CAPÍTULO VII SEXTO CICLO: PERSECUCIÓN,
CÁRCELES Y MUERTE (1939-1942)
HUIDA A PORTUGAL
Miguel pasa sus últimos días en Madrid en
compañía del escultor Víctor González Gil, en una imprenta casi en
ruinas situada en la calle Garcilaso, 10. El poeta se encuentra
entre dos fuegos: por un lado, la amenaza de los casadistas (de ahí
que acudir a la sede de la Alianza, tras la sublevación de Casado,
equivaliese a entrar en una insalvable ratonera) y, por otro, las
tropas de Franco que ya preparan su entrada en la capital. Carlos
Morla, que habría tenido noticias de Neruda por aquellas fechas,
trata de dar con el poeta oriolano para que acepte de una vez su
ofrecimiento de asilarse en su Embajada, pero Hernández le contesta
a través de Juvencio Valle que «no se albergará en ningún sitio».
Como afirma Julio Neira en su acertado análisis sobre la soledad y
la desprotección del poeta al finalizar la guerra, Miguel «rechazó
abandonar su puesto en defensa de la República y del pueblo hasta
el último momento, y cuando no hubo más remedio era ya tarde. Los
poetas comunistas de la Alianza habían organizado su salida, no sin
gran riesgo, pero no se ocuparon de él. Hernández estaba solo, tan
solo como había proclamado en su poema “Llanto a los poetas”. Fue
el precio de su coherencia, de su fidelidad a su condición de poeta
del pueblo que no puede abandonarlo. Pero también, no se nos
oculta, el precio de su ingenuidad, de quien tenía la conciencia
tranquila porque había hecho lo que debía en todo momento según su
muy exigente conciencia».408
El sábado 11 de marzo, una vez tomada la
decisión de regresar a Cox con su familia, se reúne con Cossío y
éste le acompaña hasta la salida de Madrid. Cerca ya de la
carretera de Valencia fueron abordados por un grupo de milicianos
que les condujeron hasta el Hotel Lineal para proceder a su
identificación. Miguel, que guardaba todavía su salvoconducto del
Comisariado General de Guerra, pudo salvar la situación y responder
de su jefe en Espasa-Calpe, que se hallaba pálido y desencajado.
Sin embargo, la versión que de este hecho difundió Ramón Pérez
Álvarez409
era sustancialmente diferente ya que, según su testimonio, fueron
tropas casadistas las que dieron el alto a los dos amigos y que
gracias a la oportuna intervención de Cossío el poeta se salvó de
ser detenido o de un peor desenlace. «¡Quién me iba a decir a mí
que me ibas a salvar de los míos!», parece que comentó Hernández a
su jefe y compañero.
Cuando poco tiempo después, Morla hacía su
último intento de convencer a Hernández a través de Antonio
Aparicio para que se beneficiara del asilo diplomático, el poeta se
hallaba cerca de Orihuela después de tres días de viaje a pie, en
carro a veces. Apenas tendría ánimo para pensar en su libro
El hombre acecha, que se había acabado de
imprimir esos días en la imprenta Tipográfica Moderna de Valencia.
Allí permanecían los pliegos impresos, plegados y preparados para
su cosido y su encuadernación desde febrero de 1939. Y allí se
quedarían, junto con otros papeles y materiales, abandonados a su
suerte hasta que esos primeros días de abril de 1939, tras la
ocupación de la capital valenciana el 29 de marzo por las tropas
franquistas, una comisión depuradora (inquisitorial) presidida por
Joaquín de Entrambasaguas410
-catedrático de la Universidad de Madrid e inspector de Enseñanza
Media- ordenaba la incautación y posterior destrucción de los
50.000 ejemplares tirados de El hombre
acecha, que acabaron convertidos en pasta de papel. Ni Miguel
ni Antonio Aparicio pudieron ver un solo ejemplar de la edición.
Tampoco Ramón de Garciasol, último en revisar las pruebas de
imprenta, tuvo tiempo de coger uno de aquellos juegos sin
encuadernar. Quien sí acertó a salvar, al menos, dos ejemplares en
pliegos sueltos fue Rafael Pérez Contel. El catedrático de Dibujo
había tenido la feliz ocurrencia de enviar, conforme salían de
imprenta, un par de juegos de cada capilla a Antonio
Rodríguez-Moñino, bibliógrafo y catedrático de instituto; un
erudito, en fin, que por su labor de salvaguardia del patrimonio
bibliográfico de la guerra civil en la Biblioteca Nacional fue
despojado de su cátedra e inhabilitado para la enseñanza durante
veinte años. El tercer ejemplar del libro de Hernández librado del
fuego fue a parar a manos de José María de Cossío, presumiblemente
a través de su hermano Francisco, combatiente en las filas
franquistas y director, hasta 1943, de El
Norte de Castilla, o bien por medio de Juan Guerrero Ruiz. En
cualquier caso, El hombre acecha tuvo que
esperar a 1978, fecha en que Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia
publican la obra en su versión íntegra, y a 1981 para aparecer en
edición facsímil, también al cuidado de Urrutia y De Luis.
Pero antes de que el libro sufra tales
avatares, con la sombra de la desgracia acechando al poeta, Miguel
prosigue su viaje desde Madrid y el 14 de marzo llega a Cox, desde
donde escribe a Cossío tras haber comentado con su esposa lo que
pudiera resultar más conveniente en aquellas circunstancias. Al
parecer, el director de la enciclopedia Los
toros le había prometido hablar con alguien influyente para
solucionar la salida del poeta y de su familia: «No deje de hacer
las gestiones cuanto antes si puede. He recordado nuestra última
conversación. Recuerdos y abrazos para todos los amigos. Y para
usted el de siempre.» La carta iba firmada con el nombre de Manuel,
sin duda para que no fuera interceptada por nadie. Hernández debía
sentirse en aquellos momentos doblemente acosado; por un lado
estaba la amenaza de las tropas franquistas y, por otro, su
condición de comunista lo convertía en blanco de los hombres de
Casado. «Estaba en la más negra miseria -comenta Ramón Pérez
Álvarez-. Me solicitó que le procurase un pasaporte. Como yo estaba
haciendo las gestiones para obtenerlo, dupliqué las mismas y
organicé posteriormente un viaje a Alicante, donde estuvimos con
José Juan, secretario de la Junta de Obras del Puerto, miembro del
Ateneo y de la Alianza de Intelectuales, y con Juan Guerrero Ruiz,
secretario del Ayuntamiento de Alicante entonces y desde hacía
varios años [...]. Hicimos un segundo viaje el día 28 de
marzo».411
Las dificultades, sin embargo, que ambos tenían que salvar venían
determinadas por el contratiempo de hallarse en edad militar y en
situación todavía de movilizados.
Visitó en Orihuela a don José Martínez
Arenas. «Me asusté al verle -afirma el abogado- y temí por su
libertad y por su vida. Me pidió consejo y le hice saber que don
Luis Almarcha había llegado aquellos días desde la zona nacional.
Le aconsejé que fuera a verlo y le pidiera amparo».412
Pero poco amparo podía darle quien sólo medía la virtud y la
honestidad de los hombres por su grado de religiosidad, quien
consideraba sólo nobles y honrados a aquellos que profesaban la fe
católica. De un modo u otro, si nos atenemos al testimonio del
vicario, tendríamos que aceptar como cierto que el poeta fue a
verlo esos días y que le confesó abiertamente su religiosidad;
hecho que, con todos los respetos hacia la memoria del canónigo,
ponemos seriamente en duda por respeto también a la gran coherencia
de Hernández: «La guerra y los días turbulentos que le precedieron
-relata don Luis- cortaron nuestra comunicación. Cuando regresé a
Orihuela, terminada la guerra, me visitó en un atardecer, como en
tantos atardeceres de antaño. Me dijo textualmente: “Don Luis, nos
ha podido separar la política, pero la religión no.” Fue breve la
entrevista, pero sincera y cordial».413
Nada, que sepamos, hizo Almarcha por amparar
al poeta. Fue a mediados de abril cuando Miguel decidió buscar
refugio en un lugar más seguro donde pudiera hallar la protección
de algún amigo que simpatizara con el nuevo régimen -ya se había
reconocido el Gobierno de Burgos- y, posteriormente, encontrarse
con Josefina y el niño. Así se lo comunica a Cossío el 19 de abril
desde Cox: «Estamos todos bien por ahora. Yo salgo para Sevilla
seguramente, y pronto. Allí espero ver a Guillén y a otros amigos y
espero hallar una buena acogida entre ellos [...]. Deseo verle
pronto, y si va por Sevilla, allí nos encontraremos.» Según lo
previsto, Miguel pensaba buscar la protección de Jorge Guillén en
Sevilla, pero su mala información al respecto le llevó a cambiar de
planes pocos días después.
El 20 de abril viaja en ferrocarril de
Alicante a Madrid. Su hermano Vicente le ha proporcionado
doscientas pesetas para tan aventurado viaje. Lleva un
salvoconducto de la Comandancia Militar de Orihuela -ignoramos
quién se lo pudo facilitar- y otro expedido por el CRIM (Centro de
Reclutamiento, Instrucción y Movilización número 10 de Alcoy) que
su cuñado Ismael Terrés, esposo de Encarnación, le ha podido
gestionar. Así, con una caja de cartón como único equipaje en la
que guarda algo de ropa, el traje azul oscuro que estrenó en su
viaje a la Unión Soviética y un par de libros, sale de Orihuela.
Apenas le consuela el comentario que el jefe del Gobierno inglés
había hecho semanas atrás en el Parlamento británico, asegurando
que el general Franco llegó a prometer a su embajador en España que
sólo serían castigados los delitos de carácter común y aplicados
los códigos vigentes antes de la guerra. Hernández es confiado pero
no duda de los peligros que le acechan. En Madrid se refugia de
nuevo en el domicilio de Víctor González Gil y contacta con el
poeta falangista Eduardo Llosent Marañón. Su viejo compañero en las
Misiones Pedagógicas, director a la sazón de la revista Mediodía de Sevilla y, en aquellos momentos,
flamante director del Museo de Arte Moderno de Madrid, le recibe en
un hotel de la plaza madrileña de Santa Bárbara. Éste le advierte
de que Jorge Guillén no se encuentra en Sevilla, ya que había
salido de España en septiembre de 1938. Le proporciona, sin
embargo, algo de dinero y una carta de recomendación para que la
presente en la capital hispalense a Joaquín Romero Murube. Llosent
no podía desplazarse en esos días a su domicilio sevillano de la
calle San Vicente, 22, un hermoso palacete del siglo XVIII, por
encontrarse ocupado en la delegación de Prensa y Propaganda, hecho
que le impide acompañar personalmente al poeta hasta Sevilla. En su
camino hacia Andalucía se detiene en Alcázar de San Juan, donde
visita a unos familiares de Josefina. Desde allí escribe el 23 de
abril a su esposa. No quiere dejar ninguna pista de su identidad y
envía la misiva en un sobre ajeno. El texto carece de datos
concretos por pura precaución: «Dentro de tres horas salgo en tren
hacia adelante, y dentro de unos días te llevaré a mi lado
seguramente [...]. Vete a Orihuela de cuando en cuando hasta que te
llame.» A su llegada a Sevilla contacta con el poeta Romero Murube,
alcaide entonces del Alcázar hispalense. Con él se entrevista la
mañana del 24 de abril en el recinto de la fortaleza. Todos piensan
que es un riesgo encubrir a Miguel o que éste permanezca en lugar
tan poco seguro como la propia capital andaluza. Al parecer, eso
mismo le habrían comentado el hermano de Eduardo, Pepe Llosent, y
otros amigos como Sancho Dávila y Julián Pemartín, aconsejándole
salir de España o refugiarse en alguna finca de los alrededores, en
la Dehesa del Hornillo, por ejemplo, propiedad de los Llosent. Lo
que no imaginaba Hernández es que el general Franco se encontraba
esos días de visita oficial por Andalucía. Desde el 21 de abril se
hallaba hospedado en el palacio sevillano de Yanduri, en la Puerta
de Jerez. La mañana del 24, según testimonio del propio Romero
Murube y de Manuel Barrios, estando Miguel Hernández en los
jardines del Alcázar, entró en el recinto el mismo Caudillo.
Joaquín Romero, como responsable del palacio, se separó
discretamente del poeta y fue a presentar sus respetos al general.
Una vez cumplido el protocolo, Franco continuó la visita custodiado
por su séquito y Romero Murube volvió a la compañía de Hernández.
El poeta, alarmado por el peligro que acababa de correr, decidió
marcharse de Sevilla no sin antes decirle al alcaide algo así como:
«Joaquín, creía que Franco era una persona de gran porte,
físicamente, y me lo encuentro bajito y pocacosa».414
Miguel continuó su huida hacia Cádiz, en
busca de Pedro Pérez-Clotet, director de la revista Isla y antiguo conocido del poeta, pero éste no
respondió a su llamada, bien, como señalan algunos testimonios,
porque se encontraba esos días en Ronda, bien, como sugieren otros,
porque se ocultó del poeta oriolano en su propia casa. Ante el
nuevo contratiempo, Hernández decide huir hacia la frontera
portuguesa. Desde Huelva, el 29 de abril escribe a Josefina. Como
siempre, no quiere transmitirle la pesadumbre que soporta ni las
penalidades que está pasando por los campos y caminos que ha de
cruzar. Le sigue hablando en clave y se llama a sí mismo Cuqui -como familiarmente llamaba a su hijo- para
que la tarjeta postal que le envía con la imagen de Franco, de ser
interceptada, no ofreciera demasiados datos sobre su itinerario:
«Querida Josefina: seguramente no vuelvo a Sevilla por ahora. Te
llamaré desde donde me encuentre, que será donde halle mejor
puesto. Ponte fuerte y valiente para el viaje, que lo puedas
resistir. Me acuerdo mucho de mi Manolillo. He escrito a Lisboa, y
allí recibirá noticias tuyas nuestro amigo Cuqui.»
