CAPÍTULO VII SEXTO CICLO: PERSECUCIÓN, CÁRCELES Y MUERTE (1939-1942)

 

 

HUIDA A PORTUGAL

 

Miguel pasa sus últimos días en Madrid en compañía del escultor Víctor González Gil, en una imprenta casi en ruinas situada en la calle Garcilaso, 10. El poeta se encuentra entre dos fuegos: por un lado, la amenaza de los casadistas (de ahí que acudir a la sede de la Alianza, tras la sublevación de Casado, equivaliese a entrar en una insalvable ratonera) y, por otro, las tropas de Franco que ya preparan su entrada en la capital. Carlos Morla, que habría tenido noticias de Neruda por aquellas fechas, trata de dar con el poeta oriolano para que acepte de una vez su ofrecimiento de asilarse en su Embajada, pero Hernández le contesta a través de Juvencio Valle que «no se albergará en ningún sitio». Como afirma Julio Neira en su acertado análisis sobre la soledad y la desprotección del poeta al finalizar la guerra, Miguel «rechazó abandonar su puesto en defensa de la República y del pueblo hasta el último momento, y cuando no hubo más remedio era ya tarde. Los poetas comunistas de la Alianza habían organizado su salida, no sin gran riesgo, pero no se ocuparon de él. Hernández estaba solo, tan solo como había proclamado en su poema “Llanto a los poetas”. Fue el precio de su coherencia, de su fidelidad a su condición de poeta del pueblo que no puede abandonarlo. Pero también, no se nos oculta, el precio de su ingenuidad, de quien tenía la conciencia tranquila porque había hecho lo que debía en todo momento según su muy exigente conciencia».408
El sábado 11 de marzo, una vez tomada la decisión de regresar a Cox con su familia, se reúne con Cossío y éste le acompaña hasta la salida de Madrid. Cerca ya de la carretera de Valencia fueron abordados por un grupo de milicianos que les condujeron hasta el Hotel Lineal para proceder a su identificación. Miguel, que guardaba todavía su salvoconducto del Comisariado General de Guerra, pudo salvar la situación y responder de su jefe en Espasa-Calpe, que se hallaba pálido y desencajado. Sin embargo, la versión que de este hecho difundió Ramón Pérez Álvarez409 era sustancialmente diferente ya que, según su testimonio, fueron tropas casadistas las que dieron el alto a los dos amigos y que gracias a la oportuna intervención de Cossío el poeta se salvó de ser detenido o de un peor desenlace. «¡Quién me iba a decir a mí que me ibas a salvar de los míos!», parece que comentó Hernández a su jefe y compañero.
Cuando poco tiempo después, Morla hacía su último intento de convencer a Hernández a través de Antonio Aparicio para que se beneficiara del asilo diplomático, el poeta se hallaba cerca de Orihuela después de tres días de viaje a pie, en carro a veces. Apenas tendría ánimo para pensar en su libro El hombre acecha, que se había acabado de imprimir esos días en la imprenta Tipográfica Moderna de Valencia. Allí permanecían los pliegos impresos, plegados y preparados para su cosido y su encuadernación desde febrero de 1939. Y allí se quedarían, junto con otros papeles y materiales, abandonados a su suerte hasta que esos primeros días de abril de 1939, tras la ocupación de la capital valenciana el 29 de marzo por las tropas franquistas, una comisión depuradora (inquisitorial) presidida por Joaquín de Entrambasaguas410 -catedrático de la Universidad de Madrid e inspector de Enseñanza Media- ordenaba la incautación y posterior destrucción de los 50.000 ejemplares tirados de El hombre acecha, que acabaron convertidos en pasta de papel. Ni Miguel ni Antonio Aparicio pudieron ver un solo ejemplar de la edición. Tampoco Ramón de Garciasol, último en revisar las pruebas de imprenta, tuvo tiempo de coger uno de aquellos juegos sin encuadernar. Quien sí acertó a salvar, al menos, dos ejemplares en pliegos sueltos fue Rafael Pérez Contel. El catedrático de Dibujo había tenido la feliz ocurrencia de enviar, conforme salían de imprenta, un par de juegos de cada capilla a Antonio Rodríguez-Moñino, bibliógrafo y catedrático de instituto; un erudito, en fin, que por su labor de salvaguardia del patrimonio bibliográfico de la guerra civil en la Biblioteca Nacional fue despojado de su cátedra e inhabilitado para la enseñanza durante veinte años. El tercer ejemplar del libro de Hernández librado del fuego fue a parar a manos de José María de Cossío, presumiblemente a través de su hermano Francisco, combatiente en las filas franquistas y director, hasta 1943, de El Norte de Castilla, o bien por medio de Juan Guerrero Ruiz. En cualquier caso, El hombre acecha tuvo que esperar a 1978, fecha en que Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia publican la obra en su versión íntegra, y a 1981 para aparecer en edición facsímil, también al cuidado de Urrutia y De Luis.
Pero antes de que el libro sufra tales avatares, con la sombra de la desgracia acechando al poeta, Miguel prosigue su viaje desde Madrid y el 14 de marzo llega a Cox, desde donde escribe a Cossío tras haber comentado con su esposa lo que pudiera resultar más conveniente en aquellas circunstancias. Al parecer, el director de la enciclopedia Los toros le había prometido hablar con alguien influyente para solucionar la salida del poeta y de su familia: «No deje de hacer las gestiones cuanto antes si puede. He recordado nuestra última conversación. Recuerdos y abrazos para todos los amigos. Y para usted el de siempre.» La carta iba firmada con el nombre de Manuel, sin duda para que no fuera interceptada por nadie. Hernández debía sentirse en aquellos momentos doblemente acosado; por un lado estaba la amenaza de las tropas franquistas y, por otro, su condición de comunista lo convertía en blanco de los hombres de Casado. «Estaba en la más negra miseria -comenta Ramón Pérez Álvarez-. Me solicitó que le procurase un pasaporte. Como yo estaba haciendo las gestiones para obtenerlo, dupliqué las mismas y organicé posteriormente un viaje a Alicante, donde estuvimos con José Juan, secretario de la Junta de Obras del Puerto, miembro del Ateneo y de la Alianza de Intelectuales, y con Juan Guerrero Ruiz, secretario del Ayuntamiento de Alicante entonces y desde hacía varios años [...]. Hicimos un segundo viaje el día 28 de marzo».411 Las dificultades, sin embargo, que ambos tenían que salvar venían determinadas por el contratiempo de hallarse en edad militar y en situación todavía de movilizados.
Visitó en Orihuela a don José Martínez Arenas. «Me asusté al verle -afirma el abogado- y temí por su libertad y por su vida. Me pidió consejo y le hice saber que don Luis Almarcha había llegado aquellos días desde la zona nacional. Le aconsejé que fuera a verlo y le pidiera amparo».412 Pero poco amparo podía darle quien sólo medía la virtud y la honestidad de los hombres por su grado de religiosidad, quien consideraba sólo nobles y honrados a aquellos que profesaban la fe católica. De un modo u otro, si nos atenemos al testimonio del vicario, tendríamos que aceptar como cierto que el poeta fue a verlo esos días y que le confesó abiertamente su religiosidad; hecho que, con todos los respetos hacia la memoria del canónigo, ponemos seriamente en duda por respeto también a la gran coherencia de Hernández: «La guerra y los días turbulentos que le precedieron -relata don Luis- cortaron nuestra comunicación. Cuando regresé a Orihuela, terminada la guerra, me visitó en un atardecer, como en tantos atardeceres de antaño. Me dijo textualmente: “Don Luis, nos ha podido separar la política, pero la religión no.” Fue breve la entrevista, pero sincera y cordial».413
Nada, que sepamos, hizo Almarcha por amparar al poeta. Fue a mediados de abril cuando Miguel decidió buscar refugio en un lugar más seguro donde pudiera hallar la protección de algún amigo que simpatizara con el nuevo régimen -ya se había reconocido el Gobierno de Burgos- y, posteriormente, encontrarse con Josefina y el niño. Así se lo comunica a Cossío el 19 de abril desde Cox: «Estamos todos bien por ahora. Yo salgo para Sevilla seguramente, y pronto. Allí espero ver a Guillén y a otros amigos y espero hallar una buena acogida entre ellos [...]. Deseo verle pronto, y si va por Sevilla, allí nos encontraremos.» Según lo previsto, Miguel pensaba buscar la protección de Jorge Guillén en Sevilla, pero su mala información al respecto le llevó a cambiar de planes pocos días después.
El 20 de abril viaja en ferrocarril de Alicante a Madrid. Su hermano Vicente le ha proporcionado doscientas pesetas para tan aventurado viaje. Lleva un salvoconducto de la Comandancia Militar de Orihuela -ignoramos quién se lo pudo facilitar- y otro expedido por el CRIM (Centro de Reclutamiento, Instrucción y Movilización número 10 de Alcoy) que su cuñado Ismael Terrés, esposo de Encarnación, le ha podido gestionar. Así, con una caja de cartón como único equipaje en la que guarda algo de ropa, el traje azul oscuro que estrenó en su viaje a la Unión Soviética y un par de libros, sale de Orihuela. Apenas le consuela el comentario que el jefe del Gobierno inglés había hecho semanas atrás en el Parlamento británico, asegurando que el general Franco llegó a prometer a su embajador en España que sólo serían castigados los delitos de carácter común y aplicados los códigos vigentes antes de la guerra. Hernández es confiado pero no duda de los peligros que le acechan. En Madrid se refugia de nuevo en el domicilio de Víctor González Gil y contacta con el poeta falangista Eduardo Llosent Marañón. Su viejo compañero en las Misiones Pedagógicas, director a la sazón de la revista Mediodía de Sevilla y, en aquellos momentos, flamante director del Museo de Arte Moderno de Madrid, le recibe en un hotel de la plaza madrileña de Santa Bárbara. Éste le advierte de que Jorge Guillén no se encuentra en Sevilla, ya que había salido de España en septiembre de 1938. Le proporciona, sin embargo, algo de dinero y una carta de recomendación para que la presente en la capital hispalense a Joaquín Romero Murube. Llosent no podía desplazarse en esos días a su domicilio sevillano de la calle San Vicente, 22, un hermoso palacete del siglo XVIII, por encontrarse ocupado en la delegación de Prensa y Propaganda, hecho que le impide acompañar personalmente al poeta hasta Sevilla. En su camino hacia Andalucía se detiene en Alcázar de San Juan, donde visita a unos familiares de Josefina. Desde allí escribe el 23 de abril a su esposa. No quiere dejar ninguna pista de su identidad y envía la misiva en un sobre ajeno. El texto carece de datos concretos por pura precaución: «Dentro de tres horas salgo en tren hacia adelante, y dentro de unos días te llevaré a mi lado seguramente [...]. Vete a Orihuela de cuando en cuando hasta que te llame.» A su llegada a Sevilla contacta con el poeta Romero Murube, alcaide entonces del Alcázar hispalense. Con él se entrevista la mañana del 24 de abril en el recinto de la fortaleza. Todos piensan que es un riesgo encubrir a Miguel o que éste permanezca en lugar tan poco seguro como la propia capital andaluza. Al parecer, eso mismo le habrían comentado el hermano de Eduardo, Pepe Llosent, y otros amigos como Sancho Dávila y Julián Pemartín, aconsejándole salir de España o refugiarse en alguna finca de los alrededores, en la Dehesa del Hornillo, por ejemplo, propiedad de los Llosent. Lo que no imaginaba Hernández es que el general Franco se encontraba esos días de visita oficial por Andalucía. Desde el 21 de abril se hallaba hospedado en el palacio sevillano de Yanduri, en la Puerta de Jerez. La mañana del 24, según testimonio del propio Romero Murube y de Manuel Barrios, estando Miguel Hernández en los jardines del Alcázar, entró en el recinto el mismo Caudillo. Joaquín Romero, como responsable del palacio, se separó discretamente del poeta y fue a presentar sus respetos al general. Una vez cumplido el protocolo, Franco continuó la visita custodiado por su séquito y Romero Murube volvió a la compañía de Hernández. El poeta, alarmado por el peligro que acababa de correr, decidió marcharse de Sevilla no sin antes decirle al alcaide algo así como: «Joaquín, creía que Franco era una persona de gran porte, físicamente, y me lo encuentro bajito y pocacosa».414
Miguel continuó su huida hacia Cádiz, en busca de Pedro Pérez-Clotet, director de la revista Isla y antiguo conocido del poeta, pero éste no respondió a su llamada, bien, como señalan algunos testimonios, porque se encontraba esos días en Ronda, bien, como sugieren otros, porque se ocultó del poeta oriolano en su propia casa. Ante el nuevo contratiempo, Hernández decide huir hacia la frontera portuguesa. Desde Huelva, el 29 de abril escribe a Josefina. Como siempre, no quiere transmitirle la pesadumbre que soporta ni las penalidades que está pasando por los campos y caminos que ha de cruzar. Le sigue hablando en clave y se llama a sí mismo Cuqui -como familiarmente llamaba a su hijo- para que la tarjeta postal que le envía con la imagen de Franco, de ser interceptada, no ofreciera demasiados datos sobre su itinerario: «Querida Josefina: seguramente no vuelvo a Sevilla por ahora. Te llamaré desde donde me encuentre, que será donde halle mejor puesto. Ponte fuerte y valiente para el viaje, que lo puedas resistir. Me acuerdo mucho de mi Manolillo. He escrito a Lisboa, y allí recibirá noticias tuyas nuestro amigo Cuqui.»
Ese mismo 29 de abril de 1939 Miguel cruzó a Portugal por un paso clandestino en las cercanías de Rosal de la Frontera. Un camión lo había dejado esa tarde a cuatro kilómetros del pueblo onubense de Aroche, donde el poeta merendó y compró unas alpargatas. A la caída del sol se internó en territorio luso por una zona segura: era el lugar de huida de muchos milicianos y los viajeros de la España franquista lo procuraban evitar. Alcanzó, según él mismo relata, el pueblo portugués de Santo Aleixo a las dieciséis horas del día siguiente, domingo 30 de abril, internándose posteriormente en Moura. Allí se vio necesitado de dinero para comer y recuperar las fuerzas después de una semana atravesando tierras andaluzas y durmiendo a la intemperie. Vendió el traje oscuro y el reloj de oro que le había regalado Vicente Aleixandre, pero su aspecto, que no debía de ser nada saludable, levantó las sospechas del comprador, que acabó denunciándole a la policía salazarista. Ésta entregó al preso a las autoridades españolas de Rosal de la Frontera el 4 de mayo. No se trataba, pues, de una detención por razones políticas, sino de un capricho del destino que el ingenuo de Miguel no había previsto en ningún momento. «Una trágica cadena de circunstancias -señala Juan Cobos Wilkins-, que hace pensar en la cruel ironía del destino, engarza y cierra así su primer eslabón. El único regalo que Hernández recibió de sus amigos poetas con motivo de su boda le fue hecho por Vicente Aleixandre: un reloj. El reloj que, por contraste con la pobreza de su vestimenta, hará sospechar que se trata de un ladrón. Los guardiñas lo entregaron a la Benemérita y recogen, a cambio, su recompensa: cinco pesetas. Y ya, en Rosal, el destino vuelve a dar otra nefasta vuelta de tuerca: entre los guardias civiles destacados en la frontera se encuentra un paisano de Miguel que, inmediatamente, lo reconoce y lo señala como un activista rojo y peligroso».415
En efecto, el poeta argumenta una y otra vez ante los guardias que el reloj le pertenece, para lo que ha de ponerse en contacto con Aleixandre y reclamarle urgentemente el justificante de compra, que llega unos días después. Pero para entonces ya había sido identificado en el puesto de Rosal de la Frontera por un guardia civil de Callosa de Segura, un tal Salinas, que se ensaña con él y le acusa ante sus compañeros de haber sido un activo comunista al servicio de la República y un significado escritor revolucionario. En aquel pueblo permaneció Miguel cerca de una semana. De nada le serviría llevar entre sus objetos personales un ejemplar de La destrucción o el amor de Aleixandre, y su auto sacramental Quién te ha visto y quien te ve... Allí fue apaleado, golpeado en la espalda y los riñones hasta orinar sangre. Se oían gritos que le acusaban, por el mero hecho de proceder de Alicante, de ser uno de los verdugos de José Antonio Primo de Rivera. Fue sometido a un duro interrogatorio de diez horas del que se puede deducir, a tenor de la declaración que consta en el sumario, que el poeta sufrió de un modo desmedido, mintió insistentemente para salvar su vida y cayó en repetidas contradicciones que fueron advertidas por los firmantes del informe policial. Tras confesarse completamente apolítico y asegurar que no pertenecía a ningún partido y que ignoraba las causas del Alzamiento militar, reconoció, no obstante, su participación en labores de propaganda y ser el autor del libro Viento del pueblo. «Estrechado a preguntas sobre sus amistades literarias -continúa literalmente el informe-, manifiesta, que Federico García Lorca, era un hombre de mucha más espiritualidad que “Azaña”, que no desconoce que era pederasta, y que a pesar de esto era uno de los hombres de gran espiritualidad de España, y que después del Teatro Clásico, él ha sido una de sus mejores figuras; advirtiendo a los Agentes que suscriben tengan cuidado no sea se repita el caso de García Lorca, que fue ejecutado rápidamente y, según tiene entendido el mismo Franco (nuestro inmortal Caudillo) sentó mano dura sobre sus ejecutores [...]. Asimismo, cada vez que ha sido estrechado a preguntas por los Agentes que suscriben, todo nervioso, se encerraba en un círculo vicioso diciendo: “Yo no sé, les digo a Udes. la verdad, hagan de mí lo que quieran, no deben coaccionarme”, quedando sobrecogido y suspenso al decirle repetidamente: “Camaradas, va a tener el honor de dirigirnos la palabra el camarada de la Alianza de escritores proletarios Hernández Gilabert”, contestando a esto: “Les aseguro, yo no he hablado nunca”, muy nervioso y excitado. Por tanto, es de suponer que este individuo haya sido en la que fue zona roja por lo menos uno de los muchos intelectualoides que exaltadamente ha llevado a las masas a cometer toda clase de desafueros si es que él mismo no se ha entregado a ellos.» Pese al calvario a que se vio sometido Hernández, pudo escribir a sus padres y a Josefina para advertirles de la situación y solicitar, a través de ellos, la ayuda necesaria. Vuelve a sorprender la enorme contención emocional que demuestra en sus dos misivas, dejando casi para el final esas palabras de socorro que no parecen tales. Sin duda, sabía que sus escritos serían previamente leídos por los agentes -de ahí sus palabras elogiosas al Caudillo- y se aprecia su voluntad de no alarmar y disgustar a los suyos:

 

Querida Josefina: Estoy muy bien de salud. Me acuerdo siempre de mi Manolillo y de ti, que sois siempre mi mayor esperanza. ¿Sigue engordando el niño? Anteayer cumplió los cuatro meses y me pasé todo el día pensando en él [...]. Ve a mi casa y di a mi padre y a mi hermano que estoy detenido, que un día de éstos me llevan a Huelva desde este pueblo y que es preciso que me reclamen a Orihuela. Que hablen con don Luis Almarcha, Joaquín Andreu, Antonio Macando, Juan Bellod, Martínez Arenas, Baldomero Jiménez y quien sea preciso para la consecución de mi traslado a nuestro pueblo. La detención ha obedecido a que pasaba a Portugal sin la documentación necesaria. No es nada de importancia [...]. No te preocupes, nena. Como bien, me tratan bien y a lo mejor desde Huelva paso a Orihuela antes que nuestros amigos pudientes de ahí hayan hecho gestión alguna. Se trata de una imprudencia mía que naturalmente tenía que tener su riesgo y su resultado insatisfactorio. Pero la seguridad de mi honradez y la fe en la justicia de Franco me hacen estar sereno y alegre...

 

Miguel fue conducido el día 7 de mayo a la Prisión Provincial de Huelva, sección de transeúntes, después de que sus interrogadores llegaran a la conclusión de que el poeta era un elemento con serias implicaciones políticas y de que había intentado cruzar clandestinamente la frontera portuguesa. El 11 se encuentra en la cárcel de Sevilla y, por lo que cuenta a su esposa en la tarjeta postal que le envía en esas fechas, su próximo destino es Madrid. «No me mandes el dinero que te pedía desde Huelva, o reclámale si lo has mandado. Que manden de Orihuela y Cox los informes mejores sobre mi conducta. Ya te escribiré desde Madrid, donde seguramente estaré poco tiempo [...]. Estoy tranquilo y debes estarlo tú también.» En efecto, el 15 de mayo ingresa en la cárcel madrileña de Torrijos, situada en el número 65 de la calle de igual nombre (actual calle de Conde de Peñalver, 53) sin perder la esperanza de que, cualquiera de esos días, la eficaz intervención de alguno de sus conocidos le dará la libertad.
PRISIÓN PROVINCIAL DE TORRIJOS. 4ª Y 3ª GALERÍA

 

Miguel es encerrado en la cuarta galería, primera sala, de la cárcel madrileña. Allí se va a encontrar, entre otros, con el poeta Germán Bleiberg; pero al grupo al que se vio más unido durante aquellos meses de estancia en lo que había sido Cuartel de Tropas Transeúntes fue el formado por Fernando Fernández Revuelta, capitán del ejército republicano y corresponsal durante la contienda del periódico El Socialista, Gerardo González, José Luis Villa, el abogado y político Fidel Manzanares Muñoz y Luis Rodríguez Isern, miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas y de la FUE. Este último habría de convertirse, tras su pronta salida de la prisión, en el más fiel mensajero del poeta y en su contacto continuo con el exterior. «Yo iba todas las semanas a verle -comenta Rodríguez Isern- y a llevarle ropa limpia y comida, al mismo tiempo recogía la ropa sucia y los cacharros de la semana anterior [...]. Yo iba los lunes a ver a Miguel, así que tenía que ir a visitar a Vicente Aleixandre durante la semana, porque si no, no tendría que contarle. Como Vicente Aleixandre estaba enfermo siempre, me tenía que interesar por su salud y contárselo a Miguel [...]. El hombre siempre me recibía inmediatamente y no me hacía esperar [...]. Yo le decía, don Vicente, a ver cuándo va usted a verle».416
Desde su llegada a la cárcel de Torrijos, Hernández concentra todos los esfuerzos en contactar con aquellos amigos que puedan interceder por su libertad. En espera de los avales de Bellod, Almarcha y Martínez Arenas, escribe con toda urgencia a Cossío para que haga por él cuanto esté en su mano: «Es preciso que hagas por verme en Torrijos, 65, donde me retienen desde hace varios días. Nuestra familia de Orihuela no sabe dónde me encuentro aún y te pido veas a Morla, a tu hermano, a quien sea, para verme junto a Josefina, que me necesita más cada día, pronto. Fuerza un poco tu tranquilidad por mí, o es seguro que no saldré de aquí hasta que no se aclare mi actitud honrada, y esto puede ser cuestión de mucho tiempo. Tú puedes ayudarme a salir rápidamente y no debes dejar de hacerlo [...]. José María, por nuestra amistad, nuestra familia y nuestra poesía, insisto en pedirte este gran favor.» Un mes más tarde, el 26 de junio de 1939, haría lo mismo con Pablo Neruda, cuyas últimas noticias lo situaban de nuevo en París tras ser nombrado cónsul para la emigración española. Su misión en la capital francesa era precisamente la de gestionar la salida de algunos refugiados españoles hacia tierras chilenas, labor que cumplió con éxito a finales de ese año con un numeroso grupo de exiliados que zarpó a bordo del Winnipeg. La misiva de Miguel era así de clara: «Querido Pablo [...]. Es de absoluta necesidad que hagas todo cuanto esté en tu mano por conseguir mi salida de España y el arribo a tu tierra en el más breve espacio de tiempo posible. El señor Fajardo, y nuestro amigo José María de Cossío, te pueden escribir con detalle sobre lo que me sucede, aunque ya te imaginarás bastante. Pon en movimiento todo tu interés por mí que me hace falta enormemente y rápidamente [...]. Sabré de ti por la embajada, desde donde harán el favor de venir a comunicarme cuanto resuelvas. Me acuerdo como nunca de vosotros, te necesito como nunca. Da un abrazo a Delia, y tú recibe otro.»
Neruda recibió la llamada de socorro de Miguel. En aquellos días compartía su apartamento parisino con una conocida pareja de escritores españoles: Rafael Alberti y María Teresa León. Vivían en el Quai de l’Horloge, «un barrio quieto y maravilloso -escribe el chileno-. Frente a nosotros veía el Pont Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas las orillas del Sena». Según sus repetidos testimonios, la reacción que tuvo al enterarse del encarcelamiento del poeta oriolano fue inmediata: «Yo estaba otra vez en mi puesto en París, organizando la primera expedición de españoles a Chile. Me alcanzó a llegar su grito de angustia. En una comida del Pen Club de Francia tuve la dicha de encontrarme con la escritora María Anna Comnène. Ella escuchó la historia desgarradora de Miguel Hernández que llevaba como un nudo en el corazón. Hicimos un plan y pensamos apelar al viejo cardenal francés, monseñor Baudrillart. El cardenal Baudrillart tenía ya más de 80 años y estaba enteramente ciego. Pero le hicimos leer fragmentos de la época católica del poeta que iba a ser fusilado. Esa lectura tuvo efectos impresionantes sobre el viejo cardenal, que escribió a Franco unas cuantas conmovedoras líneas. Se produjo el milagro y Miguel Hernández fue puesto en libertad».417 Lamentamos disentir de una afirmación tan optimista, así como de la versión que del mismo hecho nos presenta María Teresa León, quien también ha querido atribuirse, como mérito propio, la hazaña de haber logrado la puesta en libertad de Hernández: «Vivíamos con Neruda en el Quai de l’Horloge y no sé por qué me confiaron los poetas [Alberti y Neruda] la tarea de contar, entre otras desventuras, la desventura de un poeta encarcelado. Así regresé otra vez a Miguel Hernández. Esa nueva víctima no podían consentirla los intelectuales franceses, tenían que salvarla y así lo hicieron. Marie-Anne Comnène asentía con su cabeza a mis palabras. Sí, sí, debemos salvar a Miguel Hernández. Cuando terminé de hablar, todo estaba decidido. El intermediario del Pen Club para esta petición sería Monseñor Baudrillart y lo liberaron».418
La liberación a la que alude María Teresa León aún tardaría unos meses en llegar, pero por las pruebas que aportaremos, queda claro que la petición del cardenal francés, ni llegó a oídos de Franco ni surtió efecto alguno ni evitó un largo e implacable proceso contra el poeta. Sabemos, por la respuesta de agradecimiento de la escritora Marie-Anne Comnène, que el cardenal Baudrillart había cumplido el encargo de mediar en favor del poeta español: «Eminenece: Vous avez la bonté de me faire conmmuniquer la lettre de l’embassadeur d’Espagne dont le ton me donne si nettement confiance por le cher M. Hernández. Cette intervention s’ajoutera, Eminence, à la liste de vos grandes actions...»419 El comunicado oficial que el embajador de España en París, José F. de Lequerica, hizo llegar en nombre del cardenal francés al ministro de asuntos exteriores del gobierno de Franco reflejaba en estos términos el interés de Baudrillart:

 

Excmo. Señor:
Su eminencia el Cardenal BAUDRILLART, rector del Instituto Católico y gran amigo de España, con motivo de su visita a esta Embajada para asistir a la recepción dada a los colaboradores y amigos de Occident, me entregó una nota interesándose por Miguel Hernández, prisionero en Madrid y, según él me dice, vagamente acusado de antifranquista.
Se funda su recomendación en una nota hecha llegar a él por Madame Marie-Anne Comnène, según la cual «se trata de un poeta católico que ha escrito la más bella de las odas sacramentales».
El Cardenal Baudrillart me hizo la indicación en los términos más discretos y moderados, anticipándome su confianza en la Justicia española y rogándome tan sólo sometiera a la consideración de V.E. estos deseos, por si dentro de la ley y la equidad pudieran ser atendidos.
Dios guarde a V.E. muchos años.420

 

