CAPÍTULO II PRIMER CICLO: INFANCIA Y
DESLUMBRAMIENTO (1910-1925)
No hay artista que no
dependa de su infancia
GABRIEL MIRÓ
HUMILDES SÍ, POBRES NO
El nacimiento de Miguel en la mañana del 30
de octubre de 1910 supuso para el matrimonio Hernández-Gilabert una
nueva apuesta de descendencia en un tiempo difícil para ello, dado
que los índices de mortalidad infantil eran altos y alarmantes si
los contemplamos desde la perspectiva actual. Al nuevo miembro de
la familia le esperaban dos hermanos, Vicente y Elvira, nacidos,
respectivamente, el 7 de octubre de 1906 y el 17 de enero de 1908.
Después vendrían al mundo Concepción (1912), Josefina (1914),
Monserrate (1915) y Encarnación (1917), de las que sólo sobrevivirá
la última. No es difícil imaginar el impacto que pudo suponer para
la sensibilidad de aquel niño ser testigo de la muerte de sus tres
hermanas; luctuosos acontecimientos que vivió Miguel a los cinco,
seis y ocho años de su vida y que sintió más profundamente en el
caso de Josefina, fallecida a la edad de cinco años y con la que
convivió en un tiempo en el que el futuro poeta gozaba de plena
conciencia y de la memoria suficiente como para inmortalizar su
recuerdo, años después, en su poema «Hermanita muerta»9:
«Las vecinas / vertían / un llanto / de rigor. / Armadas de
pañuelos / sobre mi madre, / que se había / deslumbrado /
más».
La madre de Miguel, en efecto, queda aquí
sutilmente retratada en un contexto de consternación y amargura. No
será el único escrito en el que el poeta dé testimonio de esa
imagen resignada y tierna de su progenitora; bien al contrario, son
bastantes los poemas, los textos en prosa y las cartas que hacen
referencia a ella, sin olvidar los personajes masculinos de su
teatro, tras los que siempre hay una madre -jamás un padre-
dispuesta al sacrificio y al amparo. La razón es bien sencilla. El
padre de Hernández, don Miguel Hernández Sánchez, era un cabeza de
familia de su tiempo. Duro y autoritario, tozudo y conservador,
intransigente y de carácter fuerte, marcó siempre las distancias
entre él y sus vástagos sin que le temblara el pulso. Era un hombre
con palabra de notario cuya testarudez y
seriedad dificultaban bastante el acercamiento y, sobre todo, se
prestaban muy poco a ejercicios líricos o a labores que no tuvieran
un sentido práctico. Cumplidor de sus tratos y respetado por
cuantos le conocieron, sus orígenes se remontan al medio agrario en
las tierras de Redován, población situada a 6 kilómetros de
Orihuela, donde nace en 1878, en el seno de una familia de
labradores. Por diversos avatares, encaminó su labor al comercio de
ganado. Así conoció a don Antonio Gilabert Berná, oriolano,
tratante de animales también y con domicilio en la capital del
Segura, en la conocida calle de la Corredera (Pintor Agrasot). La
hija de éste, Concheta, cuyos años superaban la edad de merecer, se
convierte entonces en blanco del rudo cabrero: don Miguel acaba de
enviudar de su primer matrimonio (sólo ha durado un año el
casamiento) y la muchacha está educada a su medida, ya que como
hija de corredor y campesino sabe que hay que inclinarse ante la
voluntad del esposo y bajar la mirada cuando debe.
El matrimonio se celebra el 9 de enero de
1906, contando ambos con veintiocho años. Su primer domicilio en la
calle de San Juan, número 82, muy cerca del convento de las monjas
clarisas, era una casa tosca, de grandes portalones, con un balcón
estrecho y sillares antiguos; suficiente todavía para una pareja
que aún no tiene descendencia, pero cuyas perspectivas laborales y
económicas son bastantes halagüeñas. En efecto, don Miguel, pese a
que en su cédula de identidad constara el oficio de guardia jurado,
estaba metido muy de lleno en los negocios de ganado, dedicándose a
tareas tan variadas como criar cabras y ovejas, esquilar a estas
últimas para obtener lana, comprar y vender corderos, despellejar a
los animales que sacrificaba para llevar al zamarreño las pieles y,
por supuesto, ordeñar el ganado y sacar buen rendimiento de la
leche. Los hijos serían, por tanto, una vez llegados, estimable
ayuda para tan variados menesteres. El padre de Concheta, más
conocido como el tío Mancebo, además de suegro, era todo un apoyo
por su experiencia y su oficio de tratante de caballerías, ya que
conocía muy bien los entresijos de ofertas y regateos que se
celebraban en los mercados de Orihuela. Pero sobre todo fue el
negocio montado por don Miguel con su hermano Francisco, Corro, el que le habría de proporcionar mayores
beneficios. El trato consistía en poseer un buen número de cabezas
de ganado entre ovejas y cabras -rondaban las cien hembras en los
momentos de bonanza-, mejorar las razas comprando reses de otros
lugares (para lo que debía desplazarse a puntos como Orán) y
facturar vagones de tren o bodegas de barco con grandes partidas de
animales ya engordados que se revendían en Barcelona y Zaragoza.
Corro vivía entonces en la Ciudad Condal
y allí liquidaba a su hermano parte de las ganancias cuando éste se
desplazaba a Cataluña o bien cuando Francisco se dejaba caer por
Orihuela. Eran los Visenterre, apodo
familiar (provenía del padre de ambos) como tantos otros con los
que se identificaba a las familias en la mayoría de ámbitos rurales
y que, por extensión, pasó a ser sello y sobrenombre de los
Hernández-Gilabert y de sus hijos.
