviéndose a romper el silencio que lo rodeaba.

Nuestro rey… —repitió Branko, haciendo especial énfasis en la primera palabra—. Los diez territorios de la Atlántida siempre han sido regidos por un mismo monarca y nosotros seguiremos respetando la tradición impuesta por Poseidón. Tal y como le ofrecí a Roland Legitatis, colaboraremos en la búsqueda de Fedor IV y, posteriormente, nos pondremos a sus órdenes.

La gente cuchicheó a sus pies.

—Pues yo opino que la desaparición de nuestro rey y la de los anillos están relacionadas —dijo un hombre bastante calvo y con barba gris—. Me niego a creer que han sido hechos aislados.

Branko se quedó callado unos segundos, como si sopesara qué iba a decir a continuación.

—Al igual que hice ante Roland Legitatis, declaro que he sido yo quien ha sustraído los anillos —reconoció Branko, cruzándose de brazos en actitud altiva.

Tamaña afirmación despertó de nuevo la ira.

—¡Ajá! ¡Luego no eres más que un traidor!

—¡Solo tratas de engatusarnos!

—¡Por tu boca solo salen mentiras!

Branko volvió a sonreír. Esta vez tuvo que alzar un poco el tono de voz para hacerse oír.

—Reconociéndome públicamente culpable de ese delito, he dicho una gran verdad, tan cierta como el resto de mi discurso —confirmó Branko, poniéndose muy serio. En ningún momento dio la sensación de avergonzarse y tampoco apartó la mirada del público—. ¿Qué ganaría yo mintiendo? Sé que no he obrado de la mejor manera posible y si merezco un castigo, lo asumiré. Pero antes me gustaría que os pusierais en nuestro lugar. ¿Qué hemos hecho para merecer el exilio? ¿Qué hicieron nuestros padres? ¿Y los padres de nuestros padres? Sencillamente, nada. Estamos hablando de un castigo que se remonta a muchos siglos atrás. ¿Acaso es eso justo? —Branko hizo una larguísima pausa antes de arremeter contra sus oyentes—. Mientras vosotros habéis vivido rodeados de riqueza en un continente maravilloso, nosotros hemos tenido que enfrentarnos a los hielos y a la durísima climatología que azota Siberia. Hemos pasado frío y hambre; hemos sufrido la enfermedad y el aislamiento. Y, a pesar de todo, jamás nos hemos relacionado con aquellos que no eran atlantes. ¿Por qué? Porque así lo habría deseado Poseidón y porque así lo habéis deseado todos vosotros, que habéis permanecido ocultos bajo el escudo durante tantos siglos. Y ahora yo os pregunto: ¿cuántos de vosotros no habríais hecho lo mismo que nosotros? ¿Cuántos os sentiríais inocentes y habríais luchado por devolver a vuestro pueblo al lugar que se merece? Yo lo he hecho, y no me arrepiento.

Los habitantes de Atlas habían enmudecido. Hasta el viento parecía haber amainado. ¿Acaso alguien sería capaz de reprocharle su modo de actuar? Había logrado que la gente se sintiese culpable. Por eso, no le extrañó escuchar el primer aplauso. Después vino otro. Y luego otro, hasta que la plaza entera se desató en una tremenda ovación.

Era el momento de meterse en el bolsillo a la población. Nunca tendría a unos oyentes tan entregados. Por eso, pidió nuevamente silencio.

—Reconozco que para mí es emocionante poder cumplir este sueño —dijo, llevándose la mano al corazón—. Por eso, como ya sugerí a Roland Legitatis y a los responsables de los poderes atlantes, considero que sería una buena idea celebrar los primeros Juegos Atlantes, a los que todos estáis invitados a participar.

A Legitatis no le hizo ninguna gracia este último comentario, pues inmediatamente la gente comenzó a hacer preguntas. «¿En qué consistirían?», quiso saber una mujer. «¿Qué pruebas habría que afrontar?», inquirió un joven con ánimo de aventuras. «¿Podrá participar un anciano de noventa años?», preguntó un hombre que a duras penas se sostenía sobre su bastón. Sin embargo, ni Legitatis tuvo tiempo de intervenir ni Branko tuvo tiempo de explayarse más. En aquel preciso instante, resonaron los cascos de un caballo al golpear sobre el empedrado de la calle adyacente. La gente desvió su atención hacia aquel que había interrumpido tan interesante momento y se toparon con un hombre corpulento, de mirada glacial y cuyo rostro aparecía plagado de cicatrices. Su melena rubia estaba tan grasienta y pegajosa que apenas se despegaba de la capa que envolvía sus desgastadas pero abrigadas ropas de color negro.

El hombre no se inmutó al toparse con la masa de gente que se agolpaba en tomo al entarimado. Ni siquiera esperó a que se apartaran. Espoleó al caballo para que se abriese camino entre las protestas de los presentes. Desmontó del caballo y ascendió por los peldaños de madera con parsimonia.

Roland Legitatis lo miraba con el entrecejo fruncido, cuando Branko se acercó a su oído y le susurró:

—No te preocupes; es Scorpio, mi hombre de confianza.

Lo cierto era que aquel hombre podía suscitar cualquier tipo de sentimiento o reacción… menos el de confianza. Aun así. Legitatis intentó relajarse.

—Traigo malas noticias —anunció con voz grave, sin hacer el mínimo gesto. En primer lugar se dirigió a Branko, aunque la segunda vez lo hizo directamente a Legitatis—. Muy malas noticias.