Por el contenido del documento del embajador español, fechado en París el 21 de junio de 1939, podemos saber que la intervención de Baudrillart existió, pero también que ésta fue, en efecto, «discreta y moderada». Además, según Eutimio Martín, ni siquiera se adjuntó la nota original del cardenal al ministro de Asuntos Exteriores por considerarla asunto menor, jamás llegó a oídos del Caudillo y el expediente se dio por cerrado con el oficio del embajador De Lequerica.
Mientras tanto, Miguel se conformaba con sobrevivir en la prisión de Torrijos sin perder la esperanza en amistades más próximas: «Mira nena, ve si Luis Almarcha, Juan Bellod y demás amigos pueden conseguir mi libertad provisional.»421 Bellod era en aquellas fechas secretario de la Jefatura Provincial de Falange (FET) en Valencia y, pese a los supuestos riesgos que pudiera suponerle la elaboración de un informe favorable a un reo político de la significación de Miguel, extendió y rubricó un aval donde, entre otras cosas, afirmaba: «CERTIFICO: Que conozco desde su niñez a Miguel Hernández [...], constándome ser persona de inmejorables antecedentes, generosos sentimientos y honrada formación religiosa y humana, pero cuya excesiva sensibilidad y temperamento poético le ha hecho actuar atendiendo más a los dictados del apasionamiento momentáneo que de una voluntad firme y severa, y fácilmente influenciable por conocimientos y personas [...]. Que garantizo plenamente su conducta y actuación así como su fervor patriótico y religioso que se revela, por lo demás, en la lectura de su producción literaria, singularmente en la de su magnífico auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras [...]. Que en los primeros tiempos del Movimiento me visitó repetidas veces en la cárcel de Jesús y María en la que a la sazón me encontraba detenido, constándome que hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que fuera paseado [...]. No lo creo, pues, enemigo de nuestro Glorioso Movimiento...» Pese a todo, Miguel no contó hasta mediados de julio con un abogado que quisiera defenderle, y sus esperanzas en que Juan Bellod se desplazara hasta Madrid para ocuparse personalmente de su causa no tuvieron más respuesta que el silencio del amigo. En sus cartas a Josefina se advierte un punto de evidente decepción: «Creo que dentro de pocos días será el juicio y sería bueno que viniera antes a Madrid Juan Bellod, por muchas razones. Ya le he escrito a él. De todos modos, no dejéis de verle vosotros y rogadle que venga si es posible [...].»422«Han telefoneado a Bellod de mi parte. Es preciso que venga en cuanto pueda. Tengo buenas noticias de Pablo Neruda que se preocupa de mí desde su pueblo y me ayudará mucho. También se interesa otra persona influyente, pero necesito a Bellod aquí. Se ha marchado Cossío, ya te lo dije, me parece, y nadie mejor que Juanito puede sustituirle en las diligencias por hacer [...]».423«Tengo mejores impresiones que nunca y creo que no tardaré en ir o en llamarte. Ese amigo chileno que te decía, se preocupa grandemente de todo y hasta un cardenal francés hace gestiones. La Virgen Santísima, el Señor y el cardenal y este amigo de verdad, conseguirán lo que deseamos todos, pero más que todos tú y yo [...]. No importa que Bellod no venga. Es un contratiempo y nada más. Todo se arreglará sin necesidad de muchas personas».424 Los desvelos de Cossío y de Eduardo Llosent conseguirían finalmente los servicios de un joven letrado que acababa de incorporarse al Decanato de defensores en los actuantes consejos de guerra. El abogado en cuestión, Diego Romero Pérez, conocía a Llosent y a su esposa Mercedes Fórmica desde 1937 y no tuvo inconveniente alguno en aceptar el caso del poeta: «Fui a la cárcel de Torrijos, donde se hallaba y tuve mi primer contacto con él [...] la cárcel estaba abarrotada de presos, esperando sus juicios. En una de las galerías pasillos -la cuarta-, junto a su camastro, un jergón de paja en el suelo, estaba nuestro hombre, que me acogió ansiosa y cariñosamente, relatándome pormenores de su causa y señalándome todos los posibles agarraderos para su defensa [...]. Si físicamente era el poeta sencillo, acogedor, sin aristas [...] moralmente me pareció a las primeras de cambio un espíritu de gran honradez, claro y limpio [...] de una ilustre y encumbrada nobleza [...]. Había que distinguir, entre los encausados, aquellos que habían cometido atropellos y crímenes injustificables de aquellos otros que en los frentes de batalla se habían batido honestamente por una bandera, por unos ideales, y aunque la suerte de las armas les había sido adversa, la pureza de sus intenciones y de su hombría había quedado impoluta a pesar de la derrota. Esta filosofía que compartíamos muchos Oficiales que trabajábamos en el Decanato de Defensores, no la aceptaron en general los jueces y, desgraciadamente, hubo una indiscriminación y un sistematismo para medir a todos los reos de rebelión militar o auxilio a ella por un mismo rasero [...]. Organicé y trabajé en los autos de la defensa de Miguel, alertado por el propio interesado, buscando avales de gente de la situación. Nos los proporcionaron un Jefe de la Falange de Valencia, amigo del poeta y Sacerdotes de Orihuela, especialmente un Canónigo [...] Don Luis Almarcha Hernández».425
El aval que Miguel pedía a su viejo consejero y protector, el canónigo Almarcha, a los pocos días -mediados de mayo- de ser detenido en Portugal, seguía reclamándolo el 8 de agosto en una carta que le envía a Josefina: «No dejes de hacer esto que te voy a decir: di a mi padre que vea a don Luis Almarcha y le pida un documento sobre mi conducta anterior a la guerra, si es posible firmado, además de por él, por algunas otras personas más. No importa que me lo mandéis con su firma solamente. También sería oportuno otro del Ayuntamiento de Orihuela, pero el principal es el de don Luis. Me lo ha pedido el abogado defensor mío, y no debéis retrasar ni olvidar su pronto envío.» Dos semanas después de esta última petición, llegó a manos de Diego Romero el informe de Almarcha. «No es gran cosa lo que dice»426, comentó el propio Hernández a su esposa, algo desconcertado por las palabras del religioso; y no le faltaba razón porque el futuro obispo de León, que comenzaba a adquirir una poderosa autoridad e influencia dentro de la jerarquía católica, parecía dispuesto a perdonar, pero en absoluto a olvidar, que Miguel se hubiese descarriado de su rebaño y tutela, y que formara parte activa de esa corte malvada de escritores y oradores que pusieron su talento al servicio de la España Roja. En efecto, el aval que remitió el autor de Mi cautiverio en el dominio rojo hacía especial hincapié en que el poeta de Orihuela procedía de buena familia, pero que debía regenerarse. «Esto me lo contó Miguel -comenta Josefina Manresa- al salir de la cárcel en 1939, con el disgusto de que le había dicho degenerado».427
Pero Miguel no iba a ser juzgado en aquellos meses. Su estancia en la prisión celular de Torrijos fue menos tortuosa de lo que pudiera pensarse si se acepta comparar ese periodo de reclusión con los que sufriría posteriormente. Las constantes atenciones de Vicente Aleixandre, las cartas de Josefina, las visitas de Cossío, de su hermana Elvira y de su cuñado Paco a mediados de julio le infundieron los ánimos que necesitaba para resistir aquel prolongado cautiverio. «Para qué decir la alegría de Miguel al recibir mi visita -relata la hermana del poeta-. Después de sus preguntas atropelladas sobre el estado de todos, me pidió que fuera a visitar con determinados encargos a Vicente Aleixandre y a José María de Cossío. Recuerdo que Aleixandre estaba con verdadero pánico por el lógico temor en aquellos meses de que en cualquier momento pudieran ir a por él [...]. Antes de marcharme me rogó que no hablara a nadie de esa visita ni que le nombrara».428
Quienes sí nombraron por aquellos días a Miguel fueron los intelectuales españoles e hispanoamericanos residentes en Cuba que, por error o malentendido, le dieron por muerto. Sin razón aparente, llegó a correr la voz de que Hernández había sido fusilado en Madrid el 20 de julio de 1939. La noticia causó verdadera conmoción entre quienes le conocían y pronto se organizó un homenaje en su memoria y se editó un libro «póstumo» que reproducía un buen número de sus poemas. Fue el 6 de agosto de 1939 cuando apareció publicado en la revista Carteles un texto firmado por Alejo Carpentier con el título de La muerte de Miguel Hernández. «El gran poeta campesino español -decía el escritor cubano- fue fusilado el jueves 20 en Madrid por sentencia de un consejo de guerra. Delito: haber sido miliciano en la guerra [...]. Con las muertes de Hernández y Federico García Lorca, perdieron las letras españolas a sus primeros poetas jóvenes.»
La iniciativa de homenajear al oriolano con la edición de un libro pudo ser de Manuel Altolaguirre, que había llegado accidentalmente a La Habana junto a su esposa, Concha Méndez, y su hija, prolongando su estancia en la isla durante cuatro años. Lo cierto es que el libro titulado Sino sangriento y otros poemas de Miguel Hernández salió del pequeño taller tipográfico que los Altolaguirre instalaron en la ciudad cubana, imprenta La Verónica, con el sello de la colección El Ciervo Herido, y fue editado el 30 de agosto de 1939. En rigor, se trata de la primera obra de Miguel publicada en el extranjero, en el exilio español, y en vida del poeta, ya que Hernández, mientras tanto, seguía vivo en la cárcel madrileña de Torrijos.
Por las cartas a su esposa y por las valiosas declaraciones de compañeros de prisión podemos reconstruir con bastante fidelidad lo que pudo ser para él aquella primera etapa de su dilatado calvario. Lo que asombra de entrada es su capacidad para ironizar y paliar con humor las penosas condiciones en que se encuentra. Lo hace sobre todo por aliviar de lamentaciones a Josefina, para no aumentar las penalidades que ambos habían de soportar fuera y dentro de la cárcel: «Lo paso muy bien, Josefina. He visto a la gente que me rodea desesperarse y he aprendido a no desesperarme yo. Con los amigos que he encontrado aquí, me paso el día a veces hasta sin acordarme de ti y de Manolillo (no lo creas), cantando y riéndome de todo aquello que puede atacar mi salud y desgastar mis energías, que quiero conservar para luchar por que a vosotros no os falte lo que hoy apenas podéis tener: la felicidad y el pan [...]. En fin, estoy aquí como en un hotel de primera, sin ascensor, pero con una gran esperanza de verte, de ver a ese hijo que me crías [...]. Me tienes seguro, es verdad; pero me puedo enamorar, porque el patio de mi casa da a unos balcones por los que se asoman algunas muchachas que no están mal del todo. Claro está que no hay peligro de infidelidad porque ellas están fuera y yo dentro y a mí me guardan mis papás, más que a ellas sus mamás, de día y de noche [...]».429«En la manta duermo muy bien, tanto que tengo fama de dormilón entre los demás. Duermo tres horas de siesta y 8 de lo demás, y eso que sólo tenemos palmo y medio de habitación por cabeza y cuerpo y para volverse del otro lado hay que pedir permiso a los vecinos [...]».430«También paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta nunca, y a veces la crío robusta y grande como el garbanzo. Todo se acabará a fuerza de uña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán conmigo [...]. ¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza que no se pierde nunca [...]. El pijama se me ha roto y le he puesto un remiendo que es media camisa, porque se me veía toda la parte de atrás y era una verdadera vergüenza».431
No faltan anécdotas de esos meses en la cárcel de Torrijos. Germán Bleiberg recuerda que «él y algunos compañeros llevaban tiempo sin afeitarse por falta de medios (maquinilla y jabón). Al verlos con barba, Miguel se echó a reír gritando que parecían los siete ladrones de la fábula y, de pronto, indicó el remedio para resolver el problema. Tomó una botella que estaba a su alcance, la rompió con habilidad y sacó un cristal que afiló con una piedra del alféizar de la ventana. Luego, mirándose en un espejo, empezó con el cristal de la botella a afeitarse la mejilla, siempre riéndose con gusto».432
En el testimonio que aporta Luis Rodríguez Isern hay, sin embargo, otra visión que, sin abandonar del todo la frescura y la mueca irónica, aborda recuerdos de una dimensión verdaderamente trágica: «En cuanto a los libros, todo estaba prohibido, lo único que permitían eran libros de estudio. Ni novelas, ni periódicos, a pesar de que pasaban por la censura y la recensura [...]. Tampoco se podía jugar. A mí me pillaron jugando con Fidel Manzanares al ajedrez y nos cortaron el pelo al cero. Era un ajedrez hecho con una cuartilla de papel, dibujados los cuadraditos y con papelitos. Otras veces, cuando teníamos más ganas hacíamos las figuras con miga de pan [...]. Tanto Miguel como yo aprendimos a jugar al ajedrez allí. Todo estaba prohibido, hasta ducharse. Por cierto, a Miguel le cortaron el pelo al cero por ducharse. Una tarde de verano se me acercó y me dijo: “Oye, ¿por qué no vamos a ducharnos?” Fuimos al retrete -que estaba en el patio y tenía también lavabos- y llenamos las cantimploras. La ducha consistía en que nos desnudábamos de medio cuerpo para arriba y nos echábamos agua por encima. Estando allí, nos pillaron, efectivamente, y nos mandaron a cortarnos el pelo al cero, pero resulta que a mí me lo habían cortado el día anterior por haber jugado al ajedrez. Nos íbamos los dos a la peluquería y me preguntaron: “¿Usted a dónde va?, ¿qué quiere, que le afeite las cejas?” A mí me pusieron firme en mitad del patio [...]. Miguel que sale de la peluquería y me ve a mí firme, yo que le veo salir con la cabeza pelada, se empieza a reír [...]. Yo no me podía reír porque estaba firme. ¡Qué mal rato pasé! [...]. De nuestro grupo de ocho, a ninguno se lo llevó la Pepa [la Pepa era la pena de muerte]. Los solían fusilar de noche, pues las escenas que se armaban eran terribles [...]. Yo he visto gente condenada a muerte sin saber cuándo la iban a matar [...]. Había gente que a los tres días tenía el pelo completamente cano del sufrimiento que es eso».433
La producción poética de Miguel durante su estancia en Torrijos, sin ser abundante, fue de las más prolijas de todo su periplo carcelario. De allí surgieron composiciones como «Ascensión de la escoba», a raíz precisamente de otro castigo que le impuso barrer la galería y el patio durante una semana por no poner la debida atención al cantar el Cara al sol, acción que realizaban tres veces al día, según obligaban las normas. No acostumbraba a enseñar sus poemas a nadie, los guardaba con celo en una libreta en la que escribía, normalmente, durante la noche.
Llegado ya septiembre, el poeta recibe la noticia de que a Miguelillo le han salido cinco dientes y que los limitados recursos materiales de Josefina no le permiten comer otra cosa que pan y cebolla. Miguel se conmueve y reacciona con un poema estremecedor. «Una mañana -escribe Luis Rodríguez Isern-, en el patio de la cárcel nos leyó unas “coplas” o “coplillas”, como él las llamaba, que se las había inspirado una carta de Josefina, su mujer, en la que le contaba que sólo comía pan y cebolla. No es que comiera cebolla cruda, como algunos creen, sino un guiso pobre de patata y cebolla. Yo hice la transcripción de aquellas “coplillas” y de otros poemas [...]. Las puse “Nanas de la cebolla” y añadí esa nota que sale en todas las ediciones y que explica por qué Miguel las había compuesto.»434 A las palabras de Luis Rodríguez sumamos la del propio Hernández, quien, a través de una carta, comunica a Josefina que ha compuesto unas seguidillas para ella y para el niño; versos que habrían de convertirse, al correr de los años, en una nana de impensable trascendencia.: «Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho...:

 

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
[...]
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
[...]
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
[...]
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.»

