CAPÍTULO I ORIHUELA, 1910

 

 

Miguel Hernández es casi el único poeta que ha sacado
una gran lección de sus raíces, que ha recibido de su infancia
y de su tierra la savia necesaria para alimentar su obra

 

CLAUDE COUFFON

 

El lugar de nacimiento de Miguel Hernández, más allá de concederle sustantiva y adjetivamente un origen, alcanza en el poeta consecuencias tan determinantes que se hace difícil entender su obra y su sensibilidad, su discurso y su destino sin tener en cuenta este dato geográfico, el entorno y el espacio físico y humano a los que dedicó, sin ninguna interrupción, dos tercios de su vida.
Miguel Hernández Gilabert nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910. Esta población alicantina situada a 53 kilómetros de la capital muestra, de entrada, variados contrastes -paradojas incluso- que le otorgan la acusada singularidad que la define. Si por razones políticas y fronterizas responde y corresponde al término provincial de Alicante, su particular ubicación en el vértice sur de la región y sus múltiples características (lingüísticas, geográficas, históricas e incluso culturales) la aproximan con mayor motivo y empatía a Murcia, de la que sólo la separan 22 kilómetros. Después nos topamos con su espiritualidad, con la enorme influencia que la Iglesia Católica ha vertido a lo largo de los siglos, haciendo de Orihuela un pueblo a su medida, un lugar que rinde vasallaje al poder eclesiástico ajustando a su pulso el ritmo de las costumbres y de la vida cotidiana. Frente a ésta se rebela el paganismo de su desbordada naturaleza, la voluptuosidad de sus campos, sus huertas apretadas de frutos, la Vega regada por el río Segura, del que recibe en abundancia las aguas de su cauce, ramificadas en canales, en acequias que penetran y empapan los cultivos. Es un río el Segura que genera vida y riqueza, pero también miedo y destrucción cuando crece y desborda sus márgenes. Junto a su aspecto benefactor y nutricio hay que temer su devastadora capacidad de producir ruina y desolación, y así lo recuerdan los viejos del lugar, que han contemplado riadas bíblicas como corolario a meses de prolongada sequía.
Dejando a un lado los desastres naturales que graban su cicatriz en la memoria popular, sobre esta naturaleza llana y verde, cuajada y fértil, los montes que amparan la ciudad muestran también el contraste violento de lo yermo. Son pedregosos y ásperos y no se conciben para el pastoreo sino para detener los vientos del oeste y preservar lo vetusto del lugar: el Cerro del Castillo con el Seminario al pie, y, al fondo, la Cruz de la Muela, San Cristóbal y el Cerro Amarillo.
La luz de Orihuela subraya también la atmósfera detenida del paisaje. Tiene sensualidad mediterránea, es cierto, pero a la vez rezuma algo de sobriedad secular, de sueño de ciudad inmóvil que se abastece de su propia melancolía, que se alimenta de lo caduco. Sin dejar de ser, por tanto, una golosina para los sentidos, la Orihuela de aquel comienzo de siglo era una estampa velada de catolicismo concentrado y tenaz. Así veía Gabriel Miró1 aquella Oleza al adentrarse en la huerta del Segura en un tren destartalado procedente de la capital:

 

[...] otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardillas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas. Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul [...]. Sigüenza contempla la tarde, angustiado, enfermo de tristeza, una tristeza tan cercana, tan densa, que le parecía que no era sólo un sentimiento suyo, sino que tenía una realidad propia, separada, grande, más fuerte que nuestra alma; la tristeza se le incorporaba de todo lo que veía, porque la vega, sus humos, sus árboles, los montes y el cielo, todo estaba hecho, cuajado de tristeza2.

