CAPÍTULO VI QUINTO CICLO: EL POETA EN LA GUERRA (1936-1939)

 

 

LAS LARGAS VACACIONES DEL 36

 

Las premoniciones se acaban cumpliendo el 17 de julio de 1936 con el alzamiento militar en Marruecos. Si en un principio parecía una controlada insurrección de un sector del Ejército en el norte de África, pronto habría de convertirse, ante el confiado Gobierno de Casares Quiroga, en una auténtica guerra civil. El asalto popular al madrileño cuartel de la Montaña la mañana del 20 de julio fue la prueba inequívoca de que media España se enfrentaba a la otra media sin otra solución que la fuerza.
Miguel Hernández escribía el 18 de ese mes una extensa carta a Josefina en la que no hace alusión alguna a la situación que se está viviendo en el país. Su única preocupación, a tenor de lo que expresa en la misiva, era el amor de ambos: «Mis cosas van cada día mejor, y no quiero decir ahora nada por no desilusionarte después. Llegará, llegará muy pronto nuestra felicidad: serás mía, seré tuyo y seremos los dos de los dos para siempre y no habrá quien lo pueda impedir. Te prometo gastarte la boca y los ojos y la frente y toda tú a fuerza de besos y no te voy a dejar hueso sano a fuerza de caricias [...]. Te quiero, Josefina, con todo mi corazón sincero y verdadero, y te querré mientras me queden alientos para decirte lo mismo.»
El 28 de julio la situación ha cambiado sustancialmente. Madrid es ya una ciudad transformada por los primeros estragos de la contienda civil.
Hay muchos comercios cerrados. Por las calles circulan vehículos marcados con siglas de la CNT y de la FAI. Soldados y grupos de paisanos provistos de fusiles transforman el paisaje urbano. La radio del Ministerio de la Gobernación repite la consigna de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, el grito de ¡No pasarán! y ¡Uníos Hermanos Proletarios! Miguel no oculta ya la gravedad del momento a su novia y le comunica su primera visión del conflicto:

 

Han estado más de una semana detenidas tus cartas, que me he bebido de un trago y me las he vuelto a beber. He pasado todo este tiempo que llevamos de guerra angustiado por ti, porque tú no sabes, nena de mi corazón, las cosas que he pensado y todas las cosas eran malas. Ha habido días en que no he podido salir a la calle de los tiroteos que ha habido en todo Madrid. El Cuartel de la Montaña está muy cerca de mi casa, y los aeroplanos pasaban por encima de ella para descargar bombas sobre los sublevados. Todos los obreros de aquí llevan escopetas, fusiles, revólveres y a cada paso que da uno tiene que acreditar su personalidad. No sé contarte todas las cosas por que he tenido que pasar y para colmo de males, yo, que ya tenía dispuesto mi viaje esta semana pasada, me he desesperado al ver que no había trenes para ninguna parte de España [...]. Supongo que en Elda no habrá pasado nada y que la guardia civil se habrá puesto al lado del gobierno. Era lo que me faltaba a mí, que ya estoy a disgusto todo el tiempo sin tu compañía: se me haría imposible la vida, porque si ganan los tíos cochinos esos, no tendría ninguna esperanza de que estrenen mi obra...

 

Por si a la muchacha le quedaba alguna duda, Miguel ha dejado muy claro de qué lado está su pensamiento, dando, además, por hecho que la obra que está escribiendo, El labrador de más aire, y en la que tantas ilusiones ha depositado, tiene una acusada intencionalidad social que se volvería contra él en un país gobernado por las derechas sublevadas.
El día 29 sale por fin hacia Orihuela y el jueves 30 se encuentra entre los suyos para disfrutar de unas merecidas vacaciones y poder concluir su pieza teatral. No parece asumir del todo la gravedad de la situación política, y por lo que comenta a José María de Cossío en una tarjeta postal que le envía a comienzos de agosto, piensa volver a su trabajo en Espasa-Calpe en cuanto acaben esas semanas de descanso. Incluso ha pensado en llevar a Poveda con él para que trabaje en la editorial: «Un amigo mío, poeta de Silbo, Jesús Poveda, quiere marchar a final de mes conmigo. Tiene intención de quedarse si se coloca. Yo le pido con todo interés le haga un lado si puede en nuestro despacho suyo. Es un mecanógrafo magnífico. Mucho mejor que yo. Se lo juro. Escríbame en cuanto pueda y déme las mejores noticias. Mi obra anda a punto de terminarse. En Orihuela no sucede casi nada, ¿hasta cuándo se prolongará esta sangrienta situación?»
Sin embargo, sí que ocurrían cosas alrededor de Miguel. Tras el frustrado intento de un grupo de ultraderechistas armados de Callosa de Segura, Rafal, Crevillente y Orihuela, encabezado por Antonio Piniés y Roca de Togores, que intentaba penetrar en Alicante para liberar a su jefe nacional, los falangistas oriolanos se han vuelto a organizar y pretenden de nuevo la heroica hazaña de rescatar a José Antonio Primo de Rivera de la prisión alicantina. Ese mes de agosto se va a cobrar numerosas víctimas religiosas de la diócesis de Orihuela (más de sesenta sacerdotes). También han sido apresados muchos falangistas de la Vega Baja que acabarán fusilados esos primeros meses de contienda. Entre los conocidos de Miguel, una de las muertes más sentidas es la de fray Buenaventura de Puzol, el guía espiritual de Sijé en el convento capuchino, que también sería víctima del odio y de las represalias políticas. El notario José María Quílez, a quien Ramón Pérez Álvarez y Augusto Pescador ofrecieron infructuosamente ayuda ante el inminente peligro que corría, fue asesinado en Alicante, a donde había huido para salir de España. Según testimonio del propio Pérez Álvarez,284 el juez oriolano había acudido a la capital levantina ante el ofrecimiento de sacarle del país a cambio de una importante suma de dinero, cayendo en una trampa en la que, después de ser robado, fue abatido por sus traidores.
Sin embargo, el suceso que habría de sacudir poderosamente el ánimo de Hernández fue la muerte, el 13 de agosto de 1936, del padre de Josefina, Manuel Manresa, de 47 años de edad. Junto a cinco guardias civiles, cayó asesinado en las calles de Elda por un grupo incontrolado de milicianos que, como había augurado Miguel varios meses atrás, nada sabía de la nobleza y la honestidad de aquel hombre de bien: «En Orihuela -comentaba el poeta en el mes de mayo- todo el mundo conocía a tu padre y sabían que era el mejor hombre del cuartel. Pero ahí nadie sabe nada y con el odio que la gente tiene a la guardiacivil, no se fijarán mucho en nada.» Fue, en efecto, un acto absurdo contra una Guardia Nacional Republicana que había confirmado su compromiso con la legalidad vigente y su fidelidad a la República; una ejecución movida por un ardor revolucionario fuera de lugar que desconfiaba de la Benemérita y por la que acabó pagando285 un camarero de 34 años llamado Tomás Berenguer Picó, único acusado de tomar parte «en la muerte violenta de un cabo de la Guardia Civil y cinco guardias en el Coliseo Español de Elda».
Las circunstancias conducían a Hernández hacia un estado de amargura y confusión de muy difícil salida. Su sufrimiento ante aquel violento desenlace que dejaba desamparada a la familia de Josefina (una madre enferma y cinco hermanos sin apenas recursos para subsistir) se enfrentaba entonces a la necesidad de tomar parte en aquella guerra fratricida al lado de los suyos, de la izquierda leal a la República que, innoble y paradójicamente, había descargado sus fusiles contra el padre de su propia compañera.
Miguel tuvo que derrochar palabras de consuelo y de ternura con una Josefina abatida por el dolor, pero también asumió como suya la desgracia y realizó todas las gestiones posibles para que aquella familia no quedara desasistida en tan terrible momento. En una carta a Cossío del 25 de agosto, el poeta da abundantes detalles de esta penosa situación: «Sabrá que hace unos días ha sido asesinado en Elda, el pueblo en que se hallaba en su ejercicio de guardia civil, el padre de mi novia. Al parecer, ha ocurrido la enorme desgracia por equivocación. Quedaron seis de familia, cinco hijos y una viuda, y como los cinco son menores de edad y sólo trabaja mi novia con la aguja para ganar unos reales de cuando en cuando, la situación será dentro de poco de las más desesperadas. Yo quisiera hacer cuanto pueda para que le quede a esta pobre familia mía la paga del padre muerto y he redactado un pliego que presentaré al ministro de la Gobernación lo antes posible, firmado, si es posible, por nuestros amigos escritores de ahí, que puedan tener más valor para este caso. Si a usted le fuera posible pedir a Espasa-Calpe la mitad de la cantidad que cobro cada mes para poder permanecer aquí; si usted consiguiera eso, amigo, gran amigo, será un nuevo motivo de sentimiento reconocido de mí para su persona.»
La ayuda de José María de Cossío no se hizo esperar, aunque la pensión de la que pudo beneficiarse la familia por el fallecimiento del padre sólo fue percibida, según Josefina Manresa, hasta diciembre de ese año: «Se cobró la pensión de mi padre hasta fin del 36. Y aunque después se solicitó, no lo pudimos conseguir [...]. Todos los meses iba yo a la Comandancia de Alicante acompañada de la señora Amada, la viuda del cabo Marcos, con su manto de luto que le cubría la cara [...] nos marchábamos juntas a cobrar. La buena señora, que yo no conocía más que, por desgracia, mensualmente, me recalcaba que era imperdonable que yo tuviera un novio rojo habiendo matado éstos a mi padre».286
El momento era extremadamente delicado. El abogado José Martínez Arenas también fue detenido y liberado posteriormente gracias a las gestiones del socialista José Andreu, quien devolvía con este gesto un antiguo favor al letrado de Orihuela. Por otra parte, el golpe militar había pillado a muchos de los viejos conocidos de Miguel en embarazosas situaciones de las que pudieron salir medianamente airosos gracias, muchas veces, a la imaginación y al instinto de supervivencia. El canónigo Luis Almarcha se hallaba el 17 de julio de 1936 en un hotel de Barcelona, a donde había acudido como comisionado por la Federación de Sindicatos Agrícolas Católicos de Orihuela para celebrar un encuentro con el resto de delegados de otras federaciones de igual signo religioso y político. Su descripción de la Ciudad Condal desde la ventana de la habitación del hotel nos aproxima al sentimiento que embargaba aquel 19 de julio al vicario general, horrorizado ante la reacción de las masas obreras que tomaban las calles de Barcelona. Pero lo que llama poderosamente la atención es su obsesiva insistencia en el aspecto físico que presentaban los trabajadores que habían salido a defender la legitimidad del Gobierno republicano y en la restitución del orden higiénico en aquella España ferozmente dividida:

