INTRODUCCIÓN
Cuando en marzo de 2002 veía la luz la
primera edición de Miguel Hernández. Pasiones,
cárcel y muerte de un poeta, sabíamos, como bien ha defendido
Leopoldo de Luis (uno de sus grandes estudiosos), que «de un poeta
como él se puede decir siempre la primera palabra, pero no se puede
decir nunca la última». Cierto es que en la vida y en la obra de un
hombre y de un creador como Hernández, situado por destino en una
época de confusión social y política como no se ha conocido en
nuestra historia contemporánea, siempre hay lugar para el hallazgo,
para la emoción renovada, para la reflexión y para el documento o
el testimonio perdido. Y dado que el poeta, pese a su desaparición
física hace 75 años en el Reformatorio de Adultos de Alicante, es
un órgano literario que no ha dejado de latir, de crecer y de
expandirse entre cientos de miles de lectores, parece casi un deber
poner al día un ensayo que está condenado y abierto a la revisión,
a la enmienda, al crecimiento y, esencialmente, a la alianza con el
rigor que exigen estudios de esta naturaleza.
Contar la vida de Miguel Hernández siempre
es una aventura; y lo es porque su perfil rompe moldes y derriba
normas y estadísticas, se ajusta a un caso verdaderamente
excepcional como escritor y como hombre. También lo es porque
detrás de la construcción de su relato biográfico hay una labor de
rescate y desescombro, de distanciamiento de los tópicos que
hicieron de él una bandera, un mártir y un triste poeta-cabrero.
Devolverlo a su estado natural, a su condición de militante
apasionado de la vida, limpio de leyendas, ha sido la labor que ha
guiado esta biografía que no tiene otro propósito que enamorar, que
enredar al lector en la peripecia vital de un poeta que en sólo
doce años de producción (de 1930 a 1942, esto es, desde su primer
poema publicado hasta su misma muerte) justificó su oficio dando a
los editores futuros cuatro mil páginas de benditas palabras.
Miguel Hernández murió joven, muy joven,
pero en esos 31 años de vida dibujó un recorrido sin precedente en
la historia de la literatura contemporánea. Logró ser un poeta
necesario, como le definía Antonio Buero Vallejo, en un tiempo
convulso, dividido para él, por un lado, en seis años de República,
desengaños y promesas, y,por otro lado, en otros seis de
encarnizada contienda y de cárceles.
Este libro ha tratado de estar a la altura
del personaje. Ha puesto al día sus contenidos y apuntalado, con
más firmeza, las hipótesis que lo sujetaban. La aparición en la
última década de epistolarios inéditos -la correspondencia entre el
hispanista Dario Puccini y la viuda de Hernández, las misivas de
Vicente Aleixandre a Miguel y Josefina Manresa y la edición
completa de las cartas del poeta a su esposa- así como de los
diarios de guerra del diplomático chileno Carlos Morla Lynch son un
pequeño ejemplo de la documentación que ha enriquecido y ensanchado
este ensayo. También se acogen en él las aportaciones que en quince
años de publicaciones y eventos en torno al autor de Perito en lunas han contribuido al mejor
conocimiento de su figura y de su obra. Y en este sentido conviene
recordar la celebración en 2003 y 2010 de sendos congresos
internacionales, cuya esencia quedó recogida en dos gruesos
volúmenes de actas, la conmemoración del centenario de Hernández
durante un largo año de actividades, publicaciones, seminarios y
actuaciones de diversa índole, y la realización y presentación en
el tiempo descrito de numerosas tesis doctorales, monografías y
estudios sobre el poeta de Orihuela.
Por lo demás, sólo cabe cerrar este apartado
con los agradecimientos. Y para ello quiero recordar que la
aventura de este libro lleva el nombre de mis maestros -los que son
y los que fueron-: Ramón Pérez Álvarez, Francisco Martínez Marín,
Vicente Ramos, Leopoldo de Luis, Arturo del Hoyo, Rosario Sánchez
Mora, Enrique Cerdán Tato, Francisco Esteve Ramírez, Juan Cano
Ballesta, Gabriele Morelli, José Carlos Rovira, Gaspar Peral Baeza,
Agustín Sánchez Vidal, Ángel Luis Prieto de Paula, Miguel Ángel
Lozano, María Gómez y Patiño, Francisco Moreno Sáez, Aitor L.
Larrabide, César Moreno, José Luis Zerón y Carmen Alemany Bay.
Junto a ellos, la nómina afectiva, extensa y clara, la constituyen
los compañeros de viaje que siempre estuvieron ahí con absoluta
lealtad y, esencialmente, los seres que, en el momento de redactar
estas líneas, me importan por encima de todo. Ellos lo saben.
JOSÉ LUIS FERRIS
Noviembre de
2016