Sin perder un instante. Scorpio alzó un paquete que traía consigo y se lo presentó. Legitatis lo contempló extrañado y acercó sus manos a la tela mientras Dagonakis se unía al grupo. Tenía un mal presentimiento. La mera presencia de aquel hombre allí le producía escalofríos. Pero no era él quien le daba miedo, sino aquello que había envuelto en el esparto.

Al desenvolver el fardo. Legitatis y Dagonakis reconocieron la esbelta forma de una espada corta de doble filo. Al ver el escudo real grabado en el corazón de la empuñadura, se quedaron lívidos: era la espada de Fedor IV.

—¿De dónde has sacado esta espada? —preguntó inmediatamente Dagonakis. No levantó la voz para evitar que lo oyera toda la gente que los rodeaba, pero no pudo esconder su gesto de indignación.

—De Diáprepes.

—¿De Diáprepes? —repitieron con incredulidad los dos hombres, bajo la atenta mirada de Branko.

—Así es —asintió Scorpio—. Me temo que también he encontrado a vuestro… a nuestro rey.

—¿Es cierto lo que dices? —preguntó Legitatis. Estuvo a punto de preguntarle por su estado, pero al contemplar de nuevo la espada, su corazón estuvo a punto de escapársele por la garganta—. No. No es posible…

—Me temo que sí —contestó Scorpio, confirmando los peores temores de los dos atlantes—. Encontré sus restos en una caverna. Junto a él había al menos una docena de licántropos. Debió combatir con valentía, pero me temo que fueron demasiadas bestias para hacerles frente…

Dagonakis agarró a Scorpio a la altura del pecho.

—¡Mientes! —susurró, desafiándole con la mirada.

Scorpio lo contempló impertérrito.

—Puedo llevaros hasta sus restos cuando gustéis —contestó—. Es una zona peligrosa, pero, si se me permite opinar, considero que el rey merecería ser enterrado con todos los honores.

—Fedor IV… muerto —murmuró Legitatis, que no salía de su incredulidad—. No es posible. Ahora que parecía que las cosas se estaban encauzando…

—¡Es la peor noticia que podíamos recibir! —dijo Dagonakis, pellizcándose el labio. Branko permanecía en silencio a su lado.

A sus espaldas, la gente se empezaba a impacientar. Se habían quedado con las ganas de saber más acerca de los Juegos Atlantes que había propuesto Branko, y alguno que otro reclamaba más información a viva voz.

—¿Cuánta gente lo sabe? —preguntó Legitatis. No le hacía ninguna gracia que precisamente los rebeldes hubiesen encontrado los restos de Fedor IV. Eso los dejaba en una situación más bien delicada.

—Al margen de nosotros, solo una persona más me acompañó al interior de la cueva —contestó Scorpio—. Yo mismo le ordené que no dijese nada de cuanto había visto y estoy seguro de que así lo cumplirá.

—Está bien. Por el momento no diremos nada a la población —sentenció Legitatis con voz firme, suspirando. Al menos el rumor no se había propagado aún—. Archibald, ¿cuánto tardarías en reunir un equipo con la máxima preparación?

—Muy poco. Tengo varios hombres en la ciudad…

—Estupendo. Partiremos de inmediato a Diáprepes.

—Estaría encantado de colaborar —se ofreció entonces Branko, algo que agradeció Legitatis.

Dagonakis ignoró al rebelde y observó a Legitatis con el semblante serio.

—¿Crees que es una buena idea volver a Diáprepes? Ya has visto lo que le sucedió a Fortis y…

—No podemos decirle a la población que el rey ha muerto solo porque tenemos su espada. Necesitamos una confirmación absoluta —replicó tajantemente Legitatis—. Llevan sin tener noticias del monarca unos cuantos días. No importa que esperen unas horas más. Además, si utilizamos nuestros vehículos más veloces, con un poco de suerte mañana por la noche podríamos estar de vuelta.

—Está bien —asintió Dagonakis.

La decisión de Legitatis estaba justificada, aunque no exenta de peligro. Pietro Fortis, jefe de seguridad del Palacio Real, había vivido una terrible experiencia días atrás en Diáprepes. Al parecer, los suyos no fueron los únicos hombres que habían perdido la vida a manos de los licántropos. Pronto saldrían de dudas.

Para Roland Legitatis, no fue fácil retomar el discurso ante los atlantes que se aglomeraban en la plaza de Platón. El anuncio de la recuperación de los anillos y la posible celebración de los Juegos, había levantado una moral que hasta hacía muy poco se hallaba por los suelos. En cambio, si ahora les decía que Fedor IV había fallecido, la Atlántida tendría un vacío de poder. El rey había muerto sin descendencia y tampoco tenía un hermano que pudiese recoger su testigo. ¿Cómo debían afrontar el tema de la sucesión? Si algo quedaba claro era que, con su muerte, se ponía fin a la sempiterna dinastía de Atlas. No le cabía la menor duda de que aquello era sinónimo de crisis, y de crisis de las grandes. Hasta entonces, el trono de la Atlántida siempre había sido ocupado por un descendiente de Atlas. Ahora, eso ya no sería posible.

Bien pensado, celebrar unos Juegos para distraer a la población podía ser una buena solución para evitar que se repitieran los terribles altercados que tuvieron lugar durante la Gran Rebelión.