 

No quedaban en pie ni iglesias ni conventos: se quemaban archivos y bibliotecas, ¿por qué se había de conservar la decencia en el vestir y el respeto en el tratamiento, que son otros signos de cultura? En toda ciudad culta la tendencia del pueblo es a adecentarse, presentarse bien e ir limpios y bien olientes. Desde ese día la tendencia del pueblo fue la contraria: a vestir mal, a oler mal, a no afeitarse la cara ni limpiarse las uñas, a llevar las manos sucias, a ir sin corbata y en mangas de camisa [...]. El primer fenómeno de la revolución fue la caída vertical de todos los signos de la cultura y del decoro de gentes civilizadas.287

 

Las vacaciones de Miguel se prolongan más de lo previsto. Sabe que la familia de su novia le necesita, pero el poeta no puede soportar el conformismo de permanecer aislado en una aldea mientras los acontecimientos le exigen regresar a Madrid y ocupar el lugar que le corresponde en aquel enfrentamiento bélico al que ya se han sumado algunos de sus amigos. La guerra ha frustrado el último proyecto del grupo poético de Orihuela, el tercer número de Silbo, que se quedó en el mostrador de la imprenta con las interesantes colaboraciones de Aleixandre, Juan Ramón y dos poetas jóvenes que Hernández había aportado al sumario de la revista: Antonio Aparicio y José Antonio Muñoz Rojas: «Te mando, gran director -le decía a Fenoll en junio de ese año-, esos dos poemas, que tengo mucho interés en que publiques. Uno, el soneto, es de un poeta sevillano que empieza “amigo mío”; el otro es de un amigo de Aleixandre, que tiene gran interés en que se publique.» Tampoco pudo ver la luz el doble número que la revista Caballo Verde para la poesía dedicaba al uruguayo Herrera y Reissig que con tanto afán había preparado Neruda. «Manuel Altolaguirre -cuenta el poeta chileno- imprimió el número doble de la revista en esos grandes caracteres bodónicos en que la poesía parece resplandecer. Todo se hallaba listo y se coserían los pliegos al día siguiente cuando estalló la Guerra Civil. Ésta venía de África y España se llenó de fusiles. No hubo ya tiempo para libros. Comenzaron los primeros bombardeos. Luego el desastre... Así, pues, la guerra se lleva hombres y ventanas, muros y mujeres, y deja tumbas y deja heridas. Pero también se lleva en su sanguinario ventarrón, libros, hojas de papel que no quieren volver. Así puede haber pasado, así pasaría con mi Caballo Verde... El misterio de Caballo Verde, de su última entrega, sigue tal vez rondando por la calle Viriato, en Madrid...»288
También se marchó con aquel ventarrón sanguinario el sueño de Miguel y sus amigos de ver publicadas las obras de Ramón Sijé. La muerte del notario Quílez y la dispersión que dictó la contienda hizo añicos proyectos y vidas, ilusiones y deseos ya nunca cumplidos entre los que se encontraba, entre otros, el estreno en Buenos Aires de Los hijos de la piedra, acontecimiento del que Hernández nunca volvió a tener noticia.
El 3 de septiembre de 1936, Miguel seguía en Orihuela, amparando a la familia de su novia y en espera de tomar una decisión con su vida. A Cossío le escribe ese día y le comunica su intención de buscarle un empleo al hermano de Josefina en Madrid y aliviar un poco la situación de los suyos: «Mire, amigo Cossío: ¿podremos colocar ahí al hermano único de mi novia? Tiene dieciséis años. Aquí ha estado trabajando de barbero, ahora no trabaja de nada y no es posible que siga de esta manera. Procure conmigo remediar algo tanta pena. Gracias, gracias por todo. Dé recuerdos grandes míos a Eduardo y que me perdone mi anterior descuido.» Hernández se refería a Eduardo Llosent, compañero y amigo de las Misiones Pedagógicas y director asimismo de la revista Mediodía de Sevilla.
Nueve días después, el 12 de septiembre, Miguel sigue albergando dudas sobre el camino que debe tomar. La situación confusa y las informaciones contradictorias que le llegan del desarrollo de la contienda son la única explicación que hallamos para que el poeta recibiera la noticia, con tres semanas de retraso, de la trágica muerte de Lorca en Granada. El poeta no sabe cómo transcurren las cosas en Madrid; si va a continuar trabajando en la editorial o está todo detenido por culpa de la guerra. Vuelve a recurrir a José María de Cossío para que le oriente al respecto: «Dígame si he de marchar, si puedo marchar a Madrid este viernes próximo. Supongo que usted sigue ahí. Mi familia desea que me quede en Orihuela por ahora. No sé qué hacer. Espero carta suya. ¿Cómo van las cosas suyas y la Enciclopedia? Escríbame lo antes posible para saber a qué atenerme. ¿Es cierto, cierto lo de Federico García Lorca?»
EL QUINTO REGIMIENTO

 

El 18 de septiembre Hernández sale hacia Madrid y se encuentra una ciudad mucho más tranquila de lo que había imaginado. Se instala en la pensión de Vallehermoso, 96, con la idea de buscar más adelante algo mejor si las cosas se normalizan y se casa con Josefina cuando tiene previsto. Acude a casa de su hermana Elvira, en la calle de Lista, n.º 70, que ha regresado con su esposo y sus hijas a la capital, y comenta con ellos la necesidad de participar activamente en la defensa de lo que él considera una imperdonable usurpación de la libertad y de la justicia social. Salir de Orihuela y volver a la realidad, lejos de la absorbente situación de su novia, le ha servido para recuperar con energía su conciencia ideológica y olvidarse de tibiezas. Echa de menos a la muchacha, qué duda cabe, pero no abandona la idea de tomar partido activo en la contienda civil. El 21 de septiembre le describe con detalle el momento que se vive en la corte y le cuenta también las gestiones que ha empezado a realizar para que El labrador de más aire, su nueva obra teatral concluida a finales de agosto, pueda representarse en algún teatro madrileño:

 

Aquí está todo muy tranquilo, no pasa nada malo y solamente se apagan las luces a las once de la noche. Nadie sale ya a esas horas porque entonces sí que es peligroso andar por las calles y quien no lleve para abrir la puerta principal de su casa se queda a dormir al relente [...]. Pronto se acabarán los sufrimientos para los dos y vendrán las alegrías. Mira, oye, escucha lo que te digo: anoche he leído un cuadro de mi obra de teatro y hoy voy a leerla del todo a la compañía del teatro Español. Tengo muchas esperanzas de que se estrene la obra muy pronto y creo que me va a dar el dinero suficiente para que yo pueda cumplir la palabra que te he dado de casarme contigo para los primeros del año que viene [...]. También creo que voy a conseguir que tu hermano venga con una colocación, porque tengo amigos que es muy posible que me la den.

 