Ese mismo 29 de abril de 1939 Miguel cruzó a
Portugal por un paso clandestino en las cercanías de Rosal de la
Frontera. Un camión lo había dejado esa tarde a cuatro kilómetros
del pueblo onubense de Aroche, donde el poeta merendó y compró unas
alpargatas. A la caída del sol se internó en territorio luso por
una zona segura: era el lugar de huida de muchos milicianos y los
viajeros de la España franquista lo procuraban evitar. Alcanzó,
según él mismo relata, el pueblo portugués de Santo Aleixo a las
dieciséis horas del día siguiente, domingo 30 de abril,
internándose posteriormente en Moura. Allí se vio necesitado de
dinero para comer y recuperar las fuerzas después de una semana
atravesando tierras andaluzas y durmiendo a la intemperie. Vendió
el traje oscuro y el reloj de oro que le había regalado Vicente
Aleixandre, pero su aspecto, que no debía de ser nada saludable,
levantó las sospechas del comprador, que acabó denunciándole a la
policía salazarista. Ésta entregó al preso a las autoridades
españolas de Rosal de la Frontera el 4 de mayo. No se trataba,
pues, de una detención por razones políticas, sino de un capricho
del destino que el ingenuo de Miguel no había previsto en ningún
momento. «Una trágica cadena de circunstancias -señala Juan Cobos
Wilkins-, que hace pensar en la cruel ironía del destino, engarza y
cierra así su primer eslabón. El único regalo que Hernández recibió
de sus amigos poetas con motivo de su boda le fue hecho por Vicente
Aleixandre: un reloj. El reloj que, por contraste con la pobreza de
su vestimenta, hará sospechar que se trata de un ladrón. Los
guardiñas lo entregaron a la Benemérita y recogen, a cambio, su
recompensa: cinco pesetas. Y ya, en Rosal, el destino vuelve a dar
otra nefasta vuelta de tuerca: entre los guardias civiles
destacados en la frontera se encuentra un paisano de Miguel que,
inmediatamente, lo reconoce y lo señala como un activista rojo y
peligroso».415
En efecto, el poeta argumenta una y otra vez
ante los guardias que el reloj le pertenece, para lo que ha de
ponerse en contacto con Aleixandre y reclamarle urgentemente el
justificante de compra, que llega unos días después. Pero para
entonces ya había sido identificado en el puesto de Rosal de la
Frontera por un guardia civil de Callosa de Segura, un tal Salinas,
que se ensaña con él y le acusa ante sus compañeros de haber sido
un activo comunista al servicio de la República y un significado
escritor revolucionario. En aquel pueblo permaneció Miguel cerca de
una semana. De nada le serviría llevar entre sus objetos personales
un ejemplar de La destrucción o el amor
de Aleixandre, y su auto sacramental Quién te
ha visto y quien te ve... Allí fue apaleado, golpeado en la
espalda y los riñones hasta orinar sangre. Se oían gritos que le
acusaban, por el mero hecho de proceder de Alicante, de ser uno de
los verdugos de José Antonio Primo de Rivera. Fue sometido a un
duro interrogatorio de diez horas del que se puede deducir, a tenor
de la declaración que consta en el sumario, que el poeta sufrió de
un modo desmedido, mintió insistentemente para salvar su vida y
cayó en repetidas contradicciones que fueron advertidas por los
firmantes del informe policial. Tras confesarse completamente
apolítico y asegurar que no pertenecía a ningún partido y que
ignoraba las causas del Alzamiento militar, reconoció, no obstante,
su participación en labores de propaganda y ser el autor del libro
Viento del pueblo. «Estrechado a
preguntas sobre sus amistades literarias -continúa literalmente el
informe-, manifiesta, que Federico García Lorca, era un hombre de
mucha más espiritualidad que “Azaña”, que no desconoce que era
pederasta, y que a pesar de esto era uno de los hombres de gran
espiritualidad de España, y que después del Teatro Clásico, él ha
sido una de sus mejores figuras; advirtiendo a los Agentes que
suscriben tengan cuidado no sea se repita el caso de García Lorca,
que fue ejecutado rápidamente y, según tiene entendido el mismo
Franco (nuestro inmortal Caudillo) sentó mano dura sobre sus
ejecutores [...]. Asimismo, cada vez que ha sido estrechado a
preguntas por los Agentes que suscriben, todo nervioso, se
encerraba en un círculo vicioso diciendo: “Yo no sé, les digo a
Udes. la verdad, hagan de mí lo que quieran, no deben
coaccionarme”, quedando sobrecogido y suspenso al decirle
repetidamente: “Camaradas, va a tener el honor de dirigirnos la
palabra el camarada de la Alianza de escritores proletarios
Hernández Gilabert”, contestando a esto: “Les aseguro, yo no he
hablado nunca”, muy nervioso y excitado. Por tanto, es de suponer
que este individuo haya sido en la que fue zona roja por lo menos
uno de los muchos intelectualoides que exaltadamente ha llevado a
las masas a cometer toda clase de desafueros si es que él mismo no
se ha entregado a ellos.» Pese al calvario a que se vio sometido
Hernández, pudo escribir a sus padres y a Josefina para advertirles
de la situación y solicitar, a través de ellos, la ayuda necesaria.
Vuelve a sorprender la enorme contención emocional que demuestra en
sus dos misivas, dejando casi para el final esas palabras de
socorro que no parecen tales. Sin duda, sabía que sus escritos
serían previamente leídos por los agentes -de ahí sus palabras
elogiosas al Caudillo- y se aprecia su voluntad de no alarmar y
disgustar a los suyos:
Querida Josefina: Estoy muy bien de salud. Me acuerdo siempre de mi Manolillo y de ti, que sois siempre mi mayor esperanza. ¿Sigue engordando el niño? Anteayer cumplió los cuatro meses y me pasé todo el día pensando en él [...]. Ve a mi casa y di a mi padre y a mi hermano que estoy detenido, que un día de éstos me llevan a Huelva desde este pueblo y que es preciso que me reclamen a Orihuela. Que hablen con don Luis Almarcha, Joaquín Andreu, Antonio Macando, Juan Bellod, Martínez Arenas, Baldomero Jiménez y quien sea preciso para la consecución de mi traslado a nuestro pueblo. La detención ha obedecido a que pasaba a Portugal sin la documentación necesaria. No es nada de importancia [...]. No te preocupes, nena. Como bien, me tratan bien y a lo mejor desde Huelva paso a Orihuela antes que nuestros amigos pudientes de ahí hayan hecho gestión alguna. Se trata de una imprudencia mía que naturalmente tenía que tener su riesgo y su resultado insatisfactorio. Pero la seguridad de mi honradez y la fe en la justicia de Franco me hacen estar sereno y alegre...
Miguel fue conducido el día 7 de mayo a la
Prisión Provincial de Huelva, sección de transeúntes, después de
que sus interrogadores llegaran a la conclusión de que el poeta era
un elemento con serias implicaciones políticas y de que había
intentado cruzar clandestinamente la frontera portuguesa. El 11 se
encuentra en la cárcel de Sevilla y, por lo que cuenta a su esposa
en la tarjeta postal que le envía en esas fechas, su próximo
destino es Madrid. «No me mandes el dinero que te pedía desde
Huelva, o reclámale si lo has mandado. Que manden de Orihuela y Cox
los informes mejores sobre mi conducta. Ya te escribiré desde
Madrid, donde seguramente estaré poco tiempo [...]. Estoy tranquilo
y debes estarlo tú también.» En efecto, el 15 de mayo ingresa en la
cárcel madrileña de Torrijos, situada en el número 65 de la calle
de igual nombre (actual calle de Conde de Peñalver, 53) sin perder
la esperanza de que, cualquiera de esos días, la eficaz
intervención de alguno de sus conocidos le dará la libertad.
PRISIÓN PROVINCIAL DE TORRIJOS. 4ª Y 3ª GALERÍA
Miguel es encerrado en la cuarta galería,
primera sala, de la cárcel madrileña. Allí se va a encontrar, entre
otros, con el poeta Germán Bleiberg; pero al grupo al que se vio
más unido durante aquellos meses de estancia en lo que había sido
Cuartel de Tropas Transeúntes fue el formado por Fernando Fernández
Revuelta, capitán del ejército republicano y corresponsal durante
la contienda del periódico El Socialista,
Gerardo González, José Luis Villa, el abogado y político Fidel
Manzanares Muñoz y Luis Rodríguez Isern, miembro de las Juventudes
Socialistas Unificadas y de la FUE. Este último habría de
convertirse, tras su pronta salida de la prisión, en el más fiel
mensajero del poeta y en su contacto continuo con el exterior. «Yo
iba todas las semanas a verle -comenta Rodríguez Isern- y a
llevarle ropa limpia y comida, al mismo tiempo recogía la ropa
sucia y los cacharros de la semana anterior [...]. Yo iba los lunes
a ver a Miguel, así que tenía que ir a visitar a Vicente Aleixandre
durante la semana, porque si no, no tendría que contarle. Como
Vicente Aleixandre estaba enfermo siempre, me tenía que interesar
por su salud y contárselo a Miguel [...]. El hombre siempre me
recibía inmediatamente y no me hacía esperar [...]. Yo le decía,
don Vicente, a ver cuándo va usted a verle».416
Desde su llegada a la cárcel de Torrijos,
Hernández concentra todos los esfuerzos en contactar con aquellos
amigos que puedan interceder por su libertad. En espera de los
avales de Bellod, Almarcha y Martínez Arenas, escribe con toda
urgencia a Cossío para que haga por él cuanto esté en su mano: «Es
preciso que hagas por verme en Torrijos, 65, donde me retienen
desde hace varios días. Nuestra familia de Orihuela no sabe dónde
me encuentro aún y te pido veas a Morla, a tu hermano, a quien sea,
para verme junto a Josefina, que me necesita más cada día, pronto.
Fuerza un poco tu tranquilidad por mí, o es seguro que no saldré de
aquí hasta que no se aclare mi actitud honrada, y esto puede ser
cuestión de mucho tiempo. Tú puedes ayudarme a salir rápidamente y
no debes dejar de hacerlo [...]. José María, por nuestra amistad,
nuestra familia y nuestra poesía, insisto en pedirte este gran
favor.» Un mes más tarde, el 26 de junio de 1939, haría lo mismo
con Pablo Neruda, cuyas últimas noticias lo situaban de nuevo en
París tras ser nombrado cónsul para la emigración española. Su
misión en la capital francesa era precisamente la de gestionar la
salida de algunos refugiados españoles hacia tierras chilenas,
labor que cumplió con éxito a finales de ese año con un numeroso
grupo de exiliados que zarpó a bordo del Winnipeg. La misiva de Miguel era así de clara:
«Querido Pablo [...]. Es de absoluta necesidad que hagas todo
cuanto esté en tu mano por conseguir mi salida de España y el
arribo a tu tierra en el más breve espacio de tiempo posible. El
señor Fajardo, y nuestro amigo José María de Cossío, te pueden
escribir con detalle sobre lo que me sucede, aunque ya te
imaginarás bastante. Pon en movimiento todo tu interés por mí que
me hace falta enormemente y rápidamente [...]. Sabré de ti por la
embajada, desde donde harán el favor de venir a comunicarme cuanto
resuelvas. Me acuerdo como nunca de vosotros, te necesito como
nunca. Da un abrazo a Delia, y tú recibe otro.»
Neruda recibió la llamada de socorro de
Miguel. En aquellos días compartía su apartamento parisino con una
conocida pareja de escritores españoles: Rafael Alberti y María
Teresa León. Vivían en el Quai de l’Horloge, «un barrio quieto y
maravilloso -escribe el chileno-. Frente a nosotros veía el Pont
Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas
las orillas del Sena». Según sus repetidos testimonios, la reacción
que tuvo al enterarse del encarcelamiento del poeta oriolano fue
inmediata: «Yo estaba otra vez en mi puesto en París, organizando
la primera expedición de españoles a Chile. Me alcanzó a llegar su
grito de angustia. En una comida del Pen Club de Francia tuve la
dicha de encontrarme con la escritora María Anna Comnène. Ella
escuchó la historia desgarradora de Miguel Hernández que llevaba
como un nudo en el corazón. Hicimos un plan y pensamos apelar al
viejo cardenal francés, monseñor Baudrillart. El cardenal
Baudrillart tenía ya más de 80 años y estaba enteramente ciego.
Pero le hicimos leer fragmentos de la época católica del poeta que
iba a ser fusilado. Esa lectura tuvo efectos impresionantes sobre
el viejo cardenal, que escribió a Franco unas cuantas conmovedoras
líneas. Se produjo el milagro y Miguel Hernández fue puesto en
libertad».417
Lamentamos disentir de una afirmación tan optimista, así como de la
versión que del mismo hecho nos presenta María Teresa León, quien
también ha querido atribuirse, como mérito propio, la hazaña de
haber logrado la puesta en libertad de Hernández: «Vivíamos con
Neruda en el Quai de l’Horloge y no sé por qué me confiaron los
poetas [Alberti y Neruda] la tarea de contar, entre otras
desventuras, la desventura de un poeta encarcelado. Así regresé
otra vez a Miguel Hernández. Esa nueva víctima no podían
consentirla los intelectuales franceses, tenían que salvarla y así
lo hicieron. Marie-Anne Comnène asentía con su cabeza a mis
palabras. Sí, sí, debemos salvar a Miguel Hernández. Cuando terminé
de hablar, todo estaba decidido. El intermediario del Pen Club para
esta petición sería Monseñor Baudrillart y lo liberaron».418
La liberación a la que alude María Teresa
León aún tardaría unos meses en llegar, pero por las pruebas que
aportaremos, queda claro que la petición del cardenal francés, ni
llegó a oídos de Franco ni surtió efecto alguno ni evitó un largo e
implacable proceso contra el poeta. Sabemos, por la respuesta de
agradecimiento de la escritora Marie-Anne Comnène, que el cardenal
Baudrillart había cumplido el encargo de mediar en favor del poeta
español: «Eminenece: Vous avez la bonté de me faire conmmuniquer la
lettre de l’embassadeur d’Espagne dont le ton me donne si nettement
confiance por le cher M. Hernández. Cette intervention s’ajoutera,
Eminence, à la liste de vos grandes actions...»419
El comunicado oficial que el embajador de España en París, José F.
de Lequerica, hizo llegar en nombre del cardenal francés al
ministro de asuntos exteriores del gobierno de Franco reflejaba en
estos términos el interés de Baudrillart:
Excmo. Señor:Su eminencia el Cardenal BAUDRILLART, rector del Instituto Católico y gran amigo de España, con motivo de su visita a esta Embajada para asistir a la recepción dada a los colaboradores y amigos de Occident, me entregó una nota interesándose por Miguel Hernández, prisionero en Madrid y, según él me dice, vagamente acusado de antifranquista.Se funda su recomendación en una nota hecha llegar a él por Madame Marie-Anne Comnène, según la cual «se trata de un poeta católico que ha escrito la más bella de las odas sacramentales».El Cardenal Baudrillart me hizo la indicación en los términos más discretos y moderados, anticipándome su confianza en la Justicia española y rogándome tan sólo sometiera a la consideración de V.E. estos deseos, por si dentro de la ley y la equidad pudieran ser atendidos.Dios guarde a V.E. muchos años.420
Por el contenido del documento del embajador
español, fechado en París el 21 de junio de 1939, podemos saber que
la intervención de Baudrillart existió, pero también que ésta fue,
en efecto, «discreta y moderada». Además, según Eutimio Martín, ni
siquiera se adjuntó la nota original del cardenal al ministro de
Asuntos Exteriores por considerarla asunto menor, jamás llegó a
oídos del Caudillo y el expediente se dio por cerrado con el oficio
del embajador De Lequerica.