 

Tras descender del ferrocarril, el viajero podía encaminarse hacia la Glorieta enfilando el Paseo para cruzar posteriormente uno de los puentes del Segura. Las calles más concurridas que encontraría a su paso serían las de Alfonso XIII, Calderón, Loaces -con su lujoso Casino Orcelitano-, San Pascual, Corredera y Mayor, sin olvidar las plazas de la Constitución, la de Cubero, Monserrate, Santiago y la Soledad. De ser martes, la mayoría de lugareños se hallaría en el Mercado, de paso obligado para nativos y visitantes que aprovechaban ese día de la semana en que la ciudad triplicaba su población para hacer sus compras en la plaza de la Fruta o para visitar, aprovechando el viaje, al homeópata, al abogado, al canónigo o consejero espiritual.
La ganadería cobra también su importancia, pero el campo es, desde luego, la principal riqueza de Orihuela. Su economía es eminentemente agrícola. La tierra se ofrece blanda y dócil para el cultivo, y agua no falta para este menester ya que el Segura fluye caudaloso y abundante entre algarrobos, almendros, olivos, cereales, viñedos, legumbres y hortalizas, frutales y, sobre todo, las cosechas más características de la Vega: el cáñamo, la ñora (pimentón) y el naranjo.
En cuanto a la industria, se mantenían desde antiguo las labores derivadas de la seda y el cáñamo, sin desdeñar la miel y la cera. Se disponía también de grandes almacenes para harinas, hierros, abonos y maderas, además de los muchos establecimientos y comercios que se repartían por el centro y zonas marginales de la ciudad, entre los que no faltaban las fondas, los cafés y cinco farmacias.
El asociacionismo era algo más que una opción en un ámbito agrario e industrial como Orihuela. La Defensa de Regantes regulaba el reparto del agua en la comarca. Los huertanos tenían constituido su Círculo de Labradores. Abundaban los gremios, las cofradías y patronatos formados por alfareros, menadores de cáñamo, vidrieros y pirotécnicos. Para los que desempeñaban profesiones liberales existían centros de reunión y de ocio como el Casino Orcelitano, el Apostolado de la Oración y el Recreo de los Luises. Fuera de estos círculos quedaban las profesiones más humildes, apenas protegidas por leyes o sindicatos, entre las que se encontraban los oficios de yunteros, arrieros y pastores. En el libro Miguel Hernández y su tiempo, Pedro Collado sostiene que «no había en verdad leyes ni instituciones que protegieran a aquellas gentes, pues los Notarios y Registradores eran papel sellado para las clases pudientes que los mantenían, pero papel mojado para las clases populares, que al no ser asequibles a ellos, buscaban por su cuenta robustecer la palabra de hombre, a la que daban más valor que a la firma de un Notario»3.
En efecto, la vida de la ciudad estaba dominada por el poder de la alta y media burguesía, cuyo hermetismo de clase se traducía en un gran sentido corporativo y sectario. Parecían ser los únicos, junto a los notables jerarcas de la Iglesia, que mantenían el espíritu del cristiano viejo, el mismo que expulsó de sus tierras en 1264 al moro invasor auspiciado por las huestes de Jaime I. La nobleza también tenía marcado su territorio por distintos puntos de la ciudad: en la fachada de sus casas solariegas con escudos gentilicios grabados en la piedra, sobre los grandes portalones, con la solemnidad caduca de viejos señoríos instalados allí, en aquella «Jerusalén española» con su río, sus casas encaladas, su camino de olivos y, por supuesto, su Calvario y su monte. La frontera entre los barrios humildes y la zona dominada por el caciquismo y la burguesía la marcaba el Paseo de Sagasta. A partir de esa línea se abría el feudo de las familia de alcurnia: la de los Belda, los Germán, los Bofill, los Díaz de la Cierva, los Cloquell, los Roca de Togores, los Meseguer, los Muñoz, los Torres o los Pérez Cabrero.