La mañana del 23 de septiembre sale con su cuñado Francisco, el esposo de Elvira, hacia la calle Francos Rodríguez de Madrid para enrolarse en el Quinto Regimiento: «Mi marido y él -cuenta Elvira Hernández- hablaron por aquellos días bastante de estas cosas y, como les unían muchos puntos de vista sobre todo ello, estaban ultimando y preparando su incorporación como voluntarios a las milicias populares. Recuerdo que Paco le dijo: “Tú, Miguel, como intelectual, como poeta ya conocido, puedes hacerlo valer para que te lo tengan en cuenta ante cualquier circunstancia...” A lo que contestó Miguel que en aquellos momentos él se presentaba como un soldado más, como un miliciano de tantos [...]. Una mañana salieron los dos y marcharon al Cuartel de las Milicias del Quinto Regimiento para alistarse. Transcurridas algunas horas, y esperando el turno por la aglomeración que allí había, a mi marido no le fue posible esperar por tener que cumplir otras obligaciones aquella mañana, alistándose un día después en un batallón que tenía la Comandancia en la calle Claudio Coello [...]. Yo marché a Orihuela a últimos de noviembre».289
El testimonio de Elvira nos sirve, en primer lugar, para descartar definitivamente la interesada versión de que Miguel fue reclutado a la fuerza o de que se unió a las tropas republicanas instigado por la influencia directa de alguno de sus ascendientes ideológicos. Las cartas son otra prueba irrefutable y en ellas se evidencia una firme voluntad y un acto decididamente reflexivo. Pero el dato que más nos interesa es el hecho de que Hernández no recurriera a sus amigos directos, Alberti, Prados o Bergamín, para unirse a la Alianza de Intelectuales Antifascistas y tomar parte en la contienda desde una posición más ajustada a su condición de escritor. No hizo valer en ningún momento este justificado atenuante que le hubiera facilitado un destino de retaguardia o un despacho en el palacio de Heredia-Spínola, edificio incautado por las autoridades republicanas para la citada Alianza y que se había convertido, desde los primeros días de conflicto bélico, en refugio y lugar de operaciones de los artistas y escritores antifascistas.
En efecto, el palacio de los marqueses de Heredia-Spínola, escenario de la intelectualidad más activa durante los tres años de confrontación armada, estaba situado en la calle del Marqués de Duero, 7, muy próximo a la plaza de Cibeles y de la Plaza de la Independencia. Era un caserón inmenso, rojo, con grandes monteras de cristales que temblaban pero que soportaban bien la sacudida de los bombardeos. Contaba con solemnes salones y con una gran biblioteca instalada en una amplia sala gótica en la que reposaban miles de libros, manuscritos, incunables, grabados y ediciones raras de obras clásicas. Por aquel edificio iban a pasar muchos escritores, escenógrafos, actores, músicos, pintores... «Fue el albergue de la mano fraterna y del plato seguro -comenta Antonina Rodrigo-, aunque sólo fueran unas pocas lentejas [...] Pero, eso sí, servidas con vajilla de fina porcelana, grabada con las armas de los marqueses de Heredia Spínola en coronas de oro.»290
La Alianza de Intelectuales había nacido en el I Congreso Internacional de Escritores celebrado en París en 1935. En su versión hispana, la escritora María Teresa León fue la secretaria de la Alianza bajo la presidencia de José Bergamín, una vez que su primer presidente, Ricardo Baeza, lo abandonara a mediados de agosto de 1936. También, a casi todos los efectos, el edificio de los Heredia-Spínola se iba a convertir en el hogar o la casa de acogida de gran parte de los intelectuales españoles. Por él pasarían escritores, pintores, poetas, políticos, actores y periodistas como Josep Renau, Juan Gil-Albert, Pla y Beltrán, León Felipe, Antonio Machado, José Bergamín, Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados, Concha Méndez, Pedro Garfias, Antonio Aparicio, Serrano-Plaja, Pérez Infante, Antonio Sánchez Barbudo, Manuel Ángeles Ortiz y, por supuesto -con los matices que después añadiremos-, Miguel Hernández. Asimismo se hospedaron en la sede de Marqués de Duero, 7, numerosos autores extranjeros que venían a colaborar con la causa republicana, entre ellos, Pablo Neruda, Acario Cotapos, Juvencio Valle, Nicolás Guillén, Vicente Huidobro, Ernest Hemingway, André Malraux, Louis Aragon, Octavio Paz, Langston Hughes, John Dos Passos, Robert Capa, Gerda Taro..., incluso jefes militares históricos de la categoría de Enrique Líster, Juan Modesto, José Miaja, Paco Ciutat, Carlos Contreras...
El propio Líster confesaba en sus memorias que hasta el Quinto Regimiento comandado por él estuvo unido a la Alianza de Intelectuales mientras duró la contienda: «La casa de la Alianza era un lugar de encuentro, de estrecha ligazón entre los combatientes que llegaban de las trincheras y los intelectuales que tan magnífica labor realizaban. Allí se era acogido con todo el cariño por Alberti y María Teresa León, siempre tan ligados a los combatientes y que tan intensamente vivían las cosas del frente».291
En este punto conviene matizar la postura que los escritores y artistas republicanos tomaron desde el comienzo de la contienda, siempre con la cultura como fondo, es cierto, pero en muchas ocasiones con diferentes planteamientos a la hora de emprender la acción. Así, mientras un amplio número de intelectuales comprometidos con la defensa de la República y con un gobierno legítimo instalaba su cuartel general en la Alianza de Escritores Antifascistas, como centro de operaciones, otros preferían actuar desde la primera línea de fuego, en las trincheras. Fue el caso Hernández, pero también el de Antonio Aparicio, Herrera Petere, Adolfo Sánchez Vázquez, Juan Paredes o incluso Luis Cernuda; autores que convivieron, piel con piel, con la muerte y que, en ciertos momentos, sacarían a la luz sus diferencias con los camaradas refugiados en el palacio de los Heredia-Spínola.
Pero la acción nos sitúa todavía en el comienzo del conflicto, en los días en que el poeta de Orihuela, con una coherencia que sorprende por la integridad de su profunda convicción, acudió al edificio de las Escuelas Salesianas de la calle Francos Rodríguez, en el barrio de Cuatro Caminos, habilitado como centro del Quinto Batallón de voluntarios. Como ha relatado Arturo del Hoyo, aquel centro eran «unas amplias, luminosas y modernas escuelas, construidas en los años veinte, muy aptas para acuartelamiento por sus aulas y espacios de recreo, así como por el carácter de la población que las rodeaba [...]. Los salesianos situaban sus escuelas en los barrios obreros»292. Allí Miguel guardó cola durante largas horas y se alistó en la unidad de combate del ejército republicano como simple zapador. El hallazgo del profesor Emilio La Parra en 1992, en el Archivo Histórico Nacional de Salamanca (Sección de la guerra civil), de la ficha de filiación de Miguel Hernández al citado regimiento habría de servir para borrar de golpe muchos bulos y alguna enconada interpretación sobre la militancia política del escritor oriolano. En dicha cédula militar, con número 7.590, se pueden leer, entre otros datos, la profesión que confesó tener, mecanógrafo, y la organización política a la que pertenecía al día de la fecha: Partido Comunista, con número de carnet 120.295. El comentario que hemos realizado al respecto sale al paso de lo que hasta hace unos años se intentaba negar desde varios frentes, ya que la militancia comunista de Hernández no estaba documentalmente demostrada y sólo se sostenía en los testimonios verbales de sus compañeros de filas. Varios biógrafos negaron siempre este hecho, así como la propia viuda del poeta, convencida de librar a su esposo, con esa cerrada actitud, del desprestigio y la condena social. Y lo cierto es que Josefina llegó a tener en sus manos el carnet original del PC expedido a nombre de Miguel cuando, tras el fallecimiento del poeta, Ramón Pérez Álvarez lo halló entre los objetos que aquél había dejado en su domicilio paterno: «A mi salida de la cárcel, en 1946, una de mis pocas visitas en Orihuela fue a la casa de Miguel. Josefina Manresa estaba allí con su cuñada Elvira. Fui acompañado por Efrén Fenoll. Les pregunté dónde se encontraban los papeles de Miguel, pues ése era el objeto de mi visita. No los habían buscado. Por conocer la casa, les indiqué que posiblemente estarían en el armario del dormitorio compartido por éste con su hermano Vicente. Efectivamente, allí estaban. Los ordené y los fui colocando en sobres, entre ellos estaba el tantas veces citado por mí carnet del Partido Comunista [...]. Se lo entregué [a Josefina] diciéndole que lo ocultase o lo hiciera desaparecer, pues en aquellos momentos, aun habiendo fallecido Miguel, podría comprometer o entorpecer el desenvolvimiento de su vida...»293
Lo que interesa, después de todo, es que Hernández pasa a formar parte del Ejército republicano a finales de septiembre de 1936, dos meses después del comienzo de la contienda civil y en una ciudad que vería en poco tiempo fragmentarse a toda una generación de poetas y artistas que había capitaneado la mejor cultura de Europa. Neruda apenas tuvo tiempo de ver a Miguel tras un fugaz reencuentro al final de aquel verano. El poeta chileno fue destituido de su cargo de cónsul tras aparecer publicada su fotografía en el primer número de la revista El Mono Azul. Hoja semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la defensa de la cultura (27 de agosto de 1936) junto a unas declaraciones en las que mostraba su apoyo incondicional a la República, y el 7 de noviembre se hallaba en París, de donde saldría un año más tarde camino de Chile. Pedro Salinas tuvo noticias del alzamiento militar cuando se hallaba en el Wellesley College americano ejerciendo sus labores de profesor, donde se quedaría a partir de aquel año como exiliado político. Cernuda, que había partido a París al día siguiente de su cena en casa de los Morla, regresaría unos meses más tarde para unirse a la Alianza de Intelectuales y participar ocasionalmente como miliciano en la defensa de la sierra de Madrid, hasta 1938, año en que abandonó España para trasladarse a Inglaterra y de ahí a EE.UU. y a México como último punto de su itinerario vital. Jorge Guillén se encontraba en Sevilla en el momento de producirse la insurrección. Detenido a comienzos de agosto cuando trataba de pasar a Francia con su mujer, fue sin embargo respetado y protegido por los escritores hispalenses tras su regreso a la capital andaluza. Los líderes falangistas Pedro Gamero del Castillo y Joaquín Romero Murube, así como el poeta Eduardo Llosent, le brindaron incluso un homenaje en el Pasaje de Oriente. Allí escuchó los elogiosos versos que le dedicaba Manuel Augusto García Viñolas, viejo amigo de Sijé en el campamento veraniego de Sierra Espuña, ataviado aquel verano del 36 con el uniforme de la Legión. Pero el autor de Cántico, pese al favorable trato que recibió de los sectores facciosos de Sevilla, salió finalmente del país en 1938 para viajar desde la capital francesa a Estados Unidos, donde le esperaba Salinas con un puesto para él de profesor en Vermont. El destino de Juan Ramón Jiménez fue diseñado por el presidente de la República y el ministro de Estado, expidiéndole un pasaporte diplomático como agregado cultural a la Embajada de España en Washington. Acompañado de su inseparable Zenobia, el poeta de Eternidades llegó a Nueva York en el trasatlántico Aquitania a últimos de agosto de 1936, desplazándose un mes después a Puerto Rico, su último destino. Su casa madrileña de la calle Padilla -santuario poético de tantos jóvenes que, como Miguel, respiraron allí la lírica purista-, sería saqueada después por un grupo de escritores falangistas que el propio Juan Ramón denunciaría en un texto titulado F.R. y otros adláteres maleantes294: «Allanaron mi piso, Padilla, 38, un grupo de escritores al frente de los cuales iba el joven ratero catalán F.R., antiguo secretario de B. y amigo de S. En el grupo estaba C.M.B., que yo acogí confiadamente años antes, traído por Alt.» Tras las iniciales que el poeta de Moguer no quiso desvelar en aquel momento se ocultaban los nombres de Félix Ros y Carlos Martínez Barbeito: el primero, antiguo secretario de Bergamín y amigo de Salinas; y el segundo, acogido por Juan Ramón a instancias de Altolaguirre. El dato, reconstruido gracias a la investigación de Andrés Trapiello, de la que también se hace eco Benjamín Prado,295 nos sirve para identificar a otros dos compañeros de Ramón Sijé en aquel Campamento Universitario de Sierra Espuña, todos ellos estudiantes católicos que sellaron una gran amistad durante el verano de 1932. Sin embargo, en la denuncia y el lamento de Juan Ramón, se pasaba por alto un tercer nombre que, según el historiador Ángel Sody de Rivas, Rafael Alarcón Sierra y el periodista Jordi García, entre otros, fue el cerebro del asalto al domicilio del poeta; nos referimos a Carlos Sentís, periodista destacado por razones no sólo profesionales desde el inicio de la guerra que llegó a ejercer de secretario personal de Rafael Sánchez Mazas mientras fue ministro sin cartera. «A los pocos días de la entrada de las tropas franquistas en Madrid y del final de la guerra civil -relata Alarcón Sierra-, en abril de 1939, tres escritores que se identificaron como miembros del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda del nuevo régimen, Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís, entraron en el piso de Juan Ramón, intimidaron a Luisa Andrés, que estaba a su cuidado, registraron y revolvieron toda la casa, requisando cuanto quisieron, sin dar explicaciones ni levantar registro de la confiscación, que fue un verdadero saqueo: sobre la alfombra de la casa fueron echando libros, carpetas de manuscritos, fotografías, pinturas y objetos de valor. Las alfombras enrolladas fueron bajadas hasta la furgoneta de la Delegación de Prensa y Propaganda que les esperaba en la calle».296
Hernández se enfrentaba, pues, a un triste panorama de amistades divididas por rumbos ideológicos opuestos. Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, los hermanos Panero y otros compañeros que habían librado con Miguel una misma lucha poética, ahora defendían desde las trincheras del bando sublevado los ideales del fascismo. El resto, como ya hemos señalado, mantenía su batalla en el mismo lado que el poeta de Orihuela, aquella España republicana que resistía los embates de la otra media improvisando sobre la marcha estrategias defensivas, como esos cinco batallones de voluntarios que aquel otoño de 1936 se distribuían por distintos puntos de Madrid.
Con la incorporación de Miguel al Quinto Regimiento llegaron días de dura instrucción a las órdenes de destacados líderes comunistas y militares profesionales como Arturo Arellano o Francisco Galán. Pero el necesario adiestramiento de las milicias voluntarias se vio muy pronto interrumpido ante la amenaza de un ejército que esos días llegaba a Talavera de la Reina con fuerzas de la Legión y contingentes de Regulares de África. No tuvo tiempo el poeta para más preparación teórica y el 25 de septiembre fue enviado con una brigada de fortificaciones −3.ª Sección, 2.ª Compañía- (Batallón de Zapadores Minadores) al pueblo de Cubas de la Sagra, situado a treinta kilómetros de Madrid, para cavar trincheras y abrir zanjas defensivas. Fue su primer contacto con la realidad de aquella contienda, su visión más cercana del rostro de una guerra que lanzaba aviones enemigos y metralla a discreción. Así lo cuenta a Josefina el 27 de ese mes: «Me encuentro en un pueblo que llaman Cubas con cerca de doscientos hombres más. Hemos venido aquí a hacer fortificaciones para no dejar pasar a los fascistas que hay en Talavera y te reirías mucho si me vieras dormir en una fábrica de tapices, metido en un estante de los que hay para colocar la lana. No hay camas para tantos hombres [...]. Estoy aquí como si no existiera el mundo para mí, como si me hubiera muerto y me encontrara con muchas cosas extrañas y fuera del tiempo. Por pura casualidad me he acordado al levantarme, que ha sido hacia las cinco, que hoy es día veintisiete de septiembre y que hace dos años que tengo compromiso de amor contigo...»
Miguel no quería que sus padres supieran nada de su actividad como miliciano y las cartas que les remitía desde cualquier lugar del frente se las hacía llegar en sobre cerrado a su hermana Elvira para que ella las enviara desde la misma capital. A su novia sólo le oculta lo necesario y tratando siempre de restar dramatismo a la situación que está viviendo. El 28 de septiembre, el ejército nacional se hace con el frente de Toledo y obliga a las tropas republicanas a intensificar la defensa de Madrid: «Trabajamos todo el día -le dice el 30 de septiembre a Josefina- haciendo trincheras en el campo y a mí me tienen aquí cavando los rastrojos para hacer zanjas. Desde aquí vemos pasar los aviones con bombas para Toledo y oímos los estampidos de las explosiones y los cañonazos [...]. No quiero que te preocupes por mí, que no me puede pasar nada. Aquí no hay ni puede haber peligro para ninguno de los que estamos, y en caso de que los enemigos avanzaran hacia este lado, Madrid está muy cerca, a unos treinta kilómetros, y pronto volveríamos nosotros a él...» Sorprende el celo con que insiste en su propósito de que nada sepa su familia de su participación en la guerra: «No digas a nadie, si vas a Orihuela, que me encuentro como me encuentro, que no lo sepa mi madre. Si me hubiera sido posible ocultártelo a ti también te lo hubiera ocultado, pero a ti no puede ser».297 Miguel es consciente del disgusto que ha causado a Josefina su incorporación a las milicias. No para de recibir reproches de ésta y ello provoca de nuevo desavenencias y discusiones en las que salen a relucir los celos pasados y la enérgica protesta del poeta ante la quejumbrosa actitud de la muchacha: «Empiezas por decirme que no dejas de llorar y que me escribes para no llorar como tienes por costumbre. Me da mucha rabia saber que sufres y lloras, pensando en que ahora, precisamente ahora, cuando tantas novias y tantas madres se están quedando sin sus hijos y sin sus compañeros, cuando debieras ser más fuerte que nunca, te dedicas a las lágrimas, como si única y exclusivamente existiéramos tú y yo en el mundo. Te tienes que dar cuenta, Josefina querida, de que hay más personas en la tierra que necesitan, y hoy más, un consuelo mayor que el que tú necesitas. Sufres porque quieres, más que porque no tienes más remedio que sufrir [...], te dedicas a desesperarte por tu cuenta y a pensar que no me vas a volver a ver más, que tengo otra novia aquí [...]. Tú sabes que si tuviera otra amiga, o novia, o compañera, o como tú quieras llamarla, me sería imposible ocultártelo [...]. Te atormentas y te torturas tú misma con una serie de dudas que me hacen sufrir mucho y me ofenden al mismo tiempo [...]. Pasan cosas que no debemos olvidar, por mucho que nos queramos, y que no podemos ser tan egoístas que nos olvidemos de ellas.»
El poeta apasionado que escribía encendidas cartas de amor y que no concebía más seres en el mundo que Josefina y él, apartados de todo en la bucólica soledad de los campos de Orihuela, es ahora el hombre solidario, el poeta soldado que superpone lo colectivo a lo individual, que cree más que nunca en la necesidad de luchar por el pueblo y para el pueblo desde esa primera línea de combate. Así lo manifiesta en una de las muchas prosas que desde esas fechas y hasta el final de la contienda irá escribiendo en cualquier lugar del frente. Se trata de un esbozo inacabado en el que vierte algunas reflexiones sobre la unidad de los pueblos, pero lo que queremos destacar exactamente es ese espíritu solidario del que se valió Miguel para sobrellevar la crueldad:

 

Soldados de todos los países en la trinchera [...]. No es hora de hablar de la familia de uno: si no de la familia de todos, del pueblo de uno, sino del pueblo de todos, no existen las naciones, las razas; las fronteras las ha inventado el egoísmo [...]. Uno es moreno, otro rubio, pero en las venas late una misma sangre humana y roja [...]. En la vida no se puede ser otra cosa más principal que soldado contra todos los movimientos venenosos. Estoy cansado, pero no estoy vencido...298

 

En lo que Miguel no ha reparado en esas dos semanas de aceleradas labores defensivas es precisamente en su salud, y ésta comienza a resentirse a primeros de octubre, cuando una infección intestinal le deja unos días postrado con altas fiebres que le debilitan y obligan a regresar a Madrid. Permanece durante cuatro días en casa de su hermana Elvira pero, en vista de que su estado no mejora, la tarde del 10 de octubre ingresa en el Hospital Nacional de Infecciosos, antiguo Hospital del Rey. La Historia Clínica del poeta, firmada por el Dr. Bauzá, informa de un paciente que padece sensación de frío, dolor de cabeza y tos, con fiebre continua, apatía, disnea y malestar, así como estreñimiento combatido con purgas.299 Tras día y medio de ingreso, Hernández, que ha reaccionado bien al tratamiento, recibe el alta médica y se incorpora de nuevo al Quinto Regimiento, Batallón de Zapadores Minadores. Su destino sigue estando en los alrededores de la capital, ahora en Valdemoro, donde sus trabajos con el pico y la pala haciendo una línea de contención a las tropas franquistas le mantienen ocupado hasta el 27 de octubre.
A comienzos de noviembre vuelve al cuartel de adiestramiento de Francos Rodríguez en espera de que los acontecimientos le obliguen a salir hacia otro lugar. Son días en los que el poco tiempo en que no está acuartelado lo aprovecha para ver a los escasos amigos que permanecen en la corte. Vicente Aleixandre ya ha regresado de Miraflores de la Sierra, pero no habitará su casa de Velintonia hasta años más tarde, pues los primeros bombardeos sobre la capital la han dejado prácticamente devastada. En efecto, la vivienda del poeta sevillano se encontraba en uno de los frentes más duros de Madrid: la Ciudad Universitaria, y hubo de refugiarse en el piso de su tío Agustín, en la calle Españoleto, 16. Miguel acudirá en su busca con la sed de quien requiere el consejo y la palabra de un amigo verdadero. Ambos desahogan juntos su consternación y su pesadumbre por el triste espectáculo de la contienda, por la muerte de Federico, cuya noticia aún circulaba trágica y confusa entre sus antiguos compañeros. El poeta de Espadas como labios apenas tenía aliento esos días para escribir y sólo brotará de su pluma un texto en prosa titulado «Evocación de Federico García Lorca». Hernández haría lo mismo meses más tarde con su «Elegía primera», una extensa e impresionante composición en la que dejaba muy claro su afecto y su admiración por el malogrado poeta granadino, olvidando para siempre el silencioso calvario que su inaccesible amistad le hizo padecer en esos años.
El encuentro entre Vicente y Miguel tuvo también su nota pintoresca y entrañable. Relataba Aleixandre a Gabriele Morelli, algunos años después, que el poeta de Orihuela le visitó, en efecto, aquellos días en que su casa había sido invadida por el frente militar de la guerra. En el traslado forzoso de cuantos enseres y libros se hallaban esparcidos por la vivienda, Hernández colaboró activamente. «Éste -cuenta Morelli- había acudido a la operación de la mudanza llegando con una carreta de mano, donde puso los libros con las cosas personales de Aleixandre, llevando al final al poeta en brazos para colocarlo encima de la carreta. Durante el trayecto, el joven Miguel disimulaba el esfuerzo que la carreta requería para superar el difícil y malgastado empedrado de la época, y lo hacía acelerando el paso y acompañándolo con voces como un vendedor ambulante. Aleixandre aún recordaba, después del recorrido, el cuerpo sudado y “ardiendo” del joven amigo, mientras lo abrazaba para ayudarle a bajar del carro, depositándolo con cuidado en la acera de la calle.»300
NO DEJAR SOLO A NINGÚN HOMBRE

 