No tiene, pues, sentido, a la hora de hablar
de los orígenes del poeta Miguel Hernández, atribuirle una infancia
pobre y llena de privaciones. De humildad sí es legítimo hacer
mención puesto que la austeridad era moneda de cambio en el
ambiente en el que se crió el muchacho, un hogar sencillo donde el
padre se cuidaba bien de inculcar a sus retoños el sentido del
sacrificio y del esfuerzo, rebasando en muchos momentos los límites
de la justa autoridad y mostrando su absoluta incapacidad para
generar afecto y comprensión. Ese papel le correspondía, con total
derecho, a Concepción Gilabert, Concheta,
de piel atezada -gitana oscura y querida,
como la llamaba Miguel- y de salud frágil tras siete partos (el
último a los treinta y nueve años), que siempre tuvo para su hijo
palabras y gestos de cariño, mediando sin desfallecer en la
tormentosa relación con el padre o actuando de espaldas a éste para
auxiliar al hijo en los momentos más delicados de su vida. Y en
absoluta correspondencia, se hace necesario y razonable que el
poeta la tuviera en cuenta en cada una de sus etapas, sobre todo a
la hora de adquirir un compromiso ideológico en favor de los
humildes10
y en situaciones tan delicadas y estremecedoras como la propia
guerra civil, en las que encuentra tiempo para escribir el texto
que titula «Compañera de nuestros días», de voz ardiente,
enardecida, y de claros tintes autobiográficos: «Tengo muchos
motivos para pegar martillazos contra los culpables de la tristeza
de las campesinas de España: mi madre ha sido, es una de las
víctimas del régimen esclavizador de la criatura femenina. Enferma,
agotada, empequeñecida por los grandes trabajos, las grandes
privaciones y las injusticias grandes, ella me hace exigir y
procurar con todas mis fuerzas una justicia, una alegría, una vida
nueva para la mujer.»11
Fuera de estos aspectos de notable
importancia para entender, en consecuencia, muchos matices de la
personalidad de Hernández, la infancia del poeta no fue
sustancialmente distinta de la de muchos niños que compartieron con
él juegos y batallas. Don Miguel, cumpliendo rigurosamente sus
obligaciones de patriarca, lo inscribió al día siguiente de nacer
en el Registro Civil de Orihuela, tal y como consta en la Sección
1.ª, Tomo 60, Folio (2) 188, ante el juez suplente don Federico
Garriga Mercader y don José María Martínez Pacheco, que actuó como
secretario. El 3 de noviembre, ya metidos en el mes de las ánimas,
y siguiendo la costumbre de auxiliar cuanto antes al recién nacido
con la bendición de Dios, fue bautizado en la parroquia de El
Salvador de la catedral oriolana. Allí, oculto entre los bordados
de su traje de cristianar, junto a la pila, recibió el nombre de
Miguel Domingo Hernández Gilabert, atendiendo al capricho del
reverendo cura coadjutor, don Domingo Aparicio, quien tenía por
hábito poner a cuantos niños y niñas pasaran por sus manos el suyo
propio tras el del Santo elegido por la familia. El acto,
convertido en acontecimiento en el barrio, congregó en la parroquia
a parientes y vecinos que dejaron su huella en el libro de actas,
en cuyas páginas figuran como testigos Carlos Aracil, Vicente
Giménez, José Monera Ortuño (en representación del padrino don
Antonio Domínguez Cremades, ausente ese día) y Águeda Monera
Ortuño, que actuó de madrina del novicio. El acta fue redactada con
paciente letra de amanuense por don Vicente Giménez Gea, sacristán
de El Salvador.
A partir de aquel momento, los primeros años
de Miguel se circunscriben a velados recuerdos en la casa de la
calle de San Juan, hogar estrecho, de estancias reducidas y a cuya
primera planta se accedía por una escalera de quince peldaños. El
dato no es gratuito, pues la memoria de Elvira, hermana del poeta,
retuvo siempre esta cifra que asociaba, inevitablemente, al amargo
percance que sufrió su hermanito Miguel antes de cumplir los tres
años. El niño, en un descuido de sus progenitores, cayó por la
escalera y se fracturó una pierna. Los cirujanos Escolano y García
Rogel, conocidos en Orihuela como los Santos Médicos, atendieron a
la criatura con el debido interés y su recuperación fue rápida.
Durante las semanas de convalecencia, aquel niño dócil y bonachón
pasaba largas horas sentado en la escalera de entrada al monasterio
clausural de San Juan de la Penitencia, situado frente a su casa,
donde la hermana sacristana, sor Elisa, lo vigilaba con especial
cuidado.
Conviene destacar en este punto que, pese a
todo lo comentado sobre la madre de Hernández, ésta apenas aparece
en los testimonios y recuerdos de estos primeros años. Elvira era
la encargada directa de atender a su hermano pequeño dentro de ese
sentido de la responsabilidad que desde bien niños se les
transmitía en casa, así como el mismo Miguel tenía encomendada la
vigilancia de sus hermanas pequeñas, en este caso de Encarnación,
de la que evoca con gran frecuencia anécdotas y recuerdos, sin
olvidar a Josefina, la hermanita muerta cuando Miguel aún no había
cumplido los nueve años. Esta ausencia de Concheta se justifica
plenamente con los constantes embarazos y partos (siete en nueve
años) y el consiguiente desgaste físico que tales estados suponían.
Ello derivó en una enfermedad crónica de la que Miguel fue siempre
consciente, aludiendo en sus cartas, casi como una muletilla
obligada, a su estado de salud y a sus habituales fiebres. No en
vano, muchos años después y gracias al testimonio recogido por
Eutimio Martín, supimos por boca de Rosa Moreno Hernández, sobrina
del poeta, que «la abuela era asmática y la humedad de Orihuela le
provocaba frecuentes y muy intensas crisis. En uno de estos ataques
llegaron incluso a administrarle la Extremaunción [...]. Su corazón
estaba constantemente agotado por el esfuerzo continuo a que le
obligaban los repetidos ataques de asma.»12
LA NATURALEZA COMO ESCUELA
Antes de que Miguel cumpliera los cuatro
años, la prosperidad del negocio paterno y el considerable aumento
de la familia llevaron a don Miguel a prescindir de las angosturas
de la casa de la calle de San Juan y a adquirir otra vivienda en el
número 73 de la calle de Arriba, en el límite del espacio
urbanizado de la ciudad. Adosada a la sierra por su parte trasera,
al contorno del Rellano Blanco, el nuevo hogar de los Hernández era
de una sola planta y hacía esquina con el callejón de los Cantos.