Pero si algo definía a Orihuela por encima de cualquier consideración era, sin duda, su intenso olor a incienso, su ambiente levítico y su clericalismo abrumador. Con treinta iglesias, una catedral, varios conventos, diez escuelas nacionales de niños y once de niñas -privadas en su mayoría-, el Colegio de San José de los padres diocesanos, el de Santo Domingo de la Orden de Jesús, con su Biblioteca Provincial y su Museo Arqueológico, o el mismo Seminario presidiendo la ciudad desde la atalaya del Cerro del Castillo, esta ciudad levantina se calificaba por sí sola y daba perfecta cuenta de la atmósfera dominante en ese tiempo. Pero había más, porque la propia vida cotidiana no podía entenderse sino inmersa en el aire santurrón y jesuítico que, más allá de las torres y las sacristías, se filtraba por todos los rincones del lugar. «Oleza callaba -escribe de nuevo Miró-. Oleza debía de estar oyendo misa en monasterios y parroquias.»4 Y cuando no -nos cuenta Azorín, otro testigo de excepción de la Orihuela de comienzos de siglo-, las calles se poblaban de «clérigos con la sotana recogida en la espalda, frailes, monjas, mandaderos de conventos con pequeños cajones y cestas...»5 y, sin excepción, capellanes, prelados, seminaristas y religiosos de todas las órdenes: jesuitas, franciscanos de Santa Ana, capuchinos, clarisas, agustinas, salesas, carmelitas, dominicas, Jesús María, hermanas de los Ancianos Desamparados y de la Caridad o monjas de San Juan y Santa Lucía. La compañía de Jesús destacaba entre todas las órdenes ya que, además de contar con organizaciones como las Hijas de María, San Estanislao de Kostka y San Luis Gonzaga, regentaba el Colegio de Santo Domingo, de enseñanza masculina, verdadera fábrica de significados hombres del futuro para la vida social, económica y política de la localidad y del país. Y es que la vida toda, en su rigor y su orden, se imbuía del aliento clerical hasta el extremo de tener hornos, fábricas, obradores, «escuelas, aceites, vinos, abacerías, carnicerías, cordelerías, confiterías y tahonas con rótulos, leyendas, marcas y especialidades»6 bajo la advocación del santo y la patrona del lugar. Además de sede episcopal, Orihuela gozaba, desde el siglo XV, del privilegio papal que le permitía oficiar misa en todas las casas del municipio. Casi desde entonces, el oído del lugareño se ha hecho a la música diaria de los toques campaniles: los de Santo Domingo para la primera misa de la mañana, los del convento de las monjas de San Juan llamando a los oficios a las tres de la tarde y a la oración de las siete; los del Seminario, la Catedral, Santa Justa, Monserrate, Santiago y el Oratorio; o los toques más solemnes en honor de los difuntos o para anunciar los días de fiesta mayor. Siguiendo el ciclo anual, sobresale la Semana Santa, arraigada y solemne, y la Feria de Agosto. La festividad de la patrona, la Virgen de Monserrate, se celebra el 8 de septiembre; la de Santa Justa y Rufina acoge a sus gentes el 17 de julio, pero la fiesta de la romería de San Antón también tiene su tradición en la sierra, adonde llegan pesados carromatos llenos de cambalaches, de dulces de caramelo, de velas de cera, de escapularios y medallas bendecidas. Durante el resto del año, las calles y las plazas se pueblan de otros sonidos menos acogidos a sagrado. Es el vocerío de los arrieros con sus carros de tiro, los aguadores que remontan la cuesta cargados de cántaros, el tío Rate pregonando sus helados de mantecao, cebá, horchata y limón, Germán y su carrico abrumado de cañamones torraos, dátiles tiernos, altramuces y avellanas, Vicente El Caparrota anunciando sus pipas, o Roche, cargado de humeantes castañas en invierno. También se sienten los gritos del alguacil en la esquina del Paseo lanzando el bando municipal, el flautín del afilador o el del paragüero que arregla calderas y útiles de barro y porcelana.
Pero ahora estamos en 1910. Desde principios de año ha quedado vacante la sede de la diócesis por el fallecimiento de su obispo titular, don Juan Maura, pasando a ocupar su puesto hasta el nuevo nombramiento el vicario capitular don Andrés Díe. El marqués de Rafal (don Alfonso Pardo Manuel de Villena) es el líder de los conservadores en un tiempo en el que el bipartidismo comienza a descomponerse. No es un hombre popular entre las gentes de Orihuela, pero tampoco lo son quienes representan a Canalejas y, mucho menos, los integristas que a comienzos de ese año, en la voz de don Juan Esteve, uno de sus encendidos representantes, llegaban a profetizar que el Señor enviaría a sus ángeles para «que separen a los escogidos de los réprobos, y entonces se verá toda la grandeza de la cuestión; entonces serán colocados los buenos a la derecha y los malos a la izquierda».7 Frente a estas posturas, el político liberal don Trinitario Ruiz Valarino, ministro ese año de Gracia y Justicia en el gabinete presidido por Canalejas e hijo del ilustre oriolano don Trinitario Ruiz Capdepón, calentaba motores para enfrentarse, cuatro años después, al marqués de Rafal en las elecciones a la alcaldía.