A los pocos días, Miguel se hallaba de nuevo en el frente. No sabemos hasta qué punto una llamada de Vicente Aleixandre a sus viejos amigos de la Alianza de Intelectuales hizo que Emilio Prados se interesara por la suerte del poeta de Orihuela e intercediera finalmente para que fuera reclamado a otros cometidos que resultaran más útiles que el pico y la pala, desperdiciando de este modo un talento poético que podría ser mucho más útil para las tareas propagandísticas y culturales del ejército de la República. Lo cierto es que Miguel pasó por esas fechas a la Primera Brigada Móvil de Choque, 11.ª División, adscrita al Quinto Regimiento, un batallón de 12.000 hombres que comandaba Valentín González, el Campesino. La citada 11.ª División estaba bajo el mando de Enrique Líster, y ésta, a su vez, se dividía en tres Brigadas (1.ª, 9.ª y 10.ª). Hernández formaría parte de esta última, la 10.ª, dedicada a tareas culturales a las órdenes del cubano Pablo de la Torriente, y conocida popularmente entre los soldados como El Batallón del Talento. Fue Pablo de la Torriente Brau quien, en su obra Peleando con milicianos, confesaba haber sido él quien reclamó los servicios de Hernández para las tareas culturales de las filas republicanas: «Descubrí a un poeta en el batallón, Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Le nombré jefe del departamento de cultura, y estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y en la creación de uno o dos periódicos murales, así como en la organización de la biblioteca y el reparto de la prensa».301 Por su parte, el poeta evocaba con estas palabras, en 1937, su encuentro con el guerrillero cubano: «Conocí a Pablo en Madrid, una noche en la Alianza, esperando yo a María Teresa León, que no venía [...]. Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes [...]. Yo le quise mucho. Después de aquella noche nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. “¿Qué haces?”, me preguntó alegremente al abrazarnos. “Tirar tiros”, le contesté yo, riéndome también. Pablo era entonces Comisario Político del Batallón del Campesino [...]. Me ofreció hacerme también Comisario y le habló en este sentido a Valentín González, el Campesino, que le quería entrañablemente...»302
Fuera Emilio Prados o el periodista cubano quien rescatara a Miguel para las funciones de agregado cultural, lo cierto es que, antes de incorporarse a este nuevo destino y ya en el batallón de Valentín González, Hernández acude aquellas primeras semanas de noviembre de 1936 a la zona de Pozuelo de Alarcón, lugar de las cercanías de Madrid donde la crueldad de la guerra tomaba ya una envergadura que impactaría profundamente en la sensibilidad del poeta. A Josefina sólo le hace saber, con una breve nota, que algo importante ha sucedido: «Me he acordado de ti como nunca en estos días por todas las cosas que pasan. Ya te contaré muchas cuando vaya y tú me contarás todo lo que te está pasando a solas, en ese pueblo en el que te veo metida siempre.» La muchacha, en efecto, se encontraba con su madre y sus hermanos en el pueblo de Cox, muy próximo a Orihuela, donde vivían desde la muerte del padre. Miguel, por su parte, acababa de asistir al primer ataque de la aviación enemiga y había contemplado el desastre humano en su versión más cruenta. En su prosa «Nuestro homenaje al 7 de noviembre», así como en el texto «No dejar solo a ningún hombre», nos da la estremecedora noticia de lo que ha ocurrido en las cercanías de Pozuelo:

 

¿Os acordáis de aquel glorioso 6 de noviembre en Boadilla del Monte? ¿Os acordáis de la noche horrible y llena de incertidumbre del día 5 de noviembre que pasamos en el cementerio del mismo pueblo? ¿Os acordáis que muchos de aquéllos que en aquella noche durmieron apiñados junto a nosotros yacían al día siguiente en el mismo lugar rígidos y horriblemente mutilados por la crueldad de nuestros enemigos que se vengaron de esta forma ante su heroísmo? Sé que no os habéis olvidado y que, al igual que yo, tendréis un recuerdo para aquellos valientes que en ese día tan alto supieron poner el pabellón del glorioso 5.º Regimiento, y hacer que su sangre vertida con generosidad fuera el primer obstáculo serio que el enemigo encontró en sus ataques a Madrid...303

 

En una de las forzosas retiradas que tuvimos hacia Madrid, en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los ataques enemigos se cebaban en nuestros batallones [...] En medio del fragor de la huida, de los cartuchos y de los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menor rendimiento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!» Una bala rasgó por el hombro izquierdo mi chaqueta de pana, que conservaré mientras viva, y las explosiones de los morteros me cegaban y me hacían escupir tierra. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros!» ¡A mí me faltaba y me sobraba corazón para todo! En aquellos instantes sentí que se me desbordaba el pecho, orienté mis pasos hacia el grito, y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo entre nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. El enemigo se oía muy cercano. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le eché sobre mis espaldas; el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «¡No hay quien te deje solo!», le grité. Me arrastré con él donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces «¡No hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.304

 

Aquel 7 de noviembre en Boadilla del Monte quedaría grabado para siempre en la memoria de Miguel. Era el mismo día en que Pablo Neruda y Delia llegaban a París, alejados de tantos amigos, pero sin dejar de prestar atención a los acontecimientos de ese país que albergaban ya en sus entrañas y que el chileno evocaría un año después en su libro España en el corazón.
El notable cambio que Hernández va a experimentar tras su ingreso en el Batallón del Campesino le lleva a moverse con frecuencia por la sierra de Madrid, recorriendo puntos estratégicos como Pozuelo, Alcalá de Henares, Ciudad Lineal y Majadahonda. El trasiego y la incertidumbre que generan estos habituales cambios de destino no le impiden desplazarse casi a diario a la capital, a donde acude con vivo interés para revisar el correo y las cartas que Josefina le sigue enviando. A finales de noviembre le comunica a la muchacha que ha dejado la pensión de Vallehermoso, 96, por otra más sencilla, ya que no le compensa seguir pagando ningún extra por una habitación que apenas disfruta: «He tenido que ir varias veces a Vallehermoso 96, para poder recoger todas mis ropas y mis maletas porque se había marchado la patrona de la casa y no se le veía el polvo [sic]. Por fin he conseguido recogerlo todo ayer, con dos tarjetas tuyas de principio de este noviembre que tenía. Ahora, cuando esté en Madrid, me escribirás a Marqués del Duero, 7, donde tengo una buena habitación sencilla.»305 De nuevo Miguel ha echado mano de la mentira piadosa. En contra de lo que se ha venido señalando en las biografías del poeta, la nueva pensión a la que éste se refiere no era una humilde vivienda en el centro de Madrid, sino el palacio de los marqueses de Heredia-Spínola, sede de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Hernández acepta de Bergamín, presidente oficial de la Alianza, el ofrecimiento para que disponga de aquellas dependencias y pueda disfrutar de un refugio en Madrid para su descanso y aseo cada vez que vuelva del frente. Como tal lo toma el poeta, de modo que es allí donde ha de recibir el correo de su novia y cualquier comunicado de su familia y amigos. Así se lo hace saber a Josefina: «Escríbeme a Marqués del Duero, y no te excuses diciendo que tienes mucho trabajo y luego te pasas desde las cuatro de la mañana rezando el rosario a san Serenín del Monte. No seas tan devota, que no están los tiempos para rezos y sí para querer mucho y acordarse mucho de lo que uno quiere».306
Es obvio que en ese tiempo de angustia y desconcierto Miguel necesitará más que nunca el consuelo de la muchacha, su estímulo y su amparo. Las, a veces, dilatadas respuestas de Josefina Manresa o la brevedad con que ésta correspondía a las extensas misivas del poeta llegaron a crear momentos de tensión entre la pareja a la vista de algunas manifestaciones bastante airadas de Hernández: «De aquí a media hora estaré otra vez preguntando en Marqués del Duero si hay carta tuya para mí y como no la haya me voy a cagar en el Papa más veces que él ha comulgado. Perdona la expresión, que no es muy bonita que digamos, pero me indigna de cuando en cuando este silencio tuyo...»307 «Me tienes completamente malhumorado por no decir otra frase que suene peor en tu oreja. Ganas me dan de seguir guardando esta carta hasta que no venga la tuya. Por lo visto tú te has dicho: le escribo una tarjeta y ya tiene bastante para contestarme en seguida. Pues no me da la gana, Josefina. Mis cartas has de pagarlas con cartas y no con tarjetas. Mucho más tiempo tendrás tú que yo para escribirme y no lo haces [...] me tienes completamente rabioso, completamente, absolutamente».308
También por aquellas fechas, a poco de su traslado extraoficial a la sede de la Alianza, es visitado por dos viejos amigos de Orihuela: Carlos Fenoll y Jesús Poveda. Ambos, siguiendo los pasos de Miguel, se habían alistado, aquel mes de noviembre, en un batallón de milicias. A los pocos días de saborear la crueldad del frente, los dos jóvenes fueron en busca de Hernández para abrazar al compañero. Poveda dejó escrita aquella experiencia en su libro de memorias:

 

Nuestro interés de ir hasta allí fue el de ver si nos encontrábamos con Miguel Hernández, o se nos decía dónde lo podíamos ver. La Alianza ocupaba un palacete que había sido requisado [...]. En ella conocimos a Rafael Alberti y a su esposa María Teresa León, al musicólogo Vicente Salas Víu, al poeta José Herrera Petere y a los escritores Lino Novás Calvo y Corpus Barga. Pero Miguel no estaba a esas horas. Se nos informó que se hallaba en el frente con la Brigada de El Campesino y que llegaba en las noches. Era mediodía. Por la tarde nos dirigimos a casa de Vicente Aleixandre [...]. No nos conocía personalmente, pero sí por las muchas cartas que nos habíamos cruzado un tiempo atrás. De manera que fuimos recibidos enseguida [...]. Tras un poco de charla sobre el tema obligado de nuestra intervención en el frente, de Miguel y Orihuela, y de la tragedia que estábamos viviendo, la conversación tomó el giro natural de hablar de poesía [...]. De vuelta a la Alianza de Intelectuales en la noche de aquel día, Madrid, como toda ciudad en guerra, estaba completamente a oscuras [...]. Cuando Carlos y yo llegamos a la puerta de la Alianza y llamamos en su portalón con el picaporte, del tejado de la casa de enfrente nos hicieron dos disparos cuyos proyectiles rebotarían en la pared o en la acera, pero evidentemente fueron hechos contra nosotros [...]. Esta entrada era como un patio algo grande y de nuevo nos volvimos a encontrar con Alberti y María Teresa, Lino Novás Calvo y Herrera Petere. Pero Miguel todavía no había llegado [...]. Herrera Petere salía esa misma noche de Madrid con alguna misión que cumplir y nos cedió la habitación que estaba ocupando [...]. Empezábamos a gozar las delicias de una cama limpia cuando se presentó Miguel Hernández ante nosotros. Iba muy abrigado, con chamarra de gruesa tela forrada con piel de becerro. Llevaba al cinto un arma automática que ignoro si la llegaría a usar en algún momento. Nos habló de su vida en el frente y que se quería acostar temprano para levantarse de madrugada [...]. Al día siguiente, Carlos y yo la emprendimos hasta el puesto de mando de la Brigada de El Campesino, en busca de Miguel. Allí estaba nuestro amigo, en el interior de una tienda de campaña; pero a la puerta de ésta nos recibió un joven miliciano, como si fuera su centinela, que nos impidió el paso. Nos dijo, en efecto, que él era su ayudante y que al poeta no se le podía molestar porque estaba escribiendo... Este ayudante de Miguel, que buen celo ponía en su papel de guardián y en que no se interrumpiera la creación de su señor, resultó ser el también poeta Antonio Aparicio...309

 

POETA Y COMISARIO POLÍTICO

 