Era una casa adaptada a las condiciones de trabajo del padre:
compaginaba las características de una construcción urbana con las
necesidades propias de la actividad rural, en este caso ganadera,
manteniendo en la parte interior, entre el patio y el huerto
cercado, el establo para el rebaño con acceso lateral a la falda
del monte de San Miguel. «La fachada -así la describe Josefina
Manresa, viuda del poeta, en su libro de memorias-, enlucida de
yeso y zócalo de cemento moreno. La puerta de madera de dos hojas y
unas segundas de cristales con una cortina echada para protegerse
de las moscas y el fuerte sol en la siesta. El zaguán continúa
hasta la puerta del corral, formando pasillos desde la mitad de la
casa, en donde al final y a la derecha está la bancada de la cocina
con ladrillos rojos de fuego, y el frente de ladrillo blanco. Junto
a ésta hay otra en el suelo para calentarse [...]. Enfrente está el
tinajero, en una bancada con dos tinajas empotradas en las que
reposaba el agua que echaba el aguador para beber y
guisar.»13
Lo que Josefina llama zaguán hacía las funciones de comedor y desde
él se accedía a las habitaciones. La que Miguel compartía con su
hermano Vicente estaba situada al fondo, a la derecha, pegada a la
cocina y mirando al patio. En realidad era una especie de cobertizo
con una cama de hierro (recuerdo del primer matrimonio del padre),
un armario de madera oscura y un arcón que servía de improvisada
mesa. Pero además de las estancias interiores (cinco en total), lo
más destacable de la nueva vivienda era el patio espacioso que se
abría al raso, a la luz y a la lluvia: el pozo a un lado y, más
allá, tras unos escalones de piedra, el establo que albergaba el
rebaño de cabras. Allí, en aquel corral soleado y alegre, se
encontraban la morera, los nopales o piteras, las tres higueras con
su fruto puntual, dulcísimo, y el limonero que tantas veces anotó
el poeta en su cuaderno de versos. Desde su puerta lateral, como ya
hemos indicado, se accedía directamente a la Muela de San Miguel, y
por ella salía y entraba el ganado.
Prácticamente desde su nacimiento, pero
sobre todo a partir de su traslado a esta nueva casa, el mundo de
Miguel Hernández se puebla de una iconografía vital e
inconfundible. Su contacto íntimo con la naturaleza le proporciona
un conocimiento profundo de la vida elemental que, unido a su
inteligencia y su espíritu despierto e intuitivo, dejará en él un
sustrato de tal calado que resulta imposible entender su obra sin
prestar cuidado a esta primitiva enseñanza. Ésta fue, sin duda, su
primera escuela de vida: «Los animales, las plantas, el espectáculo
de las estaciones que se suceden en la soledad de los campos y los
montes [...] conocimiento de la vida natural y de la vida en su
sustancia elemental -agua, cielo, tierra, árboles, hierba;
fecundaciones, nacimientos y muertes- que se hizo en él muy
despierto y permanente.»14
Sin salir del ambiente familiar, empieza a conocer el misterio de
la fecundación. Aún no ha aprendido las primeras letras y ya sabe a
la perfección a qué hora cantan los pájaros y en qué momento duerme
el rebaño. Ha asistido al rito nupcial de las ovejas y reconoce la
llegada del otoño por la humedad que impregna la tierra y el aire
que respira. Aplica el oído al vientre de las cabras paridas para
escuchar el rumor de la leche que sube hasta las ubres. Las bestias
paren y se ayuntan ante sus ojos, y él lo contempla y lo entiende
como una ley inocente y natural. El misterio de la vida es para
Miguel como un juego sin secreto, porque hasta cuando los machos
cabríos se orinan en el vientre y humedecen sus pelos, lo hacen -él
lo sabe- para despertar el apetito sexual de las hembras. De igual
modo, la luna, en su plenitud, enfría el monte en la noche; la
escarcha perjudica al higo que madura, y «aprende -como señala
Guerrero Zamora- en la tempestad, aprecia los quilates de los ecos
más variados, habla con los silencios más hondos, distingue los
sonidos lejanos y sabe el nombre de cada flor, de cada árbol, de
cada animal...»15
En las salidas al campo de Orihuela acompañando a su padre y a su
hermano Vicente, que guían el ganado, ha aprendido también a silbar
y a uquear para llamar a las cabras, a
manejar la honda para azuzar a las distraídas que se alejaban del
grupo.
Hablamos de una infancia, en resumen, que
será germen decidido de su personalidad en la exuberante naturaleza
levantina, tan generadora de sensaciones para la enorme
receptibilidad de un niño de ojos abiertos y mente despierta que
sabrá obtener sustancia de ello cuando su pensamiento y su talento
alcancen la madurez. Era, en efecto, extremadamente
observador.
Después que nos fuimos a vivir a la calle de Arriba -comenta su hermana Elvira-, en aquellos primeros años, nos llamaba la atención la cola de mendigos que llegaba hasta nuestra misma puerta para recoger las sobras de comida de los alumnos internos del colegio de los Jesuitas, porque, como es sabido, la puerta trasera daba a nuestra calle, cerca de nuestra casa. Miguel se quedaba largo rato mirando aquella fila de seres harapientos, demacrados, de mirada triste y cuerpos envejecidos prematuramente, que esperaban aquellas cucharadas de alimento [...]. Miguel, lo recuerdo ahora, se quedaba largo tiempo mirando, sin hablar...; alguna vez, cuando nos íbamos a sentar a la mesa, hube de salir a llamarlo...16
No es de extrañar que todas esas virtudes
que el niño Miguel albergaba fueran advertidas por el padre, quien,
movido por la tozuda honradez que le caracterizaba y una
desconocida parcela de su conciencia dotada de cierta sensibilidad,
quiso darle al muchacho oportunidad de instrucción. Y lo hizo
temprano, mucho antes de lo que se ha venido apuntando en los
recorridos biográficos del poeta. Porque a los cuatro años y medio
de edad y recién trasladados Miguel y los suyos al nuevo domicilio
de la calle de Arriba, el cabeza de familia dispuso matricular al
niño en un pequeño colegio ubicado al principio de la calle, junto
a la casa que ese mismo año se convirtió en la tahona de la familia
Fenoll. Era un centro privado de carácter preescolar llamado
«Nuestra Señora de Monserrate», nombre que le impuso su fundador
por estar situado en la calle donde se hallaba el arco-capilla
dedicado a esta Virgen de reminiscencias catalanas. Debió de ser un
colegio que se sostenía únicamente del dinero que aportaban los
padres de los alumnos, sin depender de institución alguna y sin
contar con la ayuda o subvención de la ya constituida Caja de
Ahorros y Socorro y Monte de Piedad de Monserrate, con la que sólo
coincidía en el nombre, tan empleado asimismo para rotular
comercios y empresas por ser el de la patrona de la ciudad. Según
consta en el libro de registro, el 17 de mayo de 1915, Miguel
Hernández Gilabert, de cuatro años de edad, pasó a ocupar un
pupitre en aquella dependencia con capacidad para cincuenta niños.