 

El proceso, no obstante, contra Miguel se había iniciado ya. Su caso se hallaba, por un lado, en manos del juez del Tribunal Especial de Prensa desde el 4 de julio, quien decide tramitarlo como sumarísimo de urgencia; pero también por esas fechas y de modo paralelo, el director general de Seguridad, Sección de Orden Público, había abierto las oportunas diligencias para obtener informes sobre él. Hernández es llamado a declarar dos días después, el 6, por el juez especial de Prensa Manuel Martínez Gargallo. En esta nueva comparecencia, ya no va a reaccionar ante las autoridades con la ambigüedad y el desconcierto que había empleado en su primer interrogatorio en Huelva. Los meses de cárcel le han servido para afirmarse en sus convicciones, teniendo además en cuenta que sus compañeros de prisión lo consideran ya un ejemplo de entereza y de lealtad. Hay, pues, factores ambientales y condicionantes psicológicos que se le imponen a la hora de declarar. Ello explica que al manifestarse no trate de ocultar sus actuaciones políticas, ni que finja desconocimiento ni se considere ajeno a los contenidos ideológicos de su libro Viento del pueblo: «Reconoce sus ideales antifascistas y revolucionarios, no estando identificado con la Causa Nacional, creyendo que el Movimiento Nacional no puede hacer feliz a España...» Como personas que puedan atestiguar su buena conducta -aún no contaba con abogado defensor-, Miguel aportó los nombres de Cossío, Juan Bellod, Luis Almarcha, Giménez Caballero y Rafael Sánchez Mazas. No tenía, sin embargo, el solicitado informe de la alcaldía de Orihuela, como había pedido a través de Josefina, pero de ello se encargaría personalmente el propio juez. Lejos de lo que Hernández pudiera imaginar, el texto remitido por el primer edil del pueblo del poeta, Baldomero Jiménez, fue tan desfavorable y rotundo como muestran estas líneas: «Su actuación en esta ciudad desde la proclamación de la República ha sido francamente izquierdista, más aún, marxista, incapaz por temperamento de acción directa en ningún aspecto, pero sí de activísima propaganda comunistoide. Se sabe que durante la revolución ha publicado numerosos trabajos en toda clase de periódicos y publicaciones, y que estuvo agregado al Estado Mayor de la Brigada del Campesino. Hace bastantes años que se le conocía por El Pastor Poeta, y últimamente por El Poeta de la Revolución.» Los informes reclamados asimismo a la editorial Espasa-Calpe tenían un matiz más positivo, pero revelan, curiosamente, que Hernández no llegó a pertenecer nunca a la plantilla laboral de la citada empresa: «El individuo a que se refiere el presente oficio, Miguel Hernández Gilabert, no prestaba sus servicios directamente a esta Empresa, sino a las órdenes de uno de nuestros directores literarios, pero podemos manifestar que su conducta ha sido siempre correcta, lo mismo para su jefe que para las demás personas de esta Editorial. Por Dios, por España y su Revolución Nacional-Sindicalista.»
Resulta evidente que Miguel no era un don nadie para el Juez de Prensa, como tampoco lo sería para el teniente del Cuerpo Jurídico Militar, que recogerá su expediente dos meses después. La causa del poeta se iba llenando de acusaciones cada vez más atildadas a lo largo de un proceso que el propio Hernández desconocía o no consideraba lo suficientemente relevante como para imponerse a la intervención de alguno de sus poderosos amigos: «Hay muchas personas de influencia interesadas en mi libertad y la conseguiré por todo este mes de septiembre.» Una de esas personas fue don Tomás López Galindo, abogado oriolano de quien Miguel esperaba, como de Martínez Arenas, una intervención más práctica y eficaz. Don Tomás, en su condición de abogado con destino en el Tribunal Supremo, sí que trató de mediar aquellos primeros meses de reclusión y, de hecho, tras hacer una serie de gestiones telefónicas con el Juzgado Especial de Prensa desde la Comisión de Códigos donde él se hallaba trabajando, se personó en la plaza madrileña de Callao y habló directamente con el juez instructor. Tras su identificación y las oportunas explicaciones, López Galindo hizo una encendida defensa de Miguel, «recité incluso -confirmaba el abogado- los versos del Auto Sacramental, el diálogo del Padre y el Hijo: “¿Y qué es Dios? El perfecto anillo, el último acomodo, el sinporqué y el todo...” Y le dije a aquel juez que eso no había sabido hacerlo ni Calderón de la Barca, ni Lope de Vega; que Miguel, en ese aspecto, estaba por encima de aquéllos. Y entonces me dijo el juez militar: “Bueno, eso es lo que dice usted de Miguel; ahora va usted a leer lo que Miguel dice de sí mismo.” Y me enseñó el sumario-expediente que tenía, en donde lo iniciaba una declaración jurada... Yo me quedé un poco pasmado porque, al mes de terminar la guerra, el hacer esas declaraciones era un poco expuesto. Y entonces me dijo el juez militar: “Mire usted, su amigo de usted o paisano, o las dos cosas, es un gran poeta; eso lo reconocemos todos; pero es tonto. Es tonto porque yo -me dijo el juez- también me quise pasar para la zona nacional por la sierra y me sorprendieron igual que a él. Y me hicieron las preguntas: ¿qué hace usted en la sierra? ‘Pues venía buscando comida en la sierra para mi padre que está en Madrid, que está anciano y tal...’ ¿Qué afiliación política tiene usted? ‘Pues republicano en general.’” Entonces yo le comenté a aquel juez: “Pues mire usted, tiene usted razón, son dos declaraciones muy distintas, la de Miguel y la de usted. Yo, si me hubiera visto en las mismas circunstancias hubiera declarado como usted, no como Miguel; pero es que, Miguel es Miguel”».435
El 6 de septiembre, dos meses después de su interrogatorio ante el juez especial de Prensa, es llamado a declarar de nuevo. Manuel Martínez Gargallo cuenta ahora con pruebas irrefutables contra el poeta. Tiene en sus manos el aval de Bellod, los informes de Espasa-Calpe y del Ayuntamiento oriolano y, desde el 2 de agosto, la edición de Teatro en la guerra, en cuyas primeras páginas se constatan los méritos políticos y literarios de Hernández: «Preguntado si ignoraba el contenido de la introducción del libro por el interesado escrito -reproducimos del informe o declaración indagatoria-, Teatro en la guerra, que se le exhibe y lee, en el que se dice bien terminantemente que había sido comisario político; manifiesta que efectivamente no conoció el contenido de esa introducción hasta después de publicado el libro y que cree se debió hacer por la Editorial a fines de publicidad. Preguntado si asistió a las operaciones del Santuario de la Virgen de la Cabeza con el Comandante Carlos, manifiesta que sí, en calidad de agente de propaganda...» No es necesario insistir en la meticulosidad empleada por el juez, que considera desde ese mismo momento que los cargos contra Hernández son de tal gravedad que exigen ser remitidos -un sumario de 25 folios más los documentos adjuntos- al presidente del Consejo de Guerra Permanente, quedando a disposición del Decanato de la Secretaría del Consejo de Guerra, dando fe de todo ello el alférez secretario Antonio Luis Baena.
Sin embargo, contra todo pronóstico y en favor del optimismo que aparentaba Hernández en sus cartas y en su ánimo -«Dios, a quien tú tanto rezas, hará que el día diecinueve de octubre lo pasemos juntos»-, el poeta sale en libertad el 15 de septiembre. No podemos hablar de la influencia de Neruda desde el extranjero, ni de algún tipo de resolución o gestión ejercida por ninguno de los valedores de Miguel; tampoco, como ha podido sugerir algún testimonio, de mera confusión con otro encarcelado de igual nombre y apellido. La medida de liberar a todos aquellos presos que aún no habían sido sometidos a juicio y que afectó aquellos días a buena parte de la población reclusa de la cárcel de Torrijos, así como a otras muchas del territorio nacional, podría ser una buena hipótesis para defender la inesperada liberación de Hernández. Hay varias pruebas que apuntan en esa dirección, y una de ellas es la aportada por el humorista Miguel Gila, que no nos sustraemos a reproducir aquí por la solvencia testimonial y la envergadura humana que contiene:

 

Sabía que en las cárceles había delatores y decidí hacerme autista y vivir mi cautiverio en una constante y tranquila soledad. A pesar de mi voluntario aislamiento, no podía evitar que algunos curiosos se acercaran hasta mí para ver qué era lo que estaba dibujando. Una mañana se acercó uno de esos curiosos y me preguntó si yo era dibujante. Le dije que no, que era solamente un aficionado. Me mostró un dibujo que había hecho él y me dijo que era para su Manolillo. Era un dibujo muy infantil, creo recordar que era una cabra [...]. Me gustó el dibujo, se lo dije, sonrió y sin decir una palabra se alejó y se perdió entre los que paseaban su miedo y su debilidad por el patio. Instantes después se me acercó alguien y me preguntó si no había conocido a aquel compañero. Cuando dije que no, el que me había hecho la pregunta, muy sorprendido, me dijo: «¿Que no le conoces? ¡Es Miguel Hernández, el poeta!» Yo conocía a Miguel porque al igual que Rafael Alberti se había llegado hasta el frente a recitarnos sus poemas; pero el Miguel Hernández que yo había conocido en el frente de Somosierra era un hombre rústico, macizo, con ojos brillantes y mandíbula fuerte, y este Miguel que ahora paseaba por el patio de la prisión de Torrijos tenía movimientos lentos y sus ojos apenas se entreabrían. El trato recibido por la policía portuguesa al ser detenido y, posteriormente, las palizas recibidas cuando fue entregado a las autoridades franquistas le habían marcado muy hondamente [...]. Un día, cuando no lo esperábamos, nos llegó la noticia: «Por orden de su excelencia el Generalísimo, todos los presos que no hayan sido juzgados en el día de la fecha quedan en libertad.» Y así, las puertas de la improvisada prisión de Torrijos se abrieron y por ella salimos cada uno hacia un destino diferente.436

 

Al testimonio de Gila unimos las palabras del profesor Ríos Carratalá, quien recuerda que «la maquinaria represiva de la Victoria tuvo fallos por la acumulación de trabajo y una burocracia ajustada a la mentalidad de un cabo furriel en funciones de Caudillo. La anotación exhaustiva de los trámites era compatible con una ilusión de realidad. Gracias a estas circunstancias, Miguel Hernández quedó en libertad durante unos días, justo cuando iba ser procesado».437
LABERINTO JUDICIAL

 