La labor que Pablo de la Torriente había reservado para Hernández tras su incorporación a la Primera Brigada Móvil de Choque era la organización de las tareas culturales, lo que suponía la elaboración de un periódico divulgativo, trabajos de alfabetización de la tropa y, sobre todo, la difícil misión de renovar la moral de los soldados con recitales y lecturas que arengaran y levantaran el espíritu combatiente de sus compañeros. En Alcalá de Henares, primer destino de aquella nueva etapa bélica, Miguel se iba a reencontrar -así lo señalaba Poveda- con el poeta sevillano Antonio Aparicio y otros escritores que, como él, habían optado por la primera línea de fuego: José Herrera Petere, Sánchez Vázquez, Juan Paredes. Una de sus primeras labores en aquellas dependencias improvisadas en el edificio de un viejo hospital psiquiátrico fue la elaboración de un mural de corcho o de cartón donde cada soldado escribía sus opiniones, sus trabajos o sus poemas para después, tras una selección, formar parte del periódico que se realizaba en la propia imprenta de la brigada. Aparicio, a quien Miguel había conocido en casa de Neruda un año antes, iba a ser, en efecto, su ayudante y compañero en aquellas labores culturales, desempeñando el cargo de delegado y la dirección del periódico Al Ataque. El propio Antonio Aparicio relata así su experiencia junto a Hernández en aquellos años de guerra:

 

Nos mantuvimos juntos hasta el final de la guerra, separándonos ocasionalmente a causa de los viajes a Orihuela [...]. Un día, la aviación alemana arrojó sus bombas sobre Alcalá de Henares con mayor furia que de ordinario, atacando la ciudad indefensa a plena luz de la mañana clara de diciembre. Corrió la sangre de muchos y Miguel tuvo una vez más ante los ojos el cuadro de aquellas hileras de cuerpos destrozados y sangrantes [...]. Miguel, como siempre, llevaba consigo una carpetilla de escolar con papel de escribir y también aquel lápiz, perpetuamente chico como un dedal, que solía servirle para su labor de escritor [...].; el lápiz, era, al fin y al cabo, casi un producto de la tierra, madera y mineral, y por lo tanto, grato a su mano de pastor. Ya por la orilla del río, echóse Miguel al suelo y escribió unas redondillas sobre el bombardeo de unas horas antes...310

 

Al margen de este valioso comentario de Aparicio, lo que suscita mayor interés es el profundo calado que la figura y la obra de Miguel tuvieron en los distintos frentes a los que fue requerido. Su tarea propagandística, más allá de las citadas arengas, cuajó en escritos en prosa que vieron la luz en periódicos y revistas de carácter combativo, en un teatro de circunstancias amparado en la urgencia del momento y en una poesía que había de convertirse en paradigma de toda su obra lírica y en consigna de cualquier lucha política muchos años después. Pero antes de analizar con más detalle la producción bélica de Hernández, convendría hacer una reflexión que atañe a la trascendencia alcanzada en este aspecto por el poeta de Orihuela y también, todo hay que decirlo, a quienes han tratado de minusvalorar su figura en favor de otros autores de mayor gloria social y política.
Partamos del hecho de que Miguel Hernández rechaza, desde el primer momento, como ya se ha señalado, una cómoda retaguardia que le impida conocer la realidad de ese pueblo que ha salido en defensa de la República. Ha ocupado un anónimo puesto de zapador y ahora se encuentra en las filas de una brigada de choque. Por una carta que le envía a Josefina el 26 de noviembre sabemos que Pablo de la Torriente le ha nombrado comisario político, cargo que no resulta incompatible con el de miliciano de la cultura, que fue el que realmente ostentó entre sus compañeros: «Te lo digo con toda mi sinceridad, que tú no quieres creer nunca: no hay peligro para mí, y menos ahora. Soy el comisario-político.» Dos días después, al reanudar esa misma carta que ha tenido que interrumpir por tareas que le reclaman, continúa: «Resulta que me han nombrado ahora comisario de guerra. A lo mejor, cuando recibas ésta, soy general o poco menos [...]. En el Batallón van algunas mujeres también, que disparan y se defienden como hombres. ¿Ves como Santos tampoco se ha librado del frente? Y para mí hubiera sido una vergüenza tener que ir por la fuerza. ¿No te parece mucho más honroso ir a un lugar voluntariamente que no tener más remedio que ir?» Por lo que dice en esta carta, Miguel tuvo que vencer muchos obstáculos afectivos para ejercer su voluntad de alistarse en las filas republicanas. Pero una vez expuesta la idea en la que venimos insistiendo acerca de la admirable firmeza de Hernández, quisiéramos citar, entre otras frases, algunas de las que defiende Miguel García Posada sobre los auténticos poetas de la revolución en aquel contexto de la guerra civil: «La poesía volvió a ser un arma, un instrumento de propaganda y exaltación. El romance brotó de nuevo como estrofa noticiera y de combate. El poeta que más se distinguió en este tipo de poesía fue Rafael Alberti, ya plenamente poeta en la calle, cuyos romances y poemas satíricos o de denuncia recorrieron toda España [...]. Alberti recitó en los frentes, en las plazas y en las estaciones. Fue, insisto, el modelo del poeta combatiente. Pero la mayoría de los poetas del grupo, salvado Diego, contribuyeron a la causa republicana».311 No es ésta una opinión aislada, sino una extendida apreciación en la que coinciden numerosos críticos. Pero en honor a lo que consideramos no sólo una estimación parcial, sino incluso uno de los motivos que llegó a generar desavenencias entre el autor de Marinero en tierra y Hernández, quien popularmente sí fue considerado el auténtico poeta del pueblo y la revolución -hecho que le costó la cárcel y la vida-, reproducimos en este apartado, gracias a los testimonios recogidos por María Gómez y Patiño en su libro Propaganda poética en Miguel Hernández,312 algunas opiniones de soldados y oficiales republicanos que vivieron muy de cerca la realidad de aquel tiempo:

 

Santiago Álvarez, comisario del Quinto Regimiento, confesaba el 30 de septiembre de 1994: «Siempre he dicho que él era un poeta combatiente. Porque él no era como Rafael Alberti o como los otros que iban al frente, estaban en un acto y volvían a Madrid. Él estuvo allí todo el tiempo, igual que cualquier otro combatiente. Lo que pasa es que era un poeta excepcional [...] con su proceder, con su conducta y con sus escritos y con su palabra ayudaba mucho a levantar la moral de la gente, y los soldados que lo tenían al lado, pues claro, le querían mucho y lo tenían siempre como un soldado ejemplar [...]. Los demás poetas estaban aquí y hacían un acto, pero el poeta combatiente por excelencia era Miguel [...] a ninguna persona se le ocurre estar como a él en un puesto de mando en el Alto Celadas, donde más nevaba, donde más frío hacía y donde más viento había [...]. Eso mismo hacía Miguel, y no tenía ninguna razón de hacerlo, porque él podía estar más atrás en otro sitio que había para el Estado Mayor y para la gente colaboradora, pero no, él estaba con nosotros.»
Bonifacio Méndez, compañero de Hernández desde los primeros días de lucha en la sierra de Madrid, decía el 2 de octubre de 1994: «Hablar ahora de Miguel, con todas las versiones que se han dado sobre él resulta difícil. Parece que se quiere ensalzar a un poeta de izquierdas, y no es así. Su calidad y su valor están ahí. De hecho no tiene nada que ver con Alberti o con García Lorca. Miguel es mucho más que un poeta [...]. Lo fundamental de los escritos de Miguel era que levantaban la moral de los combatientes, además de que tuvieran una gran influencia, claro, en el resto de los soldados. Levantaba la moral, ayudaba a mantener la disciplina. Miguel era un luchador [...]. Tenía un gran poder de captación, porque era un poeta que daba la cara. Creo que si no dio aún más la cara era porque era un hombre débil, físicamente débil. No comíamos bien [...]. El valor humano y el corazón de ese chico eran extraordinarios [...]. Miguel tenía unos ojos grandes, y una mirada abierta [...]. Miguel era un hombre de los más conscientes. No solamente de lo que hacíamos, sino de lo que iba a representar la guerra; sabía que nos la jugábamos. Sabía por qué luchaba y lo hacía con toda su alma [...]. En él se juntaban amor y responsabilidad [...]. Ninguno de los poetas de la época tenía nada que ver con Miguel Hernández. Casi todos procedían de clase burguesa, tenían medios, estaban adulados [...]. Es muy difícil que se vuelva a dar un caso así y en un momento histórico como la guerra civil.»
Pedro Mateo Merino, oficial que en diciembre de 1936 conoció a Hernández en Ciudad Lineal, aporta otro testimonio de excepcional valor: «Desde un estrado que había en aquel cuartel se dirigía indistintamente a los milicianos, unas veces con sus versos y otras, con alocuciones o, simplemente, con relatos [...] nos producía una gran impresión; por ejemplo, el aspecto sencillo de aquel muchacho campesino, su entusiasmo, su inspiración, la hermosura de los versos que recitaba allí para todos nosotros, a quienes personalmente no conocía, el profundo humanismo que se podía advertir en sus expresiones [...]. Miguel Hernández, que procedía de un medio modesto, que había tenido una vida austera llena de dificultades, que comprendía la situación que vivía el pueblo español, sobre todo la gente del campo, pues en fin, tenía un poder de convicción extraordinario [...]. Yo recuerdo, por ejemplo, a María Teresa León, asistiendo también Rafael Alberti, en actos relacionados con la reorganización de la unidad, en la retaguardia, como cualquier miliciano, sin ningún tipo de barrera; si le hablaban se ponía a conversar, o si le invitaban a bailar, se ponía a bailar, cualquier cosa [...]. Sorprendía cómo una mujer bellísima y con un alto nivel intelectual se ponía a la altura del más modesto de los combatientes [...]. Claro, que no era lo mismo descender un poco el nivel en que uno se viene desenvolviendo habitualmente, que ir ascendiendo del nivel más modesto, forjado en esa experiencia difícil de la lucha del ciudadano más sencillo. Miguel Hernández sabía colocarse al nivel de la persona que le escuchaba. El caso de Miguel Hernández es el más excepcional de todos los que conozco [...]. El simple hecho de pensar que se podía ser útil desde posiciones que no sean egoístas, eso ya significa mucho...»
Antonio Buero Vallejo, que también tuvo algún encuentro con Hernández antes de que ambos compartieran celda en la cárcel madrileña de Conde de Toreno, aludía, el 8 de diciembre de 1994, a la gran popularidad de Miguel con estas palabras: «Era unánimemente aceptado. Al campesino, analfabeto o de cultura muy primaria no le interesaba demasiado quiénes eran los grandes poetas del momento o cosas así. Ahora bien, cuando Miguel les leía unos poemas en las trincheras, les encantaba y se emocionaban [...]. He aprendido a disparar con una diana, pero nunca he sido un combatiente de trinchera que tuviera que disparar o atacar a la bayoneta contra el enemigo, y probablemente, a Miguel Hernández le pasó lo mismo. Visitaba las líneas, estuvo de miliciano de la cultura [...]; todo esto, como es natural, le llevaba a una convivencia bastante estrecha con las gentes que están en el frente mismo.»
No debe costar mucho, a tenor de estas declaraciones, imaginar la dimensión humana de quien representó en los años de la contienda civil el indiscutible papel de escritor del pueblo, pero hay una razón mayor que justifica por sí misma esta biografía y que convierte a Miguel Hernández en un precursor, no ya de la poesía social, sino de una lírica de mucha más trascendencia que hace de él un poeta moral, ético, que sobrepasa los acontecimientos y supera el trance de la urgencia y la consigna. Y este dato, que iremos desgranando en las siguientes páginas, viene a confirmar la capacidad de Miguel para alcanzar a sus poetas más admirados y rebasarlos incluso cuando las circunstancias obligan a practicar una literatura comprometida y solidaria, hecho que confirman las palabras de Ricardo Senabre cuando define la trayectoria del poeta de Orihuela como «la carrera de un velocista que, habiendo salido con retraso, va adelantando a sus competidores hasta colocarse en cabeza».313