Mientras tanto, Miguel se conformaba con
sobrevivir en la prisión de Torrijos sin perder la esperanza en
amistades más próximas: «Mira nena, ve si Luis Almarcha, Juan
Bellod y demás amigos pueden conseguir mi libertad
provisional.»421
Bellod era en aquellas fechas secretario de la Jefatura Provincial
de Falange (FET) en Valencia y, pese a los supuestos riesgos que
pudiera suponerle la elaboración de un informe favorable a un reo
político de la significación de Miguel, extendió y rubricó un aval
donde, entre otras cosas, afirmaba: «CERTIFICO: Que conozco desde
su niñez a Miguel Hernández [...], constándome ser persona de
inmejorables antecedentes, generosos sentimientos y honrada
formación religiosa y humana, pero cuya excesiva sensibilidad y
temperamento poético le ha hecho actuar atendiendo más a los
dictados del apasionamiento momentáneo que de una voluntad firme y
severa, y fácilmente influenciable por conocimientos y personas
[...]. Que garantizo plenamente su conducta y actuación así como su
fervor patriótico y religioso que se revela, por lo demás, en la
lectura de su producción literaria, singularmente en la de su
magnífico auto sacramental Quién te ha visto y
quién te ve y sombra de lo que eras [...]. Que en los primeros
tiempos del Movimiento me visitó repetidas veces en la cárcel de
Jesús y María en la que a la sazón me encontraba detenido,
constándome que hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que fuera
paseado [...]. No lo creo, pues, enemigo
de nuestro Glorioso Movimiento...» Pese a todo, Miguel no contó
hasta mediados de julio con un abogado que quisiera defenderle, y
sus esperanzas en que Juan Bellod se desplazara hasta Madrid para
ocuparse personalmente de su causa no tuvieron más respuesta que el
silencio del amigo. En sus cartas a Josefina se advierte un punto
de evidente decepción: «Creo que dentro de pocos días será el
juicio y sería bueno que viniera antes a Madrid Juan Bellod, por
muchas razones. Ya le he escrito a él. De todos modos, no dejéis de
verle vosotros y rogadle que venga si es posible [...].»422«Han
telefoneado a Bellod de mi parte. Es preciso que venga en cuanto
pueda. Tengo buenas noticias de Pablo Neruda que se preocupa de mí
desde su pueblo y me ayudará mucho. También se interesa otra
persona influyente, pero necesito a Bellod aquí. Se ha marchado
Cossío, ya te lo dije, me parece, y nadie mejor que Juanito puede
sustituirle en las diligencias por hacer [...]».423«Tengo
mejores impresiones que nunca y creo que no tardaré en ir o en
llamarte. Ese amigo chileno que te decía, se preocupa grandemente
de todo y hasta un cardenal francés hace gestiones. La Virgen
Santísima, el Señor y el cardenal y este amigo de verdad,
conseguirán lo que deseamos todos, pero más que todos tú y yo
[...]. No importa que Bellod no venga. Es un contratiempo y nada
más. Todo se arreglará sin necesidad de muchas personas».424
Los desvelos de Cossío y de Eduardo Llosent conseguirían finalmente
los servicios de un joven letrado que acababa de incorporarse al
Decanato de defensores en los actuantes consejos de guerra. El
abogado en cuestión, Diego Romero Pérez, conocía a Llosent y a su
esposa Mercedes Fórmica desde 1937 y no tuvo inconveniente alguno
en aceptar el caso del poeta: «Fui a la cárcel de Torrijos, donde
se hallaba y tuve mi primer contacto con él [...] la cárcel estaba
abarrotada de presos, esperando sus juicios. En una de las galerías
pasillos -la cuarta-, junto a su camastro, un jergón de paja en el
suelo, estaba nuestro hombre, que me acogió ansiosa y
cariñosamente, relatándome pormenores de su causa y señalándome
todos los posibles agarraderos para su defensa [...]. Si
físicamente era el poeta sencillo, acogedor, sin aristas [...]
moralmente me pareció a las primeras de cambio un espíritu de gran
honradez, claro y limpio [...] de una ilustre y encumbrada nobleza
[...]. Había que distinguir, entre los encausados, aquellos que
habían cometido atropellos y crímenes injustificables de aquellos
otros que en los frentes de batalla se habían batido honestamente
por una bandera, por unos ideales, y aunque la suerte de las armas
les había sido adversa, la pureza de sus intenciones y de su
hombría había quedado impoluta a pesar de la derrota. Esta
filosofía que compartíamos muchos Oficiales que trabajábamos en el
Decanato de Defensores, no la aceptaron en general los jueces y,
desgraciadamente, hubo una indiscriminación y un sistematismo para
medir a todos los reos de rebelión militar o auxilio a ella por un
mismo rasero [...]. Organicé y trabajé en los autos de la defensa
de Miguel, alertado por el propio interesado, buscando avales de
gente de la situación. Nos los proporcionaron un Jefe de la Falange
de Valencia, amigo del poeta y Sacerdotes de Orihuela,
especialmente un Canónigo [...] Don Luis Almarcha
Hernández».425
El aval que Miguel pedía a su viejo
consejero y protector, el canónigo Almarcha, a los pocos días
-mediados de mayo- de ser detenido en Portugal, seguía reclamándolo
el 8 de agosto en una carta que le envía a Josefina: «No dejes de
hacer esto que te voy a decir: di a mi padre que vea a don Luis
Almarcha y le pida un documento sobre mi conducta anterior a la
guerra, si es posible firmado, además de por él, por algunas otras
personas más. No importa que me lo mandéis con su firma solamente.
También sería oportuno otro del Ayuntamiento de Orihuela, pero el
principal es el de don Luis. Me lo ha pedido el abogado defensor
mío, y no debéis retrasar ni olvidar su pronto envío.» Dos semanas
después de esta última petición, llegó a manos de Diego Romero el
informe de Almarcha. «No es gran cosa lo que dice»426,
comentó el propio Hernández a su esposa, algo desconcertado por las
palabras del religioso; y no le faltaba razón porque el futuro
obispo de León, que comenzaba a adquirir una poderosa autoridad e
influencia dentro de la jerarquía católica, parecía dispuesto a
perdonar, pero en absoluto a olvidar, que Miguel se hubiese
descarriado de su rebaño y tutela, y que formara parte activa de
esa corte malvada de escritores y
oradores que pusieron su talento al servicio de la España Roja. En
efecto, el aval que remitió el autor de Mi
cautiverio en el dominio rojo hacía especial hincapié en que
el poeta de Orihuela procedía de buena familia, pero que debía
regenerarse. «Esto me lo contó Miguel -comenta Josefina Manresa- al
salir de la cárcel en 1939, con el disgusto de que le había dicho
degenerado».427
Pero Miguel no iba a ser juzgado en aquellos
meses. Su estancia en la prisión celular de Torrijos fue menos
tortuosa de lo que pudiera pensarse si se acepta comparar ese
periodo de reclusión con los que sufriría posteriormente. Las
constantes atenciones de Vicente Aleixandre, las cartas de
Josefina, las visitas de Cossío, de su hermana Elvira y de su
cuñado Paco a mediados de julio le infundieron los ánimos que
necesitaba para resistir aquel prolongado cautiverio. «Para qué
decir la alegría de Miguel al recibir mi visita -relata la hermana
del poeta-. Después de sus preguntas atropelladas sobre el estado
de todos, me pidió que fuera a visitar con determinados encargos a
Vicente Aleixandre y a José María de Cossío. Recuerdo que
Aleixandre estaba con verdadero pánico por el lógico temor en
aquellos meses de que en cualquier momento pudieran ir a por él
[...]. Antes de marcharme me rogó que no hablara a nadie de esa
visita ni que le nombrara».428
Quienes sí nombraron por aquellos días a
Miguel fueron los intelectuales españoles e hispanoamericanos
residentes en Cuba que, por error o malentendido, le dieron por
muerto. Sin razón aparente, llegó a correr la voz de que Hernández
había sido fusilado en Madrid el 20 de julio de 1939. La noticia
causó verdadera conmoción entre quienes le conocían y pronto se
organizó un homenaje en su memoria y se editó un libro «póstumo»
que reproducía un buen número de sus poemas. Fue el 6 de agosto de
1939 cuando apareció publicado en la revista Carteles un texto firmado por Alejo Carpentier con
el título de La muerte de Miguel
Hernández. «El gran poeta campesino español -decía el escritor
cubano- fue fusilado el jueves 20 en Madrid por sentencia de un
consejo de guerra. Delito: haber sido miliciano en la guerra [...].
Con las muertes de Hernández y Federico García Lorca, perdieron las
letras españolas a sus primeros poetas jóvenes.»
La iniciativa de homenajear al oriolano con
la edición de un libro pudo ser de Manuel Altolaguirre, que había
llegado accidentalmente a La Habana junto a su esposa, Concha
Méndez, y su hija, prolongando su estancia en la isla durante
cuatro años. Lo cierto es que el libro titulado Sino sangriento y otros poemas de Miguel Hernández
salió del pequeño taller tipográfico que los Altolaguirre
instalaron en la ciudad cubana, imprenta La Verónica, con el sello
de la colección El Ciervo Herido, y fue editado el 30 de agosto de
1939. En rigor, se trata de la primera obra de Miguel publicada en
el extranjero, en el exilio español, y en vida del poeta, ya que
Hernández, mientras tanto, seguía vivo en la cárcel madrileña de
Torrijos.
Por las cartas a su esposa y por las
valiosas declaraciones de compañeros de prisión podemos reconstruir
con bastante fidelidad lo que pudo ser para él aquella primera
etapa de su dilatado calvario. Lo que asombra de entrada es su
capacidad para ironizar y paliar con humor las penosas condiciones
en que se encuentra. Lo hace sobre todo por aliviar de
lamentaciones a Josefina, para no aumentar las penalidades que
ambos habían de soportar fuera y dentro de la cárcel: «Lo paso muy
bien, Josefina. He visto a la gente que me rodea desesperarse y he
aprendido a no desesperarme yo. Con los amigos que he encontrado
aquí, me paso el día a veces hasta sin acordarme de ti y de
Manolillo (no lo creas), cantando y riéndome de todo aquello que
puede atacar mi salud y desgastar mis energías, que quiero
conservar para luchar por que a vosotros no os falte lo que hoy
apenas podéis tener: la felicidad y el pan [...]. En fin, estoy
aquí como en un hotel de primera, sin ascensor, pero con una gran
esperanza de verte, de ver a ese hijo que me crías [...]. Me tienes
seguro, es verdad; pero me puedo enamorar, porque el patio de mi
casa da a unos balcones por los que se asoman algunas muchachas que
no están mal del todo. Claro está que no hay peligro de infidelidad
porque ellas están fuera y yo dentro y a mí me guardan mis
papás, más que a ellas sus mamás, de día
y de noche [...]».429«En
la manta duermo muy bien, tanto que tengo fama de dormilón entre
los demás. Duermo tres horas de siesta y 8 de lo demás, y eso que
sólo tenemos palmo y medio de habitación por cabeza y cuerpo y para
volverse del otro lado hay que pedir permiso a los vecinos
[...]».430«También
paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta
nunca, y a veces la crío robusta y grande como el garbanzo. Todo se
acabará a fuerza de uña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán
conmigo [...]. ¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda
clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, sin ti,
Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin
toma la de la esperanza que no se pierde nunca [...]. El pijama se
me ha roto y le he puesto un remiendo que es media camisa, porque
se me veía toda la parte de atrás y era una verdadera
vergüenza».431
No faltan anécdotas de esos meses en la
cárcel de Torrijos. Germán Bleiberg recuerda que «él y algunos
compañeros llevaban tiempo sin afeitarse por falta de medios
(maquinilla y jabón). Al verlos con barba, Miguel se echó a reír
gritando que parecían los siete ladrones de la fábula y, de pronto,
indicó el remedio para resolver el problema. Tomó una botella que
estaba a su alcance, la rompió con habilidad y sacó un cristal que
afiló con una piedra del alféizar de la ventana. Luego, mirándose
en un espejo, empezó con el cristal de la botella a afeitarse la
mejilla, siempre riéndose con gusto».432
En el testimonio que aporta Luis Rodríguez
Isern hay, sin embargo, otra visión que, sin abandonar del todo la
frescura y la mueca irónica, aborda recuerdos de una dimensión
verdaderamente trágica: «En cuanto a los libros, todo estaba
prohibido, lo único que permitían eran libros de estudio. Ni
novelas, ni periódicos, a pesar de que pasaban por la censura y la
recensura [...]. Tampoco se podía jugar. A mí me pillaron jugando
con Fidel Manzanares al ajedrez y nos cortaron el pelo al cero. Era
un ajedrez hecho con una cuartilla de papel, dibujados los
cuadraditos y con papelitos. Otras veces, cuando teníamos más ganas
hacíamos las figuras con miga de pan [...]. Tanto Miguel como yo
aprendimos a jugar al ajedrez allí. Todo estaba prohibido, hasta
ducharse. Por cierto, a Miguel le cortaron el pelo al cero por
ducharse. Una tarde de verano se me acercó y me dijo: “Oye, ¿por
qué no vamos a ducharnos?” Fuimos al retrete -que estaba en el
patio y tenía también lavabos- y llenamos las cantimploras. La
ducha consistía en que nos desnudábamos de medio cuerpo para arriba
y nos echábamos agua por encima. Estando allí, nos pillaron,
efectivamente, y nos mandaron a cortarnos el pelo al cero, pero
resulta que a mí me lo habían cortado el día anterior por haber
jugado al ajedrez. Nos íbamos los dos a la peluquería y me
preguntaron: “¿Usted a dónde va?, ¿qué quiere, que le afeite las
cejas?” A mí me pusieron firme en mitad del patio [...]. Miguel que
sale de la peluquería y me ve a mí firme, yo que le veo salir con
la cabeza pelada, se empieza a reír [...]. Yo no me podía reír
porque estaba firme. ¡Qué mal rato pasé! [...]. De nuestro grupo de
ocho, a ninguno se lo llevó la Pepa [la
Pepa era la pena de muerte]. Los solían fusilar de noche, pues las
escenas que se armaban eran terribles [...]. Yo he visto gente
condenada a muerte sin saber cuándo la iban a matar [...]. Había
gente que a los tres días tenía el pelo completamente cano del
sufrimiento que es eso».433
La producción poética de Miguel durante su
estancia en Torrijos, sin ser abundante, fue de las más prolijas de
todo su periplo carcelario. De allí surgieron composiciones como
«Ascensión de la escoba», a raíz precisamente de otro castigo que
le impuso barrer la galería y el patio durante una semana por no
poner la debida atención al cantar el Cara al
sol, acción que realizaban tres veces al día, según obligaban
las normas. No acostumbraba a enseñar sus poemas a nadie, los
guardaba con celo en una libreta en la que escribía, normalmente,
durante la noche.
Llegado ya septiembre, el poeta recibe la
noticia de que a Miguelillo le han salido cinco dientes y que los
limitados recursos materiales de Josefina no le permiten comer otra
cosa que pan y cebolla. Miguel se conmueve y reacciona con un poema
estremecedor. «Una mañana -escribe Luis Rodríguez Isern-, en el
patio de la cárcel nos leyó unas “coplas” o “coplillas”, como él
las llamaba, que se las había inspirado una carta de Josefina, su
mujer, en la que le contaba que sólo comía pan y cebolla. No es que
comiera cebolla cruda, como algunos creen, sino un guiso pobre de
patata y cebolla. Yo hice la transcripción de aquellas “coplillas”
y de otros poemas [...]. Las puse “Nanas de la cebolla” y añadí esa
nota que sale en todas las ediciones y que explica por qué Miguel
las había compuesto.»434
A las palabras de Luis Rodríguez sumamos la del propio Hernández,
quien, a través de una carta, comunica a Josefina que ha compuesto
unas seguidillas para ella y para el niño; versos que habrían de
convertirse, al correr de los años, en una nana de impensable
trascendencia.: «Estos días me los he pasado cavilando sobre tu
situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me
llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar
zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando
esas coplillas que le he hecho...:
La cebolla es escarchacerrada y pobre:escarcha de tus díasy de mis noches.Hambre y cebolla:hielo negro y escarchagrande y redonda.[...]Desperté de ser niño.Nunca despiertes.Triste llevo la boca.Ríete siempre.Siempre en la cuna,defendiendo la risapluma por pluma.[...]Al octavo mes ríescon cinco azahares.Con cinco diminutasferocidades.Con cinco dientescomo cinco jazminesadolescentes.[...]No te derrumbes.No sepas lo que pasani lo que ocurre.»