El apartado anterior podía darse por cerrado con la hermosa cita de Gila, pero a veces, como en el caso que nos ocupa, la realidad tiene retorcidos vericuetos que superan la imaginación narrativa del mejor fabulador. Partimos de un hecho aparentemente insólito pero comprensible en aquellos primeros meses de represión y de cruce de oficios, acusaciones, informes, decretos, juicios y condenas: Miguel Hernández sufrió dos procesos paralelos desde su detención en Portugal, beneficiándose de que el primero de ellos, el iniciado por el Gobierno Civil de Madrid, resolvió antes que el segundo -el de la Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación- declarar en libertad al detenido por falta de pruebas verdaderamente consistentes. La labor realizada por Juan Guerrero Zamora438 para esclarecer esta descoordinación entre las diferentes jurisdicciones, al margen de sus interpretaciones y sus polémicos juicios, nos sirve para reconstruir la historia de un error y para deshacer voluntariosas conjeturas.
Con el potente valor de los documentos recabados al respecto podemos afirmar que el primer proceso seguido contra Miguel comenzó el mismo día de su llegada a la cárcel de Torrijos. Los primitivos informes sobre el detenido, remitidos por el Gobierno Civil de Huelva, llegarían esos días al auditor de Guerra del Ejército de Ocupación de Madrid, pero no a la citada prisión madrileña. Miguel fue conducido a Torrijos sin documentación que le acompañara y sin orden que indicara a disposición de qué autoridad había de quedar. La dirección de la cárcel solicitó entonces las instrucciones pertinentes al Gobierno Civil para obtener información acerca del preso indocumentado Miguel Hernández Gilabert. El citado Gobierno Civil de Madrid hizo lo propio con el coronel jefe de los Servicios de Orden Público y Policía, que, al no hallar orden alguna contra el encarcelado, pidió asimismo informes a la Dirección General de Seguridad. Desde este órgano y, en concreto, desde su Sección de Orden Público, Negociado de Detenidos Gubernativos, se ordenó efectuar las debidas diligencias y las indagaciones necesarias sobre el detenido. Esta labor fue encomendada al agente García del Paso, hombre del que iba a depender, desde aquel momento, el proceso gubernativo contra Miguel. Del Paso dio pruebas entonces de una extraordinaria benevolencia al atenerse, una vez descubiertos los cargos que pesaban sobre Hernández, a lo más favorable para el poeta, incidiendo de modo especial en el testimonio que consigue recoger de uno de sus conocidos: José María de Cossío. Con las únicas acusaciones de haber intentado huir clandestinamente por la frontera portuguesa y ser escritor de izquierdas, García del Paso informa al responsable de la Dirección General de Seguridad y éste a su vez al coronel jefe de los Servicios de Orden Público. El informe llega por fin a manos del gobernador civil de Madrid quien lee textualmente -así rezaba aquella diligencia- que Miguel Hernández Gilabert «había sido detenido el 30 de abril por la Policía portuguesa por haberse internado sin pasaporte siendo entregado a la Policía Española que lo condujo a Huelva y desde aquella prisión a la de Madrid. Que la mayor parte de su vida la había pasado en Cox, su pueblo natal donde contrajo matrimonio con la hija de un guardia civil que fue asesinado por los rojos, hasta que en 1935 se trasladó a Madrid colocándose en la casa Calpe [sic] donde permaneció hasta octubre del 36 que fue movilizada su quinta por el Gobierno rojo, pasando a prestar servicio a un Batallón de Zapadores y después a otro de Infantería. El Agente informante preguntó en la casa Calpe por la conducta de este individuo y el escritor Don José María de Cossío le manifestó que durante el tiempo que estuvo a su servicio observó una conducta moral intachable y que le creía una persona de orden e inofensiva y que jamás le oyó hablar de política ni de cuestiones sociales.»
A la vista del citado informe, y con fecha 8 de septiembre de 1939, el gobernador civil de Madrid ordena, mediante oficio n.º 9.939, Sec. 1.ª, la libertad del detenido, que es comunicada al director de la prisión de Torrijos el 11 de ese mismo mes.
Mientras tanto, y con independencia absoluta de todos los estamentos implicados en este primer proceso que dejaba en libertad a Miguel Hernández el 15 de septiembre, el juez especial de Prensa, Martínez Gargallo, creyendo que el poeta seguía en la prisión madrileña, ponía el ya famoso sumario 21.001 a disposición del decano de la Secretaría de Consejos de Guerra. Catorce días después, el fiscal jefe Ramón de Orbe, de la Fiscalía del Ejército de Ocupación, a la vista de tan voluminosa documentación -un informe muy distinto al emitido por García del Paso-, procedía a valorar los cargos contra Miguel en los siguientes términos: «Calificación penal: Los referidos hechos constituyen un delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN MILITAR, párrafo 2.º del artlº 238 del C.J.M. con las circunstancias agravantes de perversidad y transcendencia de los hechos cometidos a tenor del artlº 173 del citado Cuerpo legal. Penas que se piden: MUERTE, accesorias correspondientes, caso de indulto y responsabilidad civil sin determinación de cuantía.»
El 7 de octubre, todavía sin descubrir la situación real del encausado y por humorístico que resulte, en el Consejo de Guerra permanente número 6, formado por el Ministerio Fiscal, el presidente y los correspondientes vocales, al nombrar al procesado Miguel Hernández Gilabert, se llevaron la sorpresa de no hallar en la sala al preso requerido, recibiendo a cambio un informe extendido el día anterior por la Dirección de la Prisión Habilitada de Torrijos 65 donde se daba respuesta a los interesados en los siguientes términos: «Habiendo interesado por V.I. en su respetable comunicación de esta fecha la entrega a la fuerza pública de los detenidos Andrés García del Valle y Miguel Hernández Gilabert para su conducción a Consejo de Guerra, tengo el honor de poner en conocimiento de V.I. que dichos individuos salieron en libertad los días 8 y 15 de Septbre. Ppdo. en virtud de mandamientos del Juzgado Militar del Distrito de Buenavista y del Excmo. Sr. Director General de Seguridad respectivamente.»
A partir de aquel momento y ante la descoordinación y los fallos de la maquinaria represiva de la Victoria, el celo de jueces como Manuel Martínez Gargallo se encargaría de enmendar el error y reclamar la vuelta del encausado Miguel Hernández a Madrid. En este y otros sentidos, el caso del instructor Martínez Gargallo merece una atención especial ya que su perfil, como el de otros verdugos de la judicatura o la milicia, más allá de provocar sorpresa y repulsión, aporta información muy valiosa sobre la burocracia represora de esos años. Y lo cierto es que detrás de ese juez que instruyó el procesamiento del poeta había un pasado de «fino humorista», colaborador de revistas como Buen humor, Cosmópolis, Ondas, etc., y un letrado convertido al franquismo que se presentó voluntario en abril de 1939 para firmar los autos de procesamiento que darían lugar a unos consejos de guerra sin garantías jurídicas.
Sobre Manuel Martínez Gargallo, almeriense de 1904, y el extenso reparto de personajes que firmaron sentencias de muerte a cambio de beneficios en el escalafón de los funcionarios del franquismo, recomendamos la lectura del excelente ensayo Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista, del profesor e investigador J.A. Ríos Carratalá. «Los antecedentes literarios y periodísticos de Manuel Martínez Gargallo -comenta el autor- serían conocidos por los responsables del Ejército de Ocupación, que en Madrid necesitaban establecer decenas de juzgados de manera urgente para completar la Victoria. El objetivo era condenar a los vencidos manteniendo una cierta apariencia de normalidad».439 De este modo, la Auditoría de Guerra puso en manos de Martínez Gargallo la instrucción de cerca de cien casos abiertos contra aquellos periodistas, dibujantes y escritores que se significaron en Madrid por su adhesión a la II República. Y no le temblaría el pulso al juez ante ningún encausado, ya fueran colegas de letras o viejos amigos de juventud, como Serafín Adame, Enrique Martínez Echevarría, Artemio Precioso o Joaquín Sama, ya se tratase de caras conocidas de la profesión periodística caídas en desgracia por una delación. Desde su incorporación al Juzgado Permanente n.º 24 de Madrid, en la Plaza de Callao, número 4, hasta su desmovilización en la primavera de 1941, Manuel Martínez Gargallo dio cuenta de una impecable eficacia represiva, fue firme en el cumplimiento de sus deberes y nunca mostró la menor indulgencia a la hora de aligerar las penas de los periodistas juzgados. «Gracias al entusiasmo de la Victoria -afirma el profesor Ríos Carratalá-, los magistrados militarizados a golpe de decreto, o voluntarios, encontraron coartadas para su fanatismo. El mismo fue genuino como fruto de una ideología totalitaria y orgullosa del resultado de la guerra; o forzado durante unos meses por las circunstancias, que andaba teñidas de un miedo disimulado mediante la aparente seguridad del fanático. El resultado, a efectos de las condenas para los derrotados sin alternativas, era de una violencia similar que jamás encontró el límite de la razón y la justicia».440
FALSA LIBERTAD

 

La liberación de Hernández sorprendió no sólo al poeta sino a sus más instruidos allegados. Un mes antes, sin sospechar que el supuesto indulto pudiera afectarle de modo tan inmediato, había hecho llegar a su esposa una serie de poemas de su última etapa. La puso en manos de su hermana Elvira a través de Cossío con la intención de que aquélla se la remitiese a Josefina: «Dime si Elvira recogió a Cossío los originales de trabajos mío que le di aquí. Me interesa saber si los tenéis ahí o si siguen en Madrid. No quiero perderlos porque son el trabajo de casi dos años y el pan de mañana vuestro, además del mejor recuerdo de nuestro hijo primero, ya que la mayor parte de las cosas tienen a él como motivo.» Tal ramillete de originales, unido a la libreta que ese mes de septiembre entregará a su esposa, formará parte de lo que se ha venido conociendo como Cancionero y romancero de ausencias. Se trata de un conjunto orgánico de composiciones que había comenzado a redactar en octubre de 1938, a raíz de la muerte de su hijo, y que se cerraba con las «Nanas de la cebolla». El título genérico lo habría facilitado el propio Hernández al colocarlo en la cubierta del citado cuaderno, una libreta escolar, rayada y con tapas grisáceas, que a lo largo de sesenta y seis páginas recogía en una caligrafía a lápiz setenta y nueve poemas de lo que fue su producción hasta esos días de septiembre de 1939. La sensación que dicho manuscrito produce es, en efecto, de obra inacabada y, de hecho, el resto de poemas y manuscritos que el poeta fue pergeñando hasta finales de 1940 se incorporarían, dentro de un claro sentido unitario, al conjunto global de esas ciento treinta y siete composiciones que hoy aparecen recogidas bajo el citado título: Cancionero y romancero de ausencias. A los estudios realizados sobre el mismo por José Carlos Rovira y Agustín Sánchez Vidal441 cabe añadir la síntesis que de esta obra aporta Javier Pérez Bazo, quien la califica de «autobiografía íntima, especie de cuaderno de bitácora por las sendas del alma», insistiendo en que uno de sus mayores méritos y la prueba última del talento de Miguel radica en el desbordamiento de lo individual para proyectarlo hacia valores universales: «El poeta extrae de la realidad todo aquello que, siendo objetivo, bordea su espíritu y así produce la valoración de su vivir para convertirlo, trascendiéndolo, en el vivir del hombre».442
Pero nos encontramos en la mañana del 15 de septiembre de 1939, tras la puesta en libertad del poeta por la citada disposición gubernamental. Hernández, optimista pero desorientado, se encaminó al domicilio de Diego Romero Pérez, su abogado defensor, para comunicarle el hecho y pedirle consejo. «Se presentó en mi domicilio -comentaba el letrado-, por el mediodía, en mi piso de Madrid que era el tercero derecha, el número 38 de la calle Moratín [...]. Fue allí donde me quedé pasmado con la visita repentina del poeta. Le recriminé de momento, creyendo que se había fugado de la cárcel y que me ponía en un grave aprieto, pues los defensores ejercíamos una especie de tutela sobre nuestros defendidos y una garantía frente al Consejo de Guerra. Miguel me tranquilizó, mostrándome un oficio del director de la Prisión de Torrijos, en el que por orden judicial se le ponía en libertad. Me quedé de una pieza, consciente de los cargos, gravísimos para aquel entonces, que pesaban sobre él. Pude darme cuenta, leyendo el oficio, que la causa a que se refería era la de haber entrado en Portugal sin documentación [...]. Mi reacción fue pedirle que se marchara de España, pues temía que la policía y los jueces se dieran cuenta de que se le seguía otro enjuiciamiento de mayor entidad y lo volvieran a detener [...]. Le dije que, para protegerle, yo iría, vestido con mi uniforme de Alférez Provisional, con él hasta Algeciras, para que apoyándonos en los amigos sevillanos -Romero Murube, Llosent-, pudiera alcanzar la frontera de Gibraltar...»443
A última hora de la tarde, Miguel se despide de Diego Romero y se encamina al domicilio de Víctor González Gil, la imprenta en ruinas de la calle Garcilaso, 10, donde éste tenía su estudio. «En el patio de dicha imprenta -relata el escultor talaverano- había una higuera, dos parras y una adelfa. Miguel solía trepar hasta la copa de la higuera [...]. En la panadería de enfrente estaba el jefe de Falange del barrio y podía verle. Sus escapadas me preocupaban, pero no me hacía caso».444 Hernández no podía perder tiempo; ni su inquietud ni su situación se lo podían permitir. Al día siguiente habla con Cossío y éste le vuelve a aconsejar su inmediata salida del país, ofreciéndole en última instancia su casona de Tudanca, en Santander, para que se refugie allí con su familia. No obstante, el poeta vuelve a visitar la Embajada de Chile. Allí se encuentran refugiados desde marzo, entre otros, Santiago Ontañón y Antonio Aparicio, en espera del salvoconducto oficial que les permita salir de España. Ya no está en la sede diplomática Carlos Morla, pero Aparicio le presenta a Germán Vergara Donoso, el nuevo encargado de negocios, que se muestra cordial ante Miguel, del que ha tenido puntuales noticias a través de Morla Lynch y Pablo Neruda. Según algunas fuentes, Vergara ofreció asilo al poeta oriolano sabiendo que la expatriación no tardaría mucho en producirse. Por su parte, el propio Ontañón afirma que fue Antonio Aparicio quien expuso la idea de incluir a Miguel Hernández en la lista de refugiados, pero que Germán Vergara se negó a ello, argumentando que «era absolutamente imposible agregar a nadie a la lista de asilados, porque estaba, desde hacía meses, comunicada al Ministerio de Asuntos Exteriores».445 No creemos en esta segunda versión por las razones que iremos exponiendo, pero, sea como fuere, lo cierto es que Miguel volvió a guiarse por el factor emocional y familiar y, tras despedirse de sus amigos, desatendiendo cualquier consejo, se dirigió a Cox en busca de Josefina y del niño.
Por una parte, puede que fuera consciente, como le había advertido Diego Romero o el propio José María de Cossío, de que el proceso contra él seguía en marcha. La vida le había concedido una segunda (y última) oportunidad que debía aprovechar sin demora. Pero, por otro lado, su exceso de confianza -«el más inocente y confiado de los muchachos», como lo habría de calificar Carmen Conde- y el contacto con los suyos en un pueblo apartado como Cox, donde se respiraba una calma artificial y engañosa, le hicieron relajarse en exceso a los pocos días de su llegada a tierras alicantinas.
A su pueblo regresa el 18 de septiembre y el 19 escribe a Cossío para comunicarle sus nuevos planes: «No me queda otro remedio que recurrir inmediatamente a nuestra vieja amistad y a sus no muy viejas proposiciones de resolución de la situación mía. Libre de aquella carga que pesaba sobre mí en Madrid, ahora me encuentro atado a la vida de mi libertad frente a mi indefensa familia. Como no me encuentro bien de salud, ya que mi cabeza se resiste a mejorar, no me será posible dedicarme a un trabajo como el que hacía en Espasa-Calpe a su lado. Pienso en su tierra de Tudanca, y estoy dispuesto a trabajar en ella, a pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de sacar a mi familia, numerosa y necesitada, adelante. Si puede enviarme algún anticipo, o como quiera llamarle, por mi futuro trabajo en su tierra, hágalo sin demora, porque el hambre apremia, y me he encontrado a mi familia bastante agotada de salud y de recursos.» Los amigos de Hernández -que conocen la realidad y el odio que le amenazan- han ido rápidamente a advertirle que se marche y que procure no dejarse ver por Orihuela. Pero el poeta es terco, inconsciente a veces. Visita a su familia en el domicilio de la calle de Arriba. Abraza a su madre y advierte la frialdad de don Miguel, que no oculta su disgusto por esa oveja negra que acaba de salir de la cárcel. Josefina también sufre lo suyo esos días, que lo quiere mañana y noche a su lado y le recrimina que ande con amigos, que reparta su tiempo con unos y con otros. Le preocupa la candidez de su esposo, su imprudencia, que bromee incluso sobre asuntos que en aquel tiempo podían costarle un disgusto muy serio. Según relata la propia Josefina, uno de aquellos días entró en una tienda de Orihuela acompañado de Carlos Fenoll y de Molina, y al descubrir un gran cuadro del Sagrado Corazón de Jesús en el que destacaba un corazón grande y rojo, el poeta preguntó a la tendera: «¿A cómo da este tío los tomates?» Actitudes mucho menos temerarias habían sido castigadas sin ningún miramiento al acabar la guerra civil. «En el mercado de Cox -comenta la propia Josefina- estaba la plaza que había en la puerta de la iglesia, y las campanas del campanario a las diez de la mañana tocaban a alzar a Dios. En ese momento se paraba la venta y, compradores y vendedores, se mantenían en silencio dándose golpes de pecho y moviendo los labios. En una ocasión, a un pescadero le cogió el momento liando un cigarro, y un joven de aspecto grande y brutal, que estuvo en la División Azul, le dio una bofetada al viejo. Este señor hacía poco tiempo que había salido de la cárcel, y no tardó mucho tiempo en morir».446
Ya sabemos, como bien señalaba Tomás López Galindo, que Miguel era Miguel, pero asombra que el poeta confiara tanto en sus convecinos. «Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno -recuerda Muñoz Molina- para abatirlo a traición con la quijada de Caín».447 En este sentido, estremece leer las siguientes palabras de Carmen Conde destinadas a Hernández: «¿Por qué te has ido a Orihuela, para que te crucifiquen, Miguel? Vamos, Miguel: si a los que regresan a sus hogares, vencidos, les esperan cárceles y muerte. ¡No vayas, Miguel!»448 Pero el poeta, imprudente y resuelto, desoyendo cualquier consejo, el jueves 28 de septiembre, apenas trece días después de salir de prisión, se encuentra en su pueblo, en casa de los padres de Ramón Sijé, adelantando la celebración de su onomástica, la festividad de San Miguel Arcángel. Hacia las cinco de la tarde abandona el domicilio de don José y doña Pura en compañía de Justino Marín y enfila la calle de San Pablo. Enfrente, en la puerta del bar La Peña, se encuentran José María Martínez Pacheco, El Patagorda, oficial del Juzgado Municipal, y Manuel Morell Roger, inspector de la Guardia Municipal. El primero se sorprende al ver al poeta y llama la atención de Morell: «Aún está en la calle ese hijo de puta.» Frase que provoca de inmediato la tajante respuesta del inspector: «Eso lo arreglo yo enseguida.» El poeta, que se encaminaba hacia la Plaza de la Soledad, fue increpado por Morell y alcanzado junto a la puerta de la vivienda de don Eusebio Escolano, un viejo diputado de la CEDA. De allí fue conducido al retén policial para cumplir con las formalidades y, a continuación, trasladado con las esposas puestas por todo el pueblo hasta el seminario de Orihuela, en cuyos sótanos se había improvisado una hosca y húmeda prisión desde los últimos días de guerra.
Que José María Martínez, El Patagorda, se la tenía jurada al poeta era tan evidente como la prueba que aporta la esposa de Miguel, quien narra que, al acabar la contienda civil, este oficial, en compañía de un tal Antonio, empleado del Ayuntamiento de Cox, irrumpió en su casa de la calle Santa Teresa y preguntó por Hernández: «Yo le dije que estaba en Madrid. El Patagorda me pidió la pistola. Yo le dije si él sabía si Miguel tenía dicha arma, a lo que me contestó: “¡Vamos, un comisario político del Campesino no va a tener pistola!” Y a continuación me registraron la casa».449 Hernández ignoraba el proceso que seguía abierto contra él y la orden de captura y detención que el 14 de octubre de 1939 emitiría la Providencia del juez Martínez Gargallo, de ahí su confianza y su erróneo convencimiento de que ya había purgado sus posibles cargos con cuatro meses de cárcel.
En el informe de la detención y declaración del poeta se advierte la relevancia que Hernández tenía en aquellos momentos, especialmente para sus paisanos y para el inspector Morell Roger. La transcripción que ofrecemos del documento respeta literalmente la versión original, su ortografía, tildes, erratas y signos de puntuación:

 

En la ciudad de Orihuela a veinte y ocho de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, año de la Victoria. Ante el Inspector que suscribe y presente el subinspector Hermenegildo Riquelme Garcia, comparece el detenido Miguel Hernandez Gilabert, mayor de edad, casado, y de esta vecindad, [...] de profesión escritor, el que interrogado convenientemente dijo: Que al estallar el Movimiento el 19 de Julio de 1936, se encontraba colocado en la Editorial Espasa de Madrid: que una vez que se reanudaron las comunicaciones vino a esta ciudad, hasta el día 22 o 23 de Septiembre de dicho año, durante dicho lapso de tiempo no intervino en un ningun acto revolucionario regresando a Madrid por dichas fechas y continuó trabajando y ante la inminencia del llamamiento de su quinta ingresó voluntario en un batallón de Fortificaciones y despues a mediados de Noviembre de dicho año ingresó en un Batallon Movil de choque que lo mandaba El Campesino, donde prestó servicios como fusilero de Infanteria y luego mas tarde al difundirse su profesión de escritor lo destinaron a Jefe de Propaganda en un periodico del Batallon, que durante este tiempo tambien escribió poesias para su publicacion en Nuestra Bandera-Organo del Partido Comunista en Alicante, en AYUDA y Mono Azul de Madrid. Niega que tuviera en dicha Brigada cargo de Comisario Politico, apesar de afirmarlo asi un folleto que ha sido publicado en Valencia. Tambien niega que saliera en viaje de propaganda al extranjero ni a Rusia, con gestion alguna, y afirma solamente que durante su permanencia en el Ejercito Rojo, se dedicó a escribir propaganda a favor de la causa antifascista. La liberacion lo cogió en Cox, donde tiene su residencia habitual y desde alli, para resolver su situacion economica se trasladó a Sevilla y viendo que alli no podia darle solución a su problema marchó a Madrid, en donde fué detenido y encarcelado en le Prision de Torrijos, 65, en trece de mayo, habiendo sido puesto en libertad en quince del actual, sin documento, ni saber en virtud de que se le ponia en libertad.

 

Leida que fué se afirma y ratifica y firma con el Inspector y presidente el Subinspector de que certifico».
(Firmas de Manuel Morell Roger, Miguel Hernández y H. Riquelme)450

 

Pese al duro golpe de aquella nueva detención, el poeta no podía imaginar que su puesta a disposición del juez militar de Orihuela y su encarcelamiento en el seminario oriolano, conocido ya como Prisión habilitada de San Miguel, iban a ser mucho más duros que cualquier cautiverio anterior. Allí sólo llevaban, como cuenta Ramón Pérez Álvarez, a los recomendados: «Ingresó en el peor de los lugares, el insalubre sótano, donde ingresaban los condenados y peores delincuentes. Cuando ingresó Miguel, yo acababa de salir después de tres meses de estancia. Estaba abarrotado de gente, con unas pequeñas ventanas situadas muy altas que impedían, a la vez que la vista, su aireación. Al considerar que allí ingresábamos los fusilables, no había necesidad de procurar su salud [...]. Ni que decir tiene que cuantas autoridades tenían mando entonces en Orihuela tuvieron forzosamente que dar su conformidad y respaldo a las actuaciones de sus subordinados».451
Del trato especial que habría de recibir en la prisión de su querida Orihuela nos da una precisa información Luis Fabregat Terrés, pariente y paisano del poeta que compartió con él aquellas semanas de reclusión: «Desde su ingreso fue sometido a un trato especial de aislamiento y movimientos restringidos [...]. Miguel, pese a ello, confiaba en que al salir de allí, bien al ser juzgado o por influencia de amigos y conocidos, volvería a recobrar la libertad [...]. Recordó que entonces le llegó su primera decepción del que había sido su amigo en su adolescencia y juventud y que después fue obispo de León, don Luis Almarcha».452 En efecto, ¿dónde estaban por aquellas fechas sus antiguos valedores? ¿Por qué no tuvo una sola visita de consuelo, un simple apoyo espiritual o una decisiva actuación por parte de quienes tanto querían al poeta? El gran poder de don Luis y su demostrada influencia dentro del nuevo régimen político ¿no pudieron interceder o suavizar la situación del muchacho? El canónigo estaba a escasos metros de aquella fortaleza religiosa convertida en prisión. ¿Qué hubo de tanta caridad cristiana?
Esos dos meses han quedado suficientemente documentados a través de las cartas, clandestinas en su mayoría, que Hernández hizo llegar a su esposa. La primera se la remite a los pocos días de su detención, visiblemente angustiado por lo que allí se encuentra: «Estoy pasando más hambre que el perro de un ciego [...] me alimentan los desprecios que me hacéis no dándome noticias de vuestra vida [...]. Pero esta fiera hambre me hace pensar muchas cosas. A veces más malas que buenas, y paso mis malos ratos. Me siento aquí mucho peor que en Madrid. Allí nadie, ni los que no recibían nada, pasaban esta hambre que se pasa aquí, y no se veían por tanto las caras y las cosas y las enfermedades que en este edificio. A nuestros paisanos les interesa mucho hacerme notar el mal corazón que tienen, y lo estoy experimentando desde que caí en manos de ellos. No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca, o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego las dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble. Ellos preferirían que fuese un sinvergüenza. No lo han conseguido ni lo conseguirán. Mi hijo heredará de su padre, no dinero; honra.»
A través de algún conocido sigue enviando misivas a Josefina; el único modo de sobrevivir al aislamiento que padece y de infundir al mismo tiempo ánimos a su familia: «Se han empeñado en amargarnos la existencia y para nosotros debe ser siempre bueno y dulce vivir y luchar por la verdad de nuestra vida, que es la de nuestro hijo [...]. Y aunque el mundo entero se empeñe en hacernos desgraciados, seremos felices por encima de todo [...]. Creo que dentro de unos días me llevarán a juicio, atado como merezco [...]. Aunque podáis, no vengáis ni tú ni mi madre a verme. Con que venga mi padre un día basta. No se te ocurra mandarme nada. Ya lo pasaréis difícilmente vosotros...»
Dos semanas después, al no tener noticias de los suyos ni de conocido alguno, vuelve a comunicarse con su esposa tratando de disimular su desesperación: «Querida Josefina: A ver si es posible tener noticias tuyas. Quince días aquí y aún no se te ha ocurrido mandarme como sea unas letras [...]. Esta gente es más bruta que lo que se puede imaginar. Pero a mí no me joden ni ellos ni nadie. Todo el tiempo que me hagan perder ahora, todos los atropellos, me los han de hacer ganar. No sé vengarme, pero sí afirmarme más en defender una justicia que si no ha estado con otros, ha estado siempre conmigo [...]. Yo he sacado la cédula de preso perpetuo y no quiero salir mientras haya sinvergüenzas y canallas en el mundo [...]. Ánimo, nena. A mí no me falta nunca.»
Lo que más hiere a Miguel es el desamparo, el olvido de esos amigos que se consideraban verdaderos, la dureza y la intransigencia de su padre, que no se digna visitarle en todo el tiempo que habrá de estar cautivo en el seminario de Orihuela. Sólo tendrá, en dos meses de prisión, un breve encuentro con su hermano Vicente y con Josefina, una entrevista rápida y desalentadora que empeora el ánimo del poeta por las condiciones en que hubo de llevarse a cabo: «Te pido que no vuelvas a aparecer por estas rejas -le escribe a su mujer a mediados de octubre-, porque cada vez que me acuerdo, y no puedo olvidarme de tu visita, me pongo de mal humor. Parecíamos dos perros ladrándonos el uno al otro, pero sin entendernos ninguno de los dos. Yo te quiero ver de otra manera, y no como si estuviéramos los dos enjaulados. Y además, sin poder besar a mi niño...» Con esa misma carta le hace llegar algunos poemas que ha podido escribir esos días, indicándole que los guarde y los sume a los otros, ese conjunto de composiciones de su Cancionero y romancero de ausencias: «Yo trabajo algo: guarda esos originales que os envío donde están los otros. No se pierdan, que no tengo copia. Si tengo cinco o seis libros escritos cuando salga de aquí, tenemos pan seguro cuando se publiquen, si antes no nos hemos muerto de hambre...»
La queja más frecuente del poeta, más allá del hambre que pasa, es siempre la incomunicación, las pocas o nulas noticias que tiene de su propia familia en momentos en que tanto necesita de ellos: «Y tú, y vosotros, y Manolo, empeñados en no darme señal de existencia. Vais a obligarme a hacer lo mismo, ya que me habéis obligado. La suerte que tenéis es que yo soy así: jodido, pero poco dispuesto a joder a nadie [...]. Todos los que hay aquí, mil setecientos, tienen una cara de presos que meten miedo. Seguramente a mí me pasa lo mismo. Pero como no me veo, no me asusto. Más blanco sí que sé que estoy, porque me lo dicen y porque me veo los brazos [...]. ¿Has guardado bien esos originales que te mandé? ¿Qué dice mi niño?»
Vicente Hernández, hermano del poeta, ha relatado que visitó a Miguel en varias ocasiones pero que casi nunca le permitieron comunicar con él por encontrarse aislado en la celda de castigo: «Un guardia de prisiones, conocido de la familia, me contó los motivos de aquellos arrestos: bien porque había dado una bofetada a un carcelero que se dedicaba a decir que todos los rojos eran unos hijos de puta; bien por hacer algún comentario gracioso que enojaba a los guardias... Una vez, estando en formación, un preso de las Brigadas Internacionales, belga para más señas, se soltó una ventosidad y el guardia preguntó quién había sido. Miguel hizo un chiste diciendo: “Y eso que ha sido en belga”».453
Así, con esa palidez de preso desterrado de la luz y del aire, bastante más delgado -no pasaba de los sesenta kilos- recibe la orden de traslado a la prisión madrileña de Conde de Toreno. Hernández es conducido a la estación de Orihuela el 1 de diciembre. Allí acuden para despedirlo su hermano Vicente, Encarnación y Josefina con el niño. Demacrado y torpe de movimientos, nervioso por lo conmovedor de la escena, Miguel quiere abrazar a su hijo y uno de los guardias civiles que le custodian, Pepe Fuentes, le quita por unos minutos las esposas. Cuando arrancó el tren puede que alguno de ellos tuviera la acertada intuición de que Miguel Hernández no volvería a pisar jamás el pueblo que le dio la vida y que le proporcionó, con toda la ingratitud, un billete de tercera hacia la muerte.
CONSEJO DE GUERRA PERMANENTE NÚMERO 5

 