 

TODOS LOS HIJOS DEL MUNDO

 

A finales de 1936 puede decirse que Miguel se ha ido ganando a pulso su cargo de miliciano de la cultura. Parece que su ya madura militancia en el Partido Comunista también influyó para que se granjeara la confianza de los hombres más destacados de su cúpula militar y política, desde Enrique Líster, cuya 11.ª División era la más mimada por el partido, hasta las cabezas más visibles de la Troika del Komintern en España: Palmiro Togliatti, el argentino Carlos Codovila, Feodorov, Stepanov y Vittorio Vidali. Sin embargo, tanto las razones que llevaron a Hernández a participar de modo tan activo en la guerra, así como su propia militancia comunista se resumen en una sola idea: su rebeldía ante la injusticia latente, o, dicho con palabras de Leopoldo de Luis, «en Miguel Hernández late un notable afán de defensa de los derechos humanos. No es tanto la lucha de clases cuanto el sentimiento de justicia y de libertad. Hay poemas de Hernández que son un abrazo fraterno».314 Un fragmento de la siguiente carta que envía a Josefina a los seis meses de iniciarse la contienda podría servir de referencia para entender el auténtico ideario político de Miguel Hernández:

 

Ya verás cómo todos estos sufrimientos que estamos pasando tienen su compensación muy pronto y verás cómo no se nos acaba ya nunca la felicidad [...]. Tienes que llegar a comprender que con la guerra que nos han traído no defendemos más que el porvenir de los hijos que hemos de tener. Yo no quiero que esos hijos nuestros pasen penalidades, las humillaciones y las privaciones que nosotros hemos pasado, y no solamente nuestros hijos, sino todos los hijos del mundo que vengan. A tus hijos, a mis hijos, les enseñaré a trabajar, sí, porque el trabajo es lo más digno en el hombre, pero a trabajar con alegría y sin amos que los hagan sufrir con insultos y atropellos. Tengo muchas ganas, nena Josefina, de tener hijos contigo. Mi mayor alegría la voy a tener el día que tú me asegures que voy a ser padre, que vas a ser madre.315

 

Sin embargo, y a pesar de las esperanzas del poeta, aquel año de 1936 se cerraría con la muerte en plena batalla de Pablo de la Torriente Brau. El suceso, por otra parte común en aquel espectáculo de sangre y de crueldad cotidiana, había ocurrido en los alrededores de Majadahonda y, al parecer, cuando fue encontrado su cuerpo destrozado por la metralla vestía la zamarra de piel de cordero que Miguel le había regalado semanas antes. Delante de su fosa, el poeta leyó la «Elegía segunda» escrita en su recuerdo:

 

«Me quedaré en España, compañero»,
me dijiste con gesto enamorado.
Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
en la hierba de España te has quedado.

 

Poemas como éste, como su elegía a Federico y todos aquellos versos que fluyen al hilo de cualquier circunstancia que sacude su sensibilidad, irán formando parte de ese primer libro escrito en plena guerra, Viento del pueblo, concebido entre agosto de 1936 y la primavera de 1937. Una de las composiciones escritas poco antes del poema dedicado a Pablo de la Torriente fue el titulado «Rosario, dinamitera». El ejemplo nos sirve para ilustrar el modo en que Miguel elaboraba sus piezas poéticas, desterrando con ello el tópico de que el poeta improvisaba sobre la marcha, escribía en el fragor del combate y sometía a muy pocas correcciones su obra. Bien es verdad que los poemas realizados en este periodo no son los que más se prestan a confirmar la meticulosidad de Hernández, pero existen esbozos, tachaduras, versiones diferentes de un mismo texto y, sobre todo, testimonios que certifican que el poeta retenía los acontecimientos y los desarrollaba con posterioridad en la calma de la retaguardia. Así ocurrió, por ejemplo, cuando a los pocos días de llegar a Alcalá de Henares, donde Antonio Aparicio pasó a convertirse en su secretario y escudero, tuvo conocimiento de que una joven miliciana de su mismo batallón llamada Rosario Sánchez Mora316, la Chacha, como era conocida entre los soldados, había perdido la mano derecha en unas maniobras mientras ayudaba a fabricar bombas y explosivos. Al ser la única mujer de la denominada «Sección de dinamiteros», se propagó la noticia con rapidez y la Chacha ocupó la pluma de literatos y artistas del momento. Cuando Miguel la conoció a finales de noviembre de 1936, más de dos meses después del accidente, le regaló el poema en el que idealizaba a aquella adolescente de diecisiete años y la invitó a acompañarle a un programa de radio donde la miliciana debía leer unas cuartillas. Rosario, que nunca se llevó bien con Antonio Aparicio, relataba hace poco aquel encuentro y la lectura que compartió con Miguel el 28 de noviembre de 1936:

 

Yo no sabía quién era Miguel ni nada. Yo sólo sabía que me había hecho una poesía, pero claro, porque me hubiera hecho una poesía no iba a ser un talento; ya me habían hecho otras, otro me hizo una caricatura. Así que un día, atravesando el patio, [Aparicio] me dijo:
-¡Mira, mira, este compañero te ha hecho una poesía! ¿La quieres leer?... ¿Qué te parece?
-Es muy bonita, me gusta mucho -pero no fue para mí nada de importancia. Hice unas copias y las repartí entre mis compañeras.
-Pero nos tienes que hacer un favor [me dijo Aparicio]. Queremos presentarla en la radio, y para eso tienes que decir unas palabras. Queremos que tú escribas y hables de algo.
Yo escribí una cosa acerca de mi pueblo. No les debió gustar mucho a ninguno de los dos. Miguel era más condescendiente, pero Antonio dijo:
-Esto te lo arreglo yo, déjame, esto es horrible.
-¡No, no, no, si lo tocas no lo leo! Yo he escrito una cosa que es así, que es verdad y si está bien o mal escrito eso es distinto.
Discutimos un poco y Miguel dice:
-¡Bueno, deja a la chica, déjala!
Lo publicamos. Como no me habían dicho de qué tenía que escribir yo conté lo de la Guardia Civil de mi pueblo, lo que yo conocía. Fuimos a la Radio, que estaba en Joaquín Costa, pasando el Commodore [...]. Miguel era un hombre de mucha integridad. Trataba bien a todo el mundo. Era amable, cordial, sosegado, dulce y serio a la vez, pero siempre con una sonrisa.317

 

Uno de los primeros frutos de la labor periodística de Miguel fue la aparición el 9 de enero de 1937 del semanario Al Ataque, donde el propio poeta publicará prosas y poemas muy significativos de ese periodo, aunque con anterioridad ya habían aparecido colaboraciones suyas en El Mono Azul, así como en otras de semejante signo -Ahora, Milicia Popular, Ayuda, Acero, Nueva Cultura, La Voz del Combatiente, Frente Sur y Hora de España- en las que se prodigará, sobre todo, los primeros meses de contienda.
ENERO EN LAS TRINCHERAS

 