El proceso, no obstante, contra Miguel se
había iniciado ya. Su caso se hallaba, por un lado, en manos del
juez del Tribunal Especial de Prensa desde el 4 de julio, quien
decide tramitarlo como sumarísimo de urgencia; pero también por
esas fechas y de modo paralelo, el director general de Seguridad,
Sección de Orden Público, había abierto las oportunas diligencias
para obtener informes sobre él. Hernández es llamado a declarar dos
días después, el 6, por el juez especial de Prensa Manuel Martínez
Gargallo. En esta nueva comparecencia, ya no va a reaccionar ante
las autoridades con la ambigüedad y el desconcierto que había
empleado en su primer interrogatorio en Huelva. Los meses de cárcel
le han servido para afirmarse en sus convicciones, teniendo además
en cuenta que sus compañeros de prisión lo consideran ya un ejemplo
de entereza y de lealtad. Hay, pues, factores ambientales y
condicionantes psicológicos que se le imponen a la hora de
declarar. Ello explica que al manifestarse no trate de ocultar sus
actuaciones políticas, ni que finja desconocimiento ni se considere
ajeno a los contenidos ideológicos de su libro Viento del pueblo: «Reconoce sus ideales
antifascistas y revolucionarios, no estando identificado con la
Causa Nacional, creyendo que el Movimiento Nacional no puede hacer
feliz a España...» Como personas que puedan atestiguar su buena
conducta -aún no contaba con abogado defensor-, Miguel aportó los
nombres de Cossío, Juan Bellod, Luis Almarcha, Giménez Caballero y
Rafael Sánchez Mazas. No tenía, sin embargo, el solicitado informe
de la alcaldía de Orihuela, como había pedido a través de Josefina,
pero de ello se encargaría personalmente el propio juez. Lejos de
lo que Hernández pudiera imaginar, el texto remitido por el primer
edil del pueblo del poeta, Baldomero Jiménez, fue tan desfavorable
y rotundo como muestran estas líneas: «Su actuación en esta ciudad
desde la proclamación de la República ha sido francamente
izquierdista, más aún, marxista, incapaz por temperamento de acción
directa en ningún aspecto, pero sí de activísima propaganda
comunistoide. Se sabe que durante la revolución ha publicado
numerosos trabajos en toda clase de periódicos y publicaciones, y
que estuvo agregado al Estado Mayor de la Brigada del Campesino. Hace bastantes años que se le conocía
por El Pastor Poeta, y últimamente por
El Poeta de la Revolución.» Los informes
reclamados asimismo a la editorial Espasa-Calpe tenían un matiz más
positivo, pero revelan, curiosamente, que Hernández no llegó a
pertenecer nunca a la plantilla laboral de la citada empresa: «El
individuo a que se refiere el presente oficio, Miguel Hernández
Gilabert, no prestaba sus servicios directamente a esta Empresa,
sino a las órdenes de uno de nuestros directores literarios, pero
podemos manifestar que su conducta ha sido siempre correcta, lo
mismo para su jefe que para las demás personas de esta Editorial.
Por Dios, por España y su Revolución Nacional-Sindicalista.»
Resulta evidente que Miguel no era un don
nadie para el Juez de Prensa, como tampoco lo sería para el
teniente del Cuerpo Jurídico Militar, que recogerá su expediente
dos meses después. La causa del poeta se iba llenando de
acusaciones cada vez más atildadas a lo largo de un proceso que el
propio Hernández desconocía o no consideraba lo suficientemente
relevante como para imponerse a la intervención de alguno de sus
poderosos amigos: «Hay muchas personas de influencia interesadas en
mi libertad y la conseguiré por todo este mes de septiembre.» Una
de esas personas fue don Tomás López Galindo, abogado oriolano de
quien Miguel esperaba, como de Martínez Arenas, una intervención
más práctica y eficaz. Don Tomás, en su condición de abogado con
destino en el Tribunal Supremo, sí que trató de mediar aquellos
primeros meses de reclusión y, de hecho, tras hacer una serie de
gestiones telefónicas con el Juzgado Especial de Prensa desde la
Comisión de Códigos donde él se hallaba trabajando, se personó en
la plaza madrileña de Callao y habló directamente con el juez
instructor. Tras su identificación y las oportunas explicaciones,
López Galindo hizo una encendida defensa de Miguel, «recité incluso
-confirmaba el abogado- los versos del Auto Sacramental, el diálogo
del Padre y el Hijo: “¿Y qué es Dios? El perfecto anillo, el último
acomodo, el sinporqué y el todo...” Y le dije a aquel juez que eso
no había sabido hacerlo ni Calderón de la Barca, ni Lope de Vega;
que Miguel, en ese aspecto, estaba por encima de aquéllos. Y
entonces me dijo el juez militar: “Bueno, eso es lo que dice usted
de Miguel; ahora va usted a leer lo que Miguel dice de sí mismo.” Y
me enseñó el sumario-expediente que tenía, en donde lo iniciaba una
declaración jurada... Yo me quedé un poco pasmado porque, al mes de
terminar la guerra, el hacer esas declaraciones era un poco
expuesto. Y entonces me dijo el juez militar: “Mire usted, su amigo
de usted o paisano, o las dos cosas, es un gran poeta; eso lo
reconocemos todos; pero es tonto. Es tonto porque yo -me dijo el
juez- también me quise pasar para la zona nacional por la sierra y
me sorprendieron igual que a él. Y me hicieron las preguntas: ¿qué
hace usted en la sierra? ‘Pues venía buscando comida en la sierra
para mi padre que está en Madrid, que está anciano y tal...’ ¿Qué
afiliación política tiene usted? ‘Pues republicano en general.’”
Entonces yo le comenté a aquel juez: “Pues mire usted, tiene usted
razón, son dos declaraciones muy distintas, la de Miguel y la de
usted. Yo, si me hubiera visto en las mismas circunstancias hubiera
declarado como usted, no como Miguel; pero es que, Miguel es
Miguel”».435
El 6 de septiembre, dos meses después de su
interrogatorio ante el juez especial de Prensa, es llamado a
declarar de nuevo. Manuel Martínez Gargallo cuenta ahora con
pruebas irrefutables contra el poeta. Tiene en sus manos el aval de
Bellod, los informes de Espasa-Calpe y del Ayuntamiento oriolano y,
desde el 2 de agosto, la edición de Teatro en
la guerra, en cuyas primeras páginas se constatan los
méritos políticos y literarios de
Hernández: «Preguntado si ignoraba el contenido de la introducción
del libro por el interesado escrito -reproducimos del informe o
declaración indagatoria-, Teatro en la
guerra, que se le exhibe y lee, en el que se dice bien
terminantemente que había sido comisario político; manifiesta que
efectivamente no conoció el contenido de esa introducción hasta
después de publicado el libro y que cree se debió hacer por la
Editorial a fines de publicidad. Preguntado si asistió a las
operaciones del Santuario de la Virgen de la Cabeza con el
Comandante Carlos, manifiesta que sí, en calidad de agente de
propaganda...» No es necesario insistir en la meticulosidad
empleada por el juez, que considera desde ese mismo momento que los
cargos contra Hernández son de tal gravedad que exigen ser
remitidos -un sumario de 25 folios más los documentos adjuntos- al
presidente del Consejo de Guerra Permanente, quedando a disposición
del Decanato de la Secretaría del Consejo de Guerra, dando fe de
todo ello el alférez secretario Antonio Luis Baena.
Sin embargo, contra todo pronóstico y en
favor del optimismo que aparentaba Hernández en sus cartas y en su
ánimo -«Dios, a quien tú tanto rezas, hará que el día diecinueve de
octubre lo pasemos juntos»-, el poeta sale en libertad el 15 de
septiembre. No podemos hablar de la influencia de Neruda desde el
extranjero, ni de algún tipo de resolución o gestión ejercida por
ninguno de los valedores de Miguel; tampoco, como ha podido sugerir
algún testimonio, de mera confusión con otro encarcelado de igual
nombre y apellido. La medida de liberar a todos aquellos presos que
aún no habían sido sometidos a juicio y que afectó aquellos días a
buena parte de la población reclusa de la cárcel de Torrijos, así
como a otras muchas del territorio nacional, podría ser una buena
hipótesis para defender la inesperada liberación de Hernández. Hay
varias pruebas que apuntan en esa dirección, y una de ellas es la
aportada por el humorista Miguel Gila, que no nos sustraemos a
reproducir aquí por la solvencia testimonial y la envergadura
humana que contiene:
Sabía que en las cárceles había delatores y decidí hacerme autista y vivir mi cautiverio en una constante y tranquila soledad. A pesar de mi voluntario aislamiento, no podía evitar que algunos curiosos se acercaran hasta mí para ver qué era lo que estaba dibujando. Una mañana se acercó uno de esos curiosos y me preguntó si yo era dibujante. Le dije que no, que era solamente un aficionado. Me mostró un dibujo que había hecho él y me dijo que era para su Manolillo. Era un dibujo muy infantil, creo recordar que era una cabra [...]. Me gustó el dibujo, se lo dije, sonrió y sin decir una palabra se alejó y se perdió entre los que paseaban su miedo y su debilidad por el patio. Instantes después se me acercó alguien y me preguntó si no había conocido a aquel compañero. Cuando dije que no, el que me había hecho la pregunta, muy sorprendido, me dijo: «¿Que no le conoces? ¡Es Miguel Hernández, el poeta!» Yo conocía a Miguel porque al igual que Rafael Alberti se había llegado hasta el frente a recitarnos sus poemas; pero el Miguel Hernández que yo había conocido en el frente de Somosierra era un hombre rústico, macizo, con ojos brillantes y mandíbula fuerte, y este Miguel que ahora paseaba por el patio de la prisión de Torrijos tenía movimientos lentos y sus ojos apenas se entreabrían. El trato recibido por la policía portuguesa al ser detenido y, posteriormente, las palizas recibidas cuando fue entregado a las autoridades franquistas le habían marcado muy hondamente [...]. Un día, cuando no lo esperábamos, nos llegó la noticia: «Por orden de su excelencia el Generalísimo, todos los presos que no hayan sido juzgados en el día de la fecha quedan en libertad.» Y así, las puertas de la improvisada prisión de Torrijos se abrieron y por ella salimos cada uno hacia un destino diferente.436
Al testimonio de Gila unimos las palabras
del profesor Ríos Carratalá, quien recuerda que «la maquinaria
represiva de la Victoria tuvo fallos por la acumulación de trabajo
y una burocracia ajustada a la mentalidad de un cabo furriel en
funciones de Caudillo. La anotación exhaustiva de los trámites era
compatible con una ilusión de realidad. Gracias a estas
circunstancias, Miguel Hernández quedó en libertad durante unos
días, justo cuando iba ser procesado».437
LABERINTO JUDICIAL
El apartado anterior podía darse por
cerrado con la hermosa cita de Gila, pero a veces, como en el caso
que nos ocupa, la realidad tiene retorcidos vericuetos que superan
la imaginación narrativa del mejor fabulador. Partimos de un hecho
aparentemente insólito pero comprensible en aquellos primeros meses
de represión y de cruce de oficios, acusaciones, informes,
decretos, juicios y condenas: Miguel Hernández sufrió dos procesos
paralelos desde su detención en Portugal, beneficiándose de que el
primero de ellos, el iniciado por el Gobierno Civil de Madrid,
resolvió antes que el segundo -el de la Auditoría de Guerra del
Ejército de Ocupación- declarar en libertad al detenido por falta
de pruebas verdaderamente consistentes. La labor realizada por Juan
Guerrero Zamora438
para esclarecer esta descoordinación entre las diferentes
jurisdicciones, al margen de sus interpretaciones y sus polémicos
juicios, nos sirve para reconstruir la historia de un error y para
deshacer voluntariosas conjeturas.
Con el potente valor de los documentos
recabados al respecto podemos afirmar que el primer proceso seguido
contra Miguel comenzó el mismo día de su llegada a la cárcel de
Torrijos. Los primitivos informes sobre el detenido, remitidos por
el Gobierno Civil de Huelva, llegarían esos días al auditor de
Guerra del Ejército de Ocupación de Madrid, pero no a la citada
prisión madrileña. Miguel fue conducido a Torrijos sin
documentación que le acompañara y sin orden que indicara a
disposición de qué autoridad había de quedar. La dirección de la
cárcel solicitó entonces las instrucciones pertinentes al Gobierno
Civil para obtener información acerca del preso indocumentado
Miguel Hernández Gilabert. El citado Gobierno Civil de Madrid hizo
lo propio con el coronel jefe de los Servicios de Orden Público y
Policía, que, al no hallar orden alguna contra el encarcelado,
pidió asimismo informes a la Dirección General de Seguridad. Desde
este órgano y, en concreto, desde su Sección de Orden Público,
Negociado de Detenidos Gubernativos, se ordenó efectuar las debidas
diligencias y las indagaciones necesarias sobre el detenido. Esta
labor fue encomendada al agente García del Paso, hombre del que iba
a depender, desde aquel momento, el proceso gubernativo contra
Miguel. Del Paso dio pruebas entonces de una extraordinaria
benevolencia al atenerse, una vez descubiertos los cargos que
pesaban sobre Hernández, a lo más favorable para el poeta,
incidiendo de modo especial en el testimonio que consigue recoger
de uno de sus conocidos: José María de Cossío. Con las únicas
acusaciones de haber intentado huir clandestinamente por la
frontera portuguesa y ser escritor de izquierdas, García del Paso
informa al responsable de la Dirección General de Seguridad y éste
a su vez al coronel jefe de los Servicios de Orden Público. El
informe llega por fin a manos del gobernador civil de Madrid quien
lee textualmente -así rezaba aquella diligencia- que Miguel
Hernández Gilabert «había sido detenido el 30 de abril por la
Policía portuguesa por haberse internado sin pasaporte siendo
entregado a la Policía Española que lo condujo a Huelva y desde
aquella prisión a la de Madrid. Que la mayor parte de su vida la
había pasado en Cox, su pueblo natal donde contrajo matrimonio con
la hija de un guardia civil que fue asesinado por los rojos, hasta
que en 1935 se trasladó a Madrid colocándose en la casa Calpe
[sic] donde permaneció hasta octubre del
36 que fue movilizada su quinta por el Gobierno rojo, pasando a
prestar servicio a un Batallón de Zapadores y después a otro de
Infantería. El Agente informante preguntó en la casa Calpe por la
conducta de este individuo y el escritor Don José María de Cossío
le manifestó que durante el tiempo que estuvo a su servicio observó
una conducta moral intachable y que le creía una persona de orden e
inofensiva y que jamás le oyó hablar de política ni de cuestiones
sociales.»
A la vista del citado informe, y con fecha 8
de septiembre de 1939, el gobernador civil de Madrid ordena,
mediante oficio n.º 9.939, Sec. 1.ª, la libertad del detenido, que
es comunicada al director de la prisión de Torrijos el 11 de ese
mismo mes.