Miguel ingresa en la prisión madrileña de la Plaza de Conde de Toreno, muy próxima a la plaza de España, el 3 de diciembre de 1939. Es la octava en su ya largo via crucis carcelario. Allí se encuentra con un viejo conocido, Antonio Buero Vallejo, a quien no veía desde su estancia en el hospital militar de Benicasim. «Yo estaba en la galería de condenados a muerte -comenta el dramaturgo- y llegó Miguel. Entonces me acerqué a él y le recordé Benicasim. Le llevaron también a la galería de condenados a muerte, que era en la que yo estaba. Venía reclamado por uno de los juzgados de Madrid. El caso es que convivimos en esa galería durante bastante tiempo, unos cuantos meses [...]. Allí teníamos 45 o 50 centímetros por persona. Para darnos la vuelta teníamos que avisar y entonces... media galería se daba la vuelta... En esta prisión fue donde hice mis primeros retratos carcelarios. Me dedicaba a retratar las caras que me parecían más interesantes. Con mucha mayor razón, la de Miguel, sabiendo quién era Miguel, era un retrato que no se podía excusar [...]. Era un hombre que pasaba con facilidad de lo taciturno a lo expansivo. En la etapa expansiva contaba chistes, a veces subidos de tono, claro, o canturreaba [...]. En las etapas taciturnas hablaba poco, sólo lo indispensable, y le daba vueltas a las cosas [...]. La vida en las prisiones no hay que entenderla desde el punto de vista peor. Naturalmente que era una vida dura y, si se estaba condenado a muerte, cualquier noche podían venir por ti y llevarte a fusilar, pero, dentro de todo, nuestra convivencia se las ingeniaba para pasarlo lo mejor posible [...]. Yo he visto salir para ser fusilados a muchos compañeros de la galería de los condenados a muerte; es más, yo he tenido la seguridad ficticia, pero que en ese momento me parecía real, de que una noche determinada me iban a fusilar. Eso me ha pasado dos o tres veces. Y como a mí, a otros, porque llegaba una confidencia de la oficina, donde también trabajaban presos, que nos decía: “Esta noche hay saca. Van a sacar a fulano y a diez más.”»454 Aquellos meses compartidos en la prisión de Conde de Toreno fueron evocados por Buero Vallejo en múltiples ocasiones, a veces con estremecedores detalles acerca del poeta: «Miguel no recibía nada o casi nada de fuera. A un compañero que comía conmigo y a mí nos mandaban algo. Cuando entró Miguel le dije que no podíamos dejarle sin ayuda. Le propuse que comiera con nosotros y accedió [...] pero a la hora de la primera comida, al ir a buscarlo, me dijo: “Perdona, Lo he pensado mejor y voy a comer solo”. “Pero, ¿es que no somos amigos, Miguel? ¿No me dijiste que sí, que vendrías a comer con nosotros lo que hubiera?...” “Sí, pero ya es muy poco para vosotros dos.” Aquello fue un acto de delicadeza de Miguel, asombroso en nuestras circunstancias y que revela su calidad humana. No hubo manera de convencerle [...]. Algunas veces recibió algún paquete y le faltaba tiempo para intentar corresponder: “Me han traído esto: vamos a comerlo”. Sospechaba en él una gran tristeza interior, pero que, ordinariamente, no afloraba. Miguel gustaba repetir este verso de Luis Cernuda: “Estoy cansado. Estar cansado tiene plumas”. Creo recordar que Miguel le quitaba el plural a las “plumas”. Se lo oí muchas veces. A veces cantaba. En nuestra galería se cantaba, se bromeaba, se jugaba al ajedrez, se estudiaba matemáticas [...]. Cuando a Miguel le llegó la conmutación de la pena capital, como había establecido amistades en la galería, prefirió seguir en ella y se lo permitieron. Había muchos que, al obtener la conmutación de la pena, no querían seguir allí. Miguel sí, y permaneció en ella hasta que cambió de prisión».455
Frente a opiniones como la de Luis Cernuda, que veía en la obra de Hernández serias carencias de fondo y una retórica excesiva, Buero dejará muy claro su juicio al afirmar, tiempo después de aquella experiencia carcelaria, la indiferencia que le producían opiniones de este tipo ya que, para él, desde su conocimiento de lector profundo, Miguel Hernández era y es «un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser».
Diciembre transcurre en esa prisión de Madrid donde Miguel ha encontrado el calor de unos cuantos compañeros que le ayudan a sobrellevar la carga de la privación de libertad -«tengo un puñado de amigos que me han ofrecido a sus familias para lavarme la ropa»456-. Entre ellos se encuentran de nuevo Fernando Fernández Revuelta y Fidel Manzanares. Son quienes más animan al poeta, al que aún le queda energía para ocuparse vivamente de su hijo y de transmitir consejos a Josefina: «Tengo que hacer de mi Manolillo el hombre más decidido del mundo y el más alegre y el mejor. Ve acostumbrándole a olvidar tus brazos y a vivir independientemente, y verás como te da mejores noches y mejores días [...]. He escrito a Cossío y un día de esta misma semana vendrá a verme. Él me dirá la impresión que tiene de mi proceso y hará porque se resuelva rápidamente...»457
En efecto, por providencia del humorista convertido en juez Manuel Martínez Gargallo, el procedimiento sumarísimo contra Miguel va a toda la velocidad que permiten las instancias burocráticas. El poeta estaba inmerso, quizá sin ser plenamente consciente de ello, en un momento de severa represión política que extendía sus redes por todo el país contando con la colaboración de autoridades municipales, eclesiásticas, judiciales, fuerzas de seguridad y servicios de información del partido único. Los instrumentos de los que se valía el nuevo régimen político para dar cumplida cuenta de aquella población reclusa eran el Código de Justicia Militar -la Jurisdicción Especial Militar pasó a ser ordinaria y a vaciar de independencia e imparcialidad a los tribunales-, la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939, y la de Represión de la Masonería y el Comunismo, que entraría en vigor el 1 de marzo de 1940. Todo hacía pensar que, de un momento a otro, Hernández sería llevado a juicio, pesando sobre él cualquiera de las tres acusaciones que en aquellas fechas, para casos semejantes, eran esgrimidas por los Consejos de Guerra, a saber: «delito de adhesión a la rebelión», «auxilio a la rebelión» o «excitación a la rebelión». Ni que decir tiene que la voluntad de los jueces y los fiscales se inclinaba por incluir al poeta en las tres categorías, sobre todo en la primera, cuya sentencia a aplicar iba desde la pena de muerte a la de veinte años y un día de reclusión mayor.
Pero esos últimos días de diciembre, próxima ya la Navidad, Miguel no pensaba en ese procedimiento de Consejo de Guerra sumarísimo que seguía su imparable cauce. Tiene tiempo y memoria para recordar, por ejemplo, a su amigo Sijé, cercano ya el cuarto aniversario de su muerte. En carta del 21 de diciembre, el poeta escribe a los padres de José Marín y aprovecha para seguir dando fe de una honda esperanza y transmitir ánimo a los demás en momentos tan adversos: «Queridos padres y hermanos. No quiero que paséis estos días sin daros noticia de mi gran deseo de veros, de saberos felices y más que felices, cosa imposible, de ser conscientes de que la vida merece ser vivida, aun en medio de las mayores adversidades [...]. Recibid en la fecha señalada, como la última en vida de mi hermano Pepito, mi abrazo más fuerte y entrañable».458
Antes de acabar el año, Miguel trata de sacudirse toda la melancolía en una misiva verdaderamente hermosa que remite a su mujer. Se acerca enero y la incertidumbre de su destino se mezcla con el recuerdo de dos fechas muy significativas: el 2 de ese mes Josefina cumple veinticuatro años y, el 4, Miguelillo celebra el primer aniversario de su vida: «No quiero que pase el día de tu cumpleaños y el de nuestro hijo sin que recibas algo mío. No es mucho lo que puedo mandarte, pero ahí va [...]. Paso algunos malos ratos, porque yo, como mi hijo, no me acostumbro ni me acostumbraré a estarme quieto, a no moverme de un lado para otro, a no andar mucho al día. Aquí me doy unos paseos muy cortos. Como el patio es pequeño, paseándolo acabo mareado de dar vueltas y encontrarme siempre en el mismo lugar [...]. Aún me suena el beso que me diste en la oreja. Todas las cosas me acompañan en esta soledad de franciscanos que tengo. Aún te calentaré los pies esta primavera en nuestro catafalco. Bastante los echo de menos, y bastante envidio a Manolillo que se encarga de calentarte la cama.»
Pero no habría más primaveras para Miguel fuera de aquel mundo de cárceles porque el 18 de enero es requerido por el Consejo de Guerra Permanente número 5 para que comparezca ante un Tribunal presidido por don Pablo Alfaro Alfaro y formado por los vocales don Francisco Pérez Muñoz, don Ignacio Díaz Aguilar, don Miguel Caballer y Celís y don Vidal Morales, que actuaría de ponente. En aquel acto y aquel Consejo se juzgaron esa mañana a veintinueve reclusos sin ninguna garantía jurisdiccional. Las condiciones en que hubo de comparecer Hernández, como el resto de procesados, eran verdaderamente inquisitivas, ya que se enfrentaba a un sumario secreto en el que el defensor no había tenido opción de intervenir. De cualquier modo, el abogado defensor que acompañaba al detenido debía ser siempre militar -y no necesariamente licenciado en Derecho-, no era de libre designación y sólo podía estudiar los autos contra su cliente poco antes de la celebración del juicio, esto es, «por término que nunca excederá de tres horas», según rezaba el artículo 658 del citado Código de Justicia Militar, lo que venía a significar, como señala Miguel Gutiérrez Carbonell en su trabajo El proceso a Miguel Hernández: un enfoque jurídico, que en ese espacio de tiempo se debían «buscar pruebas, proponerlas, estudiar la causa, calificar y preparar el informe; cuando se está ventilando la pena de muerte o treinta años de reclusión».459 Por otra parte, contra las sentencias dictadas en esos juicios orales no cabían recursos, sólo alegaciones verbales que se perdían en el eco de la sala y no tenían ningún calado.
Junto a Hernández, también iba a ser juzgado ese día el periodista Eduardo de Guzmán. Su valioso testimonio, ampliamente detallado en su libro Nosotros los asesinos, nos ayuda a reconstruir con espeluznante realismo la escena que vivió aquel día junto al poeta: «Miguel está sentado en el primer banquillo; yo en el segundo, pegado materialmente al que ocupan los guardias. A Hernández le acusan de haber sido comisario comunista, de intervenir en conferencias y mítines, escribir versos injuriosos para las fuerzas nacionales, realizar una intensa propaganda contra los integrantes de la quinta columna, contribuyendo con hechos y palabras a los muchos crímenes perpetrados en la zona roja [...]. Empiezan a interrogar a los procesados [...]. A medida que nombran a uno tiene que ponerse en pie, con posición de firme, sin accionar con las manos que deben permanecer, como los brazos, pegadas al cuerpo. En general a nadie le preguntan más que si perteneció al partido u organización que aparece en el sumario o la denuncia, y el cargo o graduación militar desempeñado o alcanzado durante la guerra [...]. El fiscal está hablando durante veinte minutos en tono duro, agresivo, hiriente. Las palabras chusma, criminales, horda, salvajes y asesinos se repiten una y otra vez con machacona e insultante insistencia [...]. Nos llama canallas, chacales, analfabetos, ladrones, cobardes, resentidos e infrahombres [...]. Su apasionada disertación, en la que falta por completo la serena objetividad de quien habla en nombre y defensa de la Justicia, consta de dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera, que dura entre seis y siete minutos, acusa a veintitantas personas de todas las barbaridades capaces de imaginar una mente calenturienta [...]. En la segunda, que dura justamente el doble, echa sobre los hombros de los dos restantes -Miguel y yo- todas las culpas de los demás sumadas a las nuestras propias. Nuestra máxima responsabilidad estriba precisamente en no ser analfabetos, incultos ni ignorantes; en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarnos resueltamente por el mal».460 Si las palabras del fiscal y su histriónica actuación parecen una macabra representación del absurdo, no menos repudiable resulta la pantomima del defensor, que «no ha hablado con ninguno de nosotros -continúa De Guzmán-; no conocía siquiera nuestra existencia hasta hace muy pocas horas. Como más tarde dirá a los familiares de algunos, recibió los expedientes la noche anterior y no ha podido más que leerlos por encima. Sin tiempo para estudiar cada caso, teniendo que informar sobre la marcha con todas las limitaciones que imponen los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, su labor tropieza con ingentes dificultades». Por último, el periodista se refiere al juez y a los miembros del Consejo: «Considera, sin duda, que nuestra culpabilidad está suficientemente probada y tiene prisa en terminar. Es cerca de la una y nos han dado mayores posibilidades de defensa de las que merecemos por nuestro comportamiento durante la guerra [...]. Hago un cálculo rápido y fácil. El Consejo ha durado menos de dos horas. Descontando el descanso anterior a los informes del fiscal y el defensor, noventa minutos escasos. Noventa minutos en que se ha decidido la suerte de veintinueve personas. ¡Más de la mitad de las cuales acaban de ser condenadas a muerte!»
Miguel Hernández es uno de los diecisiete encausados que recibe la sentencia de máxima pena o pena en su máxima extensión; así consta en el documento condenatorio que con fecha de 18 de enero de 1940 concluye en los siguientes términos:

 

CONSIDERANDO que el responsable criminalmente de un delito lo es también civilmente. VISTOS los artículos citados y demás de general aplicación. FALLAMOS que debemos condenar y condenamos al procesado MIGUEL HERNÁNDEZ GILABERT, como autor de un delito de ADHESIÓN a la rebelión militar a la pena de MUERTE, accesorias legales para caso de indulto, y en cuanto a responsabilidad civil se estará a la Ley de 9 de Febrero de 1939. Así por esta nuestra sentencia lo pronunciamos y firmamos.

 

El 30 de enero, la Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación, una vez enterada de la resolución judicial, resolvía confirmarla, dejando «en suspenso la ejecución del condenado hasta tanto se reciba el enterado de S.E. el Jefe del Estado».
TREINTA AÑOS Y UN DÍA

 