Se pagaba una cuota mensual de seis reales, que cobraba
directamente de sus alumnos el maestro don José Pellús Rodríguez.
Éste había fundado el colegio en 1913, y allí permaneció Miguel,
tal y como figura en las páginas del registro, al menos hasta
febrero de 1916; esto es, diez meses ininterrumpidos en los que el
niño no presenta ninguna falta por ausencia. A partir de aquí,
según señala Francisco Esteve en su artículo sobre «Los inicios
escolares de MH»17,
se desconoce lo que fue de su educación y su aprendizaje hasta su
ingreso en las escuelas del Ave María, ya en 1918.
Es de suponer que Miguel siguió colaborando
en las tareas familiares, ayudando a su hermano en las labores que
su corta edad le permitiera, como atender el ordeño de las cabras,
limpiar el establo y salir por la vecindad a repartir leche. De
haber aprendido a desenvolverse ya en la lectura y a juntar y
escribir las primeras letras, en su casa poco material de ayuda
hubiera podido encontrar, ya que no había libros ni cuadernos que
llevarse a las manos. Por otro lado, su madre tenía conocimientos
limitados y escribía con auténtica dificultad, y su padre, que
conocía las reglas básicas y se las arreglaba con algo más de
soltura, no disponía de tiempo ni paciencia para dedicar sus
atenciones al hijo.
En esos años, don Miguel, creyente
declarado, aunque no cumpliera demasiado con la Iglesia y sus
preceptos, frecuentaba el Colegio de Santo Domingo de los padres
jesuitas para asesorarles en el cuidado del pequeño hato de cabras
que tenían en uno de los corrales del edificio. Bien a través de
ellos, que estaban al corriente de la prole familiar de aquel
tratante de ganado, bien por la popularidad que en el barrio había
adquirido el colegio para niños de clases humildes anejo a Santo
Domingo, el padre de Miguel decidió llevar a su hijo a las escuelas
del Ave María.
EMPERADOR EN GRAMÁTICA
El salto a una educación metódica y austera
no supuso un golpe ni una mordaza para el espíritu asilvestrado de
Miguel. Conocía ya, tal y como se ha señalado, el respeto que ha de
guardarse al maestro, así como cierta disciplina educativa; también
los esfuerzos y la implacable corona del sudor que la vida de
cabrero llevaba implícita. Por estas y otras razones, su llegada a
las escuelas del Ave María le debió de resultar mucho más grata de
lo esperado. Sus especiales características y su novedoso sistema
pedagógico iban a suponer una prolongación en su ya iniciada
experiencia de naturaleza, un método y un programa hecho
prácticamente a su medida si tenemos en cuenta las razones que
llevaron a su fundador, el padre Manjón, a crearlas treinta años
atrás.
Los antecedentes nos sitúan en el Sacromonte
granadino, donde Andrés Manjón, catedrático de Derecho Canónico,
comienza a ejercer de sacerdote y a ocuparse de las familias menos
favorecidas. Allí funda en 1889 las escuelas de enseñanza primaria
y profesional destinadas a las clases obreras, en las que prescinde
de los métodos tradicionales y se decide por unas clases al aire
libre donde se pueda instruir a través del juego, con actividades
manuales y la escenificación de algunos episodios de la Historia
por parte de los propios alumnos. «Ya que tanto se dice (y no sin
motivo) -declaraba por entonces el padre Manjón- contra las
escuelas y maestros que instruyen y no educan, que cultivan
inteligencias y no voluntades ni corazones, hagamos algo por
educarnos los que enseñamos y educar a los que se nos encomiendan y
participan de nuestro modo de ser; pues mal sabrá educar el que no
ha sido educado.»18
De tal declaración se desprende toda una confesión de principios
que conviene analizar. Hay, sin duda, un interés en la formación de
pedagogos con verdadera vocación que fueran capaces de transmitir
el espíritu de esa nueva enseñanza, para lo que se instituyó en
Granada un Seminario de Maestros del que saldrían los encargados de
dirigir las escuelas del Ave María que gradualmente se comenzaron a
instaurar en todo el país. El método, insistimos, consistía en
enseñar jugando, cantando, rezando y experimentando de un modo
activo los conocimientos esenciales, abogando así por una formación
integral y completa del niño sin secretos ni misterios. Pero habla
don Andrés Manjón de cultivar las voluntades y los corazones -por
encima incluso de la inteligencia-, y este detalle no deja de
asombrar si trazamos la necesaria comparación programática con el
ideario de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco
Giner de los Ríos (Fernando de los Ríos, pariente y discípulo del
anterior, coincidió con el padre Manjón en las aulas de la
Universidad de Granada en el periodo comprendido entre 1911 y
1923), y el planteamiento de todo un grupo de pensadores, la
llamada Generación del 14, entre cuyos proyectos pedagógicos se
contempla la educación a través de la sensibilidad -elemento común
en todo individuo, independientemente de su mayor o menor capacidad
intelectual o de su grado de cultura-: «La enseñanza elemental
-escribía Ortega en 1930- tiene que asegurar y fomentar esa vida
primaria y espontánea del espíritu, que es idéntica hoy y hace diez
mil años, que es preciso defender contra la ineludible mecanización
que ella misma acarrea.»19
Hablamos del mismo principio que provocó, en los años treinta, que
muchos intelectuales se enrolasen en las Misiones Pedagógicas para
instruir a los auténticos desheredados de la cultura, del mismo
propósito que alimentaba al elenco de actores voluntarios que,
capitaneados por García Lorca, llevaron el teatro de La Barraca a
los parajes más olvidados del territorio español.