Antes de comenzar el nuevo año, Miguel ha podido hacer una breve escapada (entre el 12 y el 14 de diciembre) a Cox y Orihuela. Visita a su familia y trata de convencer a Josefina para que se casen cuanto antes, pero la muchacha no parece muy dispuesta a salir de aquel pueblo y trasladarse a los alrededores de Madrid. El 16 le escribe de nuevo desde la capital: «Aún no he recobrado el sueño que perdí en la noche de mi viaje a Alicante y mi paso rápido por Cox y Orihuela [...]. Aún se hubiera venido menos descontenta mi boca si tú no hubieras sido tan dura conmigo [...]. Esperaré a que tú, Josefina, que te quiero tanto, señales la fecha de nuestra boda. No quisiera que pasara de esta primavera, pero que sea cuanto antes, que tengo muchas ganas de dormir en tu pelo...» Resulta a veces divertido, rastreando las cartas de esos meses, descubrir los juegos de amor, los enfados, las reconciliaciones y los reproches, en fin, con los que el poeta y la muchacha sobrellevan el noviazgo en medio de la tensión y desde perspectivas tan distintas sobre el significado de la guerra. A últimos de diciembre de 1936, el nuevo destino de Miguel es Ciudad Lineal. Desde allí le escribe el día de Nochebuena para insistir en su deseo de contraer matrimonio en cuanto la situación bélica lo permita: «Voy a tratar de tener una casa en Ciudad Lineal para los dos. Es un pueblecito de las afueras de Madrid, donde trabajo escribiendo para las tropas. Aquí no ofrecen peligro alguno los bombardeos porque está todo de campo. No es como Madrid, donde te verías expuesta a un sinfín de peligros diarios y de molestias para encontrar comida [...]. También pienso y siento que al fin y al cabo el ruido de los cañones y de los aeroplanos no estorbarán mucho nuestro querer y que el ruido de nuestros besos apagará los demás ruidos de la guerra...»318 A comienzos de enero, el poeta viaja a Barcelona con Antonio Aparicio, Juan Arroyo y un grupo de oficiales de la brigada para asistir al entierro de Pablo de la Torriente, cuyos restos, después de dos semanas de caer abatido en la sierra de Madrid, son finalmente inhumados en el cementerio de Montjuïc.319 A su regreso, según afirma José Manuel Carcasés Cortés en su tesis doctoral Miguel Hernández, periodista (Madrid, Universidad Complutense, 1994), le proponen al poeta la reorganización del teatro universitario La Barraca, pero las circunstancias no eran, ni mucho menos, las que acompañaron a Lorca en aquellas misiones y aquellos años de esplendor de la República. Aún así, hay pruebas y testimonios de que Miguel se ocupó, durante un tiempo, de la dirección de la compañía, al menos hasta el otoño de 1937. Y el primer dato lo hallamos en el diario valenciano La Hora. Allí, en la página 9 de su edición del viernes 13 de agosto de 1937, aprovechando que La Barraca está realizando sus últimos ensayos en la capital del Turia, el periódico facilita una valiosa información al respecto: que la compañía teatral va a emprender un inminente viaje a París con motivo de la Exposición Internacional para representar varias piezas del teatro clásico español (entremeses de Cervantes, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, etc.) y que son veinte las personas que forman parte de La Barraca, seis de ellas mujeres. En otro punto del artículo, José Orozco, secretario de Cultura del Comité Ejecutivo de la Unión Federal de Estudiantes Hispánicos (UFEH), comenta que «La expedición a París presuponía un periodo preparatorio bajo una dirección artística de garantía. Hoy tenemos ya nuevo director en Miguel Hernández»320. Tan sólo un mes más tarde (el 18 de septiembre), el mismo medio de comunicación valenciano, página 8, recoge la noticia de la actuación en Valencia de La Barraca dentro de la Exposición Nacional de la Juventud celebrada en la ciudad. La compañía, al acabar la representación de El retablo de las maravillas, de Cervantes, tal y como informa La Hora, recitó «El crimen fue en Granada», de Antonio Machado, como homenaje a Lorca, y «Luego, otros componentes de La Barraca recitaron dos poemas de Miguel Hernández, el joven poeta, nuevo director del teatro de estudiantes». El medio valenciano no alude en ningún momento a la presencia del oriolano en ese acto poético, y hubiera sido imposible, ya que durante ese mes de septiembre, como así veremos, Hernández se encontraba en la Unión Soviética ampliando sus conocimientos teatrales y reafirmando sus convicciones políticas.
De nuevo en Madrid, esos primeros días de 1937, Miguel recibe una carta de Josefina cargada de reproches que exasperan al poeta por la incomprensión que sigue mostrando la muchacha: «No eres justa al decirme las cosas que me dices. Si estuviera ahí, contigo, a tu lado como deseo, me pelearía contigo para demostrarte que no tienes razón al hablar de la manera fría y rabiosa a veces que me hablas en tu carta».321 Pero su irritación llega más lejos cuando, unos días después, tras enviar a su novia algunos ejemplares de los periódicos donde ha publicado sus prosas de propaganda y sus versos de guerra, ésta le recrimina, una vez más, su vocación de escritor. A las razones políticas se unen ahora los celos de la muchacha, que ha visto en el ejemplar del semanario Ayuda el texto que Miguel le dedica a dos milicianas -Rosario Sánchez y Felisa- dentro del trabajo titulado «Hombres de la Primera Brigada Móvil de Choque». La respuesta del poeta es contundente: «No vayas a tener celos de lo que hablo en el periódico de dos compañeras de la Brigada [...]. No quiero darte explicaciones sobre eso que me dices un poco en broma de los versos y las escrituras. Ése es un aspecto de mi trabajo y el mejor. Tú no lo has llegado a comprender aún. Dejaré que me digas todo lo que quieras hasta que te convenzas de que es muy necesario que yo haga lo que hago...»322 Pero al poeta le gusta en el fondo que Josefina sea celosa, y explota ese sentimiento de la novia para bromear, de cuando en cuando, sobre el asunto: «El otro día me dieron un sobresalto en el cuartel pues me dijeron que había ido preguntando por mí una muchacha morena con el cabello largo acompañada de otra menor [...].»323«Morenica delgada, guapa, desganada, penosa, apenada. Tengo aquí otra novia que me quiere más que tú y voy a casarme con ella antes que contigo...»324 Finalmente, todo lo arregla el hombre enamorado que se recrea en detalles fetichistas y entrañables como el que relata en su misiva del 4 de febrero de 1937: «He encontrado el haz de pelo tuyo que me traje este verano y que se me había perdido en la maleta. Echa todavía el mismo olor que tú le pusiste aquella tarde y me extraña y me alegra que así sea. Lo llevo ahora en un bolsillo de la guerrera y no se me olvida nunca que lo llevo porque el olor me lo recuerda siempre...»
En todas estas cartas, Miguel procura ocultar la cara más amarga de la guerra. Los combates se han recrudecido en la sierra de Madrid a principios de 1937 y su labor propagandística, cada vez más intensa, adquiere un elevado tono épico que estalla en sus textos animando a las tropas republicanas y condenando muchas veces la cobardía o la insolidaridad. De estas fechas son las prosas tituladas «Defensa de Madrid», «Para ganar la guerra», «Los seis meses de guerra civil vistos por un miliciano», «El deber del campesinado», «Primeros días de un combatiente», «El pueblo en armas» y «El reposo del soldado». En la primera de ellas, publicada en el periódico Al Ataque el 16 de enero de 1937, Miguel expone su indignación ante quienes asumen la guerra desde una cómoda retaguardia, una denuncia que podríamos relacionar con la opinión que le merecía la actitud de muchos intelectuales refugiados en sus despachos, entre ellos, sus propios compañeros de la Alianza:

 

Cuando la ciudad de Madrid se conmueve y se desangra por todas sus ventanas y todos sus campos: desnuda, muda y serena, bajo los bombardeos y los cañonazos italianos y alemanes [...]; cuando los hombres del pueblo de Madrid, los campesinos y los obreros que sienten en lo más hondo la gran tragedia de la capital de España, desesperadamente deseada y firmemente defendida; cuando estos hombres, digo, están viviendo en las trincheras unos días inacabables de hambre, fuego y muerte, sin dormir, con los ojos dilatados para vigilar los movimientos del enemigo, con las ropas mojadas de barro, de sangre, de lluvia [...]; cuando la guerra está salpicando de luto el corazón de tantas madres y tantos compañeros; cuando depende de España entera que las vidas derramadas, que se están derramando y que se van a derramar no sean siembra en páramo baldío, veo, siento con pesadumbre y cólera ciudades de retaguardia ajenas, ajenas por completo, a pesar de sus aparatos de carteles y sus carteleros de propaganda, a la terrible verdad que nos circunda. Dentro de ellas apenas hay otras cosas que no sean carne de carnaval, fingimiento de problemas importantes, burocracia, problemillas, torpezas y mezquindades que hacen apretar los dientes y el alma.

 

Si del texto anterior recogemos las expresiones «carteleros de propaganda», «carne de carnaval» y «fingimiento de problemas importantes», y recordamos que, de noviembre de 1936 a febrero de 1937, el poeta bajaba casi a diario a Madrid para recoger su correspondencia en la sede de la Alianza -«Escríbeme a Madrid, a la misma dirección de Marqués de Duero, 7, que como ya voy casi todos los días allí recogeré tus noticias»325-, no es difícil imaginar lo que pasaría por su cabeza, recién aterrizado del frente, al encontrarse allí, en más de una ocasión, a los más distinguidos intelectuales comunistas, como confiesa el propio Alberti en La arboleda perdida, «disfrazados con los muchos fantásticos trajes que guardaban los marqueses de Heredia-Spínola en unos viejos armarios arrumbados en el tercer piso. ¿Quién podrá olvidar a Luis Cernuda, vestido de caballero calatravo; al poeta negro Langston Hughes, con traje y colorida capa de rey negro; a León Felipe con gorro y uniforme de Gran Duque Nicolás, etcétera? Mientras, llovían los obuses sobre el Madrid a oscuras de una noche cualquiera de tenaz defensa»326. Este testimonio lo corrobora Octavio Paz en Fundación y disidencia al recordar su paso por aquellos salones: «Caían bombas y estallaban obuses, había poco que comer y mucho que padecer pero en la Alianza de Intelectuales las reuniones eran frecuentes. Concurrían poetas, escritores, pintores, actores, músicos y una población flotante de amigos de Rafael y de María Teresa, así como los extranjeros que estábamos de paso. Se hablaba, se cantaba y, a veces, se bailaba. Recuerdo una fiesta de disfraces y a Rafael Alberti vestido de domador de un circo quimérico. Travesuras y algazaras con las que los hombres, en situaciones semejantes se han burlado siempre de la muerte, desafíos y juegos al borde del abismo que Rafael Alberti dirigía con una suerte de soltura geométrica».327
Sin entrar en más detalles al respecto, Miguel sigue firme en su idea de defender la revolución desde la primera línea, haciendo que «los cuarteles, los campos, las trincheras y las bocas truenen llenos de canciones de aliento heroico».328 Sin embargo, sus labores en la campaña de Madrid, que tan profunda huella dejarían en él, se dan por concluidas a finales de febrero de 1937 para pasar al Altavoz del Frente bajo las órdenes directas de Vittorio Vidali, conocido en aquellos años como Comandante Carlos. «Te voy a dar una noticia -escribe a Josefina el 18 de febrero- que no sé si te agradará o no te agradará. A lo mejor ya no puedo recibir carta tuya aquí; en Madrid. Un día de éstos salgo para Andalucía. No te puedo dar muchos detalles sobre mi viaje porque conviene que no se haga público...»
El 29 de febrero se encuentra ya en Valencia, camino de Jaén, dejando atrás unos meses de intensa lucha en la sierra de Madrid que sólo iban a ser el preludio de acontecimientos bélicos de mucho mayor calibre, «cuando la guerra -como relataba Santiago Álvarez- se transforma en una guerra de grandes movimientos, de grandes ejércitos».329 No obstante, antes de incorporarse a su nuevo destino, Miguel dedica un texto de despedida al jefe de su batallón en una intensa «Carta abierta a Valentín González El Campesino»: «Compañero Valentín: no he podido estrechar tu mano antes de salir para Andalucía, y lo siento, porque ella hubiera agregado, con su energía de hierro, fortaleza a la que llevo puesta sobre los pies y el alma [...]. Volveré pronto y nos veremos [...]. Yo seré el poeta dispuesto a empuñar el fusil y a empuñar el romance cuando lo creas conveniente, dispuesto a morir a tu lado: dispuesto a que mi voz sea la que nuestro pueblo mueve sobre nuestra garganta [...]»