Casi todos los juzgados aquel 18 de enero y sentenciados a la pena capital fueron fusilados en un margen de cinco meses. La suerte de Miguel hubiera sido probablemente la misma de no mediar en tales circunstancias un único amigo verdadero que, como hubo de suceder en su liberación del 15 de septiembre, sólo podía ser José María de Cossío. Mucho se ha especulado sobre este hecho y muchos son los nombres que se fueron apuntando a la nómina de salvadores del poeta. Santiago Ontañón, en su libro Unos pocos amigos verdaderos, hace referencia a Germán Vergara Donoso, el jefe de negocios de la Embajada de Chile, que recibió al parecer un papel de fumar enviado por Miguel desde la cárcel donde le decía, de manera escueta, «Me han condenado a muerte. Haced lo que podáis». «Aquel papel de fumar -relata Ontañón-, manuscrito con noticia tan tremenda, nos angustió indeciblemente. Yo hice lo que podía: escribir. Envié tres cartas: a los Álvarez Quintero, a Víctor de la Serna y a Borrás. De los tres, sólo obtuve contestación del Álvarez Quintero que quedaba, en la que me decía que haría todo lo que pudiese...»461 También se ha hablado largo y tendido acerca de las gestiones realizadas por Neruda desde su país, aunque éstas hay que reducirlas exclusivamente a sus llamadas de atención a la Embajada chilena en Madrid, donde Vergara Donoso ya se ocupaba de cuanto estuviese en su mano para aliviar la situación de Hernández. María de Gracia Ifach aporta en su biografía una carta de Antonio de Lezama enviada a Manuel Machado el 25 de enero en la que le ruega «como poeta que eres y como hombre de corazón, que influyas cuanto puedas y salves así la vida de Miguel Hernández que acaba de ser condenado a muerte. No insisto, porque creo que ello sería ofenderte. Gracias, Manolo, y recibe un abrazo de tu viejo camarada».462 Valiosa pudo ser asimismo la ayuda que Vicente Aleixandre pidió a su propio padre, coronel de Ingenieros ya retirado, para que intercediera por su querido amigo. Nombres como el de fray Justo Pérez de Urbel o José Ibáñez Martín también se han barajado. Pero lejos de nuevas e inútiles conjeturas, lo cierto es que Cossío fue quien realmente se movilizó con todo lo que su influencia y su capacidad imaginativa pudieran rendir para solucionar sin demora la trágica situación de Miguel. El director de la enciclopedia Los toros recurrió en primera instancia a sus amigos de la tertulia madrileña del café Lion d’Or. Entre ellos estaba el doctor Eusebio Oliver Pascual, viejo conocido de Miguel, ya que en su domicilio asistió el 12 de julio de 1936 a la lectura que Lorca hizo de su Bernarda Alba. Oliver había sido, durante la contienda civil, el médico de cabecera del general Varela, ministro ahora del Ejército. Por esa vía y, sobre todo, por la emprendida a través del escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, ministro vicepresidente de la Junta Política, fue por donde Cossío lograría llegar hasta el citado general José Enrique Varela. Acompañado de Sánchez Mazas y de José María Alfaro, uno de los autores del famoso himno Cara al sol, se personaron aquellos días en casa del ministro del Ejército. La conversación se centró esencialmente en las nocivas repercusiones que podría alcanzar la ejecución de un poeta de la significación de Hernández, repitiéndose así un caso semejante al de Federico García Lorca. Pero lo que, al parecer, conmovió al general, como relata Guerrero Zamora, fue el hecho de saber que el poeta de Orihuela «se había desposado con una mujer cuyo padre perteneció a la Guardia Civil y fue asesinado en zona roja».463
Las gestiones tuvieron su efecto y el ministro del Ejército se entrevistó con Franco antes de que éste rubricara la sentencia contra Hernández. Como se ha señalado en diversos estudios, todas las condenas a la pena capital debían llevar el visado y la aprobación del Caudillo; así lo recuerdan dos miembros de aquel Gobierno, Pedro Sainz Rodríguez y Ramón Serrano Súñer, discrepando en un solo detalle: que mientras el jefe del Estado revisaba las condenas junto al coronel Martínez Fuset, aquél tomaba chocolate con picatostes -versión de Sainz Rodríguez- y café con leche, según Serrano Súñer. Lo que sí parece admisible a tenor de las pruebas y documentos encontrados es que el general Varela, acompañado al parecer de Sánchez Mazas, obtuvo de aquella entrevista con Franco un provechoso resultado. El Caudillo escuchó las argumentaciones de su ministro, pronunció una frase parecida a «otro García Lorca no» y determinó, días después, conmutar la pena del procesado. Según testimonio de Chicho Sánchez Ferlosio, hijo del también ministro falangista, cuando Varela y su padre irrumpieron en el despacho del Generalísimo «Franco ya estaba preparado, porque había oído rumores de que ejecutar a Miguel, después de lo de Lorca, podría ser una publicidad muy negativa para el régimen. Así que cuando mi padre le interpeló diciendo: “Mi general, quiero pedirle gracia para un poeta”, él, que sabía ya de quién le hablaba, intentó taparle la boca respondiendo: “Si fuera un gran poeta...” Pero mi padre, que era un reconocido intelectual, dijo: “Es un gran poeta”; y supo que a Franco le daría vergüenza contestarle».464
El 24 de junio de 1940, el propio general Varela se adelantaba por medio de una carta remitida a Sánchez Mazas al informe que, un día después, desde el departamento de Asesoría y Justicia del Ministerio del Ejército, expresaba en oficio número 6.745 que la sentencia contra Hernández había sido conmutada por la inferior en un grado:
Excmo. Sr. D. Rafael Sánchez Mazas. -Vice-Secretario de F.E.T. de las JONS. Madrid-. Mi querido amigo y compañero: Tengo el gusto de participarle que la pena capital que pesaba sobre DON MIGUEL HERNÁNDEZ GILBERT [sic], por quien se interesaba, ha sido conmutada por la inmediata inferior, esperando que este acto de generosidad del Caudillo, obligará al agraciado a seguir una conducta que sea rectificación del pasado. Le saluda afectuosamente su atento s.s. y amigo, firmado: J. E. Varela.
El secretario de Sánchez Mazas transmitía la buena nueva a José María de Cossío tres días más tarde, el 27 de junio, por medio de una nota en la que expresaba: «Mi querido amigo: Te adjunto copia de la carta que acabo de recibir del General Varela, comunicando la conmutación de la pena de tu recomendado. Te envía un abrazo afectuoso, tu buen amigo, [firmado] Carlos Sentís.»
La resolución escrita de dicha clemencia no fue extendida oficialmente hasta el 9 de julio de 1940, según la fecha que reza en una notificación que aparece firmada de puño y letra de Hernández, aunque éste no la recibió antes del 23 de ese mes -sabemos, por una carta remitida a Josefina, que fue ese día cuando pudo ver la confirmación en firme-, lo que viene a suponer que el poeta pasó siete largos meses en una galería llena de cuerpos hacinados pendiente de que, cualquiera de aquellas noches, tras un chasquido de cerrojos, alguien pronunciara su nombre y lo condujera al patio de ejecución. «No es mucho lo que consigo dormir -comenta de nuevo Eduardo de Guzmán- y me paso las horas enteras dando vueltas en el suelo. Más que la dureza del cemento, me molestan los pensamientos que corren desbocados por mi cerebro; si llego a conciliar el sueño un momento, me despierto al siguiente angustiado por visiones de pesadillas».465 Sin embargo, Miguel iba a dar pruebas de una fuerza de espíritu y de un estoicismo francamente asombrosos. En ningún momento participa a su mujer ni a sus familiares el juicio y la condena de las que era plenamente consciente desde enero. Sus cartas nada revelan en este sentido y sí demuestran, una vez más, su enorme templanza. Le preocupa, de un modo casi obsesivo, la salud de su madre, a quien nombra especialmente en sus misivas: «Madre, mamá, madrecita, madrecilla, madraza [...]. Ya ves, no vale la pena sufrir por el cabezón que he sido siempre...»466 «Madre, hoy he encargado que te envíen ese medicamento que necesitas y creo que pronto lo recibirás. No me dices nada de tu salud y la del padre y los demás. Sé que todos estarán bien menos tú [...]. No tenéis que preocuparos mucho por mí, madre, aquí se está como en un cuartel y me hago a la idea de que hago el servicio militar que no hice antes».467 A Josefina le cuenta sólo aquello que considera esperanzador y positivo; le duele el carácter de su esposa, tan dado al derrotismo y la queja permanente: «Cuídate, nena. Cuidarte tú es cuidar a nuestro hijo y a mí. No necesito nada: tengo de todo porque tengo una salud a prueba de todo lo malo y lo bueno...»468 «Se debe vivir con alegría siempre, cuando no se ha perdido la esperanza de recobrar la felicidad pasada, y ni tú ni yo la hemos perdido. Hacer lo contrario, entristecerse por todo lo que le recuerda a uno algo mejor, es perder fuerzas hasta agotarse en una lucha estéril con uno mismo, con el aire, con nada [...]. La vida ha sido muy dura contigo en poco tiempo. ¿Lo has perdido todo? Yo creo que no. Y mientras le quede a uno un hilo al que agarrarse para vivir, hay que agarrarlo con toda la fuerza del mundo...»469 «Tienes madera de mártir, y es muy posible que algún día vengas en el santoral del almanaque: Santa Josefina, casada, tonta y mártir. Vas a ganar el cielo martirizándote con zapaticos y todo...»470 Sigue preocupado por la educación de su hijo y le intranquiliza que su esposa pueda hacer de él una criatura consentida y vulnerable: «Con ese moño que le haces, parece el nieto de su abuela, mejor dicho, la nieta. Haz el favor de pelármelo, que no se me acostumbre el niño a llevar melena como los malos poetas...»471 «Manolillo, hijo, bailaor, forzudo, cuqui de mis entrañajones, da ánimo a tu madre. Pórtate como un hombre, que no se echen de menos en la casa mis pantalones. Póntelos tú y un bigote postizo para que te respeten tu señora mamá y tus tías...»472 «Educa a Manolillo, que tú también tienes ese deber y no quiero que se lo consientas todo...»473 Tampoco le faltan ánimos para bromear con las macabras situaciones que ha de lidiar en la prisión: «La otra noche me desperté y tenía una rata al lado de la boca. Esta mañana me he sacado otra de la manga del jersey y todos los días me quito boñigas suyas de la cabeza. Viéndome la cabeza cagada por las ratas, me digo: “¡Qué poco vale uno ya!” [...] Ya tengo ratas, piojos, pulgas, chinches, sarna. Este rincón que tengo para vivir será muy pronto un parque zoológico o, mejor dicho, una casa de fieras...»
Durante ese tiempo de estancia en Conde de Toreno Miguel consigue que Vergara Donoso le envíe con regularidad a Josefina ciento cincuenta pesetas, bien directamente, bien a través de Vicente Aleixandre. Las atenciones que el diplomático de la Embajada chilena -el tío Germán, como le llama cariñosamente el poeta- tuvo con Hernández y su familia han de quedar fuera de toda duda. Procuraba hacer llegar alimentos diarios a Miguel y tramitar mensualmente la asignación a su esposa, a pesar incluso de la actitud a veces airada de Josefina ante el retraso del dinero: «Lo primero que voy a decirte es que no se te ocurra escribir a Vergara diciéndole que deje de mandarte dinero. Si no te lo manda puntualmente, es porque no está siempre en Madrid [...]. Eso faltaba, Josefina, que tampoco dispusieras de esa pequeña cantidad, con los malos ratos que te está dando la miseria. Me indigna que tomes decisiones de éstas sin consultar conmigo y sin contar con tu hijo y tu salud, tan necesitados. Ya te arreglaré yo las cuentas, por tonta...»474
Insistimos en que nada cuenta a su esposa de su situación de condenado a muerte, aunque le habla de los trámites que sus amigos -Vergara, Aleixandre, Cossío- realizan fuera de la prisión. La esposa cree que aún no ha sido juzgado y todo cuanto le relata Miguel va encaminado a un desenlace alentador. El 22 de abril le dice: «El jueves vendrá a verme Cossío y otros amigos. Creo que me darán alguna noticia interesante.» El 13 de mayo le vuelve a anunciar otra visita del santanderino: «No hay nada concreto, ésa es la verdad. Pero algo habrá dentro de muy poco tiempo, ya que no cesan las gestiones para solucionar mi asunto.» La carta del 3 de junio es mucho más esclarecedora y ya cita en ella al ministro de la Junta Política: «Esta mañana me han dado mejores noticias que otras veces. Hasta me han traído una carta que ha recibido Vergara, en la cual se interesa por mi asunto el ministro Sánchez Mazas. Tengo bastante confianza en él, ya que es un antiguo amigo y espero que, como amigo, dará solución a esta situación mía.» Miguel está perfectamente informado de las gestiones que se están realizando en las altas instancias y espera que una buena noticia le alivie de la tortuosa incertidumbre que padece. El 15 de julio, sin saber todavía que la conmutación de la pena capital ha sido firmada veinte días antes, escribe esperanzado a Josefina: «Es posible que mañana sepa algo de mi situación en adelante, ya que voy a ser juzgado al fin. A la próxima carta, lo sabrás tú, nena. No confío en la libertad inmediata. No importa. Ten paciencia como yo la tengo, y espera como hemos hecho hasta hoy.»
Parece incomprensible, a tenor de las comunicaciones antes citadas del general Varela a Sánchez Mazas y de éste a Cossío −24 y 27 de junio-, que ninguno de ellos se adelantara a informar a Miguel de la buena noticia. Sólo cabe una explicación y no nos parece lo suficientemente sólida, ya que implica un mutismo voluntario por parte de José María de Cossío que contradice su demostrada generosidad hacia Hernández. La razón de este hecho, de ser aceptado, habría que buscarla en lo sucedido durante alguna de aquellas visitas del autor de Los toros a la prisión de Conde de Toreno. Hubo, con toda probabilidad, alguna encendida discusión entre el protector y el poeta. El primero, afanado hasta el límite por lograr no sólo la revisión de la pena de Hernández, sino incluso su posible puesta en libertad, debió de insistirle para que se retractara de su postura ideológica, que incluso, por escrito, manifestara o fingiera alguna simpatía por el nuevo régimen con el fin de acelerar los trámites de su liberación. Una vez en la calle, Dios diría. Pero Cossío debió de obtener como respuesta alguna frase colérica de Miguel, de la misma enjundia que, meses después, ante presiones de mucho más calibre, proferiría de nuevo contra él y otros valedores.
Informado al fin de su nueva condena a treinta años y un día de reclusión mayor, no perdió el menor tiempo en comunicar a su esposa la noticia en carta del 23 de julio de 1940, empleando para ello otra mentira piadosa que trataba de endulzar la realidad y de ocultar todo perfil de dramatismo: «Mi querida esposa: Alégrate, Josefina. Me han juzgado y he firmado doce años y un día de prisión menor. No te miento. El fiscal pedía treinta, y al fin me han rebajado dieciocho. No es mucha edad doce años. Y a casi todos los condenados a esta pena los suelen poner pronto en libertad [...] ha sido una verdadera suerte salir tan bien, y debes alegrarte.»
Desde esa nueva situación, libre ya de la amenaza de un fusilamiento anunciado, el poeta comienza a disfrutar de su estancia carcelaria sin la terrible zozobra de los primeros meses. «Estudio inglés -le dice a Josefina el 19 de agosto- y, cosa nueva, fumo. Me ha dado por fumar ahora. Ahora que, como no puedo comprar tabaco, fumo sólo del que me dan.» Se refugia también en la gratificante tarea de hacer juguetes de madera para Miguelillo: «Estoy haciendo otro perro a nuestro niño; ya no es gato.» Escribe nuevos poemas inspirados, naturalmente, en la ausencia y en el cautiverio que sufre. En una misiva le comenta a su familia: «Las cárceles y las mujeres se han hecho para los hombres, y conmigo hay compañeros que antes habían levantado las mismas paredes que hoy les tienen aquí.» De esa misma reflexión surgió el poema «Sepultura de la imaginación», que construye en plena noche, reteniendo los versos en la memoria hasta que los puede poner a salvo al día siguiente en un papel. «Miguel nos recitaba -recuerda Buero Vallejo- alguno de los poemas en los que había estado trabajando por la noche o en otros momentos. He relatado en más de una ocasión que, por ejemplo, la primera vez que yo oí el poema “Sepultura de la imaginación” fue de sus labios, y aún no lo sé, porque él no me lo llegó a especificar, pero me dio toda la impresión de que había sido creado en la propia cárcel de Toreno la noche anterior»475:

 

Un albañil quería... No le faltaba aliento.
Un albañil quería, piedra tras piedra, muro
tras muro, levantar una imagen al viento
desencadenador en el futuro.
Quería un edificio capaz de lo más leve.
No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!
Piedras de plumas, muros de pájaros los mueve
una imaginación al mediodía.