Desde 1906 la población contaba con la Caja de Ahorros y Socorro y Monte de Piedad de Nuestra Señora de Monserrate, que, tras depender de la Caja de Crevillente, se había constituido jurídicamente como entidad autónoma, contando como primer presidente de su consejo directivo con el padre Bartolomé Arbona. Su obra social, guiada al parecer por el propósito evangélico de difundir los hábitos cristianos y socorrer a los más humildes, propiciaría en 1915 la creación de las escuelas del Ave-María, institución para niños pobres (schola elementaris pro pauperibus) que pretendía reparar «el abandono en que se hallaba multitud de muchachos de las clases menesterosas»8 de Orihuela.
Pero no nos desviemos de esa fecha. Estamos ya en otoño. Hoy es 30 de octubre de 1910. Todavía no ha amanecido cuando dejamos las plazas y las calles del centro, la de San Pascual, donde el joven abogado José Martínez Arenas ha montado su bufete, o la calle Mayor, de floreciente comercio, en la que se ubica una tienda de tejidos que regenta don José Marín Garrigós, andaluz venido a estas tierras y desposado con Purita Gutiérrez Fenoll, una hermosa oriolana que lo ha atado para siempre a esta plaza. Nos adentramos ya en la calle de Arriba, que se prolonga ancha, serpenteando entre irregulares casas de cal y un intenso olor a estiércol y tierra húmeda. Dentro de poco, cuando amanezca, se llenará de galeras y carros, tartanas y birlochos, de mulas y rebaños. En ella duermen todavía las gentes humildes que la habitan: obreros y comerciantes modestos, albañiles, carpinteros y pastores que, antes de emprender la jornada, se dejarán caer por la taberna de El Nano, la de El Chusquel o la de El Cura. Pero aún queda calma. Nada más principiar el recorrido de esta calle dejamos a un lado una vivienda de dos plantas que pronto será horno de pan, la tahona de don Antonio Fenoll, famoso trovero capaz de conversar haciendo improvisadas rimas con sus frases. A la derecha, en el número 10, vive el poeta y periodista Juan Sansano. Acaba de adquirir una imprenta de la que es cajista y propietario, y de ella han salido los primeros ejemplares de su periódico La Semana. Tiene sólo veintitrés años y muchas razones para marcharse cualquier día de éstos y buscar mayor gloria en la capital. Más avanzada la calle, junto al callejón de la Cruz, hay un viejo caserón de puertas dobles que a la vuelta de unos años será hogar de don Luis Almarcha Hernández, un cura joven de la edad de Sansano. Es de La Murada, a dos pasos de Orihuela como quien dice. Acaba de regresar de Roma con su doctorado en Derecho Canónico y ejercerá su pastoral en esta diócesis, ya que el 17 de junio fue ordenado sacerdote. Aspira a mucho en su carrera eclesiástica y a nadie parece extrañarle que, con el tiempo, llegue a ser canónigo de la Catedral, vicario general, procurador en Cortes y hasta obispo si nada se lo impide y Dios se lo dispone.
No es preciso acabar el camino y llegar hasta el arco-capilla de la Virgen y el callejón de los Cantos. La iluminación es pobre (dos bombillas apenas en todo el recorrido) y nos decidimos por enfilar el callejón de la Cruz dejando a un lado la casa del sacerdote hasta alcanzar la rúa del Colegio. Allí, en una encrucijada de caminos urbanos, optamos por tomar la calle de San Juan. En el número 82, una vivienda estrecha de dos plantas, se vislumbra luz y trajín de ollas y pucheros. Es la casa de los Hernández, que acoge la vigilia de comadres y vecinas afanadas en el acontecimiento que se avecina.
A las seis de la mañana, en plena amanecida, ante la mirada imperturbable del patriarca, don Miguel, y la agotada emoción de Concheta, viene al mundo el tercer hijo de la saga, un varón de aspecto sano que rompe con su llanto la paz detenida de Oleza, el silencio secular del aire que la envuelve.