La reflexión merece la pena, ya que un
planteamiento reformista de la educación, aparte de sus
connotaciones cristianas, en un tiempo tan adelantado aún a las
posturas teóricas de Ortega y su Liga de Educación Política, supone
un precedente de indudable valor. No en vano, el propio Ortega y
Gasset, percatado de la importancia de este nuevo postulado
educativo, debió de tenerlo presente a la hora de escribir sus
ensayos sobre Educación y Pedagogía (La hora
del maestro, La pedagogía de la contaminación, Biología y
Pedagogía...), donde expone, entre otras, las ideas
siguientes: «La incomprensión de la vida infantil que solemos
padecer procede de que juzgamos los actos de los niños suponiendo a
éstos sumergidos en el mismo medio que nosotros [...]. De aquí que
la pedagogía tienda siempre a actuar contra la niñez del niño, a
reducir cuanto puede su puerilidad, introduciendo en él la mayor
cantidad posible de hombre. Las ideas de Froebel, que permitían la
invasión del juego en la seriedad triste de las escuelas, sonaron
durante mucho tiempo a paradoja. [...] Siempre se hace que la
madurez gravite sobre la infancia, oprimiéndola, amputándola,
deformándola [...]. Gran parte de la pedagogía actual tiene el
carácter de una caza al niño, de un método cruel para vulnerar la
infancia y producir hombres que llevan dentro una puerilidad
gangrenada. Y todo ello por querer suplantar el paisaje natural del
niño con el medio que rodea a las personas mayores...»20
Basar toda una didáctica en la propia
naturaleza fue, sin duda, un acierto que encontró muy pronto el eco
y el apoyo que su mentor deseaba. El proyecto llegó a Orihuela en
1911, y así lo confirma por esas fechas el padre Juan Bautista
Juan, quien afirma que «el abandono en que se halla multitud de
muchachos de las clases menesterosas de esta ciudad ha sido el
inspirador de esta idea tan altamente beneficiosa para los
intereses generales de la sociedad, y acogida con el mayor
entusiasmo, así por los señores patronos de la Caja, como por todas
aquellas personas que se interesan por la prosperidad de las obras
sociales católicas. Se han adquirido ya al efecto unos extensos
solares, que dentro de poco se convertirán en espaciosos locales
destinados a escuelas con todos los adelantos que exige la
pedagogía moderna.»21
Los terrenos a los que se alude en el
comentario pertenecían al Colegio de Santo Domingo y estaban
situados en su parte trasera, en el patio de Lourdes, por cuya
puerta se accedía directamente a la calle de Arriba, esto es, a
escasos metros de la casa de Miguel. El proyecto se puso en marcha
durante el curso escolar de 1915-1916 tras ser aprobada la creación
de una escuela elemental ajustada al modelo de las conocidas
escuelas del Ave María, teniendo en cuenta que tal iniciativa había
surgido en el seno de la Caja de Ahorros y Socorro y Monte de
Piedad de Monserrate, en cuyo Consejo Directivo figuraba, como
presidente nato, quien ocupara el cargo de padre rector del Colegio
de Santo Domingo, título que correspondía desde 1912 a don
Bartolomé Arbona. De este modo, los jesuitas controlaban las
orientaciones sociales y benéficas de la entidad de ahorro y tenían
licencia plena para crear un colegio gratuito destinado a las
clases más desasistidas.
Los orígenes de las escuelas manjonianas
obligaban a asociar la institución con un albergue educativo para
niños pobres, pero dicha confusión, que ha llegado hasta nuestros
días, exige varios matices. Ciertamente se trataba de escuelas
gratuitas mantenidas por el Estado, sin embargo, en ellas tenían
cabida no sólo los hijos de obreros o de familias de escasos
recursos económicos, sino también niños de clase media y, en algún
caso, de estratos superiores. Tampoco se circunscribían a los
alumnos del barrio, sino que a ellas asistían muchachos de otros
puntos de Orihuela; aunque ello no exime a los padres jesuitas de
seguir manteniendo un claro distingo de clases, ya que Santo
Domingo como tal era un colegio destinado a los favorecidos por la
fortuna y así se apreciaba en signos externos tan evidentes como el
uso de uniforme o guardapolvos distintos. Lo que tampoco cabe
llevar más a discusión es el acceso al edificio por puertas
diferentes. La discriminación no llegaba a tales extremos y hay que
entender que las clases del Ave María se impartían por lo general
en el citado patio de Lourdes, dotado de la infraestructura
necesaria para el sistema del padre Manjón, de modo que el punto de
acceso más directo a tal recinto era la puerta de igual nombre. Con
ello se evitaba también el innecesario trasiego de niños, párvulos
en buen número, por las dependencias interiores del edificio de
Santo Domingo y el consiguiente trastorno al coincidir éstos con
los alumnos internos del colegio. No es, por tanto, ni razonable ni
justo afirmar que la entrada principal del noble edificio estuviera
reservada a los hijos de familias acaudaladas, y de hecho, en más
de una ocasión, los niños del Ave María tuvieron que acceder por la
puerta del convento debido a las malas condiciones climatológicas,
atravesando disciplinadamente el claustro del Sagrado Corazón hasta
llegar al patio de la carpintería que se comunicaba con el de
Lourdes.