Mientras tanto, y con independencia absoluta
de todos los estamentos implicados en este primer proceso que
dejaba en libertad a Miguel Hernández el 15 de septiembre, el juez
especial de Prensa, Martínez Gargallo, creyendo que el poeta seguía
en la prisión madrileña, ponía el ya famoso sumario 21.001 a
disposición del decano de la Secretaría de Consejos de Guerra.
Catorce días después, el fiscal jefe Ramón de Orbe, de la Fiscalía
del Ejército de Ocupación, a la vista de tan voluminosa
documentación -un informe muy distinto al emitido por García del
Paso-, procedía a valorar los cargos contra Miguel en los
siguientes términos: «Calificación penal:
Los referidos hechos constituyen un delito de ADHESIÓN A LA
REBELIÓN MILITAR, párrafo 2.º del artlº 238 del C.J.M. con las
circunstancias agravantes de perversidad y transcendencia de los
hechos cometidos a tenor del artlº 173 del citado Cuerpo legal.
Penas que se piden: MUERTE, accesorias
correspondientes, caso de indulto y responsabilidad civil sin
determinación de cuantía.»
El 7 de octubre, todavía sin descubrir la
situación real del encausado y por humorístico que resulte, en el
Consejo de Guerra permanente número 6, formado por el Ministerio
Fiscal, el presidente y los correspondientes vocales, al nombrar al
procesado Miguel Hernández Gilabert, se llevaron la sorpresa de no
hallar en la sala al preso requerido, recibiendo a cambio un
informe extendido el día anterior por la Dirección de la Prisión
Habilitada de Torrijos 65 donde se daba respuesta a los interesados
en los siguientes términos: «Habiendo interesado por V.I. en su
respetable comunicación de esta fecha la entrega a la fuerza
pública de los detenidos Andrés García del Valle y Miguel Hernández
Gilabert para su conducción a Consejo de Guerra, tengo el honor de
poner en conocimiento de V.I. que dichos individuos salieron en
libertad los días 8 y 15 de Septbre. Ppdo. en virtud de
mandamientos del Juzgado Militar del Distrito de Buenavista y del
Excmo. Sr. Director General de Seguridad respectivamente.»
A partir de aquel momento y ante la
descoordinación y los fallos de la maquinaria represiva de la
Victoria, el celo de jueces como Manuel Martínez Gargallo se
encargaría de enmendar el error y reclamar la vuelta del encausado
Miguel Hernández a Madrid. En este y otros sentidos, el caso del
instructor Martínez Gargallo merece una atención especial ya que su
perfil, como el de otros verdugos de la judicatura o la milicia,
más allá de provocar sorpresa y repulsión, aporta información muy
valiosa sobre la burocracia represora de esos años. Y lo cierto es
que detrás de ese juez que instruyó el procesamiento del poeta
había un pasado de «fino humorista», colaborador de revistas como
Buen humor, Cosmópolis, Ondas, etc., y un
letrado convertido al franquismo que se presentó voluntario en
abril de 1939 para firmar los autos de procesamiento que darían
lugar a unos consejos de guerra sin garantías jurídicas.
Sobre Manuel Martínez Gargallo, almeriense
de 1904, y el extenso reparto de personajes que firmaron sentencias
de muerte a cambio de beneficios en el escalafón de los
funcionarios del franquismo, recomendamos la lectura del excelente
ensayo Nos vemos en Chicote. Imágenes del
cinismo y el silencio en la cultura franquista, del profesor e
investigador J.A. Ríos Carratalá. «Los antecedentes literarios y
periodísticos de Manuel Martínez Gargallo -comenta el autor- serían
conocidos por los responsables del Ejército de Ocupación, que en
Madrid necesitaban establecer decenas de juzgados de manera urgente
para completar la Victoria. El objetivo era condenar a los vencidos
manteniendo una cierta apariencia de normalidad».439
De este modo, la Auditoría de Guerra puso en manos de Martínez
Gargallo la instrucción de cerca de cien casos abiertos contra
aquellos periodistas, dibujantes y escritores que se significaron
en Madrid por su adhesión a la II República. Y no le temblaría el
pulso al juez ante ningún encausado, ya fueran colegas de letras o
viejos amigos de juventud, como Serafín Adame, Enrique Martínez
Echevarría, Artemio Precioso o Joaquín Sama, ya se tratase de caras
conocidas de la profesión periodística caídas en desgracia por una
delación. Desde su incorporación al Juzgado Permanente n.º 24 de
Madrid, en la Plaza de Callao, número 4, hasta su desmovilización
en la primavera de 1941, Manuel Martínez Gargallo dio cuenta de una
impecable eficacia represiva, fue firme en el cumplimiento de sus
deberes y nunca mostró la menor indulgencia a la hora de aligerar
las penas de los periodistas juzgados. «Gracias al entusiasmo de la
Victoria -afirma el profesor Ríos Carratalá-, los magistrados
militarizados a golpe de decreto, o voluntarios, encontraron
coartadas para su fanatismo. El mismo fue genuino como fruto de una
ideología totalitaria y orgullosa del resultado de la guerra; o
forzado durante unos meses por las circunstancias, que andaba
teñidas de un miedo disimulado mediante la aparente seguridad del
fanático. El resultado, a efectos de las condenas para los
derrotados sin alternativas, era de una violencia similar que jamás
encontró el límite de la razón y la justicia».440
FALSA LIBERTAD
La liberación de Hernández sorprendió no
sólo al poeta sino a sus más instruidos allegados. Un mes antes,
sin sospechar que el supuesto indulto pudiera afectarle de modo tan
inmediato, había hecho llegar a su esposa una serie de poemas de su
última etapa. La puso en manos de su hermana Elvira a través de
Cossío con la intención de que aquélla se la remitiese a Josefina:
«Dime si Elvira recogió a Cossío los originales de trabajos mío que
le di aquí. Me interesa saber si los tenéis ahí o si siguen en
Madrid. No quiero perderlos porque son el trabajo de casi dos años
y el pan de mañana vuestro, además del mejor recuerdo de nuestro
hijo primero, ya que la mayor parte de las cosas tienen a él como
motivo.» Tal ramillete de originales, unido a la libreta que ese
mes de septiembre entregará a su esposa, formará parte de lo que se
ha venido conociendo como Cancionero y
romancero de ausencias. Se trata de un conjunto orgánico de
composiciones que había comenzado a redactar en octubre de 1938, a
raíz de la muerte de su hijo, y que se cerraba con las «Nanas de la
cebolla». El título genérico lo habría facilitado el propio
Hernández al colocarlo en la cubierta del citado cuaderno, una
libreta escolar, rayada y con tapas grisáceas, que a lo largo de
sesenta y seis páginas recogía en una caligrafía a lápiz setenta y
nueve poemas de lo que fue su producción hasta esos días de
septiembre de 1939. La sensación que dicho manuscrito produce es,
en efecto, de obra inacabada y, de hecho, el resto de poemas y
manuscritos que el poeta fue pergeñando hasta finales de 1940 se
incorporarían, dentro de un claro sentido unitario, al conjunto
global de esas ciento treinta y siete composiciones que hoy
aparecen recogidas bajo el citado título: Cancionero y romancero de ausencias. A los estudios
realizados sobre el mismo por José Carlos Rovira y Agustín Sánchez
Vidal441
cabe añadir la síntesis que de esta obra aporta Javier Pérez Bazo,
quien la califica de «autobiografía íntima, especie de cuaderno de
bitácora por las sendas del alma», insistiendo en que uno de sus
mayores méritos y la prueba última del talento de Miguel radica en
el desbordamiento de lo individual para proyectarlo hacia valores
universales: «El poeta extrae de la realidad todo aquello que,
siendo objetivo, bordea su espíritu y así produce la valoración de
su vivir para convertirlo, trascendiéndolo, en el vivir del
hombre».442
Pero nos encontramos en la mañana del 15 de
septiembre de 1939, tras la puesta en libertad del poeta por la
citada disposición gubernamental. Hernández, optimista pero
desorientado, se encaminó al domicilio de Diego Romero Pérez, su
abogado defensor, para comunicarle el hecho y pedirle consejo. «Se
presentó en mi domicilio -comentaba el letrado-, por el mediodía,
en mi piso de Madrid que era el tercero derecha, el número 38 de la
calle Moratín [...]. Fue allí donde me quedé pasmado con la visita
repentina del poeta. Le recriminé de momento, creyendo que se había
fugado de la cárcel y que me ponía en un grave aprieto, pues los
defensores ejercíamos una especie de tutela sobre nuestros
defendidos y una garantía frente al Consejo de Guerra. Miguel me
tranquilizó, mostrándome un oficio del director de la Prisión de
Torrijos, en el que por orden judicial se le ponía en libertad. Me
quedé de una pieza, consciente de los cargos, gravísimos para aquel
entonces, que pesaban sobre él. Pude darme cuenta, leyendo el
oficio, que la causa a que se refería era la de haber entrado en
Portugal sin documentación [...]. Mi reacción fue pedirle que se
marchara de España, pues temía que la policía y los jueces se
dieran cuenta de que se le seguía otro enjuiciamiento de mayor
entidad y lo volvieran a detener [...]. Le dije que, para
protegerle, yo iría, vestido con mi uniforme de Alférez
Provisional, con él hasta Algeciras, para que apoyándonos en los
amigos sevillanos -Romero Murube, Llosent-, pudiera alcanzar la
frontera de Gibraltar...»443
A última hora de la tarde, Miguel se despide
de Diego Romero y se encamina al domicilio de Víctor González Gil,
la imprenta en ruinas de la calle Garcilaso, 10, donde éste tenía
su estudio. «En el patio de dicha imprenta -relata el escultor
talaverano- había una higuera, dos parras y una adelfa. Miguel
solía trepar hasta la copa de la higuera [...]. En la panadería de
enfrente estaba el jefe de Falange del barrio y podía verle. Sus
escapadas me preocupaban, pero no me hacía caso».444
Hernández no podía perder tiempo; ni su inquietud ni su situación
se lo podían permitir. Al día siguiente habla con Cossío y éste le
vuelve a aconsejar su inmediata salida del país, ofreciéndole en
última instancia su casona de Tudanca, en Santander, para que se
refugie allí con su familia. No obstante, el poeta vuelve a visitar
la Embajada de Chile. Allí se encuentran refugiados desde marzo,
entre otros, Santiago Ontañón y Antonio Aparicio, en espera del
salvoconducto oficial que les permita salir de España. Ya no está
en la sede diplomática Carlos Morla, pero Aparicio le presenta a
Germán Vergara Donoso, el nuevo encargado de negocios, que se
muestra cordial ante Miguel, del que ha tenido puntuales noticias a
través de Morla Lynch y Pablo Neruda. Según algunas fuentes,
Vergara ofreció asilo al poeta oriolano sabiendo que la
expatriación no tardaría mucho en producirse. Por su parte, el
propio Ontañón afirma que fue Antonio Aparicio quien expuso la idea
de incluir a Miguel Hernández en la lista de refugiados, pero que
Germán Vergara se negó a ello, argumentando que «era absolutamente
imposible agregar a nadie a la lista de asilados, porque estaba,
desde hacía meses, comunicada al Ministerio de Asuntos
Exteriores».445
No creemos en esta segunda versión por las razones que iremos
exponiendo, pero, sea como fuere, lo cierto es que Miguel volvió a
guiarse por el factor emocional y familiar y, tras despedirse de
sus amigos, desatendiendo cualquier consejo, se dirigió a Cox en
busca de Josefina y del niño.
Por una parte, puede que fuera consciente,
como le había advertido Diego Romero o el propio José María de
Cossío, de que el proceso contra él seguía en marcha. La vida le
había concedido una segunda (y última) oportunidad que debía
aprovechar sin demora. Pero, por otro lado, su exceso de confianza
-«el más inocente y confiado de los muchachos», como lo habría de
calificar Carmen Conde- y el contacto con los suyos en un pueblo
apartado como Cox, donde se respiraba una calma artificial y
engañosa, le hicieron relajarse en exceso a los pocos días de su
llegada a tierras alicantinas.
A su pueblo regresa el 18 de septiembre y el
19 escribe a Cossío para comunicarle sus nuevos planes: «No me
queda otro remedio que recurrir inmediatamente a nuestra vieja
amistad y a sus no muy viejas proposiciones de resolución de la
situación mía. Libre de aquella carga que pesaba sobre mí en
Madrid, ahora me encuentro atado a la vida de mi libertad frente a
mi indefensa familia. Como no me encuentro bien de salud, ya que mi
cabeza se resiste a mejorar, no me será posible dedicarme a un
trabajo como el que hacía en Espasa-Calpe a su lado. Pienso en su
tierra de Tudanca, y estoy dispuesto a trabajar en ella, a
pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de
sacar a mi familia, numerosa y necesitada, adelante. Si puede
enviarme algún anticipo, o como quiera llamarle, por mi futuro
trabajo en su tierra, hágalo sin demora, porque el hambre apremia,
y me he encontrado a mi familia bastante agotada de salud y de
recursos.» Los amigos de Hernández -que conocen la realidad y el
odio que le amenazan- han ido rápidamente a advertirle que se
marche y que procure no dejarse ver por Orihuela. Pero el poeta es
terco, inconsciente a veces. Visita a su familia en el domicilio de
la calle de Arriba. Abraza a su madre y advierte la frialdad de don
Miguel, que no oculta su disgusto por esa oveja negra que acaba de
salir de la cárcel. Josefina también sufre lo suyo esos días, que
lo quiere mañana y noche a su lado y le recrimina que ande con
amigos, que reparta su tiempo con unos y con otros. Le preocupa la
candidez de su esposo, su imprudencia, que bromee incluso sobre
asuntos que en aquel tiempo podían costarle un disgusto muy serio.
Según relata la propia Josefina, uno de aquellos días entró en una
tienda de Orihuela acompañado de Carlos Fenoll y de Molina, y al
descubrir un gran cuadro del Sagrado Corazón de Jesús en el que
destacaba un corazón grande y rojo, el poeta preguntó a la tendera:
«¿A cómo da este tío los tomates?» Actitudes mucho menos temerarias
habían sido castigadas sin ningún miramiento al acabar la guerra
civil. «En el mercado de Cox -comenta la propia Josefina- estaba la
plaza que había en la puerta de la iglesia, y las campanas del
campanario a las diez de la mañana tocaban a alzar a Dios. En ese
momento se paraba la venta y, compradores y vendedores, se
mantenían en silencio dándose golpes de pecho y moviendo los
labios. En una ocasión, a un pescadero le cogió el momento liando
un cigarro, y un joven de aspecto grande y brutal, que estuvo en la
División Azul, le dio una bofetada al viejo. Este señor hacía poco
tiempo que había salido de la cárcel, y no tardó mucho tiempo en
morir».446
Ya sabemos, como bien señalaba Tomás López
Galindo, que Miguel era Miguel, pero asombra que el poeta confiara
tanto en sus convecinos. «Nadie mejor que los paisanos y los
convecinos de uno -recuerda Muñoz Molina- para abatirlo a traición
con la quijada de Caín».447
En este sentido, estremece leer las siguientes palabras de Carmen
Conde destinadas a Hernández: «¿Por qué te has ido a Orihuela, para
que te crucifiquen, Miguel? Vamos, Miguel: si a los que regresan a
sus hogares, vencidos, les esperan cárceles y muerte. ¡No vayas,
Miguel!»448
Pero el poeta, imprudente y resuelto, desoyendo cualquier consejo,
el jueves 28 de septiembre, apenas trece días después de salir de
prisión, se encuentra en su pueblo, en casa de los padres de Ramón
Sijé, adelantando la celebración de su onomástica, la festividad de
San Miguel Arcángel. Hacia las cinco de la tarde abandona el
domicilio de don José y doña Pura en compañía de Justino Marín y
enfila la calle de San Pablo. Enfrente, en la puerta del bar La
Peña, se encuentran José María Martínez Pacheco, El Patagorda, oficial del Juzgado Municipal, y
Manuel Morell Roger, inspector de la Guardia Municipal. El primero
se sorprende al ver al poeta y llama la atención de Morell: «Aún
está en la calle ese hijo de puta.» Frase que provoca de inmediato
la tajante respuesta del inspector: «Eso lo arreglo yo enseguida.»