Podemos decir que este periodo en la
educación de Miguel fue el más amplio, ya que alcanza una etapa de
cinco años (1918-1923) hasta su ingreso en el colegio de Santo
Domingo. El maestro responsable de la instrucción de aquellos niños
era don Ignacio Gutiérrez Tienda, discípulo aventajado del padre
Manjón que llegó a Orihuela desde Granada para llevar a cabo su
misión pedagógica. El Estado costeaba su sueldo y se movía con
gracia y disciplina entre aquel centenar22
de niños de distinta edad y condición. Allí, sobre un mapa de
cemento donde se advertían los relieves y los ríos de la península
Ibérica, ayudado a veces por dos estudiantes de magisterio
(Francisco Salinas Bascuñana y Eugenio Cases Fructuoso), daba su
lección de geografía sin bajar la guardia. Sereno y discreto,
comprensivo hasta el límite, sabía que el paso de muchos de
aquellos niños por la escuela iba a ser fugaz. Sus padres,
campesinos y obreros en su mayoría, los habían llevado allí para
que recibieran una instrucción rápida y elemental. Los necesitaban
para las tareas agrícolas o manuales y se sentían satisfechos,
agradecidos incluso, con saber que sus hijos, tras unos meses o un
año en la escuela, conocían las cuatro reglas, algo de gramática y
unas mínimas nociones de geografía. Eran niños que carecían de
estímulo y ello dificultaba enormemente la labor de don Ignacio.
Sin embargo, sí que reparó desde el principio en aquel muchacho de
grandes ojos, demasiado tímido aún, que por su extraordinaria
retentiva y su aguda intuición e interés empezó a destacar entre el
grupo de condiscípulos. De ello daba puntual cuenta a los padres
jesuitas, asombrado, sin duda, de la evolución experimentada por
aquel muchacho que era capaz de reproducir de memoria amplios
versículos del Antiguo Testamento, de retener episodios enteros de
la Historia Sagrada y de leer con fluidez cuanto se le pusiera
delante. El niño, con recíproca gratitud, lo admiraba. Tenía por
don Ignacio auténtica devoción y debilidad, y éste debió de influir
de modo notable en sus primeros ejercicios de redacción. No ocurría
lo mismo con don Enrique Biel, sacerdote jesuita que desde 1920 se
encargaba de adoctrinarle con pesadas clases de catecismo. Aquel
ambiente de sencillez e ingenuidad que se respiraba en el patio de
Lourdes propiciaba también anécdotas curiosas, como la evocada por
Antonio Luis Galiano en su artículo sobre estas escuelas: «tiene
relación con el fallecimiento de la madre del docente. Pues al
anunciar éste que, debido a tan luctuoso motivo, tendría que
marchar a Granada y que, por tanto, no habría clase, la voz de los
niños fue unánime: ¡Viva, que se ha muerto la madre del
maestro!»23
Durante estos años, Miguel faltaba a clase
con relativa frecuencia. Las faenas de pastoreo, de limpieza del
establo, le obligaban a ausentarse más de lo que el niño hubiera
querido. A ello hay que sumar la epidemia de gripe que en octubre
de 1918 azotó a la población, causando graves estragos y más de
treinta fallecimientos diarios durante mes y medio. Se cerraron,
por supuesto, las escuelas, además de tomarse medidas sanitarias
que insistían en la higiene y la cuarentena para evitar que se
extendiera el contagio. Miguel y sus hermanos permanecieron en casa
hasta que los síntomas de la epidemia desparecieron del todo. Otro
hecho reseñable fue el terremoto que el 10 de septiembre de 1919
hizo temblar Orihuela. El seísmo, con epicentro en Torremendo,
provocó que los vecinos de la Vega vivieran en el campo durante
quince días. Por este tiempo también, el pequeño Hernández
compaginaba sus ratos libres con las tareas de monaguillo, ayudando
en la iglesia e improvisando con su hermana Encarna (Josefina, de
cinco años, falleció en ese tiempo) un pequeño altar en el patio de
casa, donde jugaban y escenificaban misas y procesiones: Miguel
representaba con dramáticos gestos los ritos eclesiásticos y la
hermanita, maravillada y atenta, escuchaba y miraba con absoluta
seriedad sin perder detalle alguno.
Fue al comienzo del curso escolar de
1923-1924 cuando los padres jesuitas, advertidos repetidamente del
enorme rendimiento de Miguel, el hijo del cabrero, en las escuelas
del Ave María, donde había permanecido cinco años, superando con
éxito absoluto los estudios primarios, deciden trasladar al
muchacho al colegio de Santo Domingo para que curse el bachiller.
No era norma habitual subvencionar los estudios de un niño de clase
humilde en un centro religioso de prestigio y «de pago», aunque de
vez en cuando se espigaba entre los muchachos de la escuela para
encauzar aquellos talentos, una vez moldeado el espíritu, hacia
carreras eclesiásticas. Miguel era, sin duda, un niño aprovechable
por sus extraordinarias cualidades. Así lo vio don Pedro Isla,
jesuita de Santo Domingo, o el padre Vicente Hernández (a quien no
le agradaba que le besaran la mano, sino el fajín), cuando
colocaron al hijo de don Miguel, el tratante de ganado, entre los
niños de las familias más distinguidas de Orihuela. Y no fue fácil
para él, acostumbrado al carácter y a los métodos de don Ignacio,
atender aquella distinción que le hacían y dejar a sus compañeros
de escuela por otros de condición tan holgada, tan pulcramente
vestidos. Con gesto cohibido y una chaqueta cerrada hasta el cuello
que su madre va adaptando, sacando dobles y ampliando costuras, al
crecimiento del niño, Miguel se enfrenta ahora a la rígida
disciplina docente de sus nuevos maestros, a la austeridad del
lugar. La impresión que de aquellas circunstancias podemos recibir
nos la facilita con magnífica pluma Gabriel Miró en un texto de
El libro de Sigüenza en el que cuenta sus
experiencias como interno en Santo Domingo, pasando a dar detalles
y sensaciones del niño que acaba de incorporarse al colegio y que
se sienta junto a él: «Yo entré a los ocho años en Santo Domingo, y
me pasmaba tanto usted y tanto señor en boca de aquellos sabios sacerdotes
gravísimos con gafas relucientes, cuando en mi casa me tuteaban las
criadas; pero todavía me maravillaba más que se lo dijeran a un
rapazuelo que estaba a mi lado; yo traía pantalones largos, pero
los de mi vecino eran cortos y llevaba medias. Es que era mucho
menor que yo: delgadito, pálido, muy triste, distraído; las manitas
siempre manchadas de tinta; las cintas del calzoncillo y los
cordones de las botas desceñidos y colgando [...]. Vino la semana
de Ejercicios Espirituales. La pasábamos sin hablar, haciendo
examen de conciencia, oyendo pláticas sobre el Pecado, la Muerte,
el Infierno, el Purgatorio, la Salvación [...]. las ventanas de la
capilla estaban entonces casi cerradas; el altar, todo colgado de
negro.»24
El rapaz al que se refiere Miró en este
relato evocador y duro se llamaba Cuenca, «señor Cuenca», y era un
niño de salud delicada que «cerraba los ojos -prosigue el
novelista- y doblaba su cabecita, descansándola en mi hombro
izquierdo. Yo le decía: “¡Te advierto que nos van a castigar a los
dos!” Y el señor Cuenca sonreía sin mirarme. Estaba muy blanco, con
dos arruguitas junto a los labios, como si fuese a sollozar...»
Adviértase que las palabras de Gabriel Miró ni tienen desperdicio
ni son nada gratuitas en esta biografía si detrás de ese niño vemos
también el rostro asustadizo del «señor Hernández», un muchacho
perdido en aquel enjambre de colegiales bien vestidos que
destacaba, ajustándonos a la descripción de Concha Zardoya, «por la
pobreza de sus ropas y por una mirada verde, alta y clarísima, pero
algo asustada».25
La Compañía de Jesús, pese a la hegemonía
que ejercía en Orihuela y a su enorme influencia en todos los
órdenes sociales, fue de las más tardías a la hora de establecerse
en la ciudad, tan saturada en el siglo XVII de conventos y de
órdenes religiosas. Fue la marquesa de Rafal la que propició en
1695, a través de una importante donación, la llegada de los
jesuitas y la inmediata creación de un colegio-residencia que iba a
servir de semillero para la peculiar estructura apostólica de los
jesuitas. Sin embargo, no ocuparían el monumental edificio de Santo
Domingo hasta 1868, después de la expulsión de los padres dominicos
en 1835 y tras aceptar el ofrecimiento de usufructo que les hizo el
Excmo. Sr. don Pedro María Cubero, obispo entonces de Orihuela. No
obstante, la inauguración oficial del primer curso escolar no se
realiza hasta el 15 de septiembre de 1872, con 35 escolares
matriculados, cifra que se multiplicaría por ocho, entre internos y
externos, en sólo cinco años.26
El edificio (construido entre 1552 y 1626) ocupa una extensión de
8.500 metros cuadrados, sin contar la iglesia aneja. De estilo
renacentista, herreriano en muchas formas, y barroco en su cúpula,
su torre y su altar mayor, se divide en tres cuerpos con sus
claustros respectivos: «el de la Entrada, con hortal; el de las
Cátedras, con aljibe en medio; el de los Padres, de arcanos
escarzanos y medallones recogidos por ángeles. Tiene huerta grande
y olorosa de naranjos, monte de viña de moscatel y gruta de
Lourdes. Hay escalera de honor de barandal y bolas de bronce,
refectorios de recreación de alfarjes magníficos que resaltan en
los muros blancos; capillas privadas, crujías profundas, biblioteca
de nichos de yeso, y, en un ángulo, una celda, cavada en cripta,
prisión de frailes y novicios...»27
La descripción, de nuevo firmada por Miró, tiene el poder no sólo
de ilustrar, sino de transmitir al mismo tiempo la atmósfera de
aquel espacio en el que Miguel Hernández continuó y concluyó
oficialmente sus estudios.
A los pocos meses de comenzar esta última
etapa escolar, iniciada el 1 de octubre de 1923 con el himno del
Veni Creator, Miguel ha dado muestras
sobradas de su excelente aptitud y así lo reflejan sus primeras
calificaciones, todas rubricadas con un número grande de letras
«A». Eran las notas de uso interno o de aprovechamiento con que los jesuitas marcaban el
rendimiento del alumno: (a) para muy bien
o sobresaliente, (ae) para casi muy bien o notable,
(e) para bien o notable dudoso, (ei) para medianamente o aprobado,
(i) para mal o aprobado dudoso, (io) para muy mal
o suspenso y (o) para pésimamente. El 23 de diciembre de 1923 aparece
retratado, junto a veinticuatro escolares más, en la revista
El Colegio (n.º 2, año I) que edita el
propio centro. Es una fotografía de grupo realizada en uno de los
claustros y resulta especialmente significativa. Figuran en ella
futuros y notables ingenieros, fiscales, altos mandatarios del
ejército, gobernadores militares, abogados, insignes pensadores,
algún que otro capellán y hasta un farmacéutico. Son muy jóvenes
aún; entre diez y quince años, no más. Pero llama la atención en
medio de esos rostros erguidos y esos cuerpos ataviados con
pulcritud de sastrería, el aspecto distinto del futuro poeta, «el
tosco, vibrante y dulcísimo Miguel Hernández. El de la sensibilidad
en arco -el rayo o la saeta que no cesa- y los ojos pasmados, con
suave sombra de amargura»28.