El poeta, que se encaminaba hacia la Plaza de la Soledad, fue
increpado por Morell y alcanzado junto a la puerta de la vivienda
de don Eusebio Escolano, un viejo diputado de la CEDA. De allí fue
conducido al retén policial para cumplir con las formalidades y, a
continuación, trasladado con las esposas puestas por todo el pueblo
hasta el seminario de Orihuela, en cuyos sótanos se había
improvisado una hosca y húmeda prisión desde los últimos días de
guerra.
Que José María Martínez, El Patagorda, se la tenía jurada al poeta era tan
evidente como la prueba que aporta la esposa de Miguel, quien narra
que, al acabar la contienda civil, este oficial, en compañía de un
tal Antonio, empleado del Ayuntamiento de Cox, irrumpió en su casa
de la calle Santa Teresa y preguntó por Hernández: «Yo le dije que
estaba en Madrid. El Patagorda me pidió la pistola. Yo le dije si
él sabía si Miguel tenía dicha arma, a lo que me contestó: “¡Vamos,
un comisario político del Campesino no va a tener pistola!” Y a
continuación me registraron la casa».449
Hernández ignoraba el proceso que seguía abierto contra él y la
orden de captura y detención que el 14 de octubre de 1939 emitiría
la Providencia del juez Martínez Gargallo, de ahí su confianza y su
erróneo convencimiento de que ya había purgado sus posibles cargos
con cuatro meses de cárcel.
En el informe de la detención y declaración
del poeta se advierte la relevancia que Hernández tenía en aquellos
momentos, especialmente para sus paisanos y para el inspector
Morell Roger. La transcripción que ofrecemos del documento respeta
literalmente la versión original, su ortografía, tildes, erratas y
signos de puntuación:
En la ciudad de Orihuela a veinte y ocho de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, año de la Victoria. Ante el Inspector que suscribe y presente el subinspector Hermenegildo Riquelme Garcia, comparece el detenido Miguel Hernandez Gilabert, mayor de edad, casado, y de esta vecindad, [...] de profesión escritor, el que interrogado convenientemente dijo: Que al estallar el Movimiento el 19 de Julio de 1936, se encontraba colocado en la Editorial Espasa de Madrid: que una vez que se reanudaron las comunicaciones vino a esta ciudad, hasta el día 22 o 23 de Septiembre de dicho año, durante dicho lapso de tiempo no intervino en un ningun acto revolucionario regresando a Madrid por dichas fechas y continuó trabajando y ante la inminencia del llamamiento de su quinta ingresó voluntario en un batallón de Fortificaciones y despues a mediados de Noviembre de dicho año ingresó en un Batallon Movil de choque que lo mandaba El Campesino, donde prestó servicios como fusilero de Infanteria y luego mas tarde al difundirse su profesión de escritor lo destinaron a Jefe de Propaganda en un periodico del Batallon, que durante este tiempo tambien escribió poesias para su publicacion en Nuestra Bandera-Organo del Partido Comunista en Alicante, en AYUDA y Mono Azul de Madrid. Niega que tuviera en dicha Brigada cargo de Comisario Politico, apesar de afirmarlo asi un folleto que ha sido publicado en Valencia. Tambien niega que saliera en viaje de propaganda al extranjero ni a Rusia, con gestion alguna, y afirma solamente que durante su permanencia en el Ejercito Rojo, se dedicó a escribir propaganda a favor de la causa antifascista. La liberacion lo cogió en Cox, donde tiene su residencia habitual y desde alli, para resolver su situacion economica se trasladó a Sevilla y viendo que alli no podia darle solución a su problema marchó a Madrid, en donde fué detenido y encarcelado en le Prision de Torrijos, 65, en trece de mayo, habiendo sido puesto en libertad en quince del actual, sin documento, ni saber en virtud de que se le ponia en libertad.
Leida que fué se afirma y ratifica y firma
con el Inspector y presidente el Subinspector de que
certifico».
(Firmas de Manuel Morell Roger, Miguel
Hernández y H. Riquelme)450
Pese al duro golpe de aquella nueva
detención, el poeta no podía imaginar que su puesta a disposición
del juez militar de Orihuela y su encarcelamiento en el seminario
oriolano, conocido ya como Prisión habilitada de San Miguel, iban a
ser mucho más duros que cualquier cautiverio anterior. Allí sólo
llevaban, como cuenta Ramón Pérez Álvarez, a los recomendados: «Ingresó en el peor de los lugares,
el insalubre sótano, donde ingresaban los condenados y peores
delincuentes. Cuando ingresó Miguel, yo acababa de salir después de
tres meses de estancia. Estaba abarrotado de gente, con unas
pequeñas ventanas situadas muy altas que impedían, a la vez que la
vista, su aireación. Al considerar que allí ingresábamos los
fusilables, no había necesidad de procurar su salud [...]. Ni que
decir tiene que cuantas autoridades tenían mando entonces en
Orihuela tuvieron forzosamente que dar su conformidad y respaldo a
las actuaciones de sus subordinados».451
Del trato especial
que habría de recibir en la prisión de su querida Orihuela nos da
una precisa información Luis Fabregat Terrés, pariente y paisano
del poeta que compartió con él aquellas semanas de reclusión:
«Desde su ingreso fue sometido a un trato especial de aislamiento y
movimientos restringidos [...]. Miguel, pese a ello, confiaba en
que al salir de allí, bien al ser juzgado o por influencia de
amigos y conocidos, volvería a recobrar la libertad [...]. Recordó
que entonces le llegó su primera decepción del que había sido su
amigo en su adolescencia y juventud y que después fue obispo de
León, don Luis Almarcha».452
En efecto, ¿dónde estaban por aquellas fechas sus antiguos
valedores? ¿Por qué no tuvo una sola visita de consuelo, un simple
apoyo espiritual o una decisiva actuación por parte de quienes
tanto querían al poeta? El gran poder de
don Luis y su demostrada influencia dentro del nuevo régimen
político ¿no pudieron interceder o suavizar la situación del
muchacho? El canónigo estaba a escasos metros de aquella fortaleza
religiosa convertida en prisión. ¿Qué hubo de tanta caridad
cristiana?
Esos dos meses han quedado suficientemente
documentados a través de las cartas, clandestinas en su mayoría,
que Hernández hizo llegar a su esposa. La primera se la remite a
los pocos días de su detención, visiblemente angustiado por lo que
allí se encuentra: «Estoy pasando más hambre que el perro de un
ciego [...] me alimentan los desprecios que me hacéis no dándome
noticias de vuestra vida [...]. Pero esta fiera hambre me hace
pensar muchas cosas. A veces más malas que buenas, y paso mis malos
ratos. Me siento aquí mucho peor que en Madrid. Allí nadie, ni los
que no recibían nada, pasaban esta hambre que se pasa aquí, y no se
veían por tanto las caras y las cosas y las enfermedades que en
este edificio. A nuestros paisanos les interesa mucho hacerme notar
el mal corazón que tienen, y lo estoy experimentando desde que caí
en manos de ellos. No me perdonarán nunca los señoritos que haya
puesto mi poca, o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho
corazón, desde luego las dos cosas más grandes que todos ellos
juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble. Ellos
preferirían que fuese un sinvergüenza. No lo han conseguido ni lo
conseguirán. Mi hijo heredará de su padre, no dinero; honra.»
A través de algún conocido sigue enviando
misivas a Josefina; el único modo de sobrevivir al aislamiento que
padece y de infundir al mismo tiempo ánimos a su familia: «Se han
empeñado en amargarnos la existencia y para nosotros debe ser
siempre bueno y dulce vivir y luchar por la verdad de nuestra vida,
que es la de nuestro hijo [...]. Y aunque el mundo entero se empeñe
en hacernos desgraciados, seremos felices por encima de todo [...].
Creo que dentro de unos días me llevarán a juicio, atado como
merezco [...]. Aunque podáis, no vengáis ni tú ni mi madre a verme.
Con que venga mi padre un día basta. No se te ocurra mandarme nada.
Ya lo pasaréis difícilmente vosotros...»
Dos semanas después, al no tener noticias de
los suyos ni de conocido alguno, vuelve a comunicarse con su esposa
tratando de disimular su desesperación: «Querida Josefina: A ver si
es posible tener noticias tuyas. Quince días aquí y aún no se te ha
ocurrido mandarme como sea unas letras [...]. Esta gente es más
bruta que lo que se puede imaginar. Pero a mí no me joden ni ellos
ni nadie. Todo el tiempo que me hagan perder ahora, todos los
atropellos, me los han de hacer ganar. No sé vengarme, pero sí
afirmarme más en defender una justicia que si no ha estado con
otros, ha estado siempre conmigo [...]. Yo he sacado la cédula de
preso perpetuo y no quiero salir mientras haya sinvergüenzas y
canallas en el mundo [...]. Ánimo, nena. A mí no me falta
nunca.»
Lo que más hiere a Miguel es el desamparo,
el olvido de esos amigos que se consideraban verdaderos, la dureza
y la intransigencia de su padre, que no se digna visitarle en todo
el tiempo que habrá de estar cautivo en el seminario de Orihuela.
Sólo tendrá, en dos meses de prisión, un breve encuentro con su
hermano Vicente y con Josefina, una entrevista rápida y
desalentadora que empeora el ánimo del poeta por las condiciones en
que hubo de llevarse a cabo: «Te pido que no vuelvas a aparecer por
estas rejas -le escribe a su mujer a mediados de octubre-, porque
cada vez que me acuerdo, y no puedo olvidarme de tu visita, me
pongo de mal humor. Parecíamos dos perros ladrándonos el uno al
otro, pero sin entendernos ninguno de los dos. Yo te quiero ver de
otra manera, y no como si estuviéramos los dos enjaulados. Y
además, sin poder besar a mi niño...» Con esa misma carta le hace
llegar algunos poemas que ha podido escribir esos días, indicándole
que los guarde y los sume a los otros, ese conjunto de
composiciones de su Cancionero y romancero de
ausencias: «Yo trabajo algo: guarda esos originales que os
envío donde están los otros. No se pierdan, que no tengo copia. Si
tengo cinco o seis libros escritos cuando salga de aquí, tenemos
pan seguro cuando se publiquen, si antes no nos hemos muerto de
hambre...»
La queja más frecuente del poeta, más allá
del hambre que pasa, es siempre la incomunicación, las pocas o
nulas noticias que tiene de su propia familia en momentos en que
tanto necesita de ellos: «Y tú, y vosotros, y Manolo, empeñados en
no darme señal de existencia. Vais a obligarme a hacer lo mismo, ya
que me habéis obligado. La suerte que tenéis es que yo soy así:
jodido, pero poco dispuesto a joder a nadie [...]. Todos los que
hay aquí, mil setecientos, tienen una cara de presos que meten
miedo. Seguramente a mí me pasa lo mismo. Pero como no me veo, no
me asusto. Más blanco sí que sé que estoy, porque me lo dicen y
porque me veo los brazos [...]. ¿Has guardado bien esos originales
que te mandé? ¿Qué dice mi niño?»
Vicente Hernández, hermano del poeta, ha
relatado que visitó a Miguel en varias ocasiones pero que casi
nunca le permitieron comunicar con él por encontrarse aislado en la
celda de castigo: «Un guardia de prisiones, conocido de la familia,
me contó los motivos de aquellos arrestos: bien porque había dado
una bofetada a un carcelero que se dedicaba a decir que todos los
rojos eran unos hijos de puta; bien por hacer algún comentario
gracioso que enojaba a los guardias... Una vez, estando en
formación, un preso de las Brigadas Internacionales, belga para más
señas, se soltó una ventosidad y el guardia preguntó quién había
sido. Miguel hizo un chiste diciendo: “Y eso que ha sido en
belga”».453
Así, con esa palidez de preso desterrado de
la luz y del aire, bastante más delgado -no pasaba de los sesenta
kilos- recibe la orden de traslado a la prisión madrileña de Conde
de Toreno. Hernández es conducido a la estación de Orihuela el 1 de
diciembre. Allí acuden para despedirlo su hermano Vicente,
Encarnación y Josefina con el niño. Demacrado y torpe de
movimientos, nervioso por lo conmovedor de la escena, Miguel quiere
abrazar a su hijo y uno de los guardias civiles que le custodian,
Pepe Fuentes, le quita por unos minutos las esposas. Cuando arrancó
el tren puede que alguno de ellos tuviera la acertada intuición de
que Miguel Hernández no volvería a pisar jamás el pueblo que le dio
la vida y que le proporcionó, con toda la ingratitud, un billete de
tercera hacia la muerte.
CONSEJO DE GUERRA PERMANENTE NÚMERO 5
Miguel ingresa en la prisión madrileña de
la Plaza de Conde de Toreno, muy próxima a la plaza de España, el 3
de diciembre de 1939. Es la octava en su ya largo via crucis carcelario. Allí se encuentra con un
viejo conocido, Antonio Buero Vallejo, a quien no veía desde su
estancia en el hospital militar de Benicasim. «Yo estaba en la
galería de condenados a muerte -comenta el dramaturgo- y llegó
Miguel. Entonces me acerqué a él y le recordé Benicasim. Le
llevaron también a la galería de condenados a muerte, que era en la
que yo estaba. Venía reclamado por uno de los juzgados de Madrid.
El caso es que convivimos en esa galería durante bastante tiempo,
unos cuantos meses [...]. Allí teníamos 45 o 50 centímetros por
persona. Para darnos la vuelta teníamos que avisar y entonces...
media galería se daba la vuelta... En esta prisión fue donde hice
mis primeros retratos carcelarios. Me dedicaba a retratar las caras
que me parecían más interesantes. Con mucha mayor razón, la de
Miguel, sabiendo quién era Miguel, era un retrato que no se podía
excusar [...]. Era un hombre que pasaba con facilidad de lo
taciturno a lo expansivo. En la etapa expansiva contaba chistes, a
veces subidos de tono, claro, o canturreaba [...]. En las etapas
taciturnas hablaba poco, sólo lo indispensable, y le daba vueltas a
las cosas [...]. La vida en las prisiones no hay que entenderla
desde el punto de vista peor. Naturalmente que era una vida dura y,
si se estaba condenado a muerte, cualquier noche podían venir por
ti y llevarte a fusilar, pero, dentro de todo, nuestra convivencia
se las ingeniaba para pasarlo lo mejor posible [...]. Yo he visto
salir para ser fusilados a muchos compañeros de la galería de los
condenados a muerte; es más, yo he tenido la seguridad ficticia,
pero que en ese momento me parecía real, de que una noche
determinada me iban a fusilar. Eso me ha pasado dos o tres veces. Y
como a mí, a otros, porque llegaba una confidencia de la oficina,
donde también trabajaban presos, que nos decía: “Esta noche hay
saca. Van a sacar a fulano y a diez
más.”»454
Aquellos meses compartidos en la prisión de Conde de Toreno fueron
evocados por Buero Vallejo en múltiples ocasiones, a veces con
estremecedores detalles acerca del poeta: «Miguel no recibía nada o
casi nada de fuera. A un compañero que comía conmigo y a mí nos
mandaban algo. Cuando entró Miguel le dije que no podíamos dejarle
sin ayuda. Le propuse que comiera con nosotros y accedió [...] pero
a la hora de la primera comida, al ir a buscarlo, me dijo:
“Perdona, Lo he pensado mejor y voy a comer solo”. “Pero, ¿es que
no somos amigos, Miguel? ¿No me dijiste que sí, que vendrías a
comer con nosotros lo que hubiera?...” “Sí, pero ya es muy poco
para vosotros dos.” Aquello fue un acto de delicadeza de Miguel,
asombroso en nuestras circunstancias y que revela su calidad
humana. No hubo manera de convencerle [...]. Algunas veces recibió
algún paquete y le faltaba tiempo para intentar corresponder: “Me
han traído esto: vamos a comerlo”. Sospechaba en él una gran
tristeza interior, pero que, ordinariamente, no afloraba. Miguel
gustaba repetir este verso de Luis Cernuda: “Estoy cansado. Estar
cansado tiene plumas”. Creo recordar que Miguel le quitaba el
plural a las “plumas”. Se lo oí muchas veces. A veces cantaba. En
nuestra galería se cantaba, se bromeaba, se jugaba al ajedrez, se
estudiaba matemáticas [...]. Cuando a Miguel le llegó la
conmutación de la pena capital, como había establecido amistades en
la galería, prefirió seguir en ella y se lo permitieron. Había
muchos que, al obtener la conmutación de la pena, no querían seguir
allí. Miguel sí, y permaneció en ella hasta que cambió de
prisión».455
Frente a opiniones como la de Luis Cernuda,
que veía en la obra de Hernández serias carencias de fondo y una
retórica excesiva, Buero dejará muy claro su juicio al afirmar,
tiempo después de aquella experiencia carcelaria, la indiferencia
que le producían opiniones de este tipo ya que, para él, desde su
conocimiento de lector profundo, Miguel Hernández era y es «un
poeta necesario, eso que muy pocos
poetas, incluso grandes poetas, logran ser».
Diciembre transcurre en esa prisión de
Madrid donde Miguel ha encontrado el calor de unos cuantos
compañeros que le ayudan a sobrellevar la carga de la privación de
libertad -«tengo un puñado de amigos que me han ofrecido a sus
familias para lavarme la ropa»456-.
Entre ellos se encuentran de nuevo Fernando Fernández Revuelta y
Fidel Manzanares. Son quienes más animan al poeta, al que aún le
queda energía para ocuparse vivamente de su hijo y de transmitir
consejos a Josefina: «Tengo que hacer de mi Manolillo el hombre más
decidido del mundo y el más alegre y el mejor. Ve acostumbrándole a
olvidar tus brazos y a vivir independientemente, y verás como te da
mejores noches y mejores días [...]. He escrito a Cossío y un día
de esta misma semana vendrá a verme. Él me dirá la impresión que
tiene de mi proceso y hará porque se resuelva
rápidamente...»457
En efecto, por providencia del humorista
convertido en juez Manuel Martínez Gargallo, el procedimiento
sumarísimo contra Miguel va a toda la velocidad que permiten las
instancias burocráticas. El poeta estaba inmerso, quizá sin ser
plenamente consciente de ello, en un momento de severa represión
política que extendía sus redes por todo el país contando con la
colaboración de autoridades municipales, eclesiásticas, judiciales,
fuerzas de seguridad y servicios de información del partido único.
Los instrumentos de los que se valía el nuevo régimen político para
dar cumplida cuenta de aquella población reclusa eran el Código de
Justicia Militar -la Jurisdicción Especial Militar pasó a ser
ordinaria y a vaciar de independencia e imparcialidad a los
tribunales-, la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939, y la
de Represión de la Masonería y el Comunismo, que entraría en vigor
el 1 de marzo de 1940. Todo hacía pensar que, de un momento a otro,
Hernández sería llevado a juicio, pesando sobre él cualquiera de
las tres acusaciones que en aquellas fechas, para casos semejantes,
eran esgrimidas por los Consejos de Guerra, a saber: «delito de
adhesión a la rebelión», «auxilio a la rebelión» o «excitación a la
rebelión». Ni que decir tiene que la voluntad de los jueces y los
fiscales se inclinaba por incluir al poeta en las tres categorías,
sobre todo en la primera, cuya sentencia a aplicar iba desde la
pena de muerte a la de veinte años y un día de reclusión
mayor.
Pero esos últimos días de diciembre, próxima
ya la Navidad, Miguel no pensaba en ese procedimiento de Consejo de
Guerra sumarísimo que seguía su imparable cauce. Tiene tiempo y
memoria para recordar, por ejemplo, a su amigo Sijé, cercano ya el
cuarto aniversario de su muerte. En carta del 21 de diciembre, el
poeta escribe a los padres de José Marín y aprovecha para seguir
dando fe de una honda esperanza y transmitir ánimo a los demás en
momentos tan adversos: «Queridos padres y hermanos. No quiero que
paséis estos días sin daros noticia de mi gran deseo de veros, de
saberos felices y más que felices, cosa imposible, de ser
conscientes de que la vida merece ser vivida, aun en medio de las
mayores adversidades [...]. Recibid en la fecha señalada, como la
última en vida de mi hermano Pepito, mi abrazo más fuerte y
entrañable».458
Antes de acabar el año, Miguel trata de
sacudirse toda la melancolía en una misiva verdaderamente hermosa
que remite a su mujer. Se acerca enero y la incertidumbre de su
destino se mezcla con el recuerdo de dos fechas muy significativas:
el 2 de ese mes Josefina cumple veinticuatro años y, el 4,
Miguelillo celebra el primer aniversario de su vida: «No quiero que
pase el día de tu cumpleaños y el de nuestro hijo sin que recibas
algo mío. No es mucho lo que puedo mandarte, pero ahí va [...].
Paso algunos malos ratos, porque yo, como mi hijo, no me acostumbro
ni me acostumbraré a estarme quieto, a no moverme de un lado para
otro, a no andar mucho al día. Aquí me doy unos paseos muy cortos.
Como el patio es pequeño, paseándolo acabo mareado de dar vueltas y
encontrarme siempre en el mismo lugar [...]. Aún me suena el beso
que me diste en la oreja. Todas las cosas me acompañan en esta
soledad de franciscanos que tengo. Aún te calentaré los pies esta
primavera en nuestro catafalco. Bastante los echo de menos, y
bastante envidio a Manolillo que se encarga de calentarte la
cama.»
Pero no habría más primaveras para Miguel
fuera de aquel mundo de cárceles porque el 18 de enero es requerido
por el Consejo de Guerra Permanente número 5 para que comparezca
ante un Tribunal presidido por don Pablo Alfaro Alfaro y formado
por los vocales don Francisco Pérez Muñoz, don Ignacio Díaz
Aguilar, don Miguel Caballer y Celís y don Vidal Morales, que
actuaría de ponente. En aquel acto y aquel Consejo se juzgaron esa
mañana a veintinueve reclusos sin ninguna garantía jurisdiccional.
Las condiciones en que hubo de comparecer Hernández, como el resto
de procesados, eran verdaderamente inquisitivas, ya que se
enfrentaba a un sumario secreto en el que el defensor no había
tenido opción de intervenir. De cualquier modo, el abogado defensor
que acompañaba al detenido debía ser siempre militar -y no
necesariamente licenciado en Derecho-, no era de libre designación
y sólo podía estudiar los autos contra su cliente poco antes de la
celebración del juicio, esto es, «por término que nunca excederá de
tres horas», según rezaba el artículo 658 del citado Código de
Justicia Militar, lo que venía a significar, como señala Miguel
Gutiérrez Carbonell en su trabajo El proceso a
Miguel Hernández: un enfoque jurídico, que en ese espacio de
tiempo se debían «buscar pruebas, proponerlas, estudiar la causa,
calificar y preparar el informe; cuando se está ventilando la pena
de muerte o treinta años de reclusión».459
Por otra parte, contra las sentencias dictadas en esos juicios
orales no cabían recursos, sólo alegaciones verbales que se perdían
en el eco de la sala y no tenían ningún calado.
Junto a Hernández, también iba a ser juzgado
ese día el periodista Eduardo de Guzmán. Su valioso testimonio,
ampliamente detallado en su libro Nosotros los
asesinos, nos ayuda a reconstruir con espeluznante realismo la
escena que vivió aquel día junto al poeta: «Miguel está sentado en
el primer banquillo; yo en el segundo, pegado materialmente al que
ocupan los guardias. A Hernández le acusan de haber sido comisario
comunista, de intervenir en conferencias y mítines, escribir versos
injuriosos para las fuerzas nacionales, realizar una intensa
propaganda contra los integrantes de la quinta columna,
contribuyendo con hechos y palabras a los muchos crímenes
perpetrados en la zona roja [...]. Empiezan a interrogar a los
procesados [...]. A medida que nombran a uno tiene que ponerse en
pie, con posición de firme, sin accionar con las manos que deben
permanecer, como los brazos, pegadas al cuerpo. En general a nadie
le preguntan más que si perteneció al partido u organización que
aparece en el sumario o la denuncia, y el cargo o graduación
militar desempeñado o alcanzado durante la guerra [...]. El fiscal
está hablando durante veinte minutos en tono duro, agresivo,
hiriente. Las palabras chusma, criminales, horda, salvajes y
asesinos se repiten una y otra vez con machacona e insultante
insistencia [...]. Nos llama canallas, chacales, analfabetos,
ladrones, cobardes, resentidos e infrahombres [...]. Su apasionada
disertación, en la que falta por completo la serena objetividad de
quien habla en nombre y defensa de la Justicia, consta de dos
partes perfectamente diferenciadas. En la primera, que dura entre
seis y siete minutos, acusa a veintitantas personas de todas las
barbaridades capaces de imaginar una mente calenturienta [...]. En
la segunda, que dura justamente el doble, echa sobre los hombros de
los dos restantes -Miguel y yo- todas las culpas de los demás
sumadas a las nuestras propias. Nuestra máxima responsabilidad
estriba precisamente en no ser analfabetos, incultos ni ignorantes;
en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarnos
resueltamente por el mal».460
Si las palabras del fiscal y su histriónica actuación parecen una
macabra representación del absurdo, no menos repudiable resulta la
pantomima del defensor, que «no ha hablado con ninguno de nosotros
-continúa De Guzmán-; no conocía siquiera nuestra existencia hasta
hace muy pocas horas. Como más tarde dirá a los familiares de
algunos, recibió los expedientes la noche anterior y no ha podido
más que leerlos por encima. Sin tiempo para estudiar cada caso,
teniendo que informar sobre la marcha con todas las limitaciones
que imponen los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, su
labor tropieza con ingentes dificultades». Por último, el
periodista se refiere al juez y a los miembros del Consejo:
«Considera, sin duda, que nuestra culpabilidad está suficientemente
probada y tiene prisa en terminar. Es cerca de la una y nos han
dado mayores posibilidades de defensa de las que merecemos por
nuestro comportamiento durante la guerra [...]. Hago un cálculo
rápido y fácil. El Consejo ha durado menos de dos horas.
Descontando el descanso anterior a los informes del fiscal y el
defensor, noventa minutos escasos. Noventa minutos en que se ha
decidido la suerte de veintinueve personas. ¡Más de la mitad de las
cuales acaban de ser condenadas a muerte!»
Miguel Hernández es uno de los diecisiete
encausados que recibe la sentencia de máxima pena o pena en su
máxima extensión; así consta en el documento condenatorio que con
fecha de 18 de enero de 1940 concluye en los siguientes
términos:
CONSIDERANDO que el responsable
criminalmente de un delito lo es también civilmente. VISTOS los
artículos citados y demás de general aplicación. FALLAMOS que
debemos condenar y condenamos al procesado MIGUEL HERNÁNDEZ
GILABERT, como autor de un delito de ADHESIÓN a la rebelión militar
a la pena de MUERTE, accesorias legales para caso de indulto, y en
cuanto a responsabilidad civil se estará a la Ley de 9 de Febrero
de 1939. Así por esta nuestra sentencia lo pronunciamos y
firmamos.
El 30 de enero, la Auditoría de Guerra del
Ejército de Ocupación, una vez enterada de la resolución judicial,
resolvía confirmarla, dejando «en suspenso la ejecución del
condenado hasta tanto se reciba el enterado de S.E. el Jefe del
Estado».
TREINTA AÑOS Y UN DÍA
Casi todos los juzgados aquel 18 de enero y
sentenciados a la pena capital fueron fusilados en un margen de
cinco meses. La suerte de Miguel hubiera sido probablemente la
misma de no mediar en tales circunstancias un único amigo verdadero
que, como hubo de suceder en su liberación del 15 de septiembre,
sólo podía ser José María de Cossío. Mucho se ha especulado sobre
este hecho y muchos son los nombres que se fueron apuntando a la
nómina de salvadores del poeta. Santiago Ontañón, en su libro
Unos pocos amigos verdaderos, hace
referencia a Germán Vergara Donoso, el jefe de negocios de la
Embajada de Chile, que recibió al parecer un papel de fumar enviado
por Miguel desde la cárcel donde le decía, de manera escueta, «Me
han condenado a muerte. Haced lo que podáis». «Aquel papel de fumar
-relata Ontañón-, manuscrito con noticia tan tremenda, nos angustió
indeciblemente. Yo hice lo que podía: escribir. Envié tres cartas:
a los Álvarez Quintero, a Víctor de la Serna y a Borrás. De los
tres, sólo obtuve contestación del Álvarez Quintero que quedaba, en
la que me decía que haría todo lo que pudiese...»461
También se ha hablado largo y tendido acerca de las gestiones
realizadas por Neruda desde su país, aunque éstas hay que
reducirlas exclusivamente a sus llamadas de atención a la Embajada
chilena en Madrid, donde Vergara Donoso ya se ocupaba de cuanto
estuviese en su mano para aliviar la situación de Hernández. María
de Gracia Ifach aporta en su biografía una carta de Antonio de
Lezama enviada a Manuel Machado el 25 de enero en la que le ruega
«como poeta que eres y como hombre de corazón, que influyas cuanto
puedas y salves así la vida de Miguel Hernández que acaba de ser
condenado a muerte. No insisto, porque creo que ello sería
ofenderte. Gracias, Manolo, y recibe un abrazo de tu viejo
camarada».462
Valiosa pudo ser asimismo la ayuda que Vicente Aleixandre pidió a
su propio padre, coronel de Ingenieros ya retirado, para que
intercediera por su querido amigo. Nombres como el de fray Justo
Pérez de Urbel o José Ibáñez Martín también se han barajado. Pero
lejos de nuevas e inútiles conjeturas, lo cierto es que Cossío fue
quien realmente se movilizó con todo lo que su influencia y su
capacidad imaginativa pudieran rendir para solucionar sin demora la
trágica situación de Miguel. El director de la enciclopedia
Los toros recurrió en primera instancia a
sus amigos de la tertulia madrileña del café Lion d’Or. Entre ellos
estaba el doctor Eusebio Oliver Pascual, viejo conocido de Miguel,
ya que en su domicilio asistió el 12 de julio de 1936 a la lectura
que Lorca hizo de su Bernarda Alba.