Junto a esta fotografía se publica, con detalle, la Promulgación de
Dignidades (primer trimestre del curso) y distinciones a los
alumnos más destacados. Miguel es nombrado Edil de Brigada, Príncipe
en Religión, Emperador en Gramática y
Príncipe también en Aritmética. No ha
podido empezar mejor en Santo Domingo. Tiene que demostrar a
aquellos muchachos de camisa blanca y corbatín, al padre precepto
de estudios y a cada uno de sus educadores, que él no es inferior a
nadie, ni siquiera menos instruido que ese niño de Preparatorio
inferior al que todos admiran por su enorme precocidad y al que ha
podido oír declamar y cantar en el acto del 18 de noviembre
dedicado a la Santa Infancia. No sabe que se llama José Marín
Gutiérrez, ni le importa demasiado. Miguel le supera en algún
curso, ya está en Preparatorio superior y a unos meses de comenzar
el bachiller. Así, sin bajar la guardia, en el mes de marzo
repetirá de nuevo dignidades. Acaba el curso con inmejorable
expediente y hace lo propio al empezar el nuevo, logrando las
mejores calificaciones de la clase: Sobresaliente en todas las asignaturas en el primer
trimestre (diciembre de 1924). De este modo consigue ser nombrado
Académico en Nociones de Aritmética y en
Geografía de Europa. Está en un gran momento. Pese a la rigidez de
los padres y la tenaz obsesión católica que hay detrás de cada una
de las disciplinas, Miguel se ha hecho con todos y con todo. Es una
esponja y cuanto aprende le estimula al mismo tiempo, le empuja a
superarse cada día. Asiste, además, a los actos extraordinarios que
se organizan en el centro, al de Preceptiva literaria, por ejemplo,
celebrado el 23 de marzo de 1924, con discurso de Núñez de Arce
sobre «Arte métrica» (fundamentos de la versificación castellana,
estrofas, octava real, octava italiana...) y «Poesía lírica» (oda,
canción, madrigal...), incluyendo declamación de los propios
alumnos. Ha conocido a un canónigo del colegio, don Luis Almarcha,
y éste no deja de animarle en sus estudios. También sabe de sus
progresos el padre Joaquín Vendrell, confesor de la Casa, y hasta
probablemente el padre Ramón Lloberola, rector de Santo
Domingo.
Está a punto de finalizar el mes de enero de
1925. Miguel ha comenzado el segundo trimestre con las ilusiones
renovadas, pero en su casa hay revuelo y las circunstancias le
obligan a faltar a clase con excesiva frecuencia. Parece claro que
su padre no está dispuesto a que concluya sus estudios. La
repentina muerte en Barcelona de su tío Francisco, Corro, además de un grave golpe para la familia, ha
supuesto un revés inoportuno que puede afectar seriamente al
negocio del ganado.29
Don Miguel teme que la buena racha empiece a remitir y comienza a
recortar el presupuesto por donde cree más oportuno. Se deshace de
los gañanes que le ayudan a sueldo a pasturar el rebaño: Antonio Ramón Cuenca,
El Chorrón, y Francisco Sarabia, un chico
de la misma calle de Arriba que está bien adiestrado en estos
menesteres; es hermano mayor del Paná
(Vicente Sarabia), amigo de correrías y juegos de Miguel. Por otro
lado, su hijo Vicente, que ya le venía ayudando en las labores de
pastoreo, es un mozo de 19 años y parece dócil ante su voluntad.
Miguel, para evitar un agravio comparativo, no ha de ser menos que
su hermano. De padre cabrero, hijos cabreros. No hay más fórmula.
Ha llegado el momento de valerse más que nunca de los hijos y toma
la dura decisión de sacar a Miguel de Santo Domingo antes de que
acabe su primer curso de bachiller. De este modo, a comienzos de
marzo de 1925, el chico ya no se presenta a los exámenes del
trimestre.
La drástica determinación paterna afectó en
gran manera al muchacho, que veía esfumarse la posibilidad de
concluir el bachiller y hasta de estudiar posteriormente una
carrera que le permitiera salir, por qué no decirlo, de aquel mundo
de boñigas y cabras al que se sentía irremediablemente destinado.
No cabe duda de que la experiencia de Santo Domingo, pese a todos
sus rigores, había sembrado en él el amor a los libros y un enorme
deseo de aprender. Su talento se había visto reforzado con
numerosas distinciones, premios y dignidades, además de haber
recogido los primeros aplausos al actuar como declamador en más de
un acto de promulgaciones o fiestas escolares. Fue allí donde,
según Concha Zardoya, «recitó poemas religiosos, en el teatrillo y
en días de festividad, alimentando el brote litúrgico de sus
primeras creaciones»30
y también su futura afición representativa y dramática. Por eso, el
desengaño es más grande y la lucha en el seno familiar se presenta
más dura que nunca.
De nada sirvieron las visitas realizadas por
algunos jesuitas del colegio a la casa de Miguel, ni su
ofrecimiento ante Concheta, la madre, de seguir costeando los
estudios del muchacho y hasta una carrera eclesiástica. «Insinuaban
-comenta Elvira, la hermana de Hernández- que le costearían una
carrera religiosa; fraile, cura o así [...]; pero mi padre se opuso
rotundamente. Defendía su punto de vista: los dos hermanos tendrían
el mismo trabajo, le ayudarían en el cuido y el pastoreo del
ganado, en el reparto de la leche; siempre se había vivido de
eso.»31
Nada se podía hacer, entonces, ante la
tozudez y la palabra notarial del padre, pero lo que sí ha de
quedar claro, llegados a este punto, es que Miguel Hernández, en
contra del divulgado tópico que lo encuadra en un rotundo
autodidactismo sin más matices, tuvo un periplo escolar bastante
más amplio del que se le ha venido atribuyendo. Diez años
repartidos en tres colegios distintos (desde la escuela de Nuestra
Señora de Monserrate a la de los padres jesuitas), teniendo en
cuenta los lapsos indicados y las obligadas ausencias, son mucho
tiempo de instrucción educativa para un niño de las características
sociales de Miguel. Lo corriente en aquel tiempo y en un medio
eminentemente agrario donde la mayoría de las familias vivía
inmersa en la incultura, era, tal y como ya se ha comentado,
recibir unas nociones elementales, esto es, que los hijos de las
clases menos favorecidas tuvieran una escolarización mínima, uno o
dos años a lo sumo. El caso de Miguel fue, sin duda, una excepción
en ese desmotivado contexto cultural y las razones no son otras que
su también excepcional y demostrado talento, ya que de haber
fracasado en sus primeros estudios, la reacción del cabeza de
familia no hubiera sido tan condescendiente como para permitirle cumplir los
catorce años siendo alumno de Santo Domingo.