Oliver había sido, durante la contienda civil, el médico de
cabecera del general Varela, ministro ahora del Ejército. Por esa
vía y, sobre todo, por la emprendida a través del escritor
falangista Rafael Sánchez Mazas, ministro vicepresidente de la
Junta Política, fue por donde Cossío lograría llegar hasta el
citado general José Enrique Varela. Acompañado de Sánchez Mazas y
de José María Alfaro, uno de los autores del famoso himno
Cara al sol, se personaron aquellos días
en casa del ministro del Ejército. La conversación se centró
esencialmente en las nocivas repercusiones que podría alcanzar la
ejecución de un poeta de la significación de Hernández,
repitiéndose así un caso semejante al de Federico García Lorca.
Pero lo que, al parecer, conmovió al general, como relata Guerrero
Zamora, fue el hecho de saber que el poeta de Orihuela «se había
desposado con una mujer cuyo padre perteneció a la Guardia Civil y
fue asesinado en zona roja».463
Las gestiones tuvieron su efecto y el
ministro del Ejército se entrevistó con Franco antes de que éste
rubricara la sentencia contra Hernández. Como se ha señalado en
diversos estudios, todas las condenas a la pena capital debían
llevar el visado y la aprobación del Caudillo; así lo recuerdan dos
miembros de aquel Gobierno, Pedro Sainz Rodríguez y Ramón Serrano
Súñer, discrepando en un solo detalle: que mientras el jefe del
Estado revisaba las condenas junto al coronel Martínez Fuset, aquél
tomaba chocolate con picatostes -versión de Sainz Rodríguez- y café
con leche, según Serrano Súñer. Lo que sí parece admisible a tenor
de las pruebas y documentos encontrados es que el general Varela,
acompañado al parecer de Sánchez Mazas, obtuvo de aquella
entrevista con Franco un provechoso resultado. El Caudillo escuchó
las argumentaciones de su ministro, pronunció una frase parecida a
«otro García Lorca no» y determinó, días después, conmutar la pena
del procesado. Según testimonio de Chicho Sánchez Ferlosio, hijo
del también ministro falangista, cuando Varela y su padre
irrumpieron en el despacho del Generalísimo «Franco ya estaba
preparado, porque había oído rumores de que ejecutar a Miguel,
después de lo de Lorca, podría ser una publicidad muy negativa para
el régimen. Así que cuando mi padre le interpeló diciendo: “Mi
general, quiero pedirle gracia para un poeta”, él, que sabía ya de
quién le hablaba, intentó taparle la boca respondiendo: “Si fuera
un gran poeta...” Pero mi padre, que era un reconocido intelectual,
dijo: “Es un gran poeta”; y supo que a Franco le daría vergüenza
contestarle».464
El 24 de junio de 1940, el propio general
Varela se adelantaba por medio de una carta remitida a Sánchez
Mazas al informe que, un día después, desde el departamento de
Asesoría y Justicia del Ministerio del Ejército, expresaba en
oficio número 6.745 que la sentencia contra Hernández había sido
conmutada por la inferior en un grado:
Excmo. Sr. D. Rafael Sánchez Mazas.
-Vice-Secretario de F.E.T. de las JONS. Madrid-. Mi querido amigo y
compañero: Tengo el gusto de participarle que la pena capital que
pesaba sobre DON MIGUEL HERNÁNDEZ GILBERT [sic], por quien se interesaba, ha sido conmutada
por la inmediata inferior, esperando que este acto de generosidad
del Caudillo, obligará al agraciado a seguir una conducta que sea
rectificación del pasado. Le saluda afectuosamente su atento s.s. y
amigo, firmado: J. E. Varela.
El secretario de Sánchez Mazas transmitía la
buena nueva a José María de Cossío tres días más tarde, el 27 de
junio, por medio de una nota en la que expresaba: «Mi querido
amigo: Te adjunto copia de la carta que acabo de recibir del
General Varela, comunicando la conmutación de la pena de tu
recomendado. Te envía un abrazo afectuoso, tu buen amigo, [firmado]
Carlos Sentís.»
La resolución escrita de dicha clemencia no
fue extendida oficialmente hasta el 9 de julio de 1940, según la
fecha que reza en una notificación que aparece firmada de puño y
letra de Hernández, aunque éste no la recibió antes del 23 de ese
mes -sabemos, por una carta remitida a Josefina, que fue ese día
cuando pudo ver la confirmación en firme-, lo que viene a suponer
que el poeta pasó siete largos meses en una galería llena de
cuerpos hacinados pendiente de que, cualquiera de aquellas noches,
tras un chasquido de cerrojos, alguien pronunciara su nombre y lo
condujera al patio de ejecución. «No es mucho lo que consigo dormir
-comenta de nuevo Eduardo de Guzmán- y me paso las horas enteras
dando vueltas en el suelo. Más que la dureza del cemento, me
molestan los pensamientos que corren desbocados por mi cerebro; si
llego a conciliar el sueño un momento, me despierto al siguiente
angustiado por visiones de pesadillas».465
Sin embargo, Miguel iba a dar pruebas de una fuerza de espíritu y
de un estoicismo francamente asombrosos. En ningún momento
participa a su mujer ni a sus familiares el juicio y la condena de
las que era plenamente consciente desde enero. Sus cartas nada
revelan en este sentido y sí demuestran, una vez más, su enorme
templanza. Le preocupa, de un modo casi obsesivo, la salud de su
madre, a quien nombra especialmente en sus misivas: «Madre, mamá,
madrecita, madrecilla, madraza [...]. Ya ves, no vale la pena
sufrir por el cabezón que he sido siempre...»466
«Madre, hoy he encargado que te envíen ese medicamento que
necesitas y creo que pronto lo recibirás. No me dices nada de tu
salud y la del padre y los demás. Sé que todos estarán bien menos
tú [...]. No tenéis que preocuparos mucho por mí, madre, aquí se
está como en un cuartel y me hago a la idea de que hago el servicio
militar que no hice antes».467
A Josefina le cuenta sólo aquello que considera esperanzador y
positivo; le duele el carácter de su esposa, tan dado al derrotismo
y la queja permanente: «Cuídate, nena. Cuidarte tú es cuidar a
nuestro hijo y a mí. No necesito nada: tengo de todo porque tengo
una salud a prueba de todo lo malo y lo bueno...»468
«Se debe vivir con alegría siempre, cuando no se ha perdido la
esperanza de recobrar la felicidad pasada, y ni tú ni yo la hemos
perdido. Hacer lo contrario, entristecerse por todo lo que le
recuerda a uno algo mejor, es perder fuerzas hasta agotarse en una
lucha estéril con uno mismo, con el aire, con nada [...]. La vida
ha sido muy dura contigo en poco tiempo. ¿Lo has perdido todo? Yo
creo que no. Y mientras le quede a uno un hilo al que agarrarse
para vivir, hay que agarrarlo con toda la fuerza del
mundo...»469 «Tienes madera de mártir, y es muy posible
que algún día vengas en el santoral del almanaque: Santa Josefina,
casada, tonta y mártir. Vas a ganar el cielo martirizándote con
zapaticos y todo...»470 Sigue preocupado por la educación de su
hijo y le intranquiliza que su esposa pueda hacer de él una
criatura consentida y vulnerable: «Con ese moño que le haces,
parece el nieto de su abuela, mejor dicho, la nieta. Haz el favor
de pelármelo, que no se me acostumbre el niño a llevar melena como
los malos poetas...»471 «Manolillo, hijo, bailaor, forzudo, cuqui
de mis entrañajones, da ánimo a tu madre. Pórtate como un hombre,
que no se echen de menos en la casa mis pantalones. Póntelos tú y
un bigote postizo para que te respeten tu señora mamá y tus
tías...»472 «Educa a Manolillo, que tú también tienes
ese deber y no quiero que se lo consientas todo...»473 Tampoco le faltan ánimos para bromear con
las macabras situaciones que ha de lidiar en la prisión: «La otra
noche me desperté y tenía una rata al lado de la boca. Esta mañana
me he sacado otra de la manga del jersey y todos los días me quito
boñigas suyas de la cabeza. Viéndome la cabeza cagada por las
ratas, me digo: “¡Qué poco vale uno ya!” [...] Ya tengo ratas,
piojos, pulgas, chinches, sarna. Este rincón que tengo para vivir
será muy pronto un parque zoológico o, mejor dicho, una casa de
fieras...»
Durante ese tiempo de estancia en Conde de
Toreno Miguel consigue que Vergara Donoso le envíe con regularidad
a Josefina ciento cincuenta pesetas, bien directamente, bien a
través de Vicente Aleixandre. Las atenciones que el diplomático de
la Embajada chilena -el tío Germán, como le llama cariñosamente el
poeta- tuvo con Hernández y su familia han de quedar fuera de toda
duda. Procuraba hacer llegar alimentos diarios a Miguel y tramitar
mensualmente la asignación a su esposa, a pesar incluso de la
actitud a veces airada de Josefina ante el retraso del dinero: «Lo
primero que voy a decirte es que no se te ocurra escribir a Vergara
diciéndole que deje de mandarte dinero. Si no te lo manda
puntualmente, es porque no está siempre en Madrid [...]. Eso
faltaba, Josefina, que tampoco dispusieras de esa pequeña cantidad,
con los malos ratos que te está dando la miseria. Me indigna que
tomes decisiones de éstas sin consultar conmigo y sin contar con tu
hijo y tu salud, tan necesitados. Ya te arreglaré yo las cuentas,
por tonta...»474
Insistimos en que nada cuenta a su esposa de
su situación de condenado a muerte, aunque le habla de los trámites
que sus amigos -Vergara, Aleixandre, Cossío- realizan fuera de la
prisión. La esposa cree que aún no ha sido juzgado y todo cuanto le
relata Miguel va encaminado a un desenlace alentador. El 22 de
abril le dice: «El jueves vendrá a verme Cossío y otros amigos.
Creo que me darán alguna noticia interesante.» El 13 de mayo le
vuelve a anunciar otra visita del santanderino: «No hay nada
concreto, ésa es la verdad. Pero algo habrá dentro de muy poco
tiempo, ya que no cesan las gestiones para solucionar mi asunto.»
La carta del 3 de junio es mucho más esclarecedora y ya cita en
ella al ministro de la Junta Política: «Esta mañana me han dado
mejores noticias que otras veces. Hasta me han traído una carta que
ha recibido Vergara, en la cual se interesa por mi asunto el
ministro Sánchez Mazas. Tengo bastante confianza en él, ya que es
un antiguo amigo y espero que, como amigo, dará solución a esta
situación mía.» Miguel está perfectamente informado de las
gestiones que se están realizando en las altas instancias y espera
que una buena noticia le alivie de la tortuosa incertidumbre que
padece. El 15 de julio, sin saber todavía que la conmutación de la
pena capital ha sido firmada veinte días antes, escribe esperanzado
a Josefina: «Es posible que mañana sepa algo de mi situación en
adelante, ya que voy a ser juzgado al fin. A la próxima carta, lo
sabrás tú, nena. No confío en la libertad inmediata. No importa.
Ten paciencia como yo la tengo, y espera como hemos hecho hasta
hoy.»
Parece incomprensible, a tenor de las
comunicaciones antes citadas del general Varela a Sánchez Mazas y
de éste a Cossío −24 y 27 de junio-, que ninguno de ellos se
adelantara a informar a Miguel de la buena noticia. Sólo cabe una
explicación y no nos parece lo suficientemente sólida, ya que
implica un mutismo voluntario por parte de José María de Cossío que
contradice su demostrada generosidad hacia Hernández. La razón de
este hecho, de ser aceptado, habría que buscarla en lo sucedido
durante alguna de aquellas visitas del autor de Los toros a la prisión de Conde de Toreno. Hubo,
con toda probabilidad, alguna encendida discusión entre el
protector y el poeta. El primero, afanado hasta el límite por
lograr no sólo la revisión de la pena de Hernández, sino incluso su
posible puesta en libertad, debió de insistirle para que se
retractara de su postura ideológica, que incluso, por escrito,
manifestara o fingiera alguna simpatía por el nuevo régimen con el
fin de acelerar los trámites de su liberación. Una vez en la calle,
Dios diría. Pero Cossío debió de obtener como respuesta alguna
frase colérica de Miguel, de la misma enjundia que, meses después,
ante presiones de mucho más calibre, proferiría de nuevo contra él
y otros valedores.
Informado al fin de su nueva condena a
treinta años y un día de reclusión mayor, no perdió el menor tiempo
en comunicar a su esposa la noticia en carta del 23 de julio de
1940, empleando para ello otra mentira piadosa que trataba de
endulzar la realidad y de ocultar todo perfil de dramatismo: «Mi
querida esposa: Alégrate, Josefina. Me han juzgado y he firmado
doce años y un día de prisión menor. No te miento. El fiscal pedía
treinta, y al fin me han rebajado dieciocho. No es mucha edad doce
años. Y a casi todos los condenados a esta pena los suelen poner
pronto en libertad [...] ha sido una verdadera suerte salir tan
bien, y debes alegrarte.»
Desde esa nueva situación, libre ya de la
amenaza de un fusilamiento anunciado, el poeta comienza a
disfrutar de su estancia carcelaria sin
la terrible zozobra de los primeros meses. «Estudio inglés -le dice
a Josefina el 19 de agosto- y, cosa nueva, fumo. Me ha dado por
fumar ahora. Ahora que, como no puedo comprar tabaco, fumo sólo del
que me dan.» Se refugia también en la gratificante tarea de hacer
juguetes de madera para Miguelillo: «Estoy haciendo otro perro a
nuestro niño; ya no es gato.» Escribe nuevos poemas inspirados,
naturalmente, en la ausencia y en el cautiverio que sufre. En una
misiva le comenta a su familia: «Las cárceles y las mujeres se han
hecho para los hombres, y conmigo hay compañeros que antes habían
levantado las mismas paredes que hoy les tienen aquí.» De esa misma
reflexión surgió el poema «Sepultura de la imaginación», que
construye en plena noche, reteniendo los versos en la memoria hasta
que los puede poner a salvo al día siguiente en un papel. «Miguel
nos recitaba -recuerda Buero Vallejo- alguno de los poemas en los
que había estado trabajando por la noche o en otros momentos. He
relatado en más de una ocasión que, por ejemplo, la primera vez que
yo oí el poema “Sepultura de la imaginación” fue de sus labios, y
aún no lo sé, porque él no me lo llegó a especificar, pero me dio
toda la impresión de que había sido creado en la propia cárcel de
Toreno la noche anterior»475:
Un albañil quería... No le faltaba aliento.Un albañil quería, piedra tras piedra, murotras muro, levantar una imagen al vientodesencadenador en el futuro.Quería un edificio capaz de lo más leve.No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!Piedras de plumas, muros de pájaros los mueveuna imaginación al mediodía.